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30 noviembre 2009

Gafanhotos - 4 (Pareados de Periódico)





Aristófenes, ¡que es lunes, coño!
Encima con frío, ¡maldito otoño!

Préstame tu destreza unos segundos,
he de quemar algunos vagabundos.

Insultaré a políticos casposos,
a famosos y cerdos verrugosos.

¿Repasamos noticias españolas?
¡No escurras el bulto con amapolas!

Montilla se enfada; anticatalanes
nos llama. También sucios haraganes.

Mucho fallecido en la carretera.
Y la DGT sigue ampliando la chequera.

Me desperté con resaca de gol.
Jugó el Madrid. ¡Alcohol! ¡Alcohol!

Zapatero, cabroncete, no mientas;
los del Barça sois unas cenicientas.

Cristiano Ronaldo indulta a Valdés,
y yo ahogué penas en aguapiés.

Vale, perdimos. ¡Árbitro mamón!
Pitó muchas chorradas; ¡Paredón!

Cuatro chicharros del Madrid Atlético.
¡Van al revés! Demasiado patético.

Lobo en Honduras comicios ganó.
A las pobres ovejitas valló.

En tierras charrúas un guerrillero
ha ganado; ¡Gobierno bananero!

Decrece en Europa el cáncer maligno.
¡Falso! Rebosa el político indigno.

¡No jodas! El Euríbor ha bajado.
¿A quién cojones han crucificado?

Récord de la máquina de partículas.
Miedo tengo; me agarro las vesículas.

Del metro se marchan las taquilleras.
¿Quién nos cobra ahora? ¿Las rameras?

España en alerta. Nieves y vientos:
frío. ¡Comiencen los enterramientos!

Con el maltrato nos hemos pasado.
¿Pisas cucarachas? ¡Degenerado!

Una mierda de lunes, Aristófenes.
Temo contraer síndrome de Diógenes.

25 noviembre 2009

Vidas en sueño - 55 (Camino a Villamuelas)





Las gotas de lluvia golpeaban la chapa del coche como si fuesen piedras lanzadas desde lo más alto del cielo. Se estrellaban en el parabrisas y formaban cortinas de agua. El repiqueteo era constante. Parado en mitad del viejo camino que conducía a Villamuelas, mi pueblo, y sin cobertura en el móvil, me entretuve contando el intervalo de tiempo que separaba un relámpago de su hermano trueno. ¿Qué hacía allí, como un bohemio, contando rayitos? Pregúntenselo a la maldita aguja de la gasolina; había vuelto a fallar, y pensando que tenía gasolina de sobra tomé la ruta de todos los días, desde la fábrica al pueblo. A mitad de trayecto el coche empezó a dar tirones, como un asno en celo, hasta quedarse completamente parado. Dios sabe la de veces que giré la llave de contacto, pero el coche no arrancó más; me había quedado seco. La lluvia arreció. Me encendí un cigarrillo y seguí contando rayos, centellas y la madre que los parió a todos ellos.

Escampó, y a través de una rendija abierta en la ventanilla se filtró el olor a tierra mojada. Entre las montañas, hacia el norte, algún relámpago travieso iluminaba sus laderas. En todo el tiempo en el que estuve parado no pasó ni un coche, y el móvil seguía sin cobertura. Probé a colocar el teléfono en todas las posiciones: boca arriba, boca abajo, oblicuo, apuntando a las montañas, apuntando a los campos de trigo, apuntando a mi barriga, y así hasta completar más posturas que las del Kamasutra. No aumentó ni una mísera raya de cobertura. Me abroché la chamarreta, cogí las cuatro cosas que tenía desparramadas en el asiento del copiloto y salí del coche. No me quedaban más narices que andar. Cavilé sobre mi situación geográfica en mitad de aquel yermo; la fábrica estaba más cerca que el pueblo, pero a esas horas, las diez de la noche, no quedaría nadie en la planta. A lo mejor sí, pero preferí no arriesgarme e ir a lo seguro, que no estaba la tesitura como para darse paseitos de trasnochado; tomé rumbo al pueblo. Tardaría una hora, más o menos. ¡La maldita aguja de la gasolina!
La decisión no me gustaba en absoluto; estaba oscuro, y —según los viejos chismosos del pueblo— una supuesta virgen fantasmal se manifestaba ante los que circulaban por ahí de noche, y nadie más volvía a saber de aquellos infelices. No es que creyera en esas tonterías, pero usando el teléfono móvil como linterna, sin ver un pimiento más allá de lo que aquel trasto alumbraba —que era bien poco— y sin escuchar más ruido que el de mis pisadas sobre la gravilla mojada, he de admitir que “alertado” sí que iba.

El aire frío de las montañas hizo acto de presencia y se coló por la ropa. Los pies los tenía helados: las suelas de mis zapatos eran finos y tenían alguna rajilla que otra, por lo que el agua helada empapaba mis calcetines. Llevaba un buen rato andando, más de quince minutos, con ritmo de marcha olímpica. Quería llegar cuanto antes. Intenté animarme silbando el himno del Real Madrid, el de España y un par de coplillas de Manolo Caracol. Incluso me imaginé a esa virgen fantasmal, con el típico vestido de espectro de harapos blanco, descalza y con una trenza muy larga, montada en vespino y trayéndome una lata con un litro de gasolina. Pisé un charco y noté el agua calarme por encima del tobillo. ¡La maldita aguja de la gasolina!

