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27 marzo 2010

Parpadeos - 16 (La forja adúltera)




Avanzó hacia la fragua, dejando tras de sí el sonido hueco y calcinado de su bastón. Se dejó envenenar por las habladurías, y decidió comprobarlo con sus propios ojos. Una vez llegó hasta el horno de la herrería, apoyó la muleta en una mesa de cobre y dejó arrastrar con suavidad su pierna inerte. Asomó la cabeza: los rumores eran ciertos. Sobre la paja que cubría espadas forjadas por él, su esposa se fundía con otro cuerpo de fuego y rizos. Se abrazaban dejando tras de sí una estela de hierro fundido. Sus cuerpos martilleaban el metal salvaje con caderas de plomo, y enfriaban al infierno con agua de sus entrañas. Su esposa acariciaba el yunque, y el yunque aguantaba el peso del martillo con astillas de fuego. El marido, cojo y gélido, negó. Luego, tiró de una cuerda. Los amantes quedaron atrapados por una fina e indestructible red de plata. Él se encargaría de templar acero.

18 marzo 2010

Parpadeos - 15 (Cenicero de cristal)




Carlos sigue con su moto al Volkswagen blanco, donde van sus amigos Alberto y X; y en el maletero, el cadáver de su novia Lucía. Van a gran velocidad, aprovechando que no hay nadie por la carretera comarcal a esas horas de la noche, tan solo escoltados por la plata que alumbra desde el cielo . Es una noche gélida, inmóvil, salvo ellos, que dejan tras de sí un rastro de humo. Carlos abre un poco de gas, y el gesto de apretar el manillar la recuerda al cenicero de cristal, con el que de un golpe mató a Lucía. Lo siente en su mano, prisionero y esclavo de su furia. Pero lo que Carlos quiere es terminar con todo eso y olvidar. Olvidar lo que ha ocurrido esa noche; acostarse y borrar de su memoria el cenicero, la sangre brotando por la cabeza de su novia, aquella estúpida excursión al río para arrojar su cadáver y el saber que ha hecho algo terrible por culpa de sus impulsos. El coche blanco gira por un camino a la derecha y Carlos tumba su moto para seguirlos. A escasos metros de su moto está el cuerpo de Lucía, con una brecha enorme en la cabeza y los ojos abiertos por la impresión del golpe. A escasos metros Lucía, y en su manillar, el cenicero de cristal, brillante, frío y puntiagudo. Lucía ya no le sonreirá más, porque aquel condenado cenicero acabó con su vida; él no quiso matarla, tampoco golpearla. ¿O sí? Carlos se siente incapaz de decidirlo en esos momentos; el cenicero tampoco. Quizá Alberto y X vayan escuchando música, en silencio, y pensando que por culpa de su amistad con Carlos están envueltos en algo macabro. ¿Por qué tuvo que iniciar esa discusión? Quería de verdad a Lucía, pero ella no se quiso dar cuenta y lo rechazó. Aún escucha el rechinar de sus dientes instantes antes de tantear con los dedos el cenicero sobre la mesa del salón.

El Volkswagen blanco aprieta el paso por el camino, que ahora ya no es de asfalto, si no de grava y tierra. Va dejando tras de sí una estela de polvo. Carlos decide mantener mayor distancia, aunque eso le separe de Lucía un poco más. Polvo y hielo mudo que cae desde el cielo. No soportaba estar lejos de Lucía. Por eso mismo se arrastró como un perro moribundo hasta su casa para ponerse de rodillas y suplicarla que volviera con él. ¡Era la primera vez que suplicaba a una persona! Lucía lo rechazó, como el que rechaza a un drogadicto tirado en una esquina de la calle. Carlos notó que no podía respirar, no era capaz de pensar; su garganta se había cerrado y por ella no corría el aire. Se enfadó con su novia, y la llamo zorra, puta y muchas otras cosas. Ella le reprochó su actitud, que fuese así de mala persona. Le gritó a la cara que la dejase en paz, que no quería verlo más. Entonces Carlos no lo soportó más: cogió el cenicero de cristal de la mesa del comedor y, sin pensar las consecuencias, golpeó a Lucía en la cabeza. La visera del casco se empaña con su vaho. No debe quedar mucho, calcula, para llegar. Todo fue muy rápido: el trallazo del cenicero, su cuerpo desplomándose sobre el suelo del salón y el río de sangre que poco a poco se fue extendiendo por los baldosines de madera.

