AUMENTA LA LETRA DEL BLOG PULSANDO LAS TECLAS "Ctrl" y "+" (O Ctrl y rueda del raton)

22 diciembre 2010

Ahora también en Facebook

Después de echar unas horas con el tema en cuestión, al fin he conseguido, más o menos enlazar el blog en Facebook y el Facebook en el blog; toda una hazaña.

¿Motivo? Pura vanidad (como el 100% de los escritores)
¿Objetivo? Que cada cual lea o entre a la madriguera del modo más cómodo posible

¡Espero que os guste la mejora!

Parpadeos - 51 (Ausencia de conflictos)




Virginia Wolf quedaba todas las tardes con su madre para tomar té y compartir confidencias. Francisco Umbral brindó en la boda de su hijo. Bukowski simplemente no nació. Carver dejó el whisky; Salinguer, también. Quevedo se interesó por la teología hasta tal punto que ingresó en la orden de los franciscanos. Shakespeare nunca leyó antiguas historias danesas. Juan Rulfo se dedicó al ensayo. Cervantes arrasó en el teatro. Miguel Hernández fue un reconocido falangista. Alberti siempre vio el amanecer desde primera línea de mar. Stanislav Lem y Borges nunca llegaron a soñar con laberintos. Al bueno de Bulgákov, Stalin le dejó partir a otros países. Franz Kafka heredó el negocio de su admirado y amado progenitor. Juan Marsé, asturiano de toda la vida. Proust era un amante de los espacios abiertos y de las relaciones humanas. James Joyce, abstemio. A Bolaño le llovieron billetes desde su primera publicación. Catherine Millet se convirtió en toda una institución en su época. Las novelas de Conan Doyle no interesaban.

Y la semana que viene Mario Conde recogerá el Nobel de Literatura, por su fastuoso libro de memorias.

21 diciembre 2010

Parpadeos - 50 (Supervivencia)




El camión de bomberos derrapó y se estrelló contra la estatua del Emperador Filemón VII, custodiada por olmos y acacias centenarios. Árboles robustos, altos y de ramas cuidadosamente podadas. Tan majestuosos parecían que había quien aseguraba que aquellos árboles fueron ni más ni menos que la guardia personal del Emperador, reencarnados. Llamas y una fuerte explosión, que sacudió la plaza.

La policía intentó, en vano, poner algo de orden. Imposible. Viendo cómo ardían y se carbonizaban algunos de sus compañeros, el resto de la arboleda huyó en estampida, dirección al puente.

Choped Madrid (4)




Salí a la calle y me mezclé entre la amalgama de perros, coches, vendedoras de castañas, filibusteros, vendedores compulsivos, concubinas, herejes repartiendo folletines de otros herejes, compradores de almas y cerillas, agentes de movilidad, colillas aplastadas en el asfalto, silbatos, bocinas, olores a tubo de escape y orina. Madrid crepitaba en mi tímpano. El conferenciante agitó un pañuelo desde la ventana en modo de saludo; yo le devolví el afecto con un corte de mangas, muy técnico y enérgico. “Joe, acuérdate que el sentido es una puta que se viste de marquesa cuando coge el tranvía”, me gritó desde la séptima planta de aquel edificio. El pájaro seguía sin aparecer en las cuatro horas y media que esperé. El rodamiento de goma era constante; las pisadas, punzadas por todo el cuerpo. Desde Callao empezó a levantarse una nube de polvo, óxido nitroso y ántrax. El coro de bocinas aumentó de volumen; el jodido coro de bocinas anticipando a las nubes el extraño crepitar que a fin de cuentas algún día debiese llegar. Y fue el pájaro, montado en otro pájaro, el que apareció entre aceros, humos, calles.

―¿No te dije que vinieras en coche? ―pregunté al pájaro, cabreado.
―Sí.
―¿Y?
―¿Qué?
―¿Que por qué?
―Porque querías que llegase antes, supongo. ―Se encogió de alas.
―No.
―Pues tú dirás.
―Me refiero a por qué no me hiciste caso cuando te dije que cogieras el coche.

El pájaro abrió el pico y se posó en mi hombro, aleteando las plumas del pecho como si fuera un sonajero. Estiró las alas, y de la izquierda surgió mi/nuestro/no vuestro/jamás vendido Opel Rastrillo GTYeRG Lanzarote TurboHiperMegaTangoSuperExtraPlusSuperiorMaestro 5600 CV con triple cilindro de combustión y cafetera retráctil en el asiento del acompañante. Primero, los faros; luego, lo demás. Como un mondongo de mierda en una tarde de estreñimiento; como un parto de sudor y dilataciones eternas. Tuve que apartarme pues el coche estuvo apunto de caer sobre mi pie. El pájaro trinó y algunos transeúntes, testigos de todo aquel prodigio, empezaron a pegarse entre sí para ver quién era el primero en echarme calderilla al suelo. Se mataron entre todos y no cayó ni un triste céntimo. Así que decidí echar al suelo un fajo de billetes de cincuenta euros. Luego me hice el sorprendido y los recogí con el rostro estirado, sonriendo como una estrella de televisión, una famosa, drogadicta y viciosilla.

―Traje el coche, Joe –acotó el pájaro―, pero no me salía de las pelotas conducirlo: ya sabes que los deportivos no son mi estilo.
―Haber forzado la cerradura de una furgoneta.
―No sé dónde he metido el juego de ganzúas, animal.
―Has tardado mucho.
―Tenía que acicalarme, Joe.
―¿Para qué?
―Para que no me devoren los notarios y las pulgas. ―Miró hacia arriba―. ¿Quién coño es el subnormal que nos saluda desde aquella ventana del edificio?
―El conferenciante: un tipo que quiere que investigue quién mató a una tipa que compartía charla y té conmigo y el resto de asistentes.
―Curioso.
―Lo sé. Es por ello que participarás conmigo de la investigación.
―¿Puedo ponerme sombrero y gabardina? ―Se le notaba ilusionado al pobre pajarito.
―Si te deja la cresta, no veo el porqué no.

Estaba respondón el pájaro. Respondón y hasta un punto insoportable. No obstante, su piar lingüístico animaba el día. Un día de humos, de conferenciantes sobre el balcón, de muertos y casos a resolver para demostrar algo que aún no se sabía hasta qué límite habría de llegar; lo mismo que servir vino y pasarte de la cantidad adecuada que fija el protocolo que fija el Rey que fija la historia que fija el cosmos o alguien por detrás, quizá refugiado en Solaris.

―¿Tú la mataste? ―pregunté al pájaro, guiado por una intuición.
―¿A quién?
―A la mujer sobre la que vamos a investigar.
―No. ¿Y tú, Joe?
―Tampoco.

Nos callamos, satisfechos, porque habíamos achicado el cerco. Ya solo quedaban más de seis mil millones de personas en el planeta para interrogar, y de quienes sospechar; eso sin contar a las ardillas y los moribundos, claro. El pájaro asintió; yo negué; el pájaro asintió; yo negué y con dos dedos sujeté la cabecita para que no volviera a asentir.

―Joe, ¿por qué no interrogamos a algún relojero?
―Por fin tienes una buena idea, pequeño bastardo.

15 diciembre 2010

Perlas (XII)




"La ira es como el fuego; no se puede apagar sino al primer chispazo. Después es tarde."

(Giovanni Papini)

09 diciembre 2010

Perlas (XI)




"Estimo mucho a las personas que conozco. De aquí que no trate de conocer a nadie."

(Pitigrilli)

29 noviembre 2010

Perlas (X)





"Ciertos recuerdos son como amigos comunes, saben hacer reconciliaciones."

(Marcel Proust)

26 noviembre 2010

Parpadeos - 49 (Papá y la tapa del váter)






Ultimátum

Recuerda a papá que baje la tapa. Díselo con cariño, arrastrando las palabras y casi susurrando. Que se confíe. Luego, cuando él vaya al cuarto de baño, síguelo y espíalo por la rendija que siempre se suele dejar abierta. Si usa el váter y no baja la tapa, no te preocupes: has llegado a tu límite. Coge el cuchillo y no se lo repitas más veces.


A palo seco
Recuerda a papá que baje la tapa: odio tomar cerveza a palo seco aquí, en el sótano.


Inadvertido
“Recuerda a papá que baje la tapa”, dijo con tono simpático aquella chica tan sonriente y pecosa; la única de la casa que me daba comida y mimos. Hice lo que pude, pero, como siempre, él no me quiso escuchar. Ni me escuchó ni me prestó atención alguna, como es habitual. Había defraudado de nuevo a la chica pecosa. Desanimado, me rasqué con la pata y ladré un rato.


Recordatorio póstumo

“Recuerda a papá que baje la tapa”, se podía leer al final del testamento de mi madre.


Reproches y lápidas
―Recuerda a papá que baje la tapa y a tu hermana que no se tire una hora en la ducha.
―Eso haré, mamá.
―No te olvides de cambiarle al agua, todas las mañanas, al canario.
―Vale.
―No te acuestes a las tantas, que luego no rindes en el trabajo.
―Ya.
―Por cierto, ayer te vi con una chica. No me gusta, hay algo en ella que no me acaba de cuadrar.

Iba a responder a mi madre, pero comenzó a llover muy fuerte. Tanto que me tuve que cobijar en el pórtico de un mausoleo próximo a su lápida.


Negación de la evidencia
―Recuerda a papá que baje la tapa.
―Mamá, no te lo repito más veces: lleva muerto un año.


La sonrisa del hombre
“Recuerda a papá que baje la tapa”, me dijo aquel hombre tan simpático por la calle. Tres meses después lo volví a ver en una sala enorme, junto a dos policías. Y había un hombre con un martillo y muchos hombres de negro y mamá lloraba y todos estaban enfadados y el hombre me sonrío y yo le sonreí.