Notaba los dedos de los pies entumecidos; creía andar con muñones o sobre tapas de bote de Cola Cao. Estaban siendo los peores minutos de mi vida. Ni un alma. El haz de luz de mi teléfono convertía las piedrecillas sobre las que trotaba en luciérnagas. A los lados ni una sombra, sólo aire gélido. Deduje que no estaría muy lejos de la cima del cerro, a una media hora del pueblo. Una vez ahí ya tendría el pueblo a la vista, y al menos sabría que andaba en la dirección correcta. Sólo faltaba que me perdiese en mitad de todo aquello, con un espíritu merodeando. ¿Espíritu? ¡Qué espíritu ni qué ocho cuartos! Joder, ya me empezaba a sugestionar demasiado. Me tuve que repetir varias veces que no existían los fantasmas, como un niño frente a la mesa de su pupitre aprendiendo la tabla de multiplicar. Incluso le puse el mismo ritmo. Parecía un subnormal escapado del psiquiátrico. Habría pasado por ese itinerario en coche mil veces de noche y nunca pensé sobre la leyenda. Por lo visto necesitaba un peregrinaje nocturno para vivir la experiencia. Al tiempo que me acercaba a una curva, fantaseé de nuevo con la impúber, con su trenza kilométrica desparramada por el suelo, apareciendo entre los matojos, con los brazos agitados como si fuese mongólica, y acompañándolo con un lamento largo y psicofónico; la vi en esa curva, plantada como un espantapájaros astral, y cómo la arrollaba al instante con mi coche. Me reí y me encendí un cigarrillo. La ruta tomó una inclinación más empinada.

Pasaron los minutos y por fin llegué a lo alto del cerro. El viento tomó el protagonismo; ululaba y agitaba las ramas de un par de olivos solitarios. Villamuelas se veía desde mi posición, con las luces anaranjadas de sus farolas y la torre iluminada con focos de la iglesia. Unos veinte minutos —calculé— me quedaban de paseo. Reanudé la marcha y me dejé arrastrar por la pendiente descendente. No fui dando saltos porque no sentía los pies, pero ganas tuve. Me fumé otro pitillo. ¡Qué ganas tenía de llegar a casa y meterme un buen trago de orujo!

El paisaje se modificó, y ahora estaba la senda franqueada por sombras de olivos y otros árboles, que se estremecían por el viento. No deberían quedar más de diez minutos para llegar al pueblo. Comencé a sentir pinchazos en mis rodillas, y dado que estaba cerca del destino bajé bastante el ritmo, pasando de marcha olímpica a paseo de geriátrico con andador. Escuché algo parecido a un trueno; no parecía un trueno. A lo mejor era un pedo de la virgen fantasmal. Me reí con una carcajada. Tras un árbol escuché el ruido, ahora más nítido; no era un trueno, sonaba como un gruñido. Alumbré con la luz de teléfono móvil el tronco del árbol y un hocico con su hilera de dientes y colmillos asomó, con unos ojos que brillaban con el destello de mi teléfono. ¡Menudo bicho! Era un pastor alemán gigante, o lo más parecido a los dinosaurios; tampoco me paré a reflexionar sobre la raza del animal. Cambié el modo “paseo de geriátrico con andador” por el de “final de los mil quinientos metros lisos... o de los tres mil... o de los cinco mil”. No sé cuántos metros fueron pero galopé como un potro salvaje, con fuego recorriendo mis piernas. Sentía al animal tras mis pasos. Me ladraba. Aceleré al máximo. Lo sentía pegado a mí, apunto de hincarme sus colmillos en el culo. Ahora entendía porque no se me apareció la virgen: este monstruo la habría devorado con trenzas y todo. ¡Maldita aguja de la gasolina!

En el pueblo los cuatro viejos de siempre, atemporales, con sus cuatro garrotes, sus cuatro boinas y sus cuatro mondadientes mordisqueados, que se sentaban en una piedra a la entrada, me vieron llegar desbocado. Parecían jueces de línea de meta. Uno de ellos levantó el brazo y me saludó; los otros tres cabecearon. ¿¡Serán cabrones!? Yo con un perro del infierno detrás y ellos ahí tan panchos. Debí dar unas tres vueltas a Villamuelas hasta que me di cuenta que ningún chucho me perseguía. Cuando me acerqué a los ancianos, éstos me dijeron que no me perseguía ningún animal, y que pensaban que estaba echando unas carreras. Lo extraño es que no me tomaron por un tarado cuando les expliqué el verdadero motivo; aquellos tipos se limitaron a escupir a través de sus boinas y emitir quejidos internos al tiempo que les relataba la historia.

A partir de esa noche hubo ciertos cambios: me compré unos zapatos nuevos y una linterna, las rodillas se me hincharon como globos, cambié el coche por un todo terreno de ésos japoneses, pasé a ser llamado “el Fermín Cacho” en el pueblo, y la virgen espectral del camino fue sustituida por un perro de dos cabezas —también espectral— que devoraba a los viajeros perdidos por la noche. Y todo ello gracias a la maldita aguja de gasolina.