Alberto detiene el coche: han llegado a una explanada. Hay unas cuantas encinas alrededor. La luna refleja sus siluetas en la oscuridad de la madrugada, da forma al vaho que sale de sus bocas. No hay estrellas en el cielo, tan solo una luna a medio hacer, amarillenta. Carlos frena y apoya su moto frente el tronco de uno de las encinas. Alberto y X abren las puertas del vehículos y salen a la explanada. Ninguno de los tres hablan, y X aprovecha para ir a mear detrás de otro tronco. Alberto observa a Carlos, y luego dirige su mirada hacia el maletero, como queriendo dar su aprobación para seguir con el plan. Carlos siente un peso en su mano; sabe que todavía sigue aferrado al cenicero de cristal, pero no lo quiere mirar, porque si lo hace sabrá que todo aquello ha sido real, y lo que él quiere es tirar el cuerpo de Lucía al río pensando que tira un saco de olivas y olvidarse de esa noche. Alberto se enciende un cigarrillo y ofrece a X otro, una vez ha vuelto. Carlos no fuma, pero tiene un cenicero de cristal en su mano. Huele a tierra mojada; el río está tras las encinas, que lo esconden. Quizá las encinas no quieran ayudarlos en aquel plan macabro. Quizá Alberto y X estén ayudándolo por lástima, o porque tienen miedo de él. Carlos quería volver con Lucía; no separase de ella para siempre y obligarse a olvidarla. No obstante sabe que tiene que olvidar aquello. La policía preguntará dónde está Lucía, qué hizo él aquella noche, dónde se encontraba. Carlos tendrá que pensar una coartada, ¡y rápido! Si no es esta misma noche, posiblemente sea mañana. Él tendrá que demostrar a los agentes que es inocente, y que Lucía y él no se vieron aquella noche. Alberto y X están implicados, así que no es solo tarea de él, si no de los tres, de los tres amigos, que una noche como esa estaban juntos tomando copas en casa de algún otro colega que quizá pueda ayudarlos. Carlos comprende que es básico olvidarse de todo aquello, pero quiere a Lucía; dentro de él siente sus tripas removerse hacia todas direcciones.

X solo ha dado tres caladas rápidas a su cigarro. Lo arroja al suelo y aplasta la brasa con la suela de sus deportivas. Luego, se encamina hacia el coche y abre el maletero. Carlos tiene ganas de abalanzarse sobre X e impedírselo, porque en ese maletero no está Lucía, y él no lleva nada en su mano. ¡Lo jura por Dios! Alberto se aproxima a él. “Acabemos con esto de una puta vez”, es lo único que dirá en toda aquella noche. X acciona la llave del maletero y tira de la compuerta hacia arriba. Ante los tres, tumbado de forma fetal y cubierta con mantas, Lucía, muerta, por culpa de un cenicero; por culpa de su temperamento, de ese fuego que le sale sin control y que hace que cometa gilipolleces.

Es incapaz de reaccionar. Su novia está muerta porque no quiso volver con él, porque no lo quería lo suficiente como para darle otra oportunidad. Su novia está cubierta de mantas por el frío cristal de un cenicero sobre la mesa del comedor. Su novia no se mueve; tampoco las encinas, ni Alberto ni X. Carlos sí. Da un paso tras otro hasta llegar a la altura de X. Coge el bulto por las piernas; X reacciona y ase el cadáver por los hombros. Alberto espera a que sus amigos se hayan desplazado unos metros y cierra el maletero. Después, coge por la cintura a Lucía y se encaminan los tres hacia la orilla del río, franqueado por encinas inmóviles. Carlos quiere acariciar las piernas de Lucía, susurrarla al oído lo mucho que lo quiere, que siente ser como es, que él no quiso golpearla con un cenicero, ¡que la vida es una mierda sin ella! Demasiado tarde. Ella está muerta y tiene que desaparecer. Hasta ese momento Carlos no es consciente de por qué van a arrojar su cadáver al río; algo en él le ha empujado a actuar de ese modo. ¡Él no es un psicópata como esos que salen por la tele! Sin embargo, tras comprobar que Lucía estaba muerta llamó a sus amigos, y les dijo lo que había sucedido y lo que iban a hacer. Sus amigos, aunque con la sorpresa en sus caras, accedieron con un sí silencioso a ayudarlo. Y sabe que aún queda elaborar una coartada que sea creíble. Había cometido un error, y ahora solo pensaba en salvarse, en lugar de haber hecho lo correcto y avisar a la policía. No dejaba de cometer errores; debería pegarse un tiro con la escopeta de su padre. Pero no, él quería vivir; también quería que viviese Lucía, para quererla toda la vida, casarse con ella y tener hijos. Por culpa de un cenicero de cristal ahora nada de eso se cumpliría.