24 noviembre 2010

Choped Madrid (3)




El conferenciante era rubio, pero sus cejas eran negras como el carbón; las pestañas, pelirrojas, y por el labio inferior colgaban un par de pelos largos y arrugados. Se justificó diciendo que las vanguardias llegaron al vientre de su madre cuando él nació. Como era el conferenciante, los demás tomamos apuntes en nuestras lustrosas, purificadas y blanquecinas libretitas de estudiantes aplicados que no tienen otra cosa mejor que hacer que rellenar líneas y líneas y líneas de frases que un tipo dice y que suenan interesantes, porque las dice un tipo que debe ser interesante, pero que a medida que habla y y habla la duda crece, el tallo mengua y los pelos de la cabeza luchan por salir antes del cuerpo que los demás. Apuntamos con disciplina de esgrimista. Hubo quien, movido por un trance de siniestro academicismo, repiqueteó su pluma estilográfica contra las hojas de la libreta. El conferenciante rozó las nalgas de la que limpiaba en ese momento la sala, y sin disimular, escupió en el cubo con el que la pobre señora fregaba. Nos insultó, balbuceó algo parecido al arameo, no quiso invitarnos a vino y jamón serrano, y al tiempo que se hurgaba la oreja, nos habló desde un púlpito:

“Hola, soy el conferenciante. Vosotros, unos mediocres. Todos. Unos mediocres subnormales agarra farolas chupacabras yunqueros, y por lo que veo en la mayoría de vosotros, sin afeitar. Odio la gente que no se afeita, porque me dan envidia. Soy imberbe, payasos. Bien, ¿por qué cojones estamos todos aquí? No respondáis, no tendría sentido. Sentido. ¡Qué divina palabra! Sentido para un mundo de mediocres. Sentido de fatalidad, de tráfico, del arte. El sentido al servicio del artista, del mecenas y de los gilipollas que van a un museo y se creen que los cuadros están vivos, cuando en realidad están muertos. Mi conferencia, mi charla, mi plática del día versará sobre el sentido. Voy a confesar una realidad: hemos perdido el sentido literario. También perdimos a la madre de Marco. Bueno, eso es lo que se cree Marco. Todos sabemos que la madre de Marco juega al mus todos los domingos con Jesús Gil, en Venezuela. Marco no encontró cerveza. Por eso se compró un mono. El caso era llevar algo a rastras que le mantuviese lo suficientemente confuso para no detectar en él atisbo alguno de inteligencia. ¿Veis? De nuevo el sentido saluda y no paga la cuenta. El sentido de una Italia de tallarines pasados de fecha, de mujeres con rulos de los caros, de fuelles, de sirenas sin pescadero, de orcas que se ahorcan, de rutinarios relámpagos que atronan en las cabezas de tipos que sin su corbata no serían más que tahúres en un mundo de faroles los cuales se iluminan con el carbón que un puñado de tipos encierran en una mina chilena. Todo esto os sonará a Góngora: yo soy su padre; Darth Vader, el mío. Todos nos limpiamos el culo con los artículos de prensa. No me engañéis. Leemos y restregamos por las nalgas lo leído. ¿Para qué pensarlo? Quien responda a esto le parto la boca. Nadie piensa; menos vosotros, cabrones. Imbéciles. No sabéis que nadie lee. No vais a leer todo lo que estáis apuntando. Pero me excita veros así: disciplinados y unidos en una más que probable contractura cervical. Lo siento por ellas, porque no es justo. A ellos, que les partan la médula espinal. Hablo porque me desdigo, por deshago lo que se ha hecho, porque la lengua actúa huérfana de unas neuronas que se han ido a cagar con los articulistas de vuestros sucios periódicos. Mojad vuestra sucia prensa en el café; vuestros libros innovadores, vuestros libros electrónicos, vuestra cultura de barrio marginal. Marginales. El sentido es pura marginalidad en un mundo que si no comprende que lo que no se comprende, se fusila al alba.”

El conferenciante pidió oxígeno y una unidad de reanimación cardiorrespiratoria. Una vez reanimó a la friega suelos, se aplicó los electrodos a sus pantorrillas. Todos apuntamos aquella última frase en la libreta. Hubo quien se masturbó mientras lo escribía en su libreta. Sonó mi móvil: de nuevo el pájaro. “Te echo de menos, pimpollo”, me dijo el animal. Tuve que colgar, pues el conferenciante puso los ojos en blanco y me hizo pucheritos. El pájaro en su jaula no entendía que Barajas es un sitio agradable. El conferenciante se interesó por mi abuela y por la abuela del pájaro. Ambas estaban muertas, así que me inventé dos historias: la abuela del pájaro, virgen hasta la muerte; mi abuela, tripulante de un carguero con bandera de Burkina Fasso. Todos aplaudieron en la clase. Todos menos una, que se murió de repente. Se hizo un corro alrededor del cadáver.

-Está muerta -dijo uno.
-Eso parece -dijo otro.
-¿Y qué hacemos? -preguntó el conferenciante con los pelos del labio caídos.
-¿Rezar? -pensó en voz alta la limpiadora.
-Sería utópico en una charla sobre el sentido -dijo el conferenciante.
-¿Por qué no arrojamos el cadáver por la ventana? -dijo uno.
-Podríamos tocarle un pecho -dijo otro.
-O la nalga -apunté yo.
-O las fosas nasales -dijeron uno y otro agarrados de la mano.
-El caso es que está chica está muerta. Alguien la ha disparado -dijo el conferenciante.
-¿Desde dónde? -preguntó Julieta, la mujer sentada a mi lado con pinta de llamarse Julieta.
-Desde la calle -nadie dijo.
-Es posible -titubeó el más anciano de la sala.
-Es probable -gritó mi páncreas.
-Es obvio -farfulló Ana Rosa Quintana a través del televisor portátil que llevaba prendido del cuello un sacerdote con un solo ojo.
-Lujurioso, añadiría yo -susurró el susurro al aire que se mezclaba de forma lineal con nuestras vidas, nuestros corazones, nuestros ocasos de monaguillo destetado sin más necesidad de felicidad que el tener un par de duros para gastárselos en las máquinas recreativas.

El conferenciante aplaudió. Todos aplaudimos. Desde la calle, atronadora ovación de gala. Los policías bailaban en círculos, muy apretados unos con los otros. Los coches se marcaban un vals sin pasarse demasiado. El tipo defragmentado se fragmentó de nuevo, se desvistió, compró regaliz y, cuando parecía que no iba a ser uno más de la historia, esquivó la embestida de un trailer de dieciseis ejes. Pero no es la historia; su triste vida no nos interesa. -*-*-*-*NO*-*-*-*- nOs InTeReSaaaaAAAaaAA. A nadie le interesa un puzzle que fuma. El conferenciante dejó de aplaudir y con los ojos puestos en sus cabellos labiales, nos invitó a buscar el sentido a aquel crimen: “salgan a la calle, investiguen, busquen, excarven, perforen, sodomicen, mutilen, exhumen y recopilen información para dar con el asesino de esta mujer. A todo esto, ¿alguien sabe a quién pollas le importa su muerte?”. Todos apuntamos esa pregunta retórica en las libretas. Luego, incendiamos nuestros bolígrafos, danzamos alrededor de la muerta y el conferenciante, y con los ojos vidriosos por la despedida, nos lanzamos a la búsqueda de una no búsqueda, de un sentido que se lo había fumado un tipo con gafas en una bolsa de avión confeccionada para vomitar, no para publicar en un blog y buscar tuercas donde Henry Miller hizo unas trescientas páginas de suspense británico; ¿o era de Burkina Fasso?

Me despedí del narrador en primer persona del plural: se lo vendí a Eduardo Mendoza y al resto de esquizofrénicos. Una vez volví a ser yo y solo yo, mandé un sms al pájaro: “Coje el coxe y vent xa plza spañ k m tiens k ayudr.Bss tqm npi mcd teruel pimpum.”

Perlas (IX)





"Formarse no es nada fácil, pero reformarse lo es menos aún."

(Jean Cocteau)

22 noviembre 2010

Parpadeos - 48 (Problemas de convivencia)




Esta mañana he vuelto a encontrar la tapa del váter levantada. Levantada y llena de salpicones. Mojada. No hay manera de explicarle que me da asco una tapa de váter levantada, con salpicones alrededor.

De este modo yo no puedo convivir. Así que esta noche, cuando vuelva de mi trabajo, cogeré por banda a mi boa constrictor y le repetiré, por última vez, que si se quiere ir a dar un garbeo, por el váter no, ¡coño!

21 noviembre 2010

Perlas (VIII)





"Los seres más sensibles no son siempre los seres más sensatos."

(Honoré de Balzac)

18 noviembre 2010

Choped Madrid (2)




2

Desde Barajas tomé el metro: con un par de gotas de leche y sacarina. No supo mal, aunque con tanto viajero se me atragantó un poco. Los túneles sucedían a los andenes y los viajeros se apeaban cuando les salía de los cojones, hecho que a los extranjeros les sorprendió. “En mi país la gente se apea en los andenes, y como mucho de vez en cuando se lanza un desgraciado a las vías. Pero solo en los andenes. En los túneles está prohibido”, me dijo un alemán que no dejaba de manosear la mano regordeta de su perro, que hacía las funciones de esposa. Saludé con delicadeza al perro y les deseé una genial luna de miel. El alemán me regaló su anillo de bodas y un extracto de ensayo de algún escritor alemán, cuyo nombre me dijo y que yo obvié recordar. El camarero me dijo que no había leche al mismo tiempo que el perro le mordía la pantorrilla. “Costumbres germanas”, intentó disculpar el camarero al perro.
El vagón era un ir y venir de individuos que se quitaban la corbata antes de perderse en la negrura de los andenes. Se tiraban solos, en parejas o varios agarrados de las manos; los había que incluso soltaban una frase inteligente para arrancar de los demás viajeros una atronadora ovación. Los ancianos competían por las efebas a cuchillo. Nadie retiraba los miembros amputados que quedaban de las peleas, por lo que algún despitado cayó del vagón. En el andén solía haber menos bajadas. La emoción por ver al siguiente precipitarse en el túnel era contagiosa. Una casa de apuestas se forraba a costa de los viajeros ludópatas, que intentaban adivinar el promedio diario de niños, oficinistas, jubilados e invidentes que se perdían en las entrañas de Madrid.

Se me pasó por la cabeza apearme del andén haciendo el salto del león, pero el móvil sonó. Era el pájaro.

-Joe –dijo el animalillo.
-Soy yo.
-Ya sé que eres tú, si no no hubiera dicho “Joe”. –Por el tono de voz parecía haber tenido un cabreo o una crisis nerviosa minutos atrás.
-En fin, ¿qué es lo que quieres?
-Las monedas que me dejaste sobre la mesa para el agua son de chocolate.
-Mierda, ¿entonces que me he comido yo? –Nos quedamos en silencio un buen rato. Aproveché para escuchar algún cráneo estrellarse contra el hierro de las vías-. Lo siento, no tengo dinero suelto por casa. Pídele a la vecina.
-No que me intenta asar, como la última vez.
-Pues no bebas agua.
-¿Y qué bebo entonces? Necesito beber.
-Échate un trago de cerveza. En la nevera hay varias latas.
-No me gusta la cerveza.
-Tiene gas.
-Me gusta la cerveza –dijo acompañándolo de un suspiro-. Adiós, Joe, y no te lances con el tren en marcha.
-¿Cómo sabes tú lo del tren?
-Yo lo inventé.

Me despedí del pájaro y me bajé en el andén de metro de Gran Vía, con el tren parado, sin túneles por medio. Eso no agradó a la parroquia. En sus rostros serios, acartonados, silenciosos y de una angustia que coloreaba las paredes de los convoys se reflejaban mis pasos perdiéndose poco a poco, para regresar a la superficie y no volver más. Hades no había acudido a la cita y no pensaba presentarle ni a Plutón ni al cancerbero. Múltiples codazos en las escaleras de subida y el pájaro que volvía a llamar por el móvil. Aceleré el ritmo al tiempo que cantaba una copla, que fue seguida por unos cuantos aficionados del Almería, camino a algún prostíbulo de la calle Montera. Nadie invitaba a tabaco, así que me enrollé un ejemplar del ¡Qué! y me lo fume: con calma, con talante, sin pensar en el cáncer de Marley.