23 noviembre 2009

Parpadeos - 8 (Celos)




¡Mírala! Otra vez esa maldita zorra se ha acercado a Alfredo. No pierde comba la tía. Es separarse de mí un momento y ya le acecha. Anda que no se le nota a la legua que va detrás de él. ¿Será posible? Le pone la mano en el hombro la muy descarada. ¡Que tiene novia, bonita! Es que me pone negra, te lo juro, con esa sonrisita de mosquita muerta, como si nunca hubiera roto un plato, la muy… Y encima el otro le sigue el rollo. Mira cómo sonríe.
Y claro, dile algo a Alfredo, que te suelta el mismo rollo de que son fantasías mías, que si me quiere a mí, que si sólo hay amistad entre ellos. ¿Pero es que no lo ve el muy idiota? Que te quiere follar Alfredo, ¡te quiere follar!

Hasta aquí llega su perfume; se habrá echado litros de ese líquido. ¡Qué peste! Atufa el bar ella; ¡qué protagonista la tía! Tiene que ir llamando la atención, la muy zorra. Y mira cómo va vestida. Si parece una ramera, anunciándose con esas tetas que se le van a salir del vestido de lo apretadas que las lleva. Y Alfredo, como es así de limitadito, ¡pues venga a mirarle las tetas! Me están poniendo negra. Sí, ¡lo sé! Tengo que calmarme e intentar ver las cosas de forma objetiva. Voy a pensar en otra cosa. A mí esa tía no me va a amargar la noche, y si el tonto de mi novio le quiere seguir dando coba, que se la dé, que se la dé. Me da igual.

Pasan cinco minutos. No lo dice la tía, lo digo yo, el narrador en tercera persona; la narradora en primera persona tuvo que ir al baño a mear, o a cagar, o a hacerse un dedo, ¡qué coño sé yo!
Ya vuelve...

¿SE PUEDE SABER QUÉ ANDAN CUCHICHEÁNDOSE AL OÍDO? Seguro que están quedando para follarse un día, como seguro habrán quedado otras mil veces. ¡El muy cerdo! ¡No puede ser, no lo soporto más! ¡A la mierda con las calmas!

Claudia lleva un rato observándoles, sin prestar atención a la charla del grupo en el que se encuentra. Se levanta de la butaca y se acerca hasta la barra del bar, donde se encuentran Alfredo y María.
-¡Es mío!- aúlla.
Alza su brazo izquierdo y le da una bofetada a María; el cigarrillo que tenía en la boca sale volando por los aires. María cae al suelo, y se escucha el golpe sordo de su cabeza golpeando el reposapiés de hierro. No se mueve.
-¡Es mío!- chilla al mismo tiempo que patea el costillar de María.
Alfredo se pone firme como un soldado y le grita, nervioso. Intenta inmovilizar a Claudia, pero ella se revuelve y se zafa del intento de presa. Agarra el cuello de un botellín de cerveza junto a ella, y lo revienta contra el mármol de la barra.
¡Eres mío!- dice rechinando los dientes.
Su mano sostiene ahora el cuello de un botellín partido en dos, con dientes afilados de vidrio. Alfredo recula mostrando las palmas de sus manos, y ella le clava la botella partida en el vientre. Repetidas veces. Alfredo se desploma en el suelo. La sangre se desliza por los costados.
-¡Eres mío!- rompe a llorar mientras deja caer al suelo el trozo de botella.

18 noviembre 2009

Vidas en sueño - 54 (Un pedazo de mí)





El sol se reflejaba sobre la cal de las fachadas de los edificios. Brillaban como llamas de velas, y el resplandor se filtraba a través las callejuelas estrechas, que se escondían entre las sombras, que serpenteaban. Por ellas, como una hilera de hormigas, una multitud de personas en chanclas, y con la sombrilla sobre sus hombros llevaban rumbo hacia la playa. Claudia y yo nos mezclamos en aquel arroyo de crema solar y bermudas de flores estampadas. Nosotros no llevábamos bañador; ella, un vestido blanco y sandalias, y yo unos pantalones piratas, chanclas y una camiseta sin mangas. El empedrado de las calles de Conil se clavaba en mis pies. Escuché con atención las pisadas de la gente: arrastre de chancla, arrastre de chancla, arrastre de chancla. La misma melodía, tan distinta a la de Madrid: tacón, zapatilla veloz, goma contra chapa de metal, y vuelta a empezar. Aquella monotonía en el andar de los playeros me relajó de forma temporal, y me vino a la mente el sonido meloso de un saxofón. Seguimos cuesta abajo, y los edificios se separaban cada vez más entre sí. Una brisa cálida y el olor a salitre me envolvieron. El mar estaba justo enfrente. Claudia resopló como un caballo.