Llegan hasta la orilla del río. El agua circula con tranquilidad y refleja la plata de la luna creciente sobre ella. No se escucha nada salvo el fluir del agua. Como si ya hubiesen arrojado muertos al río en otras ocasiones, de forma coordinada columpian el bulto y al tercer balanceo sueltan sus manos. Lucía, envuelta en mantas, cae al agua, haciendo un ruido sordo. El agua salpica la cara de los tres amigos. Luego, se hunde un poco y es arrastrada por la corriente. Va desapareciendo poco a poco, tiempo suficiente para que Carlos llore. Alberto palmea su espalda. X se enciende otro cigarrillo y se frota las manos para desentumecerse los dedos. “¡Adiós Lucía, lo siento mucho!¡Yo te quería!”, piensa Carlos, pero no lo dice, porque ante todo ha de mantenerse firme con la decisión y no ser débil; bastante que está llorando. Está hecho, y el cenicero de cristal sigue unido a su mano como un demonio. Una ligera ráfaga de viento sacude las encinas, a los tres amigos y a Lucía, que poco a poco desaparece de forma definitiva de la vida de Carlos a través del camino del río.

14 marzo 2010

Sin título (Piero)




Enlace del autor: http://piero.blogia.com


Voy a comprar pipas. Recojo la calderilla del zaguán, las llaves, una bufanda olvidada hace lo menos tres miércoles en la silla junto a la entrada y cierro la puerta con un silbido inesperado. Bajo la escalera con ritmo, calculando el tempo entre pisada y pisada, entre escalones, cuarto de nota breve, corchea con tendencia a semi, la goma de mis zapatroncos de piel falsa me devuelve a mi estado más inocente.

Hacía tanto que no salía a la calle a por una chorrada, recuerdo cuando no tenía barba y bajaba a comprar un paquete de Ducados al estanco bajo mi casa para mi hermana y con las dos pesetas que sobraban me alcanzaba para comprar un chicle Cheiw junior sabor fresa. La fresa en goma de mascar era para mí como la quintaesencia de la modernidad. De dónde llegaría la fresa, seguro que no era de Huelva, vamos mejor no pensarlo, ahora. Entonces todo era de otra manera, entonces… entonces todos éramos más ingenuos, Suárez era un señor que salía todos los días en los periódicos y Del Bosque era un elegante vestido de blanco con pantalón corto y ya para siempre a un bigote adosado. Eso era un bigote, o acaso era un signo de respeto, de esos que no permiten tutear. Porque entonces se veía todo a la altura del cuello del adulto y si se mirabaa más arriba se veía aquella alfombrilla de nariz que coronaba a la corbata modelo lengua de rinoceronte.

La época en la que los rinocerontes eran unos animales que salían en la tele en blanco y negro, en la que no imaginabas que hubiera épocas en la vida de las personas, todo se medía por días, a lo sumo semanas, al máximo en cuántos paquetes de pipas alcanzaba con veinte duros. Veinte duros en pipas, un tesoro en medio de la ciudad. Entonces no cabía imaginar que comer pipas La cumbre evitaba cualquier derrumbe. Ni que esa palabra hiciera rima interna o la llevara a otro lugar Menéndez Salmón. Entonces si que era caro el salmón, entonces si que el colesterol bueno o malo no había salido a flote. Entonces comer pipas de girasol no reducía los niveles de colesterol, ni subían la tensión. Entonces ni sabía de donde venían las pipas. Como iba a pensar que salían de un círculo rodeado de pétalos amarillos que como orientaban su cabeza al sol se llamaban girasoles.

En estas andaba cuando pisé el adoquín de la calle con mis zapatroncos trasnochados. Y calculando los pasos que consumía pensé en como se cata un melón, esas operaciones rayanas en la estupidez supina, que todos en el supermercado realizan con soltura. No hay más que ver la cara del catador, con la mirada perdida, los nudillos afilados, la estupidez subida. Pues sí, hoy sería el estúpido con barba que cataría en la tienda de chucherías las bolsas de pipas. Subí el mentón y entré en la tienda decidido.