Una vez fuera del metro el cielo se secó de soles y de vecinos impertinentes. Por el asfalto rodaban trabajadores con la soga bien atada a la bolsa escrotal. Cargaban sobre sus espaldas pesados coches, en los que montaban hipotecas con varios hijos, una amante llamada Carrefour y un par de primos que invertían en bolsa y devoraban palomitas de las caras viendo buen fútbol en el Vicente Calderón. La mañana avanzaba terca y sin una costumbre de rodamiento que me hiciera comprender el tacto de las sogas, de los túneles, de los pájaros que se gastan tu sueldo en llamadas, los periódicos encendidos, los alemanes zoofílicos, las marchas fúnebres y la música de pastitas de té. Deambulé por la Gran Vía madrileña, rumbo a Plaza de España, metiéndome entre callejones y meando en los cartones de vagabundos y estanqueros. Todo con mucha seriedad. Porque mear con una sonrisa me recordaba de manera imposible a Sarita Montiel y, a su vez, a los cigarrillos mentolados, a los yankis de acera imberbe. Anduve centenares de miriámetros, hasta que reconocí haberme perdido. Paré a la vera de un tipo con un ridículo sombrero de paja, que mascaba paja y no se iba cascando una paja. El hombre me observó sin rumiar, con el fajo de paja bien rechupeteado en sus labios. Las cejas marcaron el compás del silencio a mi pregunta “¿sabe usted dónde me encuentro?”. Un tic tac de pelos y de pajas mentales, bien trituradas. Luego, asiéndose a sí mismo por la cintura, se partió en dos. Otro tipo, como él pero más pequeño, emergió de las dos mitades. También se partió en dos. Apareció un tercero, minúsculo, que no tardó en trocearse. Un cuarto, un quinto, un sexto. El séptimo, inapreciable en estado ebrio, me dio la información precisa, con una sonrisa bien bonita. No mascaba paja. Todas aquellas mitades quedaron desperdigadas por la acera madrileña. Si hubiera estado aquí mi pájaro ya las hubiera pegado. Mi pájaro era un ente organizado, que cantaba, comía, platicaba y se frotaba con el palo de su jaula en perfecta armonía y coordinación, sin dejar nada al aire. El átomo que me indicó dónde estaba la sala de conferencias literarias a la que tenía que acudir y a la que llegaba tarde por culpa de un siniestro caracol gigante de un solo ojo que intentó fustigarme desde un inconsciente de babosas que no se despegaban de las cervicales, se fusionó con un motorista y ambos se perdieron por la calle San Bernardo. Solo en la Gran Vía. Aún tentado de la calle Montera, del Fnac, del alcantarillado, conseguí llegar a la sala de conferencias literarias. Bajé al restaurante chino, junto al aparcamiento público de Plaza de España y no pedí comida. Caras largas y rostros de roña y sudor ácido me escrutaron a mi llegada. Me pidieron un justificante por el retraso. Les compuse una oda y reconocieron que aquello les gustó más que un justificante.

-¿Cuando comienza la conferencia? -pregunté a sabiendas que ya habría comenzado.
-Cuando usted quiera -dijo un tipo afrancesado, con pinta de escribir poemas a los gatos en medianoche.
-Pues ya.
-Pues ya.
-No entiendo -no entendí.
-¿No es usted el retroconferenciante?
-No, yo solo soy oyente, como supongo lo será usted -repliqué convincente.
-Eso no es lo que aparece en este folleto: a falta de conferenciante y desconferenciante, usted, retroconferenciante, es el asignado.
-¿Yo?
-Tú, cariño.

Las puertas se abrieron de golpe. Los cuencos de tallarines, los poemas del afrancesado, los tiquets doblados de los peregrinos, los cadáveres del metro y los aficionados del Almería volaron por la corriente generada; hasta los trozos de alguien que me indicó la sala de conferencias literarias volaron.

-Soy el conferenciante -dijo, y todos nos alegramos de ello.

17 noviembre 2010

Choped Madrid (Prólogo y 1)





Prólogo

El bocata de Nocilla que comí la noche anterior, no solo me atragantó si no que estuvo toda la noche repitiéndose.


1
Me desperté sobresaltado, con el ojo de un caracol gigante persiguiéndome por todo el dormitorio. Menos mal que las arañas de las esquinas acabaron con él. Casi lo hicieron conmigo. Yo no me había duchado. Llovía. Salió el sol. Llovían soles y vecinos alcohólicos que se estampaban contra el cemento. Todos gritaban, sobre todo los soles. Aquella letanía de puro agonizar me dejó seco, imberbe y sin bautizar, más aún cuando comprobé que iba a llegar tarde. Tarde en la mañana de Madrid, con un frío que pelaba hasta el mismo granito. Pero el caso es que llegaba tarde. Me tropecé con la concha del caracol, y me la puse de gorro camino del cuarto de baño. La alcachofa de la ducha estaba limpia, la bañera estaba limpia, los espejos relucientes, el cepillo de dientes a estrenar y las toallas olían a suavizante de rosas del Carrefour. Ducha caliente, densa, humeante, con mucha espuma de jabón; tanta espuma que hasta la raja del culo desapareció entre pompas traviesas. Limpio y aseado me puse el abrigo.

-¿A dónde vas ahora, Joe MacLindo? -gritó horrorizado el pájaro.
-donde me sale de los cojones.
-¿Desde cuándo te has vuelto grosero?
-Desde que hablo con animales.
-¿Por qué no me cambias el agua antes de irte? -dijo con tono de súplica, con su cresta amarilla bien erguida.
-¿Cómo quieres el agua, con gas o sin gas?
-Con gas: yo también quiero eructar.
-Bohemio.
-Soñador.
-Pajarraco.
-Adefesio.
-¿Por qué no te quedas y me acaricias un poco? -Agachó el cogote y sus ojillos negros apuntaron el fondo de la jaula. Me entraron ganas de meter el dedo entre las rendijas y tocarle con la yema, como a él le gustaba.
-Porque no me da tiempo. -Arrojé sobre la mesa un par de euros en monedas de cincuenta-. Toma, con esto te llega para comprar una botella.
-¿Y a dónde se supone que te vas? -suspiró-. Seguro que a coquetear con las palomas de El Retiro.
-Voy a una conferencia literaria.
-¿De quién?
-En principio de nadie: el conferenciante principal viaja mucho y no se dio cuenta que hoy tenía que estar en Madrid, así que ha presentado sus disculpas desde Alcobendas.
-¿Y el suplente? -Aleteó con tanta fuerza que tiró las flores que contenían un desgastado jarrón-. Porque todo el mundo sabe que en las conferencias siempre hay un conferenciante suplente, que desconferencia al desconferenciador, en este caso el de Alcobendas.
-El suplente declaró su amor hacia su madre y se fueron a celebrarlo a un restaurante japonés, de los caros.
-¿Entonces?
-Entonces me voy, no quiero llegar tarde y que la nada se sienta demasiado vacía. -Con la yema de los dedos acaricié su cabecita emplumada-. Hasta la noche.
-Siempre haces lo mismo. Adiós, Joe, adiós.

Me eché crema en las manos, boxeé con el otro yo del espejo (que se llama Filipo, era camboyano y soltaba unos ganchos de órdago) y me largué de aquella casa, de mi casa, del no hogar del pájaro. ¿O sí? Lo pensé hasta el primer peldaño de bajada a la calle. Continuaba el aguacero de vecinos.

14 noviembre 2010

Parpadeos - 47 (Dudas en casa)




A mí me empiezan a entrar dudas: el tío Rosario habla continuamente acerca de un líder que nos salvará; la abuela teje en su máquina de coser togas rojas con bordes dorados para toda la familia; mis padres me han prohibido rezar, comer aquello que no salga de la huerta y prestar atención a la profesora en clase; mi hermana ha dejado a su novio y ahora acude a unas reuniones de -según afirma- preparación espiritual. Ahora comemos con la televisión apagada porque, según mi padre, tenemos que relajar la mente y ausentarnos de las tristezas del mundo para alcanzar el siguiente nivel cósmico.

Sospecho que mi familia desea una vida monacal.

10 noviembre 2010

Perlas (VII)




"La más peligrosa de todas las debilidades es el temor de parecer débil."

(Jacques Benigne Bossuet)

07 noviembre 2010

Perlas (VI)




"Nunca tienes tiempo suficiente para hacer toda la nada que quieres."

(Bill Watterson)

05 noviembre 2010

Parpadeos - 46 (Intercambio de pulseras)




Rutinariamente, intercambio sus pulseras identificativas con la mía. Así voy probando las pastillas de colores de mis otros compañeros de pabellón: según la pulsera que poseas te dan un cubilete de pastillas distinto. Unos días me dan ganas de llorar, otros de estar en silencio, pero los mejores días son cuando me trago las pastillas de colores y viajo lejos del pabellón a luchar contra dragones, mendigos, niños o lo primero que se me cruce.

Ya no me dejan intercambiar pulseras. No sé por qué quieren acusarme de la muerte de Matías, el que siempre está pegado a la ventana del pabellón.

03 noviembre 2010

La tormenta




Estoy ante una foto donde se observan dos relámpagos. Corresponde a una foto que se hizo en Madrid, en una tormenta de verano. Es de noche y el cielo, encapotado, tiene un color anaranjado, seguramente por las farolas de la ciudad. Las calles y los edificios están iluminados. Los rayos han quedado bien fotografiados, apreciándose con total nitidez las ramas y el destello de la electricidad, que parte del cielo. Uno de los relámpagos parece que hace contacto con la tierra.

Observando la foto recuerdo Marbella y mi niñez. Creo escuchar el trueno que hubiera seguido a esos rayos. El trueno y cómo habrían retumbado los cristales de mi habitación. El trueno, que de pequeño me asustaba. Miedo, es lo que me produce esta foto.

Me pierdo en la foto porque me parece que el cielo sonríe. Los ojos, los dos puntos luminosos desde donde parten los rayos. La sonrisa, las dos ramificaciones de rayos que se juntan. La comedia de la electricidad. Una sonrisa que destella, que se prolonga y cae sobre la noche naranja y los edificios de Madrid, en contraste con la diversión de las nubes.

01 noviembre 2010

Perlas (V)




"El primero de nuestros deberes es poner en claro cuál es nuestra idea del deber."

(Maurice Maeterlinck)

29 octubre 2010

Perlas (IV)




"En el mundo actual, se está invirtiendo cinco veces más en medicamentos para la virilidad masculina y silicona para mujeres, que en la cura del Alzheimer.De aquí a algunos años, tendremos viejas de tetas grandes y viejos con pene duro, pero ninguno de ellos se acordará para que sirven."

(Drauzio Varella, Premio Nobel de Medicina, 2010)

Perlas (III)




"La vida es dura, pero yo lo soy más."

(Loriana Losada Racca)

26 octubre 2010

Perlas (II)




"Un síntoma de que te acercas a una crisis nerviosa es creer que tu trabajo es tremendamente importante."