─Sigo pensando que esto es una gilipollez, Alfredo.
─No digas eso mujer ─repliqué─, ya te dije que podría estar por aquí, escondido en algún lado. Tiene que estar aquí, tiene que estar.
─ Venga anda, volvamos al hotel y disfrutemos de todo esto ─me miró a los ojos y me acarició el muñón de mi brazo derecho, atrayéndome hacia ella.
─¡No coño! ¡No!
─¿Es que te vas a poner a poner a buscar el trozo de brazo que te falta por la arena de la playa? ─dijo abriendo en abanico el brazo.
─¡Pues eso haré Claudia, eso haré!
─Me parece ridículo. Te tiras un año evitándome y poniendo excusas para no quedar; me ignoras por completo. Y un año después, ¡UN AÑO!, te presentas en casa con cuatro rosas y con ese muñón, diciéndome que un trozo de ti se quedó en Conil, y que por eso me esquivaste ─resopló de nuevo─ ¿En serio me crees tan estúpida como para creérmelo?
─No.
─¿Entonces?
─Ya te dije que era verdad, que un pedazo de mí se quedó en Conil.
─Alfredo, ¡DEJA DE DECIR GILIPOLLECES!
─¡Cálmate!
─¡No me da la gana! ─movió con brusquedad la cabeza y chasqueó la lengua─ Encima me cargas a mi el muerto, en lugar de a tus colegas. ¿No te lo pasaste tan bien con ellos? ¡Que te ayuden ellos!
─Cálmate nena –moderé mis propios nervios. Tomé aire─. Empecemos a buscar cerca del chiringuito, que es donde estuvimos la mayor parte del tiempo.
─¿Cerca de un chiringuito? ¿Tú? ─suspiró─ No sé por qué, pero no me extraña. Lo raro es que no te hubieras puesto a servir copas ya de paso.
─Vamos.

Tiré de Claudia y entramos en la playa. El calor de la arena trepaba por mis pantorrillas, se colaba entre la ropa. Estaba sudando. Caminamos por la pasarela de madera. A cada paso se escuchaba con más nitidez la marea deslizándose como una culebra en la orilla (no sé cómo podía fijarme en esos detalles en mi situación; ¡parecía gilipollas!). El mismo sonido que escuché la última vez que estuve allí, con Manolo y Gaspar. Fue una semana sólo de chicos. Hicimos de todo lo que se podía hacer en Conil: tomar el sol en la playa, comer pescaito, beber cerveza, jugar a las palas, bebernos muchas copas, follar con desconocidas, y ver el amanecer, medio borrachos, sentados en la arena de la playa. Un bucle que se repitió los siete días que permanecimos en este pueblo. El día que regresábamos a Madrid, después de hacer las maletas, nos paramos en el chiringuito de la playa, y brindamos por Conil, por la playa, por nosotros. Les confesé a mis amigos que algo de mí se quedaba allí. En cuanto monté en el coche empecé a echar de menos todo aquello. Los kilómetros iban aumentando, y tras cruzar el Paso de Despeñaperros, en pleno yermo de la provincia de Ciudad Real, noté un hormigueo en mi brazo derecho. Llegamos a Madrid, me despedí de mis amigos y me dirigí a mi piso. El hormigueo era mucho más intenso; notaba pequeños pinchazos desde los dedos hasta el codo. En cuanto abrí la puerta de mi casa la maleta que asía mi mano derecha cayó al suelo. No sentía ningún hormigueo, ni tampoco los dedos de la mano; era como si la tuviese anestesiada. Observé mi brazo derecho ¡No tenía mano! ¡No tenía antebrazo! En su lugar, un muñón. Grité, empecé a correr sin dirección ni sentido concreto, golpeándome con las paredes y los muebles. Estaba histérico, sentía la sangre moverse dentro de mi en forma de tsunami. Tardé muchos días en calmarme y en asimilar que no tenía brazo derecho.
Pasado ese tiempo volví a salir a la calle. Cuando fui al médico, éste me recetó calmantes y me dio cita con un colega suyo psicólogo; no se creyó mi historia. Él decía que la pérdida de un miembro podía provocar brotes sicóticos. No estaba loco, sé que antes de llegar a mi casa tenía dos brazos, dos manos. Durante meses busqué mi mano por mi casa, por el portal del bloque, incluso por la calle, ampliando poco a poco el perímetro de búsqueda. También pregunté a mi amigo Manolo si no se había encontrado nada extraño en los asientos de su coche; no me atreví a contarles, ni a él ni a Gaspar, lo que me sucedió. Bastante tenía conque el médico me llamase tarado.
Sólo me quedaba por buscar aquí, en Conil. ¡Pero era ridículo! ¿Cómo coño podría haber llegado mi pedazo de mí hasta Conil? ¿Haciendo autostop con el dedo pulgar hacia arriba? Era absurdo tan sólo planteárselo, pero decidí regresar para buscar mi trozo de carne en el último lugar donde lo sentí vivo, sin hormigueos. Cuando no quedan balas en la recámara lo mejor es tirar piedras, supongo.

Anocheció cuando Claudia y yo regresamos al hotel. Estuvimos todo el día peinando una gran parte de la playa, además del chiringuito y un par de bares donde estuve con mis amigos. ¡Nada, ni rastro del puto trozo de brazo! Pensé que quizá alguien lo encontró, y lo escondió en su casa como el que atesora una reliquia religiosa. También me imaginé a un perro olfateando los dedos, la muñeca, dejando sus babas pegadas en los pelos, clavando sus colmillos y desgarrando la carne ¡MI CARNE! Dejé de pensar en mi brazo, en mi trocito.

Miré de reojo a Claudia. ¡Pobre Claudia! Un año sufriendo por mí, y cuando regreso a su vida lo hago con un cacho de brazo menos, le cuento todo, discutimos como subnormales, y la convenzo para venir a Conil un par de días, sólo para buscarlo ¡Eso es romanticismo! Aún no sé cómo aceptó venir conmigo, ni cómo me perdonó ese año de ausencia; el amor provoca comportamientos anormales en las personas. Yo siempre la he querido, pero necesité un año para asumir que no tenía brazo derecho, y no quería que me viese tullido. No sé, soy un tipo extraño. La abracé con mi brazo izquierdo, y ella recostó su cabeza en mi hombro.

