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24 diciembre 2008

Despertares (Tatus)





Miguel despierta y, como cada mañana, desearía seguir dormido, siempre dormido.. sale a la calle pronto y la bruma y el rocío le humedecen sus secos labios.. Se sienta un momento en un banco de parque y escribe: Ayer te rasqué la espalda, como cada día, toqué tus orejas y te leí el trozo de Proust de las magdalenas, pensando en que quizá éstas fueran a introducirse en tus sueños como uno de nuestros desayunos de zumo, galletas y risas entre las sábanas… luego me quedé dormido en el viejo sillón de madera, que ya lo siento como mío.. al caer la noche volví a casa, como siempre, deseando soñar y conectar en mis sueños con los tuyos y, así, vernos vivos aunque sea en sueños, tu en los tuyos, yo en los míos…

María despertó, cinco meses después… en un viejo sillón de madera estaba Miguel, que se había quedado dormido.. a duras penas pudo levantarse, se acercó y le susurró al oido, despierta


Escrito por Tatus

22 diciembre 2008

Vidas en Sueño - 39 (Salsa)




No llegó a disfrutar con máxima intensidad el momento hasta que su perfume entró con fuerza a través de las fosas nasales, dilatando las aletas de la nariz, inundando el metro cuadrado en el que ambos, conectados por varios puntos de sus cuerpos, bailaban una pieza de salsa. Los arranques estridentes de trompetas y trombones, el ritmo frenético impuesto por timbales, guiro y maracas, y la voz melosa del que cantaba la pieza activaban sus pies, los cargaban de energía, de brío. Se desplazaban sobre el piso, eléctricos, de un lado a otro, impulsados por el quiebro de caderas y flexión de rodillas como si de algodón fuesen. Se separó un par de pasos de ella, alzó su brazo izquierdo, encadenado al opuesto suyo, y le hizo girar sobre su propio eje. El vestido rojo de volantes flotó en el aire, y la larga melena batió el aire inundado de su esencia.

Relajó sus ojos por unos instantes, y observó, en segundo plano, acodado en la barra del bar, a su amigo Bradomín. Éste le guiñaba un ojo cómplice, con su particular gesto de sonrisa torcida. Sostenía el hombro de una camarera dominicana de ojos saltones. Aquel tipo tenía la capacidad de despertar las pasiones más tímidas con su labia. Marcelino sólo sabía bailar, y aquella noche un tropezón le hizo chocar con Claudia, excompañera del instituto. Tras un intercambio de saludos y nostalgias, le ofreció la palma de la mano, y se dirigieron hacia la pista de baile.

Regresó al movimiento de peonza de su compañera en el justo momento en que sus miradas se enfrentaban de nuevo. Sus ojos, negros, casi líquidos, le escrutaban sin pestañear, apoyados en una sonrisa amplia que dejaba entrever el grosor de sus labios. Marcelino le devolvió la sonrisa, y torció la cintura hacia la derecha, contrayendo el abdomen, invitando a Claudia a un desplazamiento lateral. Ésta obedeció con un par de pasos cortos, para acabar en un nuevo giro, aprovechando el protagonismo de la percusión, que dominaba en esos instantes a los instrumentos de viento. Estiró su brazo y se enrolló sobre el mismo, quedando a espaldas de Claudia. Se desenrolló y agarrándola con ambas manos giraron los dos hacia la izquierda. Se enfrentaron de nuevo, y empezaron a bailar - sin agarrarse - de forma vertical, hacía delante y hacía detrás, con unos pocos centímetros de distancia. Marcelino arremetía con un golpe de pelvis, y ella arqueaba el lumbago exhibiendo sus glúteos, y viceversa. Claudia desvió su atención hacia la barra.

- Tu amigo, el que está ligando con la camarera, no sabe que tú y yo fuimos juntos a clases de baile latino, ¿verdad? - dijo ella acercándose a su oreja, y señalando con su mirada a Bradomín, el cual estaba con ojos y boca abiertos.
- Sí, parece que está flipándolo.
- Por cierto, - cambió el tono de voz - aún recuerdo la última vez que bailamos tú y yo. Fue, cómo decirlo, muy sensual.