−¿Las bolsas de pipas?
−Buenos días −me dijo el dependiente−, no es tan complicado saludar antes de preguntar.
−Venía a comprar la mejor bolsa de pipas, no a recibir clases de corrección. Podría decirme dónde paran.

Dirigió su mirada a un cesto grande lleno de bolsas de pipas y no me volvió a prestar más atención.

Ahora tenía todo el tiempo del mundo para catar. El plástico del envoltorio despistaba un poco, pero viendo el calibre de la pipa y los restos de sal adheridos podía calcular el grado de humedad de la pipa. Ya está, ya tenía una característica pedante sobre la pipa, el grado de humedad de la cáscara de la pipa de girasol. Ya podía remozar mi capacidad de crítica con ese parámetro. Mi pecho se empezó a envalentonar, y mi mirada se lleno de valentía infundada. Creía que estaba contribuyendo a un pleno acto de mejora de mi nivel de colesterol.

Ramón Sánchez Ocaña, cuando no juega al badminton con cinta de algodón elástica en la frente, recomienda el uso de alimentos omega tres en todas las ingestas. Porque el nivel de ácidos trans en la dieta occidental de hoy en día es una de las principales manchas de la nutrición. La ingesta de productos vegetales mejora el nivel cardiotónico de las arterias, y revierte en una mayor fortaleza cardíaca. Y carámbanos, como farda escuchar a Ramón Sánchez Ocaña decir que cuidando la dieta se contribuye a la mejora de la salud y por tanto a un mejor ambiente en las personas del entorno. Porque llamarse Ramón Sánchez Ocaña da tanto respeto que acojona, uno escucha ese nombre y espera ver a un teniente general con bigote a lo Del Bosque, recordando batallitas de cuando Suárez se quedó sentado en su escaño. Como para regalarle una bolsa de pipas para mejorar su colesterol. Los que tienen mirada de teniente general no comen pipas, tienen cosas más importantes que hacer. Tienen que elegir el tono de la corbata que haga juego con los ligueros de sus calcetines. Porque alguien que se llama Ramón Sánchez Ocaña lleva ligueros tenga o no su sexualidad resuelta. Como para preguntarle como es su sexualidad. Con el colesterol vamos que chutamos. Voy a esperar al próximo miércoles a comprarme otra bufanda para el zaguán. A Ramón Sánchez Ocaña, mejor nada, ¿quién se atreve a regalar algo a alguien que bebe tres vasos al día de leche de soja?

02 marzo 2010

Parpadeos - 14 (Álbum de fotos)




Quiero empezar este pequeño escrito citando una frase de la Madre Teresa de Calcuta, una de las personas a las que siempre admiró mi abuela: “No debemos permitir que alguien se aleje de nuestra presencia sin sentirse mejor y más feliz”. No es una frase cogida al azar, porque precisamente así guió su vida Margarita, mi abuela, a la que hoy despedimos.

Generalmente, cuando escribo una carta a una persona se abre en mi memoria un álbum de fotos, con decenas de sucesos compartidos; voy hojeando las páginas, y veo las imágenes cobrar vida. Son tan sensoriales que muchas veces puedo oler, escuchar, saborear y sentir en mi piel sensaciones asociadas, que estaban ocultas en el recuerdo, y que esa foto activó. Cuando termino de observar el álbum me siento en mi escritorio y no necesito pensar, tan solo seguir sintiendo los recuerdos proyectándose más allá de mis dedos y mis ojos. Ayer domingo, abrí el álbum de fotos de mi abuela. En mi cabeza no dejaban de proyectarse fotos, y de todas ellas saqué una conclusión: mi abuela procuró hacerme sentir mejor y más feliz. Creo que todos opinamos así, porque vivió por los demás, entregando su corazón en cada cosa que hacía, hasta en el mínimo detalle, altruistamente. Es así como Jesús, otro de sus héroes, nos enseñó, y ella lo llevó a la práctica, porque amaba al prójimo; su camino nunca se desvió del cariño y de la humanidad. Ha sido mi mejor maestra, porque no solo he aprendido de ella a amar a los demás, si no a tener un espíritu luchador, a creer en mis posibilidades, a plantar cara a las situaciones adversas, a vivir de forma humilde, honesta y responsable, y por supuesto, a crear. Porque mi abuela fue una persona creativa: cuando no tejía con punto de cruz, pintaba con un pequeño pincel cáscaras de huevos. Y qué decir de sus cuadros. Participó en un táller de pintura, y con la misma ilusión con la que acudía a sus clases nos enseñaba, orgullosa, sus lienzos, que aún basándose en fotos reales reflejaban su vitalidad, su punto de vista personal, su opinión, y su sentimiento. Y eso es arte.