(Bertrand Russell)

24 octubre 2010

Parpadeos - 46 (Mozart y la nuevas tendencias en la música clásica)





―Esto no nos vale.
―¿Se puede saber por qué no vale?
―Demasiado armonioso, señor Mozart. Muchos violines y mucho instrumento de viento coordinándose entre sí.
―¿La música no se supone que es armonía?
―En efecto, pero usted en todas sus composiciones solo usa violines, pianos, flautas y demás cacharros melódicos.
―Ya.
―Eso por no hablar del coro. ¿Usted piensa que el que canten todos usando escalas de voz distintas ayuda en algo?
―Ya.
―¿Y dónde están las sartenes aporreando paredes? ¿Los rasgueos de guitarra sin motivo alguno? ¿Y los aullidos?
―No sé, yo quería aportar algo distinto a lo actual.
―Entiendo, señor Mozart, entiendo. ―El productor musical se retuerce en su sillón de cuero―. Sin embargo, como le he dicho antes, esto no nos vale.
―Sigo sin comprenderlo.
―Verá. La gente de hoy en día considera esas sartenes, esos chillidos, los truenos, las botellas al chocar, las flautas desafinadas arte. Para los melómanos, todo eso es arte.
―¿Pintar dos rayas en un cuadro es arte?
―Si tiene sentido, sí. Pero esa no es la discusión: no voy a hablar de pintura.
―Estoy frustrado.
―No lo haga, señor Mozart. Se ve que usted escogió un estilo equivocado, pero no se desconsuele. Deje de lado el solfeo y toda esa porquería melódica y aventúrese en el maravilloso mundo de los sonidos inauditos.
―Querrá decir ruidos.
―No. Sonidos inauditos.
―Ruidos.
―En fin, señor Mozart. Ánimo con su siguiente proyecto musical. Estaremos dispuestos a escucharlo.

22 octubre 2010

Vidas en Sueño - 75 (Intercambio de héroes)





Dos tipos con sus zapatos lustrados y montura de gafas de oro blanco están sentados, uno frente al otro, tras la mesa de juntas del ayuntamiento. Tienen las mejillas sonrosadas a causa del burdeos que se han pimplado en la comida, hace aproximadamente una hora. En la habitación flota una nube de montecristo mezclado con el morado de los billetes que sobresalen por uno de los maletines. El más calvo de los dos (porque ambos sufren de alopecia), Valentín, carraspea, agradece al otro tipo la comida y abriendo en abanico las manos comienza a hablar muy lento, como si el chuletón de buey del almuerzo se le hubiera encajado en la mandíbula:

-¿Entonces hacemos el intercambio?
-No. Ya te he repetido varias veces que Spiderman es indispensable. No puedo deshacerme de él.
-Joder, Matías, eres duro en las negociaciones -le reprocha Valentín a su amigo, y mece entre sus manos un vaso ancho con whisky del caro.
-Ya te he dicho que no voy a entregarte a Spiderman. -Da una calada al Montecristo y deja escapar el humo en aros perfectos-. Es inútil que lo sigas intentando.
-Aparte de los cien mil euros, te ofrezco a Batman.
-No.
-¿Al Capitán América?
-No.
-¿Al hombre de hielo?
-No.
-¿Al de fuego?
-No.
-¿Quizá a La Mujer Fantástica?
-No sigas. -Matías juguetea con el puro entre sus dedos rechonchos. En su tono de voz se nota, en cada intervención, menos rotundidad.
-¿Y a Superman? Es un buen trato: el maletín lleno de billetes más Superman, a cambio de Spiderman.
-¿A qué viene tanto empeño con que te venda a Spiderman? Pensaba que tenías la ciudad controlada de sobra con toda esa pandilla de héroes.
-La tengo. Es un capricho: siempre he admirado a Spiderman. ¿Qué me dices a la última oferta?
-Te digo que eres un jodido cabezón.
-Me gusta conseguir mis deseos. -Con el dedo dentro del whisky, Valentín escruta el gesto de su colega-. Bueno, si no quieres a Superman te puedo ofrecer a Superlópez, que para el caso es lo mismo.
-¿Superlópez? ¿Me tomas por gilipollas?
-Fuma, Matías -le dice casi a susurros Valentín-. Fuma y medita la oferta siguiente: el maletín, Superman y, porque entre amigos nos tenemos que favorecer en los acuerdos, Lobezno.
-La verdad, suena cojonudo.
-¿Tenemos trato, Matías? ¿Tenemos trato?

Matías comienza a recortar la ceniza de su puro con el borde plateado del cenicero. Concentra la mirada en ver cómo cae la ceniza, cómo se va redondeando la brasa del puro. La ciudad se rebulle tres los ventanales de la sala donde están los tipos. El maletín brilla con el sol de la tarde. Valentín tamborilea el cristal de su vaso de whisky; se muerde el labio inferior. Pasa un buen puñado de minutos y ambos siguen en las mismas posiciones. Matías exhala una honda calada, sin aros, que se estampa contra el ventanal. Se incorpora de su sillón y coge el auricular del teléfono.

-Lucrecia.
-¿Sí, señor alcalde? -responde al otro lado de la línea una voz chillona.
-Llama a Spiderman: que venga a mi despacho inmediatamente con el equipaje preparado.
-Sí, señor alcalde. ¿Algo más?
-No. Bueno, sí. Una cosa más, Lucrecia: busque un par de apartamentos, amplios y bien ubicados en el centro de la ciudad.

21 octubre 2010

Perlas (I)

"Los políticos son como los cines de barrio, primero te hacen entrar y después te cambian el programa."

(Enrique Jardiel Poncela)

17 octubre 2010

Vidas en Sueño - 74 (¿Quién es Alfredo?)





Soy Jane. Conozco a Alfredo desde hace unos cuantos años, exactamente diecisiete, cuando coincidimos en la facultad, estudiando Ingeniería Técnica de Informática. Yo empezaba mi primer año de universidad, nada más terminar el bachillerato; él repetía por tercera vez el primer curso. Siempre se sentaba al fondo en las clases y no hablaba con nadie. Permanecía en silencio y luego se iba a la cafetería. Fumaba sin parar; bebía cerveza como un cosaco. Siempre solo. No sé por qué, pero aquella forma de ser despertó interés en mí. Él, por supuesto, no estaba interesado en mí, aunque muchas veces le sorprendía repasándome con la mirada; todos lo hacían. Con dieciocho años ya tenía una buena delantera. Un día decidí ponerme a su lado en la cafetería. Él no dijo nada; se limitó a observarme de arriba a abajo mientras daba sorbos a su cerveza. Yo tampoco dije nada. Tres horas después, la mesa estaba repleta de botellines de cerveza y un cenicero hasta arriba de colillas. Tres horas sin hablar, solo bebiendo y fumando; no sé por qué lo hice, pero no me sentí incómoda en ningún momento. Al cabo de ese tiempo Alfredo me dijo cómo se llamaba y que quería enseñarme su piso. Me dejó muda y solo acerté en acompañarle a su piso. Allí perdí la virginidad. Antes de irme le dije el mío: Jane.

Después de aquello nuestras vidas siguieron como si nada. Ninguno de los dos hizo amago de volver a verse. De vez en cuando nos juntábamos en la cafetería y nos poníamos a beber cerveza y a fumar. Una tarde me contó que estuvo durante muchos años en un hogar para huérfanos, “San Camilo”, en Madrid. A raíz de aquello empezamos a quedar más, y alguna que otra tarde iba a visitarle a su piso. Pasaron tres años y yo terminé la carrera; Alfredo iba por el segundo año de carrera. De mí le conté todo o casi todo. Él, aparte de su estancia en el hogar, nada; no tenía proyectos, ni sueños ni deseos que cumplir. Alegaba que le importaba todo tres mierdas. Siempre tuvo una visión pesimista de la gente y la sociedad; nada le gustaba. Eso sí, le encantaba escucharme; así me lo confesó varias veces. También le ha gustado desde pequeño leer y escuchar música clásica. Así que nuestras conversaciones casi siempre iban enfocadas acerca de esos temas; aprendí mucho de literatura y música. Alguna vez me llevó al Auditorio Nacional de Madrid.

Un año después de terminar yo la carrera, Alfredo también la acabó. Dijo que sin mí se aburría mucho en la facultad, rodeado de todos aquellos pijos subnormales. Así que se puso a estudiar duro, y terminó el año que le quedaba. Es un tipo inteligente; perezoso, pero muy inteligente. El tiempo que estuvo en la facultad (siete años calculo), trabajó en varios sitios para sacarse un dinero; nada serio. Con el título en la mano se puso a buscar empleo. Trabajó un par de años en una consultora informática. Tuvo muchos problemas con compañeros, clientes y jefes. Nunca le gustó trabajar de informático; acumuló muchos empleos de lo mismo, hasta hace un par de años, que dedicidió estudiar para ser detective privado. Todo vino, según me contó, a raíz de leer los libros de Raymond Chandler y simpatizar con Marlowe, el protagonista (un detective privado) de sus novelas. Hace poco más de un mes comenzó en la profesión. Deseo que le vaya fenomenal; él dice que al menos no tiene que soportar a secretarías histéricas y jefes incompetentes.

Desde que dejé la universidad nuestros encuentros fueron esporádicos. Nunca hubo nada serio entre los dos; nos limitábamos a fumar, a beber, a follar en su piso. Hablábamos poco. Cada uno tenía sus aventuras; él acumulaba un largo historial de chicas. A pesar de ser un tipo silencioso, Alfredo sabía manejarse con las mujeres. No contaba cuentos a nadie; decía de forma natural y directa lo que pensaba. Eso a mí siempre me gustó de él; supongo que a las demás también les gustaría. Mujeres, que en algún caso le llegaron a causar problemas con sus familias o novios. El novio de una de las chicas que conquistó le pegó un botellazo en la cabeza; le dejó una cicatriz larga en el lado derecho de la frente.

Alfredo es un tipo que no pasa desapercibido. Mide alrededor de uno ochenta metros y pesa más de noventa kilos. Nariz larga, cejas finas y bien definidas, boca pequeña de labios apretados, patillas muy finas hasta la quijada. Tiene unos hombros y una espalda anchos y firmes. Pelo corto que no se deja crecer más de un mes, y que se afeita él mismo con una maquinilla. No le gusta afeitarse la cara, así que cada semana va al peluquero a que le afeite con navaja; el pelo de la cabeza se lo corta él, la barba otro. Sus ojos son grises y su mirada siempre se posa en ti cuando hablas. Es muy observador; cualquier cosa, suceso, voz o persona que se cruce en su camino es escrutado un buen rato. Observa y calla. Cuando habla, siempre evita temas como la religión y la política. Aborrece el fútbol y la televisión; sin embargo, adora la literatura (buena) y la música clásica, en concreto los valses de Strauss.

Gracias al microondas se alimenta todos los días. No cocina; ni le gusta ni sabe hacerlo con soltura. Así que su dieta se basa en congelados que mete al microondas; especialmente adicto a las tortillas de patatas precocinadas. Son asquerosas, pero Alfredo se relame con ellas. Bebe cerveza y punto. Y si no puede beber cerveza bebe agua. Aborrece cualquier otra bebida que no sea la cerveza o el agua.

Viste con vaqueros, camisa, zapatos, y combina la cazadora con una americana. A veces, de forma imprevisible, aparece vestido con traje, corbata y zapatos de charol. Odia el chándal.

Que yo sepa no tiene familia. Aparte de ser huérfano nunca me ha hablado de nadie de su familia. O bien no tiene comunicación con ellos (cosa muy probable en él), o directamente no tiene a nadie. Nunca ha parecido necesitarla; siempre se ha apañado él solo con los problemas. Es muy independiente. Eso hace que nunca sea generoso; según él, “cada cual con sus putos problemas”. Y si te ayuda es para conseguir algo a cambio.

Poco más puedo contar de él. El que sea tan reservado, sobre todo con su pasado, me ha hecho imaginarme varios tipos de Alfredo distintos. Solo espero algún día comprenderlo. ¿O no? Quizá su encanto, y el que le quiera seguir viendo, resida en sus silencios.