Conil de noche escondía su calor en el mar, barría el polvo que empujaba el viento, y se perfumaba con flor de Lis, Jazmín y Dama de Noche. Los tipos de chanclas y sombrillas se habían transformado en pijos de camisas ajustadas y zapatos de punta fina, y en pijas de vestidos apretados y sandalias de tacón de quince centímetros. Había mucho ambiente por las calles; ruido de copas, risas y música pachanguera. Estaba jodido por no haber encontrado mi mano y mi antebrazo, pero aquel ambiente, el tener a Claudia a mi lado hizo que me contagiase.

─Venga nena, te invito a un mojito antes de entrar al hotel. Te lo has ganado.
─Estoy un poco cansada Alfredo. Me apetece una ducha y luego dormirme.
─Sólo uno –insistí con voz melosa.
─¿Es que no ves que estoy muerta? De verdad, déjalo para otra ocasión. No me encuentro bien.
─¿Y TÚ CREES QUE YO SÍ? ─le apunté con el muñón─ Es lo último que te pido relacionado con esto. ¡Por favor!
─Al final si no me tomo el maldito mojito tú explotas, ¿no? ─suspiró─ Está bien, está bien, pero uno rápido, que nos conocemos.
─¡Esa es mi chica!
─¡Ah!, y deja de hacerme chantajes emocionales con eso –apartó de un manotazo el muñón.
─Descuida. ¡Vamos!, conozco un sitio muy bueno por aquí.
─Pachasco que no conozcas tú un sitio bueno allá donde vayas.

Entramos en el “Duende Verde”, una especie de cortijo reconvertido en bar de copas. En sus paredes colgados habían rastrillos, redes, cañas de pescar y demás aparejos relacionados con la mar. Cruzamos un par de salas repletas de chicos y chicas compartiendo cubatas, sudor y saliva y accedimos a un patio descubierto; la quintaesencia andaluza. Por las cuatro paredes que lo limitaban, colgadas de aros de hierro, macetas con flores de todo tipo. El suelo era un mosaico de baldosines azules y blancos. En el centro, una fuente pequeña, con su chorrito de agua que salía a través del pico de un pez de piedra. Sonaba flamenco por los altavoces; sólo guitarreo y palmas.
Nos acercamos a la barra, y pedí al camarero un par de mojitos. Claudia tenía la mirada perdida entre las macetas. Parecía estar relajada. Ella se merecía unas vacaciones, no hacer de detective, ni de arqueóloga escarbando entre la arena; ¡pondría remedio a ello a partir de ese momento! Vacaciones improvisadas y a tomar por culo. Giré la cabeza sintiendo que alguien me observaba. ¡LA MIERDA DEL BRAZO! Di un brinco y tropecé con Claudia.

─¿Se puede saber qué mosca te ha picado?
─M─mira ─tartamudeé, señalando con mi mano izquierda mi mano y mi antebrazo derechos.

Ahí estaba sobre una silla, en el otro extremo del patio, el trozo de mí que se había quedado en Conil. Sabía con certeza que era mi mano; en la muñeca reposaba una pulsera de tela de color verde y morado. La mano sostenía un mojito. Claudia y yo nos quedamos callados, muy quietos. La mano soltó la copa y se cerró en un puño. Claudia se colocó tras de mí y me clavó sus uñas en mis hombros. Mi mano derecha se quedó en esa posición varios segundos, y poco a poco fue alzando el dedo corazón, hasta tenerlo firme y recto como una barra de acero. Un corte de mangas, pero sin mangas, claro. Luego se ayudó del antebrazo y se deslizó de la silla. Corrimos hasta allí, pero no había ni rastro de la mano. La busqué, juro que la busqué; me lancé al suelo y repté entre los pies de la gente, palpé las paredes y escudriñé entre las macetas. Incluso metí la cabeza dentro de la fuente. ¡No estaba! Salimos del bar, echamos un vistazo por la zona; ¡nada! Me abrí paso entre toda esa multitud de borrachos perfumados, los zarandeé, los insulté, arrojé sus copas al suelo. ¡Necesitaba ese brazo! ¡ERA MI BRAZO! ¡Mi jodido brazo! Se contrajo mi garganta, me apoyé sobre una papelera. Rompí a llorar. Sentí la mano de Claudia acariciando mi cabeza, escuché sus palabras de consuelo. ¡Qué sé yo el tiempo que estuvimos en esa posición! Me besó en la mejilla, y me dijo que sólo era un brazo, un jodido brazo, que la vida continuaba, y que allá él si no quería estar conmigo. Se me acabaron las lágrimas, y decidí ser fuerte. Me costó mucho tiempo salir de mi casa, aceptar que no había dedos a mi diestra. No tenía que caer de nuevo en lo mismo ¡A tomar por culo ese brazo de mierda! Inspiré, expiré, inspiré, expiré, inspiré, expiré. Claudia seguía acariciándome. Al cabo de un rato estaba calmado. Volvimos al bar, tomamos asiento y agarramos nuestros mojitos. Algunas personas se apartaron de mi camino al verme entrar de nuevo al patio.