Uno de los temas que más se repiten en mi álbum de fotos es su jardín de la casa de Fuente el Saz, siempre verde, florecido, tierno, oliendo a tierra mojada y a lavanda fresca. Aquel maravilloso jardín hizo feliz a mi abuela, y por supuesto, a todos los que lo contemplamos. No había una sola tarde de verano que no regase la pequeña palmera, el nogal, las innumerables macetas con geranios, el lirio y las plantas trepadoras del muro. Desde pequeño la observé coger la manguera, tapar la boca con el dedo pulgar y dejar que una película de agua cayese sobre las plantas. La hierba era segada con esmero, y los árboles y plantas podados. Y ella, mi abuela, en aquellas tardes soleadas de primavera y otoño, dormía a la sombra del nogal su siesta; o simplemente se sentaba en una silla y se relajaba rodeada de aquel verde, natural y bello.

Naturalidad y belleza, la que ella siempre tuvo no solo en el jardín de la casa de Fuente el Saz si no también en la cocina, aunque de pequeño tuviera mis temores con sus guisos. Nunca olvidaré un sábado, muchos años atrás, en Villanueva de Algaidas, cuando me sirvió un plato de estofado con conejo, y al ver flotando en el líquido una criadilla exclamé con cierto tono de pedantería infantil, apuntando con la cuchara aquel trozo: “Abuela, ya sabes que a mí no me gustan los órganos”. De pequeño, cuando la contemplaba freír pescado rebozado le preguntaba qué era lo que cocinaba, y ella me decía, “muñasgatas”; entonces pensaba que era algo relacionado con el gato, y ella reía con mis disertaciones al respecto. Imborrables son los aromas de tomillo y romero los días que asaba cordero; el de la lombarda al hervir; el de los lenguados y la lubina; el del conejo con tomate; el de las tostadas y el café “Eco” que me servía al desayunar en los veranos en Torremolinos. La cocina de mi abuela me fascinó, y en mi paladar aún saboreo todos aquellos platos, que con mimo nos preparó.

Siempre fue una enamorada del mar. Ella fue mi primera instructora de nado, pero la cosa no salió del todo bien: siendo pequeño, una tarde de playa en Marbella me metió en el agua para que aprendiese a nadar y me zambulló; yo, temeroso, huí despavorido por la orilla gritando: “¡Mi abuela me quiere ahogar, mi abuela me quiere ahogar!”. Pasaron los años y Margarita seguía disfrutando de la playa, dándose sus baños. Su playa favorita era la Carihuela, en Torremolinos, pero si no había coche para trasladarse, bajábamos la calle San Miguel y por ascensor descendíamos hasta Playamar. Se la notaba rejuvenecida con el contacto del agua salpicando sus pies en la orilla; brazos en jarra y mirada al frente. Una de sus fiestas favoritas era la de la Virgen del Carmen, patrona de los marineros; le encantaba la procesión de barcos pesqueros, adornados con farolillos de colores, sacando a su virgen de procesión en la noche malagueña. Recuerdo haber vivido muchas noches de julio, agarrado de su mano, escuchando el estallar de petardos y contemplando los destellos luminosos de los fuegos artificiales. Le fascinaba el mar y todo lo que entrañaba; no había un solo verano que no acabara bronceada, y presumía de ello vistiendo de blanco, de amarillo claro, de colores llenos de vida. Nunca recuerdo a mi abuela haber vestido de negro; sus ropas eran de muchos colores, y los combinaba con una gran elegancia. Porque mi abuela siempre fue una señora muy elegante, que allá donde iba la gente admiraba su estilo.