09 octubre 2010

Parpadeos - 45 (Lágrimas)




Algunos lloran al verme pasar por la calle. Se quedan quietos y giran sus cuellos con la mirada prendida en mí. Me siento defraudado conmigo mismo: a pesar del disfraz de ejecutivo del siglo veintiuno la gente me sigue reconociendo. Paso frente a un escaparate y observo mi rostro milenario. No puede ser lo que veo. Me llevo las manos a la cabeza. Mis dedos acarician las puntas de mi corona de espinas: otra de las bromitas de papá.

***

Algunos lloran al tiempo que se suben en uno de los cientos de autobuses que invadieron anoche el bulevar de la ciudad. No se escucha un ruido distinto al refunfuñar de motor. Todos los habitantes de la ciudad se largan: riesgo radiactivo por culpa de nuestra central nuclear. Algo explotó, por lo visto. Sigo cavilando qué motivo me ha llevado a apearme de un autobús en el último instante. Supongo que será otro de mis arranques de originalidad.

***

Algunos lloran. Es normal que los niños lloren, se queden quietos o incluso tiemblen como flanes calientes cuando observan mis herramientas de dentista sobre la silla de operaciones. Cuando aquella niña que traje a casa, unas semanas atrás, vio aquellas herramientas no lloró. Aquello me extrañó mucho. Y a medida que la iba mutilando trozos de su cuerpo, me extrañó aún más que no aullara en su agonía. Estaba furioso por ello. Cuando abrí la boca para arrancarle la lengua comprendí que el dolor lo llevase en silencio absoluto.

02 octubre 2010

Parpadeos - 44 (Rebeldía angelical)




Como los ángeles al caer el sol se aburren de la lira y el blanco nuclear del paraíso, se visten con chupa de cuero y rasguean con frenesí sus guitarras eléctricas. Luego, se emborrachan con bourbon sisado de las tabernas y mean sobre las rejas de la puerta de entrada al Paraíso. Ya me he quejado varias veces al Padre: bastante tengo con mandar al infierno a los borrachos de la tierra.

Y el Padre, que a veces les acompaña en sus fiestas, me dice que soy un ujier cojonudo, pero que no sea tan duro con los muchachos: lo hacen sin maldad.

24 septiembre 2010

Parpadeos - 43 (Carta heterónima)




Nuestro querido amor:

No somos originales. Somos muchos. Cada cual por separado tiene sus genialidades (y tormentos), pero juntos nos cuesta ser inéditos. Pusimos todo el empeño en redactarte un poema y tuvimos que desecharlo: unos decían que era muy tópico; otros, que muy cursi; los demás, fumarnos un cigarro y aspiramos el humo con la mente en blanco. También lo intentamos con un monólogo interior frente al espejo, frente a la pared, frente a la noche. Al final, esperando con ello causar la misma alegría en ello que con una poesía llena de lunas, soles y gatos acariciados, cada cual escribirá su parte, lo que quiere decirte. Así tendrás todas nuestras versiones.

Soy el que te contempla sin parar. Al que muchas veces le cierras los párpados porque la mirada te impresiona demasiado, o quizá te pone colorada. Soy tu espía silencioso; las pupilas inmóviles fijas en tu boca, en tus muecas, en tu cuerpo. Te observo, desde el primer instante que nos conocimos, con la misma admiración, sin dejar descansar al párpado. Ámbar sobre tus mejillas; hielo en el brillo de tu melena, que poco a poco se estira hacia la cintura. Soy tu vigía, tu admirador; donde encontrarás siempre mi guiño, mis fantasías filtradas por los ojos, esos que te pertenecen y que tanto disfrutan con tu cercanía. Todas las mañanas empaño el espejo limpiándome la córnea de todo aquello que no me evoque a ti. Solo quería decirte que te admiro.

Soy el moralista, el que hace de padre experimentado cuando me cuentas algo. Soy la seriedad, el sentido común, la regañina. Soy el que te quiere proteger de los demás, el que intenta hacerte ver el sentido de la realidad, el que te espolea, el que te arenga hacia lo correcto. Soy el que te arropa de noche y te lee un libro de príncipes y princesas. Porque aunque sea un papi tengo mi corazón; y desde él mi realidad sí tiene sentido desde que compartimos este camino. Solo quería decirte que te mimaré y te protegeré.

Soy el pasota, el que se tumba en el sofá sin más qué hacer. Soy el que no friega porque no le da la gana, o porque está muy cansado. Soy la apatía y la desgana. Soy el que te hace enfadar por mi falta de compromiso y, por supuesto, mi inmadurez. Solo quería decirte que eres el antídoto, que sorberé de tu pócima hasta saciar.

Soy el más afortunado de todos. Soy el que te escucho, el que aprende de ti a través de tus pensamientos y narraciones. Soy el que asiste a tu concierto de flauta. Soy el adicto a tus palabras que, con tanta musicalidad, empleas. Soy tu oído, el tímpano que cosquillea cuando te escucho a través del auricular. Soy el que quiere conocerte desde el relato de tu vida. Vida que me tiene totalmente atrapado. No quiero otra cosa que no sea seguir escuchándote. Es mi forma de besarte y sentir tus caricias, cuando empujas con tanta suavidad las oraciones y las depositas con susurros sobre el lóbulo de la oreja. Lóbulo que gotea de sudor, que se estremece cuando tus palabras lo abrazan. Soy tu confidente, el que siempre atenderá, la calma en mitad de la tormenta. Solo quería decirte que me enamoraste con tu solfeo de flauta.

Soy el fumador, el que bebe, el que se muerde las uñas; el que no se afeita y no hace ejercicio. Soy el vicioso. Soy el sexo, el sudor, los jadeos en la noche. Soy el que te busca de madrugada, el que apretuja su miembro contra tu vientre. Late mi cuerpo ante lo que me engancha, me atrapa, como tu perfume, que me cautivó aquella noche de julio. Vicio de ti, de la huella de tu piel, de la enciclopedia de tu cuerpo, tus pechos, tus piernas. Dependo de tus senos, del calor con que recorres mi espalda. Soy el que busca droga y contigo ignora las demás sustancias. Solo quería decirte que escribo estas líneas envuelto en un incendio, que se intenta apagar con queroseno, aferrado a tu olor, a tu saliva, a las yemas de tus dedos.

Soy el creativo, el imaginativo, el que vive por y para la fantasía. Soy un buscador de ingenio, apasionado de la literatura. Oigo música clásica. En ti encontré mi musa de inspiración. Inspiración: ¿eso soy? Eso eres tú. Soy un teclado que zumba a medianoche, una estantería de ideas, una libreta sin páginas en blanco. Soy el olor a nuez moscada de una página de libro. Soy el bohemio que contempla tus pelos sobre la almohada mientras tú duermes, buscando el principio de un fin que por algún motivo me permite fantasear con una realidad que no comparto si no es contigo. Soy el que redacta esta carta, el que la comprende e intenta darle un sentido literario sin dejar de lado la emoción. Soy la pluma, y sobre mí depositas la tinta con la que escribo y sueño que escribo. Solo quería decirte que espero ansioso volver a encontrarte en mis párrafos, con la misma intensidad que en cada cita tenemos, atrapados en la sucesión de capítulos.

Soy el que siente la sangre -el que la saborea- cada vez que te aproximas. Soy una vela de azahar y lavanda que brilla con una lengua de fuego. Soy una sorpresa, un mimo, una palabra masticada que sabe a fruta. Soy el que recibe tus abrazos y los digiere envuelto en seda. Soy el que late, el que vibra, el que se aferra a tu mano y no quiere soltarla. Soy un turista, que recorre sin sandalias, tu calzada de jade y coral. Soy un te amo, un te quiero, un te necesito. Despertar a tu lado, dormir pegado a ti: mi razón de funcionar en tu galaxia. Solo quería decirte que me haces eternamente feliz.

Soy Batman. ¡Qué va, era una coña! Soy el que sonríe, el que bromea, el que lanza sus carcajadas por las esquinas de la calle. Soy el que disfruta con un chiste y lo difunde. Soy el que quiere arrancarte una sonrisa en todo momento, el que aprecia tu risa porque le divierte y le gusta. Soy el que quiere contagiarte del absurdo y romper con los cánones de rostros de mármol. Solo quería decirte que preparo con cariño e ilusión el próximo chiste absurdo que te contaré, para dejarme embaucar por tu risa.

Soy lo que no soy: la ausencia de nosotros a través de mí. No soy nada; soy nada. Hablo en nombre de otros que son (o mejor dicho, no son) parte de mí y que no van a participar en esta carta, porque no son nada; son mis prisioneros en un yermo que es un folio en blanco, un llano cubierto de escarcha, vapor de agua que flota sobre el infinito. Soy el que retiene a otros que no serán: el miedoso, el cobarde, el pesimista y el orgulloso. Ya no existen. Yo tampoco: navego en el vacío de una botella que deambula más allá del océano, sin rumbo. Solo quería decirte que la nada es nada en mí, que mis prisioneros seguirán perdidos en mi territorio, porque tú completas de motivos mi existencia.

Soy el que no lleva un reloj en la muñeca, el que tiene problemas para despertarse por las mañanas. Soy el que funciona en un mundo de minuteros con un reloj sin pilas. Soy un amante de la atemporalidad, del desorden cronológico. Me muevo sobre una tela de araña, tejida por la rutina. Rutina. Odio la rutina, casi tanto como el tic-tac pernicioso de los relojes. En ti construí las manecillas de un reloj que, quién sabe, quizá llegue a engranar un ritmo igual al tuyo. Solo quería decirte que empiezo a sufrir la distancia horaria que nos separa, a ser consciente que junto a ti, sin ti, dependo del segundero.

Ya hemos hablado todos; bueno, casi todos. Cada cual desde su discurso, hemos intentado escribir algo original. ¿Qué es original? Nosotros no tenemos idea, pero al menos lo intentamos; del mismo modo que intentamos remar en la misma dirección, sin un capitán que nos comande. No nos hace falta: te tenemos a ti para tripular nuestra nave de intuiciones y guiños, hacia caminos que se pierden más allá de las lomas. Gracias.

Te amamos, todos nosotros,
Yo

P.S.: Soy el imprevisible, que cuando dabas esta carta por terminada, aparece. No se lo digas a los demás: odian que sea tan protagonista. Soy la variante, la extrañeza, un lunar que aparece de repente sobre el hombro. Solo quería decirte que disfruto sorprendiéndote, desubicándote: destruyendo la normalidad para edificar a tu lado la nuestra.

20 septiembre 2010

¡Pasa la mierda! Y que no vuelva




Ejemplo gráfico y sencillo de nuestra situación actual. Pasa la mierda. Pásala; sin miedo ni pudor. Total, siempre ha sido igual. ¿Ahora va a ser menos?

Nota mental: en la siguiente vida firmar un contrato en exclusiva, renunciando al juego del "¡pásala!". Si existe otra vida, claro; si nos reencarnamos sin un fajo de billetes en el bolsillo, por supuesto.

19 septiembre 2010

Vidas en sueño - 73 (Rumores)




A Lucía le gustó mucho el abrigo nuevo que llevó a clase su amiga Claudia. Es por ello que la preguntó dónde compró la prenda y por cuánto dinero. Claudia, esbozando una sonrisa pícara, confesó a su amiga que había robado el abrigo en una tienda del centro comercial, que quedaba en la gran ciudad. Ambas chicas se rieron con la historia de Claudia: de cómo se fue al probador, se puso el abrigo y salió tan pancha de allí. Claudia se despidió de su amiga: se iba a pasar las navidades a Madrid. Lucía, soñó esa noche que iba dando un paseo por el pueblo con el abrigo robado.

