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30 agosto 2010

Parpadeos - 36 (Animaladas)




Juan se despertó, como todos los días, a las ocho de la mañana. Unos cuervos graznaban a través de los altavoces de la radio, entre anuncios y señales horarias. Golpeó el radio-despertador: el mismo puñetazo adormecido de todas las mañanas. Los cuervos se callaron. Una vez desayunado, cogió el coche y se puso rumbo a la oficina. Durante una hora y trece minutos compartió asfalto y sol con a una manada de rinocerontes, perros de presa, marmotas, serpientes, escarabajos peloteros, tigres y gacelas en puro frenesí. Una vez en la oficina, Juan pasó dos horas encerrado en el despacho de una pantera, con traje azul marino y pelo engominado hacia atrás. Salió de la sala lleno de arañazos y mordeduras; se olvidó de las magulladuras recorriendo con la mirada, poco a poco, las piernas estilizadas de la jirafa, colocada en su puesto de secretaría. Tomó el café de las once junto a un corro de cigarras y hienas, que se espulgaban a su lado y trillaban sus patas con el mismo chirrido agudo de todas las jodidas mañanas. Almorzó sin muchas ganas, aturdido por el continuo rumiar de una pareja de búfalos que escondían sus corbatas bajo servilleta. De vuelta en la oficina, la tarde se convirtió en una persecución de leones y cebras por el pasillo, de aullidos de lobo en celo y relinchos de potro salvaje. Se vio envuelto por el mismo olor a piara de cerdos de todas las tardes cada vez que cruzaba al lado de la puerta del lavabo. Cansado y con los ojos enrojecidos, Juan apagó su ordenador y salió a la calle en busca de una cerveza fresca. Siguió el caudal de hormigas silenciosas hasta dar con un bar, en el que un oso servía los botellines por encima del mostrador, entre contorsiones de barriga y gruñidos de hibernación. Cuando salió del local, un par de macacos chillaban y daban pequeños botes alrededor de la chapa doblada de sus vehículos. De vuelta a casa, cacería de coyotes desde el arcén de la autopista, armados con un radar móvil. Dejó atrás el barruntar de autobuses cansados, el trinar de niños a la salida del colegio. Un vagabundo balaba sus penas enfrente de su portal.

Juan llegó a casa y se quitó el traje y la corbata. En calzoncillos, sudoroso y aún resonando el eco de ruidos en su cabeza, abrió el ventanal del dormitorio: la selva escupía al calor de agosto. Contempló el cielo encapotado de Madrid. Extendió los brazos y los batió arriba y abajo. Cada vez con más insistencia, hasta verse rodeado de plumas. Una vez metamorfoseado en albatros, voló todo lo alto que pudo: allá donde las nubes siquiera tosen por miedo a ser distinguidas de las demás.

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