
El camión de bomberos derrapó y se estrelló contra la estatua del Emperador Filemón VII, custodiada por olmos y acacias centenarios. Árboles robustos, altos y de ramas cuidadosamente podadas. Tan majestuosos parecían que había quien aseguraba que aquellos árboles fueron ni más ni menos que la guardia personal del Emperador, reencarnados. Llamas y una fuerte explosión, que sacudió la plaza.
La policía intentó, en vano, poner algo de orden. Imposible. Viendo cómo ardían y se carbonizaban algunos de sus compañeros, el resto de la arboleda huyó en estampida, dirección al puente.
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