La gente. Ella se dedicó a cuidar a la gente: fue enfermera. Vivió de primera mano la Guerra Civil, implicada en un hospital; limpió heridas e hizo curas a personas, sin distinción de bandos, porque para ella siempre existió un único bando: el ser humano. Y estudió la carrera, a escondidas de sus padres, porque era su vocación, porque en su corazón siempre hubo sitio para ayudar al que lo necesitaba. Siempre rezó por la felicidad y bienestar de los demás, y su satisfacción era ver en nosotros una sonrisa amplía. Durante muchos sábados escuché frente a sus cajas de pastas y dulces, en torno al brasero de la mesa auxiliar, sus vivencias. Lo hacía de modo apasionado, tanto que muchas veces lograba trasladarme a esos escenarios, y verla obrar por y para el bien, asistiendo en los momentos complicados, con voluntad, energía y disciplina; una gasolina que nunca dejó de fluir por sus venas. Sus historias, lejos de dejar un poso melancólico, traían una moraleja, una lección de la vida más para aprender. En la mayoría de ellas el humor hacía acto de presencia. Mi abuela fue una mujer muy divertida e ingeniosa, con un gran talento para provocar carcajadas. Nunca olvidaré la anécdota del Seiscientos. Se sacó el carné de conducir y se compró un Seiscientos. De lo miedosa que era al volante solía ir muy despacio por carretera. Una vez, contó, llegó a formar en un puerto de montaña una procesión interminable de camiones tras su Seiscientos. Coraje, valentía, agallas, ganas de superarse día a día. Nunca se dio por vencida; “genio y figura”, apuntaba mi padre después de que Margarita acabara de contarnos alguna anécdota del pasado.

Fuente el Saz enmarcó su vida, enlazó épocas: los vecinos, su casita con aquel maravilloso jardín, la familia, la iglesia, el crotorar de las cigüeñas, y la virgen a la que siempre rezó y que llevó consigo, hasta el punto de retratarla en un cuadro. Se le llenaba la boca de Fuente el Saz, promocionó siempre que tenía ocasión su pueblo a los que se interesaban. Se involucró en aquello que le solicitaban sus vecinos, porque para ella eran parte de su familia. Era raro el día que no se acercase algún vecino a tocar la puerta de su casa para interesarse por ella o tan solo saludarla; es muy querida en su pueblo, en Fuente el Saz del Jarama: sobran los motivos.


Su fe en Dios fue el mejor apoyo que tuvo en su camino. Siempre tenía un momento para darle gracias; para pedirle aliento, fuerza; para rogar por los que copábamos su pensamiento. Ella sentía a Dios en todas las cosas que nos rodeaban, nunca se sintió sola, y nos transmitió ese calor a los demás; nos enseñó cómo llegar hasta él. Compartí junto a ella muchas misas, y en esas misas, al lado de mi abuela, me sentía arropado, cómodo, relajado. El tiempo dejaba de existir. La última misa que pasé junto a mi abuela fue en Marbella; en todo momento nos agarramos de la mano, como si hubiera retrocedido en el tiempo, hasta la niñez. Canté y escuché junto a ella, y al salir de la ceremonia me sentí relajado y abrigado. Fue la última, y quizá la más intensa que compartí a su lado.

Para ella sus nietos eran su tesoro. Así nos hizo sentir en todo momento. Marta y yo disfrutamos con la abuela, y la abuela con nosotros. Nos acompañó a las cabalgatas de los Reyes Magos, recorrimos de su mano Fuente el Saz, Madrid y Torremolinos, nos llevó a montar en los cacharritos y en las atracciones, nos dio caprichos, y siempre deseó que al menos uno de nosotros dos durmiera en la cama de al lado, compartiendo su habitación. También nos echaba de pequeños una lágrima o dos de vino en la gaseosa: “Es para darle color. Un poco a los muchachos no les va a hacer daño”, se justificaba ante la mirada de mi padre. Sabía cómo distraer a sus nietos traviesos. También nos enseñó a ser personas de provecho y buenos cristianos, porque ella creyó en la combinación de imaginación y responsabilidad, de fantasía y realidad.

Por todo esto, y por muchas cosas más, Margarita, mi abuela, mi heroína, se merece nuestro amor, recuerdo constante y el cariño más absoluto. Me ha llenado de energía, de tardes sobre césped recién cortado, de brisa salada, de bocinas en el tío vivo, de capítulos de su vida alrededor de un brasero, de paseos, de cordero y de muñasgatas, de ganas de mejorar, de carcajadas, de diarios de viaje, de fe en uno mismo, y de un verso que se repite como un eco; lleno de ritmo, de musicalidad, de alegría, que me invitará a hojear cuántas veces sea necesario el álbum de fotos que ella y yo hemos compartido, y que con celo guardaré en mi corazón.

Hasta siempre abuela. Te quiero mucho.