Marcelino acompañó la sonrisa cómplice de Claudia, y sin dejar un ápice de descanso asomó por detrás la mano. Ella la aceptó, y pasó tras su retaguardia. Dejó la huella del aliento impresa en su nuca. Marcelino experimentó el escalofrío que precede al vello erizado. Se dio la vuelta con un golpe de cadera, y acarició con la yema de sus dedos la cintura de Claudia. Ella descansaba la mano sobre su hombro. Siguieron moviéndose; se deslizaron por la pista de baile entre más parejas de baile, se bañaron con la luz colorida de los focos, marcaron el compás de los timbales, vibraron con la estridencia de trompetas. Con una entrada fuerte de los trombones, le hizo girar de nuevo, muy despacio. La frenó con su otro brazo. La inmovilizó y tiró de ella hacia su vientre. Inspiró con todas sus fuerzas, y entró de nuevo su aroma con la potencia de un vendaval.

Y en el centro de la pista de baile, con las trompetas en pleno frenesí, Marcelino y Claudia se miraron fijamente. Afianzándose el uno al otro, por cintura y hombro, dejaron de bailar.

17 diciembre 2008

Canción del Pirata (José de Espronceda)




Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, El Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.

La luna en el mar riela
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Istambul:

Navega, velero mío
sin temor,
que ni enemigo navío
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.

Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Allá; muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra;
que yo aquí; tengo por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.

Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
que no sienta
mi derecho
y dé pechos mi valor.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

A la voz de "¡barco viene!"
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar;
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.

En las presas
yo divido
lo cogido
por igual;
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena,
colgaré de alguna antena,
quizá; en su propio navío
Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Son mi música mejor
aquilones,
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.

Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Canción del Pirata,
José de Espronceda

15 diciembre 2008

Vidas en Sueño - 38 (El vendedor de enciclopedias)




Cuando abrí la puerta de entrada de aquel tugurio, la estridente música electrónica salió desbocada al exterior, y rompió con brusquedad el silencio de la calle, desierta a esas horas. Llevaba nevando toda la noche, y sobre mis hombros se acumulaba una fina capa de hielo, que al derretirse se escurría por la cazadora de cuero negra. Un tipo, ebrio a más no poder, que me había confundido con un ciego de la ONCE - seguramente debido a las gafas de sol que llevaba puestas -, me pidió un número acabado en siete para el cuponazo del jueves siguiente, y como no quería llamar demasiado la atención con discusiones y aclaraciones torpes, le vendí un ticket descuento del Carrefour. Tres amigos suyos vinieron con el mismo ánimo, obteniendo éstos un par de entradas de cine de hace dos años y un vale por una friega de parabrisas en la cadena de talleres Mister Luminosín. Diecisiete ventas fraudulentas de cupones más tarde, pude escrutar con mayor perspicacia el local. Congregados allí, aparte de los borrachos estafados, estaban una banda de pastilleros dando brincos y jurando ver a la Virgen María entre ellos, un par de borrachos lamiendo del suelo los restos de una copa que se les cayó, una prostituta robando con maestría la cartera a un tipo engominado y con traje, un chino, que llevaba sobre su cabeza una diadema de princesa - con lucecitas parpadeantes, de las que provocan ataques epilépticos - y en su mano un buen puñado de rosas, y una horda de jovenzuelos hartos acné, abalanzándose sobre la barra del bar, bien para pedir copas, bien para depositar sus babas en el escote prominente y sugerente de la camarera, que mascando chicle se frotaba la melena rubia ceniza como un perro las pulgas de detrás de la oreja.

Decidí mezclarme entre la parroquia, y me acerqué a la barra, con el objeto de llamar la atención de la camarera. Eructé con más potencia de la deseada, alcé la mano e hice una valoración lo más acertada posible acerca de la terrible erección que me había provocado. Ésta me observó con una mueca divertida, escupió el chicle, el cual fue a parar a la pupila de un admirador suyo, e irguió espalda y hombros de tal modo que sus pechos parecían escaparse de su cuerpo. La afición lo celebró con gritos de júbilo.

- ¿Qué vas a tomar, guapetón? - dijo mientras se encendía un porro.
- Un whisky, mezclado con hielo, y no agitado con garrafón, por favor.
- Lo siento belleza, pero no tenemos whisky para marqueses. Sólo hay de marca nacional, que por cierto, es cojonudo para quitar el esmalte de las uñas.
- ¿Vodka quizá?
- Cariño, ¿me ves con cara de comunista? Aquí no tenemos esas mariconadas soviéticas.
- Pues dame un batidito de chocolate.
- Sólo me quedan caducados, primor.
- Sobreviviré. Sírveme uno. - y depositando un billete de diez euros sobre algo líquido de la barra, seguí con la conversación - Por cierto, ¿dónde puedo encontrar a tu jefe?