─¿Sabes Alfredo? Me empieza a gustar tu muñón.
─¿En serio?
─Pues claro, bobo ─me acarició el pelo─. Te quiero como eres.
─Pero si estoy tullido Claudia. ¿Cómo te voy a gustar?
─Porque si no no hubiese venido a Conil contigo, ni te hubiese esperado un año a que dieses señales de vida.
─Gracias –le abracé con mi brazo izquierdo─. Está claro que un trozo de mí se quiere quedar en Conil por cojones. ¡Que se quede, coño! ¡Pero a mí no me va amargar más!

Cogimos las copas, brindamos por el futuro, y luego nos besamos.

17 noviembre 2009

Gafanhotos - 3 (Carta a Homero. Ruge, mi mamón)




No me sale tu romance,
Homerito, gran cabrón.
quiero insultarte con verso
melódico, bramador.
Hablemos de fútbol rojo,
hablemos de Selección.
Olvidemos el poema
¡Vayamos al Calderón,
con tu bufanda de España,
con tu vino de porrón!
Malditos sean los gauchos
que usaron el azadón
para romperles sus piernas.
Iniesta, chuta, ¡JUGÓN!
Maradona, el Pelusa
a los árbitros vejó.
Y al público drogaba
con mamadas de putón.
¡Que la chupe! Gritó Ulises,
cuando Alonso gol marcó,
y tú insultaste con ganas
al colegiado zampón.
Dos penaltis sin señalar
¡Se cabrea la afición!
A coro nos revolvimos
pidiendo la sangre de gol.
Maradona se chutaba
en la vena del llorón.
Hacía frío de otoño,
pero Alonso fusiló
con zapatillazo seco.
¡La parroquia fulguró!
Homero, entona fuerte
el himno del Calderón,
y déjate de bobadas
que aún no existe color
más brillante, más potente
que el de mi Selección.
Vete a Grecia, insolente,
a cantar odas, ¡mamón!

11 noviembre 2009

Vidas en sueño - 53 (Tu cumpleaños)




Lo primero que me recuerdas cuando tomo asiento a tu lado es que he tardado mucho en llegar. ¡Coño mamá, he llegado en coche, no en un reactor espacial! Algún que otro vecino de mesa en el restaurante se gira para observarte; seguramente esperen verte soltar una bofetada, o quizá que te rompas a llorar en cualquier momento. Sin embargo tú sonríes. Ése es nuestro juego particular, que sólo tú y yo entendemos; poli bueno -tú-, poli malo -yo-. Me preguntas cómo se encuentra el pájaro, y yo te respondo que no muy bien, que lo he metido en el horno. Me dices que tengo mucho cuento. Ambos reímos; poli bueno, poli malo. Saludo con un beso sonoro en la mejilla o un apretón de manos riguroso -según procede-, a todos los de la mesa: a papá, a tu hija, y a tu yerno. A ti te doy un beso apretando fuerte los labios contra tu mejilla, mientras te zarandeo con suavidad el cuerpo, agarrado a tus hombros. Me dices que me deje de cuentos y que pida algo de comer a la camarera. Me tocas con tus dedos la cara y dices alegrarte de verme afeitado. Hago una mueca, y me recuerdas de nuevo lo guapo que era de niño, cuando no tenía pelo en la cara y no me echaba gomina. Todos en la mesa reímos. A veces con tus comentarios me da la impresión que te has vuelto toda una abuela entrañable, con su rebeca de lana y sus mejillas coloreadas.

Una camarera se acerca y toma nota de mi pedido; los demás en la mesa ya estáis comiendo desde hace un rato. Tomo prestada la copa de vino de mi padre y brindo contigo, por tu cumpleaños. Son cincuenta y seis los años que cumples. ¡Cincuenta y seis años madrecita! Pero no te preocupes, que los sabes llevar estupendamente; en tu cara el tiempo nunca fue sincero. La misma mirada de párpados relajados, la misma sonrisa que deja al descubierto tus dientes, la misma nariz redondeada y chata, los mismos lóbulos de las orejas, firmes y esponjosos, pero sobre todo, las mismas cejas. Si me dejasen elegir algo de tu rostro, sin duda alguna me quedaría con tus cejas; cimitarras de hoja fina y muy curva, negras, con todos los pelos perfectamente alineados; portavoces de tu personalidad. De nuevo me saltas con que tengo mucho cuento. Es tu forma de dar las gracias. Tú no eres de esas personas que se enrojecen como tomates al recibir un halago. Eres una ajedrecista experimentada: lanzas un contragolpe maestro en cada uno de mis ataques.