Lucía soñó que iba por la calle con aquel flamante abrigo puesto. En sus sueños, Claudia le robaba el abrigo, amenazándola con una navaja. Lloró soñando; también habló. Y de ese modo se enteró su madre del secreto de Claudia. El secreto que había prometido Lucía no contar.

La madre, una cuarentona adicta a los programas de refrito que echaban a todas horas por el televisor, se despachó a gusto con la panadera; le contó el robo de Claudia, incluyendo en la narración la saña con que Claudia amenazó al guardia de seguridad, hasta el punto de herirlo en un brazo. La madre de Lucía odiaba a la de Claudia: le vino al pelo para distribuir su dosis de veneno.

El veneno hizo efecto, y la panadera se lo contó a su amiga Micaela, una viuda de sesenta años, que usaba gafas de diseño y que no se perdía una misa. En la historia de Micaela, Claudia ya no solo robó el abrigo, amenazó con una navaja al guardia de seguridad y lo hirió en un brazo, si no que realmente lo del abrigo era una tapadera, pues ella, Claudia, quiso llevarse el dinero de la caja de seguridad, en el sótano del centro comercial. Utilizó al guarda jurado de rehén. Micaela se ajustaba sus gafas de diseño mientras escuchaba con total atención a la panadera.

Con Micaela la cosa dio un giro inesperado: Claudia era terrorista y, en lugar de una navaja, usó una escopeta de cazar liebres. Pareció divertirle mucho a su confidente, el párroco Ezequiel.

Ezequiel añadió que Claudia era en realidad una musulmana radical, que lo de ser católica era pura fachada; Don Teclo, el dueño de la farmacia, decoró la escena con mucha sangre; la bibliotecaria, añadió más terroristas; Mateo, jornalero de vocación y borracho por obligación social, los nacionalizó pakistaníes; y así, pincelada arriba pincelada abajo, hasta llegar a la última versión, varias decenas de bocas después: Claudia formaba parte de un grupo de pakistaníes suicidas. Su objetivo era atentar en el centro comercial para acojonar a los del pueblo de al lado, que eran todos unos señoritos. Se sospechaba que Claudia, tras atracar el centro comercial y en nombre de Alá colocar una bomba en el sótano, descuartizó a sangre fría al guarda jurado y enterró su cadáver en la misma fosa donde yacía su difunta abuela; más que nada para que nadie sospechara.

El rumor llegó a oídos de un vecino que solo solía ir al pueblo a pasar las navidades. Trabajaba como comisario de policía en Madrid. Rebollo, así se llamaba, dictó orden de búsqueda y captura contra Claudia, tras escuchar con los ojos muy abiertos el relato de su madre, que no dejaba de jadear y temblar. A los tres días de la orden, Claudia fue detenida por un par de agentes de la Policía Nacional mientras daba un paseo por la Plaza Mayor, agarrada del brazo de su chico. Llevaba puesto su abrigo: el robado.

Por supuesto, nadie en el pueblo reconoció haber difundido la historia.

17 septiembre 2010

Parpadeos - 42 (Maneras de tragar)





Y dio otro bocado. Fue la última dentellada: había terminado por devorar aquel salpimentado ensayo.

***

Y dio otro bocado. Engullía letra a letra, casi sin masticarlas: secas, agrias y heladas. Esparcidas sobre un plato, aquellas letras eran las mismas que, semanas antes, soltó con desprecio a su mujer y que ahora, solo y arrepentido, tenía que tragar.

***

Y dio otro bocado, arrancando de cuajo una pata del pastor alemán que tenía atrapado entre sus garras. El velociraptor no levantó la cabeza en ningún momento, pero debía ser consciente de que le estábamos observando: muy quietos, muy callados. En mitad de la plaza del pueblo, trituraba la pata como si fuese un palo de regaliz. Silencio, roto por el masticar de huesos y los bufidos del dinosaurio. Estábamos paralizados y nadie hizo amago de huir. ¿Teníamos miedo? Bastante. Pero qué narices, no todos los días aparecía por el pueblo un velociraptor.

***

Y dio otro bocado al trozo de queso envenenado, inconsciente de que aquel cuervo al que se lo robó lo había extraído con picardía a su vez de una trampa para ratones, en un viejo cortijo de la colina. El zorro masticó el pedazo con calma, al tiempo que el dueño de la finca se frotaba las manos esperando ver de un momento a otro el cadáver de un ratón.

***

Y dio otro bocado, con la misma apatía que los anteriores. Bocado a bocado, hasta terminar con el niño. Cuando se llevó el último trozo a la boca de porcelana contempló a su madre, una ensaladera blanquecina con adorno de flores y tallos en relieve, con los ojos humedecidos y una mueca. Ella, complacida, permitió al plato para postres levantarse de la mesa e irse a jugar con el resto de la vajilla.

16 septiembre 2010

Parpadeos - 41 (En un piso cualquiera)




Un trueno sacudió los ventanales y se callaron todos en Madrid. Tormenta. En un piso de Hortaleza, uno cualquiera, Claudia se acariciaba la mejilla que instantes antes había golpeado su marido. Silencio en Madrid. Silencio desde Claudia, con el único sonido de la herida frotada por la palma de su mano. Más tarde, cuando regresó Alfredo de la calle, con el rostro serio y aliento de vino a un euro el vaso, un fogonazo iluminó el salón. El trueno no se demoró más allá de unas décimas de segundo: se precipitó el relámpago en un piso cualquiera de Hortaleza. Madrid no rechistaba. Claudia dejó caer la pistola, aún humeante, sobre el sofá.

13 septiembre 2010

Parpadeos - 40 (Matar el tiempo)




Una tarde de hace un año, como otras tantas, en el sofá de mi salón buscaba algo con lo que matar el tiempo. Y con la corriente de aire caliente que entró por la ventana llegó la idea: viscosa, excitante, enfermiza. Recordé al bueno de Proust y me lancé sobre el teclado del ordenador. Dejé el trabajo, las relaciones sociales; hasta casi dejé de comer. Muchas semanas, demasiadas noches, con sus días y sus tardes, sentado frente al ordenador. Rellené ciento de hojas, sin sentido ni criterio. Escritura automática desde las tripas y el recuerdo. Cuando acabé, el procesador de textos me marcaba seis mil páginas. Las corregí y subí las persianas. La luz de una tarde de septiembre me cegó.

Semanas después, mi libro “El mal tiempo” fue publicado. Tuvo éxito. Críticos y lectores llenaban el buzón de mi correo electrónico con quejas, alabanzas y temores. Ayer me entrevistaron en la radio. Entre decenas de preguntas inútiles acerca de mi vida y de mis gustos hubo una que me llamó la atención: “¿Por qué escribió esta novela?”. Respondí que era o eso o destruir todos los relojes que me encontrase por el camino, para así no ser asesinado por el martilleo constante del tiempo, que avanza impune, sobre mi cabeza.

12 septiembre 2010

Parpadeos - 39 (¡Tachán!)




"¡Tachán!", exclamó el conejo blanco mientras sacaba de la chistera a un mago con capa y bigote afrancesado.

10 septiembre 2010

Parpadeos - 38 (Cena de despedida)




La noche que nos invitó a cenar ninguno de los doce se lo esperaba, sinceramente: hablando con Dios era el mejor, pero en cuanto a dinero se trataba, no tenía una maldita moneda. Nos reunió entorno a una mesa repleta de platos con quesos, legumbres, rodajas de carne de ternero, langostas, arenques; jarras de vino y cuencos de leche; bandejas con dulces de miel, higos maduros y sésamo; cestas repletas de panes de trigo y de cebada, crujientes, dorados, calientes. Como es normal, le preguntamos de dónde narices había sacado todos aquellos manjares: había mucha comida y él no tenía ni para comprarse unas sandalias nuevas. Se encogió de hombros y, partiendo el pan, nos lo pasó al tiempo que respondía: “Dinero, dinero. Total, para una noche que me queda”.

03 septiembre 2010

Los bomberos (Mario Benedetti)

Los bomberos, cuento completo escrito por Mario Benedetti.





Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: "Mañana va a llover". Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: "El martes saldrá el 57 a la cabeza". Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.

Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: "Es posible que mi casa se esté quemando".

Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: "Es casi seguro que mi casa se esté quemando". Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.

Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.

Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.

02 septiembre 2010

Parpadeos - 37 (Dame un minuto)




―¿Tienes un minuto, Alfredo?
―Tengo un coche abollado, cerveza en la nevera, panchitos y un par de latas de atún; tengo sueño, una soberbia erección y dolor de estómago; tengo un trabajo de pacotilla, un jefe que salió del vómito de un sapo y un compañero de trabajo que me recuerda a Chicho Terremoto; tengo carácter, una sonrisa llena de caries, detergente barato, música de ascensor en el ordenador, un váter más o menos adecentado. Tengo todo eso, y mucho más, pero tiempo no.
―Ya.
―¿Qué es lo que quieres de mí? Al grano, que me estoy cagando.
―Eso mismo, un minuto.
―¿Me tomas por gilipollas?
―No.
―¿Entonces?
―Un minuto. ¿Lo tienes?
―Dime lo que tengas que decirme. Tienes un minuto.
―Dámelo entonces.
―Claudia, no me jodas, que me duele el culo de tanto apretarlo. Cuéntame tu problema, y que sea rápido.
―No tengo ningún problema ni nada que contarte. Solo te pedí un minuto.
―Ya entiendo: quieres sacarme de quicio.
―No voy a repetirte lo que quiero.
―Pero vamos a ver. ¿Qué coño es lo que quieres? ¿Un minuto? Todos los que quieras de mí; si quieres te doy el reloj por si no te fías. Un minuto, el coche y el divorcio, si es preciso. ¡Pero aclárame eso del minuto, coño! El minuto que pides no sé qué es si no es una forma de pedirme que te preste atención. Será que me estoy cagando y no capto la ironía, la broma o lo que pollas sea.
―Ya veo. Siempre pensando en tus intereses. Te pido un minuto y mira cómo te pones.
―¿Que cómo me pongo? No me jodas, Claudia. ¿Qué es lo que quieres?
―Un minuto.
―Toma este papel y haz que es un minuto.
―Sabes que esto no es un minuto. Pero déjalo, da igual. Llevo años conociéndote, y nunca has tenido tiempo para mí. Caga en paz.