Me sirvió el batido, dio una profunda calada al porro, y expulsó el humo en una bocanada larga y gruesa hacia mi rostro. Señaló la puerta del lavabo, estrujando con su otra mano el billete de diez euros. Apuré mi batido caducado de chocolate, el cual me supo a cenicero bañado en vinagre, - igual que aquellos purés de rábanos que mi tía me hacía engullir, siendo yo un alevín - y me encaminé dirección al lavabo. Un tipo sudoroso, y con un hilo de baba colgando, se cruzó en mi camino, exigiéndome dinero a cambio de mi penosa existencia. El hilo de baba tomó contacto con el suelo. Le compré un par de rosas al chino, y se las regalé al muchacho de múltiples secreciones corporales, sin más ánimo, alejado de cualquier teoría romántica, que el de sacudírmelo de encima.
Quedó maravillado. Una vez alcancé la entrada a los servicios, desenfundé mi Colt Anaconda, la amartillé, y pateé la puerta de acceso. Al sentir que con el golpe lo único que crujió y se movió fue mi tobillo, decidí abrir con la otra mano la puerta. De uno de los cubículos emergió un anciano subiéndose los pantalones, precedido de otro que se abotonaba su camisa de franela. Ambos me miraron con los ojos muy abiertos, y tras desearme una buena noche y saludarme con sus sombreros, salieron apresurados de la habitación. Balbuceé algo. Revisé cubículo a cubículo en busca del dueño del local. El resultado del examen fue un cadáver apoyado sobre rayas de cocaína y una revista de decoración de interiores manchada con varias sustancias, cuyas indagaciones al respecto decidí no efectuar.

Salí del baño y me dirigí hacia la camarera, para hacerle notar su craso error a la hora de ubicar la localización de su jefe, cuando por mi espalda escuché el tableteo de una ametralladora. Me arrojé al suelo instintivamente, parapetándome tras el tipo de las rosas, que yacía ensangrentado en el suelo. Una vez cesó el baile de balas levanté mi vista hacía delante. Atufaba a pólvora quemada. Del grupo de babosos de la barra sólo quedaba uno en pie, suplicando extrema unción. La camarera estaba apoyada contra la pared, con varias heridas de bala y la boca desencajada; no obstante el porro que se estaba fumando permaneció pegado en su labio inferior. Parecía un incensario. El resto de gente se había esfumado. Muchas de las botellas estaban rotas, y las paredes aparecían agujereadas, con algún que otro reguero de sangre, que se deslizaba hasta el suelo.

- ¡Levántate rata! ¡Sé que has venido a liquidarme! - exclamó una voz ronca más allá de una columna - ¡A qué esperas coño! ¡Levántate y anda Lázaro!
- No, que me mata - dije intentando dar lógica a mi penosa situación.

Vació otro cargador de su arma sobre mi posición, y por encima de mi cabeza escuché un silbido constante de balas. De pronto la ráfaga cesó con un "click" y seguido de un "¡mierda!". Parecía que se le había encasquetado alguna bala en la metralleta; o que se había pillado alguna zona sensible al abrocharse la bragueta del pantalón. Dejando aparte la resolución de aquel misterio, aproveché la situación para, de un salto, colarme tras la barra del bar. La pirueta fue espléndida, tanto o más como la forma original de frenar la caída con mi boca. Mi cazadora se pringó de fluidos aromáticos, tales como cerveza y algo parecido al vinagre. La cristalera que había al fondo de la barra había estallado, partiéndose en varios pedazos, uno de los cuales había atravesado al encargado de la música. Me incorporé, asomándome lo mínimo por el borde del mostrador. Una metralleta asomaba por la columna, y el tipo volvió a apretar el gatillo. Más cristales estallaron, astillas de madera y líquidos variopintos volaron por los aires, y la tabla de mezclas explotó, sumiéndonos en un silencio sólo roto por alguna ventosidad que no logré ubicar. Cesaron los disparos, y levantándome del piso disparé sin fijar un punto concreto, incrustando mi bala, accidentalmente, en el entrecejo de una anciana, que instantes antes había aparecido por la entrada al garito, preguntando si todo estaba bien, y que por favor cesara el ruido de balas, que su Matías no podía dormir. Volví a parapetarme bajo el mostrador, y tuve una idea feliz.