Como sé que con las zalamerías tengo la batalla perdida contigo, cambio de tema y te pregunto qué tal han ido tus clases de metafísica. Un tipo de la mesa de enfrente se gira prestando atención a lo que conversamos ¡Si quiere usted le invitamos a tomar asiento aquí, cotilla de los cojones! Me tomas la mano y me dices que no debería estar en el campo de la lucha, que tengo que sosegarme. El campo de la lucha, los poderes que quitas a las palabras cuando alguien dice algo negativo, los siete rayos divinos, el arcángel San Miguel, y cómo no, la reencarnación. Cada día me sorprendes con algo nuevo de la metafísica. Te encanta hablarme de todo ello, aplicarlo a la rutina diaria, aun a sabiendas de que no lo comparta. Pero tú eres el poli bueno -que enseña- y yo el poli malo –que se revuelve en el pupitre-. Empiezas a enlazar temas de metafísica como un locutor de radio dando resultados de la jornada de fútbol. Observo a los demás; te escuchan hablar sin pestañear, con el cuello rígido y sosteniendo en el aire sus tenedores cargados de arroz tres delicias; ¡los tienes entregados! Con tu voz de fondo abro la ventana de la habitación de casa, donde te entregas a la metafísica por completo. Estoy viendo en ese momento todos tus libros de santos y yogas apilados en la estantería, tus inciensos de dioses tropicales, tus cintas de colores, tus estatuas, tu ordenador portátil reproduciendo algún vídeo chill-religioso-out, tu atril de madera que sostiene esas imágenes de ángeles, arcángeles, mártires, y otras entidades de peso espiritual. Te imagino acariciando el lomo de uno de esos libros, con un hilo de humo denso -que huele a vainilla- saliendo del incensario, que te envuelve; te veo sentada frente al ordenador, con tus ojos clavados en la pantalla. Me gusta soñarte e imaginarte a través de las ventanas. Regreso a la mesa. Sigues hablando, ahora acerca de que el mal no existe; cuando te pones nihilista me encantas. Jugueteo con los palillos chinos aplastando granos de arroz en el plato, hasta que noto cómo bajas el ritmo de tu narración. Entonces intervengo; poli bueno, poli malo. Abrimos un debate tras otro, donde tú eres la creyente y yo el escéptico. Te rechisto con énfasis, usando sarcasmos; hay confianza, ¿verdad mamá? En el fondo te gusta que rebata todos tus argumentos, los cuales denomino como fábulas fantásticas. Ambos sabemos que tengo razón, pero nunca me la darás; yo tampoco te la daré, pero en este caso porque tú no la tienes. No obstante sabes de sobra que me encanta escucharte, y me encanta ver tu entusiasmo, aunque tenga que ver con espíritus. Vuelves a decirme con ese tono de voz cantarín que tengo mucho cuento. Reímos.

Te acaban de traer una pequeña tarta, para que soples la vela; no te esperabas esa sorpresa. Sonríes como un niño desenvolviendo un regalo. ¡Es tan fácil ilusionarte con pequeños detalles! Nos dedicas a todos los de la mesa una sonrisa; todos te la devolvemos. Al final parecemos una pandilla de niños desenvolviendo regalos. Me coges la mano y soplas la vela, y no la apagas a la primera. Ni a la segunda. ¡Joder mamá! Todos los años te pasa lo mismo, y aunque hemos ido reduciendo el número de velas en las tartas sigues soplando como un pajarillo. ¡Por Dios Bendito mamá, más intensidad de inspiración en esos pulmones! Te doy un beso y te abrazo, y te susurro al oído que es un orgullo y un privilegio ser tu hijo, que disfruto escuchándote, jugando a polis buenos y polis malos, observando tus cejas como cimitarras afiladas. Me das un beso en la mejilla. Luego te intentas zafar de mí con suavidad mientras repites aquello de que tengo mucho cuento.

10 noviembre 2009

Parpadeos - 7 (Recogida de ganancias)




─Esta vez no erraré el tiro. ¡Págame lo que debes! ─ le grité.

Enarbolé mi escopeta y le apunté al entrecejo. Él de rodillas. Lloriqueaba. Luces de neón en las paredes. Cerré un ojo y tensé el dedo sobre el gatillo. Se echó sobre mis pies. Le di una patada en el mentón. Aulló. Olía a amoniaco: alrededor de aquel infeliz un charco amarillento, y su pantalón empapado.

─¡N-no t-tengo dinero! N-no me m-mates, p-por f-favor─ tartamudeó.

Apreté el gatillo. Explosión de sangre y carne. Un cuerpo sin cabeza se desploma en el suelo. Sangre en mi ropa. Nunca supo apostar a los caballos.

03 noviembre 2009

Vidas en sueño - 52 (Caos a distancia)





Ruido de bocinas y de pasos desacompasados; ajetreo y bullicio… se escucha una detonación, repentina, como si hubiese sido un trueno.

A la altura del número siete de la calle Armonía yace sobre la acera el cadáver de un muchacho de pelo rizado y con pecas en sus mejillas. En su frente, hay dibujado un punto negro; está boca arriba, con la mirada perdida en algún punto indefinido del cielo encapotado de nubes negras, y rodeado de una capa viscosa de sangre, que avanza poco a poco hacia la alcantarilla. Se escuchan alaridos. Muchas personas se han escondido dentro de las tiendas, otros han huido dejando atrás sus maletines y bolsas con el logotipo de una tienda de ropa. Los coches que pasaban en ese momento por la zona han colisionado entre sí; de sus capós salen columnas de humo blanco. Corren desordenados, alguno tropieza y cae de bruces al suelo. Se empujan y zarandean entre sí. Caos.
Los gritos poco a poco dejan paso al silencio, los motores de los coches se han apagado, nadie corre, nadie respira, nadie aúlla. Calma. Pasan varios minutos, y sólo se escuchan las ramas agitarse con las ráfagas de viento. La sangre ya se filtra por el agujero de la alcantarilla.