30 agosto 2010

Parpadeos - 36 (Animaladas)




Juan se despertó, como todos los días, a las ocho de la mañana. Unos cuervos graznaban a través de los altavoces de la radio, entre anuncios y señales horarias. Golpeó el radio-despertador: el mismo puñetazo adormecido de todas las mañanas. Los cuervos se callaron. Una vez desayunado, cogió el coche y se puso rumbo a la oficina. Durante una hora y trece minutos compartió asfalto y sol con a una manada de rinocerontes, perros de presa, marmotas, serpientes, escarabajos peloteros, tigres y gacelas en puro frenesí. Una vez en la oficina, Juan pasó dos horas encerrado en el despacho de una pantera, con traje azul marino y pelo engominado hacia atrás. Salió de la sala lleno de arañazos y mordeduras; se olvidó de las magulladuras recorriendo con la mirada, poco a poco, las piernas estilizadas de la jirafa, colocada en su puesto de secretaría. Tomó el café de las once junto a un corro de cigarras y hienas, que se espulgaban a su lado y trillaban sus patas con el mismo chirrido agudo de todas las jodidas mañanas. Almorzó sin muchas ganas, aturdido por el continuo rumiar de una pareja de búfalos que escondían sus corbatas bajo servilleta. De vuelta en la oficina, la tarde se convirtió en una persecución de leones y cebras por el pasillo, de aullidos de lobo en celo y relinchos de potro salvaje. Se vio envuelto por el mismo olor a piara de cerdos de todas las tardes cada vez que cruzaba al lado de la puerta del lavabo. Cansado y con los ojos enrojecidos, Juan apagó su ordenador y salió a la calle en busca de una cerveza fresca. Siguió el caudal de hormigas silenciosas hasta dar con un bar, en el que un oso servía los botellines por encima del mostrador, entre contorsiones de barriga y gruñidos de hibernación. Cuando salió del local, un par de macacos chillaban y daban pequeños botes alrededor de la chapa doblada de sus vehículos. De vuelta a casa, cacería de coyotes desde el arcén de la autopista, armados con un radar móvil. Dejó atrás el barruntar de autobuses cansados, el trinar de niños a la salida del colegio. Un vagabundo balaba sus penas enfrente de su portal.

Juan llegó a casa y se quitó el traje y la corbata. En calzoncillos, sudoroso y aún resonando el eco de ruidos en su cabeza, abrió el ventanal del dormitorio: la selva escupía al calor de agosto. Contempló el cielo encapotado de Madrid. Extendió los brazos y los batió arriba y abajo. Cada vez con más insistencia, hasta verse rodeado de plumas. Una vez metamorfoseado en albatros, voló todo lo alto que pudo: allá donde las nubes siquiera tosen por miedo a ser distinguidas de las demás.

24 agosto 2010

Parpadeos - 35 (Inodoro)




Claudia nunca pudo oler. Nació con su olfato muerto; inerte de sentimiento. El mundo para ella carecía de aroma, de tueste. Cuando la conocí, ambos nos habíamos perfumado. La susurré al oído que me encantaba su fragancia de lavanda; ella no dijo nada acerca del mío. Sin embargo, me dijo que mi piel era suave y salada cuando la besó.

Con un tono despreocupado y lento me lo contó, envueltos en aroma de tierra mojada, muy juntos. Así que desde aquel instante decidí enseñarla a oler desde sus otros sentidos: el mar, como una caricia de madre; los geranios de mi patio, una rodaja de sandía húmeda y fría; mi perfume, las raíces que dibujan sobre el cielo unos relámpagos; la bolsa de basura casi llena, un aullido de coyote en la noche del desierto. Cada día me empeñaba en mostrarle a qué olía cada cosa: buenos y malas esencias. Con compromiso y cariño.

Sin embargo, nunca llegué a explicarle a qué olía el gas; y aunque lo hubiera hecho, el día que la caldera dejó escapar aquella bruma invisible, en nuestro piso, Claudia no pudo escucharlo, observarlo, rozarlo; tan siquiera saborearlo. Intento desde entonces usar mis otros sentidos para recordar su fragancia de lavanda, remota para mi olfato.

17 agosto 2010

Vidas en sueño - 72 (Trocear de medianoche)





Desde la trastienda llegaba el golpe sordo del jifero y se extendía por toda la carnicería: trocear de carne sobre un tronco de nogal que hacía las veces de mesa de carnicero. Eran pasadas las doce de la noche, y Claudia seguía partiendo en trozos una de las piernas de su marido. Sus ojos negros se concentraban en el siguiente tramo de carne que iba a cercenar. No sudaba; nunca lo había hecho. Estaba acostumbrada a tratar con carne muerta. Muchos años. El establecimiento y su oficio le llegó por herencia de su padre, famoso matarife de la región. Llevaba desde su infancia encerrada entre aquellas paredes de mármol blanco, que olían siempre a lejía y a vapor de sangre. En el pueblo la gente apreciaba cómo fileteaba el lomo de cerdo, cómo deshuesaba los cuartos traseros de la ternera, cómo limpiaba de vísceras el pollo de corral.

Ahora se dedicaba a despedazar, picar, limpiar y cuartear a su marido. Sobre una de las bandejas, las vísceras cubiertas de sangre; a sus pies, los dos brazos y la otra pierna aún sin trocear; sobre la mesa de su izquierda, los intestinos perfectamente enrollados; colgado de un gancho, el costillar; en la vitrina de enfrente, la cabeza de su esposo: los ojos completamente abiertos, la mandíbula desencajada por un intento de último alarido, las mejillas violáceas y las aletas de la nariz dilatadas. Un rostro de granito, sesgado del tronco con un tajo recto y limpio. La cabeza presidía la trastienda desde una posición elevada en la vitrina: Claudia quería que aquella cara observara cómo su mujer le descuartizaba.

Llevaba horas empleada con el cadáver de su marido, pensando qué hacer luego con las vísceras y los pedazos de carne y hueso: picarlos o acecinarlos. Frotó la hoja del cuchillo con la chaira y comenzó a recordar todos los momentos vividos junto a su esposo: el día que se conocieron, el primer beso, el anillo de compromiso, los muebles de su casa, las lágrimas de su suegra al saber que se casarían, la boda, el viaje a Lanzarote, las primeras discusiones por la tele, los paseos por la alameda al atardecer, las noches de verano empeñados en buscar un hijo bajo las sábanas, los eructos tras la comida, las ausencias reiteradas, las borracheras que traía del bar, aquel olor a lavanda adherido a la solapa de su cazadora, el arañazo que atravesaba su nuca, el insistir siempre en ir a comprar a la droguería, la lavanda, los mensajes a su móvil de madrugada, la lavanda, la mosquita muerta de la droguería, sus ausencias, el maldito móvil, su desgana cuando ella lo buscaba en la cama, la droguería, el aliento a vino de garrafa, el pestazo a lavanda, los labios demasiado colorados, las ausencias, el puto móvil, la petición de divorcio y que se va a vivir con la zorra de la droguería; los proyectos de una familia con hijos a la mierda, y el cuchillo de desollar hundido en su nuez. El roce de la chaira sobre el cuchillo avisó de que la hoja estaba de nuevo afilada.

Así que levantó de nuevo la hoja, observó la cara de su marido, y hundió el metal a la altura del tobillo. Sonidos huecos entre la medianoche, a través de la trastienda de una carnicería.

04 agosto 2010

31 julio 2010

Vidas en sueño - 71 (Clac)




Alfredo decidió suicidarse. Acabó de convencerse mientras daba vueltas en “la centrifugadora”, una atracción con dibujos anticuados y oxidados que, junto con otras, regalaba destellos, sonidos y humo denso a la noche de junio. Crujió algo dentro de él, o quizá fuera, al recordar en la cola de los tiques a una pareja que se besaba. Notó el chasquido, como el de un tronco seco en una hoguera. Eran las fiestas locales de Cuenca, o las regionales; no estaba muy seguro. Tampoco le importaba. Solo sabía que era festivo, y que estaba solo. Punto y final. Daba vueltas dentro de un cilindro gigantesco, atado por los hombros y el abdomen. Vueltas, vueltas, vueltas alrededor de un eje empeñado en expulsarlo de la centrifugadora. Afuera: algodones de azúcar, besos de junio y bocinas. Compartía el remolino de aire con un puñado de personas, que gritaban y reían. Alfredo se mantenía en silencio, a la merced del aire, que en cada vuelta apretaba su vientre con más saña. Un cartón despojado de su humedad, apunto de partirse en dos; o en tres. Un cartón vacío, sin nadie a quién contener.

Estaba callado. Una voz retumbaba más allá de sus intestinos. Alguien había sitiado su carne, su sangre; había tomado el atril y le regañaba. Cada grito, un portazo, una hostia de viento. Imágenes de ella, que se proyectaban entre sus ojos y los cristales sucios de las gafas. Trozos de sí mismo, de la película de su vida, con el mismo ruido de centrifugadora calcificada. Rostros que se borraban en parte, que se escurrían por los bordes; besos de gárgola, que quedaron huecos con el peso de los días. La centrifugadora aceleró y el aire estiraba su pelo hacia atrás. Giros sobre la nada; por nada; hacia la nada; hasta la nada. No sentía mareo. Alfredo se concentró en lo que tenía enfrente, que no era si no el borrón por donde había pasado ya una y otra vez. Su mirada hacía de lastre dentro de una centrifugadora. Una vez en el mismo punto, observando sombras difuminadas, a sí mismo hace unos segundos. Se imaginó la centrifugadora repleta de versiones de él: tachadas, mal definidas y sin color. Chasquidos, gritos de atención; voces adulteradas por sus propias manchas, por las caricias robadas a través del olvido. Un elenco de prototipos deformes que no sonreían, y de cuyos ojos solo se podía apreciar los siguientes; y los siguientes; nunca los suyos propios. Una cena sin recoger. Entre aquella maraña de fantasmas, Alfredo se trasladó hasta su salón. La mesa estaba abarrotada de cacharros y por eso había vuelto: para ver los platos sucios, con la comida reseca pudriéndose, y comprobar que la mierda no se había movido de sitio. El mantel tenía una capa de polvo. Imaginó que pasaba sobre él las yemas de sus manos. Nada. Una cena inacabada, centrifugada con agua fría.

Retornó al carrusel oxidado. Aquel trasto seguía dando vueltas sobre la boya: una peonza loca. Un rodeo de Alfredos superpuestos. Ecos de una sonrisa, saliva de los labios que nunca más besaría. Retorcer de vigas bajo sus pies. Miro hacia abajo y se mareó; no por la centrifugadora, si no por el vacío: el trozo de él raptado por ella. Se marchó del piso y le dejó allí, sentado y con la servilleta aún enganchada sobre la camisa azul. Alfredo y los restos de la cena; ella, cerrando con fuerza la puerta de entrada a su piso. Noche de Junio en Cuenca.

Terminó la centrifugadora. “Todo acaba”, debió pensar Alfredo, al ver sus sombras regresar a él, y devolverle la imagen de rostros distintos, aún con el vértigo de las vueltas en sus ojos y barrigas. Todo acababa, menos el último beso que ella no le quiso dar. Una cena incompleta, insulsa. Bocinas y crepitar de alguna otra atracción cercana. Alfredo se quitó las gafas. Limpió las lentes con su camiseta. Era una noche de calor y de vueltas, y Alfredo sabía perfectamente que estaba incompleto. Solo en Cuenca. Se encaminó hacia el piso que tenía alquilado, arrastrando los pies sobre la gravilla del recinto y con las manos en el bolsillo; la centrifugadora había abierto los postigos del ventanal.