- ¡Cese usted su empeño de descargar ráfagas sobre mi ser! – dije intentando imprimir en mis palabras rabia, lástima, y unas gotitas de dramatismo - Que estamos en crisis y tanto cartucho le va a salir por un ojo de la cara. Yo sólo vine a parlamentar.
- ¡No cuela, gilipollas!
- Al menos vuestra señoría podría decirme si se llama Alfred Mac Lolo.
- ¿Y quién coño es ése tal Alfredo?
- El dueño del bar, sin lugar a dudas caballero.
- Yo soy el dueño del bar, y me llamo Pepe Piscinas.
- Sin ánimo de caer en una vulgaridad, pero he de decirle que no cuela.
- ¿Cómo que no cuela, ostia puta?
- No se excite, que eso daña el cuerpo. Le explico. La Editorial La Polilla Ardiente, de la que soy orgulloso vendedor de enciclopedias, diccionarios, almanaques, fascículos, y suscripciones para revistas no muy aptas para menores, me conminó a que hiciera una agradable visita a este local, comentándome que el dueño de este bar, además de ser valorado como una bella persona y no mejor ser humano, se hacía llamar Alfred Mac Lolo por la gracia del registro civil; en ningún momento oí pronunciar el no menos armonioso nombre de Pepe Piscinas. - tomé aire - Entienda amable caballero que me encuentro confuso, y que las leyes estrictas de mi amada empresa me prohíben dirigirme a otra persona que no sea el propietario de esta fabulosa licorería musical.
- ¿Un vendedor de enciclopedias armado con pistola, y que asesina a viejas, aunque se lo merezcan por brujas? ¿Me toma por tonto?
- Veo que usted es sagaz, pero entiéndalo, no están las calles como para salir con un par de libros de mil páginas como única arma. Lo de la anciana fue una tremenda confusión, al creer que era un inspector de hacienda con innobles intereses sobre su negocio. Y no, a un tipo que no deja de dispararme jamás le podría tomar por tonto; al contrario, creo que comienzo a admirar su sentido común. Y sin ánimo de recaer en un monótono debate acerca de mí, ¿podría enseñarme algún documento que lo acredite como Pepe Piscinas, y no como Alfred Mac Lolo?
- Si te parece te enseño mi certificado de bautismo, no te jode. ¿Qué te parece si te mato, tomo avión a un país de esos bananeros, y pelillos a la mar? Tu jefe feliz, yo feliz, y seguramente tú no, pero no me importa.
- Lo veo congruente, sensato y hasta oportuno. Pero entienda que no puedo presentarme a mi jefe sin haber verificado su identidad. Le agradecería hiciese el increíble favor de depositar su DNI sobre la destrozada barra del bar, sin ametrallarme de nuevo, si no es molestia.
- Sí, sí, espera ahí quietecito, que te voy a dar algo – respondió con amplia carcajada, que se interrumpió con un ataque de tos y escupitajo final.

Mientras le había estado hablando, y gracias a uno de los cristales rotos que hacían de espejo, conseguí tener visión en la zona de la columna. Observé cómo tras ella surgía el individuo, que avanzaba con paso lento, aplastando cristales y algo parecido a cucarachas. Se acercaba a la barra, sosteniendo con firmeza su metralleta a la altura de la cintura. Tenía que actuar, ¡y rápido! Conté hasta tres, y asiendo con ambas manos el revólver, de una estirada encaré al tipo de la metralleta. En ese justo momento mis tripas se revolvieron, mi esfínter anal se contrajo con gran presión, sentí un escalofrío por todo el cuerpo y tuve tal temblor de manos que parecía estar agitando una coctelera. Todo apuntaba a que el batido de chocolate me había sentado mal. Abrí fuego a quemarropa. A pesar de los escasos centímetros que nos separaban, de cientos de horas de entrenamiento en campos de tiro, y de la gran capacidad de puntería que mi magnífica Colt Anaconda otorgaba, no hice blanco con ninguna de las siete balas. Nos quedamos mirando el uno al otro. Por suerte para mí, desgracia para él, uno de los proyectiles había rebotado contra la pared, y en su impredecible vuelo sesgó el cable metálico que sujetaba el televisor que había sobre nuestras cabezas. Éste se desprendió de su soporte, aterrizando sobre mi oponente. Cayó fulminado al suelo, con la cabeza incrustada en el aparato, en un baile perverso de espasmos y cortocircuitos eléctricos.