Comienza a oírse un rumor de fondo, que de forma gradual es más intenso. De sus escondites van saliendo, de modo prudente, a pequeños pasos, como una procesión disciplinada; cercan el cuerpo inmóvil como si fuesen buitres y hienas. El rumor aumenta el volumen, silencia al viento. Una muchacha espigada y de pelo lacio se destaca entre la maraña de personas y se acerca al cadáver hasta rozarlo con sus zapatos. Rompe a llorar y grita. Se deja caer de rodillas, y del movimiento brusco se salpica la blusa blanca con la sangre. Agarra su mano y la aprieta contra su pecho. Grita su nombre, y niega a voces lo sucedido; grita su nombre otra vez, con más fuerza. Tiene el rostro congestionado y los ojos cerrados. Su grito trepa por las fachadas, entre las ramas de los plátanos de sombra. La mujer acaba desplomándose encima del cuerpo inerte. El corro que se ha creado alrededor de ellos se mantiene rígido, como un escuadrón de soldados: nadie se mueve, observan con el cuello rígido y los ojos muy abiertos la escena. Nadie de ellos parece reaccionar durante varios minutos. Todos procuran mantenerse a una distancia prudencial para no mancharse los zapatos con la sangre. La mujer continúa llorando desconsoladamente, apoyada su cabeza sobre el pecho del muchacho, golpeando con los puños sus hombros. Un par de tipos salen de su petrificación: levantan sus cabezas, y repasan con la vista ventanas de los edificios cercanos; también parece que miren por sus azoteas. Señalan con el dedo y asienten, como si fuesen un par de arquitectos intercambiando opiniones técnicas. Comienza a llover.

Las gotas de lluvia caen amortiguadas entre las hojas del árbol donde me encuentro subido. Una de ellas ha caído en la mirilla de mi rifle M-76, y se difumina la visión de conjunto que tengo de la escena. A unos cincuenta metros de ese lugar no tengo otro modo de observarlos. Huele a tierra mojada. El ritmo de goteo es cada vez mayor; ahora el agua de lluvia cae en chorros fríos, que se cuelan dentro de mi cazadora. Se empiezan a escuchar muchas sirenas; serán coches patrulla de policía, ambulancias, incluso algún camión de bomberos. Pienso que lo mejor será desaparecer de ahí. Ha muerto mi objetivo de un disparo limpio en la frente, por lo tanto mi trabajo está hecho. Despiezo el rifle con calma y coloco las piezas en una bolsa de deporte. Me aseguro que no hay nadie cerca del tronco del árbol donde estoy situado, y desciendo de él. Me alzo las solapas de la cazadora, y camino con ritmo tranquilo. Se escucha un alarido de mujer, y al rato, otra negación.

02 noviembre 2009

Parpadeos - 6 (Declaración)




Son las cinco de la madrugada y tú duermes. Estás abrazada a la almohada, con rostro relajado; tu pelo está desparramado por el colchón, como lombrices sobre tierra mojada. Tu boca está abierta, lo suficiente para ver tus dientes, y la carne de tus labios colgando en el vacío. Duermes de perfil, con las piernas medio dobladas, sin taparte. Eres vulnerable, y eso me excita; saber que tengo el poder, y que puedo hacer contigo lo que quiera en ese instante. Quiero acariciarte, pero temo que si lo hago me quedaré sin este paisaje. Suspiras, y te tambaleas como un flan; eres frágil, de cristal. Te tapo, ¡y sonríes! Cierras los labios y los estiras. Ahora el que se estremece soy yo.

Me siento un ladrón de tu intimidad, usurpador de tus sueños, y quiero besar la fruta de tus labios, saborear el néctar mientras te acaricio el pelo enmarañado, rebañar con mi lengua todo tu cuerpo. Respiras entrecortadamente, algo te posee, pequeña. Siete años compartiendo una vida, como otra cualquiera, y es en este instante cuando más te amo; siete años violando tu madrugada. Vuelves a respirar normal. Huele a sudor, y también a tu colonia. No se escucha nada, sólo el aire entrar y salir por tu nariz, por tu boca, con diferentes ritmos. Con el dedo marco tu compás. ¡Eres preciosa!

Claudia, esta noche eres mía. El resto de las horas te obedezco y no rechisto. No me gusta discutir contigo, ya lo sabes pequeña. Ese temperamento me ha hecho beber muchas cervezas solo en el bar, por no afrontar tu acantilado de rocas afiladas. Te gusta dominarme, pero hasta la fortaleza más inexpugnable tiene su ladrillo hueco; y aquí estoy yo, observando ese ladrillo, comprobando que es arcilla húmeda, que es otra pieza más del conjunto, que aún siendo débil, es hermano de otros que aguantan con orgullo embestidas de arietes, de piedras catapultadas. Me voy a colar por aquí, voy destaparte, y a repasar con la yema de mis dedos tu contorno, tu piel caliente, la comisura de tus labios, tus pechos, tu vientre, tus piernas. Voy a besar tus hombros, tu oreja, la ternilla de tu cuello, voy a susurrarte lo que sueñas, lo que sueño. Voy a chupar tus dedos regordetes que tan poco te gustan, voy a amasar tus gemelos de futbolista, y te agarraré de la cintura cuando te penetre, cuando de una embestida destruya el muro, una noche más. Y mientras perforo tu fragilidad, escrutaré tu frente arrugada, tus ojos enrojecidos, tus labios humedecerse. Me tumbaré en la cama, de perfil tras de ti, y agarraré tus pechos de algodón, frotaré el ariete de cabeza de carnero por tu arcilla perezosa. Eres mía, yo soy tuyo; tus sueños, tu fragilidad, tu carne es mía.

¡Está decidido! ¡Comienza el asalto a Claudia!