26 julio 2010

Parpadeos - 34 (Silencio en Barajas)




Las hormigas cazan en grupo. Toda la colonia sale de su agujero de arena, y muerde al mismo compás. Creo que son mis tripas a las que ahora atacan; entrañas de vainilla, de organdí, de mar. Mis tripas, abiertas sobre las teclas de mi ordenador, que conversa contigo. Bloqueo de dedos ante tu perfume de vainilla, que poco a poco ensancha el salón. Las paredes son de goma, y el pájaro, tranquilo en su jaula, duerme por los dos. Hormigas que barruntan a coro desde el monitor. Se amontonan y me clavan sus colmillos. Dulce escozor, que sabe a melaza. Silencios que pesan en pocos minutos lo mismo que toneladas de plomo. Plomo caliente, devorado por las hormigas, sobre el balasto de una carretera a medio construir. Silencio en Barajas porque tecleo. Porque te tecleo; te leo y te tecleo. Enmudece la ninfa.

Respiro tu tabaco a través de las risas verdes que escribes. Respiro hormigas, que me invaden, que me acosan con sus patas hundiéndose en mi carne; dejan un rastro de cosquillas y pimienta. Respiro entre la orilla del mar y el abandono de la tarde, bajo el techo de un porche blanco con ventana azul. Estrellas que gotean; tu vainilla, la piña fresca, el rojo intenso de la picota masticada. Huesos de almohadilla, pulso de soñador, un pájaro que descansa en su esquina, aguardando, quién sabe, a que lo acaricies con tus dedos. Y avanza cálida la noche porque mi ventilador es un inválido ahora mismo. El teclado cruje bajos mis dedos. Se adormecen con la canción que me susurras. Propón letra, y enseñemos a las hormigas a silbar. Intestinos que son de aire, caliente, empujado por un ventilador. Espejo que brilla en la noche de Barajas. Testigos que duermen en lunes de madrugada; tú y yo, arrastramos la cadena de las horas. Las mismas que teclean la espera. Vainilla que florece.

Sol que nace, que se pone, que nace y se cae. Luna que justifica las horas que permanezco sentado, distante sin quererlo. Hormigas que roban, que arañan y escarban la tierra húmeda de la madriguera. Hormigas valientes, impulsivas, que se comunican con sus antenas las unas a las otras; me chillan un dialecto invisible, formado por millones de patas en movimiento: el lenguaje de la prolongada cosquilla. Dedos de marfil, que pelan el caparazón de una piña para que la saborees, para que confundas su néctar con tus sueños. Esteparia noche en Barajas, acosado por las hormigas; hormigas que salieron de tu guarida. Las mismas que ahora conquistan mis tejidos con autoridad. Picotas maduras que caen sobre la tierra, y que la empalagan de azúcar y primavera. Te leo y escribo sobre un mapa la dirección del camino que se creó de una dualidad; encrucijada inesperada, que de puntillas me acercó a ti.

Pies silenciosos, que acompañan al ventilador y al respirar de una ninfa durmiente. Barajas ilumina la procesión de hormigas. Huele a ti la mañana; la tarde; la noche. Perfume de vainilla, de antenas al sol. Luna llena que habla desde el alféizar de mi ventana. Desliza comentarios de tus ojos y de tu boca, codeándose conmigo: la amistad de toda una vida. Guiña la cara oculta al sol y yo pronuncio tu nombre con la fuerza de un cuchillo que parte la coraza de una piña. Palabras que transporta el sueño, en plata, en la calidez de Barajas, cuando la madrugada trae hasta mis entrañas tu hilera de hormigas que cazan en grupo.

22 julio 2010

Parpadeos - 33 (Fotografías borrosas)





Antes trabajaba como fotógrafo; ahora estoy incomunicado en una habitación cerrada y con las paredes forradas de almohadillas, como las de los estadios de fútbol. Incomunicado, cebado con pastillas de colores y tumbado en la cama, sin nada mejor que hacer. A través del zócalo entra el sol de la tarde; perdí hace meses el interés por verlo desaparecer todas las tardes.

Aburrido y solo, en una celda de cuatro por cuatro metros. Y todo por culpa de las fotos. Mejor dicho, por culpa de aquella figura negra que se colaba tras las personas que fotografiaba por la calle. El doctor dice que no se ve ninguna sombra en las fotos. Distribuye sobre la mesa de su escritorio las fotos, del mismo modo que un trilero haría lo propio con una baraja de naipes. Según el doctor, todas las caras que aparecen en ellas coinciden con los que fueron asesinados un febrero de hace siete años. ¡Yo le grito que sí, que ahí está la sombra! ¡Que se compre gafas nuevas! ¿Es que acaso no ve el maldito borrón? El doctor me pregunta después que si sé lo que he hecho. Por supuesto que lo sé: sacar fotos. Luego, me recuerda el cuchillo ensangrentado que halló la policía en mi apartamento, los trozos de carne en la nevera, los análisis de ADN que coinciden con los muertos. No sé a dónde quiere llegar con todo esto, que le pregunten a la sombra, ¡que la busquen! Yo no los maté, fue la figura negra, siempre difuminada, siempre sosteniendo un cuchillo en alto tras aquellos pobres desgraciados que se dejaron fotografiar una vez, solo una vez, por mí.

21 julio 2010

Vidas en sueño - 70 ()






(Nota del autor: Entrada suprimida porque va a participar en concursos, y es necesario que tenga la exclusividad. Si alguno quiere leerlo, se ponga en contacto conmigo ^^)


18 julio 2010

Parpadeos - 32 (Miscelánea de anuncios clasificados en cajón de sastre)




SE VENDE estación de metro abandonada, en el centro de Madrid. Rótulos oxidados, luces parpadeantes, bolsas de basura de las que salen de vez en cuando enormes ratas blancas. Ambiente de calor y olvido. Ruido lejano de chirriar de trenes; opcional, ecos graves de tapas de alcantarilla al paso de coches. Precio a convenir, según historia y personajes en acción.

***

SE REGALA coche deportivo color rojo. Alerón trasero abollado. Ha sufrido tres accidentes y en todos ellos, el conductor que lo manejaba, murió. Alcanza los doscientos kilómetros a la hora. Chirriar de ruedas espectacular. Consume gasolina y frustraciones de aquel que coge el volante y desea escapar de su realidad. Interesados, contacten con el sentido común y que sea este el que decida.

***

URGE un jardinero, camionero, sacerdote, abogado o cualquier otra profesión que a priori no dé pie a vaciar cargador de armas de fuego. Excepcional oportunidad para desarrollar una historia excepcional y ambiciosa, llena de mejoras y promesas de futuro. Cambios de giro en el relato a negociar. Imprescindible ser legal neutral y tener una personalidad que no desencadene en una histeria incontrolable. Candidatos con pasado oscuro abstenerse.

***

COMPRO ideas ingeniosas para salir de una historia complicada, desenlaces que no rallen lo inverosímil, diálogos literarios en condiciones, caracterización de personajes, metáforas, juegos de palabras, tramas y sentidos del texto. Precio a convenir según la calidad de lo que se ofrezca.

***

SE BUSCA una jarra de limonada recién hecha, un álbum de fotos del inconsciente, una amapola arrancada de un matorral junto a una carretera, una pecera sin peces, un atardecer atípico pero sin tanto calor, una armería que quedó en desuso, intenciones por no manchar de sangre las baldosas de la cocina. Recompensa a aquel que pueda ofrecer una pista sobre sus paraderos.

15 julio 2010

El vampiro (Heinrich August Ossenfelder)




Mi amada doncella se aferra,
inflexible, estricta y firme,
a todas las viejas enseñanzas
de una madre siempre veraz,
igual que las gentes del portal de Theyse,
con la fe de los hayduck,
creen en los vampiros inmortales.
Pero mi Christine, tú te demoras,
y mis amores esquivas,
hasta que yo mismo me vengue
bebiendo a la salud de un vampiro
y brinde como un pálido reptil.

Y mientras estés soñando,
te iré a buscar reptando
y de la sangre vital te vaciaré.
Y tú, te quedarás temblando
pues yo te estaré besando,
y el umbral de la muerte cruzarás
temerosa entre mis fríos brazos.
Y al final te preguntaré:
frente a tal iniciación,
¿qué son los ensalmos de una madre?

14 julio 2010

Parpadeos -31 (Melancolía)




Ya lo dijo Marcel Proust: "No hay melancolía sin memoria ni memoria sin melancolía". Lo dijo sin mirarse al espejo. En su oscura habitación, aislado del bullicio de París entre paredes de corcho y café, Proust saldaba cuentas con su madre, muerta, sobre una pila de folios que olían a nuez moscada. París se movía con frenetismo y Proust había estampado su reloj contra el suelo. Espejos y café: para acercarse al olor a jazmín, a flor de lis, a tormenta de verano, a caracola aventurera. Proust se encerró en una habitación de París evocando recuerdos, melancolías. Hizo puré con un pasado, y le añadió gotas de fragilidad. Tú, añades vasos de agua sin sal junto al ordenador. No tienes encorchadas las paredes: a lo mejor una tarde abres la ventana y hueles a mar.

Espejo sin limpiar por cariño a las huellas que quedaron marcadas sobre el cristal. Una simple estrofa de una canción; quizá, un dibujo, una foto, una intención; un pensamiento que se vuelca sobre los ojos, y de ahí flota en algún punto indefinido del salón. Y todo se revuelve como las algas entre tus pies. Saldas deudas con el pasado. ¿No las saldas? Sea como fuere, la arena sale de tus oídos y tapona la rutina. Desagüe de noches sin brisas contra la sábana, mojada y arrugada. Noches de luna afilada, orillas contorneadas por las azoteas de Madrid. Mientras tanto, Marbella, encerrada en la habitación de Proust; mojada en el mismo café donde se mojan las magdalenas. El pasado disfrazado de garfio. Una canción que sabe a sardina a la brasa; que te hace sentir el fuego de la arena sobre las plantas de tus pies. Te ocultas de un París que no reconoces tuyo. Transición. El espejo sigue sin limpiarse. ¿Para qué coño hay que limpiarlo? ¿Para qué? Sucio quede, almacenando huellas de dedos y rostros sudorosos, o quizá divertidos.

Una playa, una avioneta rallando el azul cobalto de Marbella, un cubo rebosante de pequeños cangrejos; sumergirte en el salitre, temeroso de una boya verde que gobierna mar adentro. Respirar pescado, comer conchas vacías. Sumergirte en el agua. Hundirte hasta tocar el barro, y descubrir que en la superficie hay una atmósfera de chapoteos. Pieles morenas que repasan las hojas de un ordenador, del mismo modo que la madre de Proust anduvo por sus manuscritos, en aquella oscura, encorchada y fría habitación en el número 102 del Boulevard Haussmann. Pompas de erizo brillante, que resuenan como los motores de un pesquero rumbo al ocaso de otra tarde de verano, de primavera, o de otoño; y si me apuras, de invierno. Dátiles que se precipitan al suelo, y que dejan una estela de gambas a la plancha, de batir de ola, de helado a medio derretir. Espejo, parte esto en dos.

Proust escribió con más talento que tú. Se encerró y saco siete volúmenes de "En busca del tiempo perdido". Buen título, apropiado. Evocó, escribió y se reclinó sobre su silla, rodeado de magdalenas, café, corcho y un París que él prefería verlo implosionar. Tú, terminarás esto y seguirás dando ese paseo, que te prometes a ti mismo antes de dormir, por la orilla del mar, entre la luna y Madrid, más allá de la noche, donde reside el pasado, y las sardinas y el orujo recién extraído de la aceituna.

Tienes memoria, ¡claro que sí! Tienes memoria y una playa donde sacudir el sudor y cambiarlo por salitre. Y la añoras; a ella y a todo lo que la acompañaba.