Había cumplido mi trabajo con una más que dudosa profesionalidad, cuando se me presentó un nuevo reto. El esfínter no pudo aguantar más la presión de las entrañas, y mi ano expelió una enorme y descomunal flatulencia en forma de llamarada, que en contacto con el alcohol desparramado por el suelo, originó un incendio que se extendió por todo el local en cuestión de segundos.

11 diciembre 2008

Autoretrete (Jorge)





No hay nadie más importante que yo en este edificio. Ni los hoscos gorilas con porra y gorra en las grandes puertas de cristal bohemio de la planta baja, ni los pollos con bigote y multiformulario de la catorce que preparan todo el papeleo. Ni mi linda secretaria Manolita y sus gafas de montura fashion-fuxia. Ninguno más que yo tiene un picaporte de plata en su cuarto de baño privado. Pero mira qué tacto, Andréu, mira qué tacto. Toca, hombre, que es tuyo. Toca el picaporte de plata. ¿A que se nota? Claro, hombre, claro que se nota. Es plata de ley, oye, de ley. Has llegado arriba, Andréu, has llegado.

Estoy cómodamente recostado en mi pequeño trono de cerámica blanca con los pantalones de seda turca por los tobillos. El asiento está optimizado ergonómicamente para ajustarse a la medida de mis nalgas. Gelatina de roble canadiense, lo último de lo último. Me inclino un poco hacia delante para rebuscar con mi gruesa mano en el bolsillo arrugado. Ahí está mi pequeña navaja -plata de ley, Andréu, de ley- y grabo en la mágica caoba de la puerta: "25-11-2008. Cerrado Contrato KIA". Y firmo debajo: "Andréu". Qué gusto. Míralos. Y los miro. Repaso todos los grandes acuerdos que firmamos en estos últimos tres años. Has llegado arriba, Andréu, has llegado. A la planta veintisiete, ni una menos. Nada por encima, todo por debajo. Nada por encima, solamente el cielo y todo es cuestión de tiempo. Me relajo contra la tapa acolchada del water y pienso. Pienso en el bueno del señor Kimono Miyonetis sentado en el enorme sofá Kojinchinski de mi magnífico despacho, esperando con el contrato al otro lado de esta gloriosa caoba rebosante de historia. Vaya años más buenos, vaya gozada. Aaaah.

Ahora hay que volver y firmar. Vamos. Pulso el botón y suena el mecanismo rotor que dispensa papel desde detrás de la pared. Es un papel extremadamente suave, como el cachorrito que lo anuncia. Es un papel excelente, pero aquí se oye mucho el rotor y no se dispensa nada. Aprieto más fuerte, aporreo el botón como un mono adicto al crack pero no funciona. Que no sale el papel, oiga, pero qué cojones, de aquí sale ese papel como que me llamo Andréu y me apellido Pichín González. Y si no sale de buena voluntad, meto la mano por la ranurita y lo saco yo a ostias. No entra, no cabe. Si tuviera una mano más fina, más delgada tal vez podría... ¡Manolita! Si la llamo ella sí que... ¡Pero Andréu!, ¿y qué va a pensar el señor Miyonetis cuando te oiga berrear en el baño el nombre de tu secretaria y ella entre corriendo a echarte una mano? Eso si la buena de Manolita entra, que también habría que entenderla. ¡Pero qué brete es este, Señor! No tengo el móvil, no tengo nada más que esta estúpida navaja y un botón que no dispensa. Y mi corbata de la suerte de quinientos dólares. ¡No te me pongas creativo, Andréu, y deja la corbata en su sitio! Sé un hombre. La única salida digna es la honestidad, Andréu, la humildad, los japoneses sabrán apreciarlo. Tu camisa es larga, no se verá nada: levántate, abre educadamente una pizquita la puerta, asomas la cabeza y les pides ayuda en voz muy calma. Ya verás como eso hasta te humaniza y crea lazos más fuertes entre las dos empresas. Ya verás, Andréu, de esta no sólo vas a salir, sino que sales reforzado. Ya verás, tú abre la puerta sólo una pizquita...



Escrito por Jorge alias "Mott Gordonitte"

05 diciembre 2008

Mudemos el pelaje, versión 2.0




Hola a todos,

Tal y como reza el título de este posteo, mudamos el pelaje, que siempre lo mismo aburre, y en la innovación está el buen gusto. han sido pequeños cambios, ninguno relacionado con el diseño en cuanto a colores y estructura del blog. Simplemente se ha modificado y añadido los siguientes aspectos:



  • Nueva cabecera, gracias al amigo fefedi7.

  • Apartado de blogs asociados a la Madriguera, actualizado.

  • Nuevo apartado de presentación de imágenes representativas de la Madriguera.

  • Nuevo apartado de seguidores del blog (Nueva funcionalidad de Blogger, para saber quién está subscripto a tu blog).

  • Posibilidad de valorar los posts (a partir de éste en adelante)



En breve reestructuraré el sistema de etiquetado por uno mejor y más preciso. También os recuerdo que podéis haceros con el RSS de el blog para vuestras páginas de RSS, como netbives o igoogle; al subscribiros al blog así tendréis los contenidos actualizados en vuestro lector de subscripciones (cualquier duda sobre esto preguntadme).

Y por último, agradeceros vuestras visitas, vuestros comentarios, y el que post tras post siguáis visitando este rincón virtual. Muchas gracias!!

01 diciembre 2008

Vidas en Sueño - 37 (Chicles de cloaca)




Llevaba cinco minutos sentado en uno de los bancos del andén de la estación de metro, y según el cartel digital la cosa prometía para otros siete minutos más. Miré hacía la boca de entrada al túnel; oscuridad. De nuevo volví a mirar el cartel, y me cercioré que faltaban los mismos minutos que hacía unos instantes. Comencé a repiquetear el suelo con mi pie derecho. Sin nada mejor que hacer contemplé a una anciana en el andén de enfrente. Tenía de pelo recogido, frente acartonada, manos temblorosas. Iba embutida en una abrigo de pieles, falda larga, medias de color carne, botas de tacón hasta el tobillo forradas de cuero y gafas de sol de montura blanca. Movía la boca como si tuviese espasmos, intentando despegar sus labios; los contraía de tal modo que parecía estar regalando besos a las cámaras de seguridad. A la mente me vino una de las carpas del estanque del parque de El Retiro, con su boca redonda devorando migajas de pan.

Desvié la atención de mi vecina de estación, para contemplar de nuevo el cartel digital. Ya sólo faltaban seis minutos. Abrí la carpeta que tenía entre mis piernas y extraje un folio. Era el informe del neumólogo. Leí su contenido de forma aleatoria, saltándome las frases científicas, deteniéndome en las más profanas, especialmente las que derrochaban optimismo. No pude evitar releer una y otra vez una conclusión al fin de un párrafo, que rezaba lo siguiente: "Se aprecia pues una evolución favorable en pulmones, reduciéndose la densidad de sustancias nocivas en bronquios, bronquiolos y alvéolos. La espirometría practicada verifica dicha mejoría". Levanté la cabeza del informe, sonreí, y miré hacia el techo, en el que adherida como un mejillón gigante se extendía una gruesa capa de polvo y suciedad.

Suciedad; a la que contribuí años anteriores en cierto modo, en esas esperas eternas a que ingresase en la estación el metro, expulsando humo por mis narices como una cafetera, ocupando un vacío que ahora se me antojaba difícil de rellenar. Necesitaba hacer algo, distraerme con algo, y observé a mi izquierda la máquina expendedora de chicles. Masticar una goma con sabor a lo que fuera era una buena escapatoria para salir de la encerrona en la que me hallaba. No obstante el neumólogo me prohibió los chicles. Según él mascar chicles me dañaría a la larga el esmalte de los dientes y podía producirme caries; sin contar que éstos engordaban. Siempre me adoctrinaba con el mismo consejo: "¿Lo mejor ante la ansiedad? Pues agua, zumos, fruta o un paseo respirando aire fresco. No masque chicles; tómelo como una orden". Y sin nada de aquello a mi alcance, noté el pulso acelerarse, el bombeo de sangre intensificarse. Sólo podía pensar en dar una profunda calada, y en hacer aros de humo al aire.

Me incorporé del banco y me dirigí a la máquina de chicles con pasos descoordinados, como si tuviera las rodillas dormidas. Introduje una moneda y elegí unos chicles sabor eucalipto y rellenos de maracuyá. Lamenté que no expendieran botellitas de alcohol, del que hacía olvidar el presente. Recogí el producto del cajetín, abrí la caja, eché hacia atrás la cabeza y vacié el contenido en mi boca. Por mis dientes chocaban las pastillas de chicle, que acababan alojándose en el hueco de la lengua. Mastiqué aquellas pastillas, presionando con fuerza las mandíbulas. La anciana con boca de carpa seguía haciendo muecas.

Restaban tres minutos para la llegada de mi tren. El líquido viscoso sabor maracuyá flirteaba con mi lengua, y el efecto balsámico del eucalipto, la anestesiaba. Sentía ambos sabores fusionarse con mi saliva, y formar un néctar que se distribuía por toda la boca, colándose por la nariz a través del paladar; experimenté un intenso frescor. Dejar de fumar había aumentado el potencial de mis pupilas gustativas, y ellas me lo agradecían transformando mi boca en una sala de fiestas. Como si de un cambio de cromos se tratase, los recuerdos, en forma de aros de humo sentado en un banco, dejaron paso otros, donde se visualizaban noches de insomnio, vueltas sobre la almohada empapada en sudor, toses continuas, y la horrible sensación de que por más que intentaba respirar una bocanada de aire mis pulmones no respondían, como si fueran de piedra.

La sirena de un tren que circulaba por las vías contrarias a las de mi andén me devolvió a la realidad. Enfrente, la anciana se incorporaba de su asiento, preparándose para ingresar en uno de los vagones. Éste redujo la velocidad hasta pararse, y se abrieron las compuertas; a través de una de las ventanas observé a la anciana acceder y sentarse, dándome la espalda. El convoy permaneció unos segundos parado, y sólo se escuchaba el zumbido grave de los motores. Tras un sonoro pitido las compuertas se cerraron, y reemprendió la marcha.

¡Me sentía fenomenal! Había conseguido disipar de nuevo las ganas de fumar. Quería pegar botes y besar en la frente a aquella anciana, salir a la calle, y reír con todas mis ganas. ¡Qué bien me encontraba! Y fue quizá por ello, que eufórico y orgulloso de mi fortaleza mental dejé salir de mi boca la masa de goma que masqué con potencia; ésta se deslizó de forma recta hacia el suelo. Desplacé mi tronco hacia delante y arqueé en sentido contrario mi pierna izquierda. Noté cómo se tensaban cuadriceps y gemelos. Cuando la masa alcanzó la altura de mi rodilla derecha empujé hacia delante, con todas mis ganas, la pierna izquierda, y con el empeine golpeé el chicle mascado, conectando una perfecta volea del diablo. La masa de chicle salió despedida como un misil, y atravesó en vuelo rasante las vías, para acabar impactando sobre la chapa de uno de los últimos vagones del tren, que estaba en plena aceleración.

Observé atónito cómo el vagón brincó y se desplazó de forma antinatural hacia el anden, como un avión de papel en medio de un vendaval. El resto del convoy reaccionó como una culebra, y de dos fuertes zigzagueos descarriló por completo, invadió el andén contrario al mío, y golpeó el lateral del tunel, que se desplomó como un castillo de arena, provocando un estruendo que retumbó como un colosal trueno en mis oídos. Al cabo de unos segundos, comenzaron a arder varios vagones, y una fuerte explosión provocó el estremecimiento de toda la estación, como si fuera epicentro de un terremoto. Del techo se desprendió el cartel digital, y se estampó contra las vías. Cayeron cascotes, se derribó la máquina expendedora de chicles, y alguna que otra mampara de cristal estalló en muchos trozos pequeños. Se fue la luz en la estación, pero el amarillo y rojo de las llamas que salían de los vagones, junto con el brillo eléctrico de algunos cables segados ofrecían una visión parcial y terrorífica del panorama. Olía a plástico quemado, a pollo demasiado frito, y al polvo, que se había levantado en una nube densa y tenebrosa.

Balbuceé algo inteligible, sentí mi cuerpo agitarse como si fuese de gelatina, reculé varios pasos, hasta golpearme con una papelera, y decidí desde aquel mismo instante, si lograba sobrevivir, aparte de desapuntarme del gimnasio, llevar siempre conmigo una botella de medio litro de agua. Mejor de dos litros. Los chicles los tenía prohibidos.