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31 octubre 2011

Parpadeos - 75 (Correr hacia atrás)




Como tantas veces había hecho de niño, Álvaro correteó por el camino junto al estanque de El Retiro, echó migas de pan duro a los patos y juntó monedas con ansia para comprarse una nube de algodón. Lo había decidido en la oficina, después de darse cuenta de todas las carreras que se había dado sobre el suelo enmoquetado de su empresa, por no sé qué historias de su jefe.

El pelo cano y las ojeras se disimulaban con su sonrisa; los tacones de sus mocasines hacian un sonido peculiar al golpear el asfalto. En el parque, la gente debería tomarlo por un perturbado. No obstante, Álvaro, con el nudo de su corbata perfectamente colocado, quería revivir aquellas tardes en las que nada importaba salvo disfrutar del parque. Eso y que estaba harto de su rutina laboral. Mientras Álvaro correteaba bajo las acacias, hubo quien se giró y le dedicó una de esas miradas que dejan pringue de otras épocas.

27 octubre 2011

Parpadeos - 74 (La máquina)




El jefe echa sus treinta céntimos en la máquina, que comienza su ritual de ruidos, y hace su selección. Al rato, el jefe se da cuenta que no lo pidió becario.

26 octubre 2011

Perlas (XLIII)




"El pensamiento no es más que un relámpago en medio de una larga noche. Pero ese relámpago lo es todo."

(Henri Poincaré)

24 octubre 2011

Perlas (XLII)




"Si es un deber respetar los derechos de los demás, es también un deber mantener los propios."

(Herbert Spencer)

17 octubre 2011

Perlas (XLI)



"En una época de engaño universal decir la verdad es un acto revolucionario."

(George Orwell)

16 octubre 2011

Vidas en sueño - 88 (Las conquistas del Príncipe)





En mitad del banquete, con las bailarinas y los asados rondando de una mesa a otra, el Príncipe F ordenó a todo el mundo que se fuesen y que le dejasen solo en la sala. Lo dijo a gritos, con los labios temblorosos y la daga desenvainada. Una vez se quedó solo, se sentó en su sillón de honor y se echó a llorar.

Al Príncipe F se le conocía como "F el Conquistador". Conquistó el corazón de su pueblo y más de una alcoba; pasó por encima de sus hermanos en la sucesión al trono; y, cómo no, amplió los territorios del reino en más de viente guerras con los principados y ducados vecinos. Los amplió, pero él sabía perfectamente que no tuvo nada que ver. Y el Príncipe F no soportaba la idea de ser un héroe in haber hecho nada. Era, por así decirlo, un hombre de honor.

Todas y cada una de las batallas que ganó se debieron a factores ajenos a sus tácticas de guerra y a sus dotes de mariscal. La primera, en las tierras del valle de Orluz, salió victorioso por una enfermedad que diezmó al enemigo y que les obligó a rendirse, entre toses y rostros sudorosos; la segunda, gracias a un rayo que quemó parte del castillo asediado; la tercera, en el paso de un río, por una crecida del cauce, que se llevó por delante a toda la caballería pesada unos cuantos metros antes de que arremetiesen contra sus lanceros.

Así todas. Cada cual más ridícula. No obstante, por encima de las otras, el Príncipe F recordaba su última conquista con profunda amargura. Libraban una disputa en el Condado de Rut que duraba algo más de un mes y el Príncipe F creía que por fin lograría una victoria merecida, que esta vez los laureles que le pusieran en la cabeza sí tendrían verdadero aroma. Al mando de los enemigos, el General T, que desertó del reinado de su padre años atrás y al que el Príncipe F le quería muerto por haberse burlado de él allá donde fuera. El General T era un hombre duro, muy veterano y con un planteamiento muy serio de la contienda: parecía adivinar todos los movimientos de las tropas del Príncipe F. Siempre se anticipaba a sus ofensivas y los contraataques causaban muchas bajas en el ejército real. Un día nublado, el día que se presumía definitivo y en el que ambos ejércitos se habían plantado en la gran llanura con todos sus arsenales, el General T, en un acto de gallardía, se adelantó a las filas junto al abanderado y dos soldados. Quería conversar con el Príncipe F, y este hizo lo propio. El Príncipe F deseaba cruzar acero con el General T. No pudo ser. A menos de treinta pies de distancia, un enorme haz de luz cegó al Príncipe y el estruendo que lo acompañaba le dejó aturdido unos segundos. Cuando recobró la vista, del General T quedaban las piernas, unidas en una broma del cielo al caballo, fulminado en el suelo. El Príncipe F se quedó paralizado; las tropas del General T, también. Se hizo un gran silencio, hasta que uno de los soldados del General T dijo que aquello era una señal divina y que no se debía combatir. A cambio, entregaban sus armas y se rendían. El Príncipe F se llevó como trofeo las piernas del General T, pero no llegó a entrar con ellas bajo las puertas del Reino, porque se sentía como un buscador de setas que ha dado con un par de buenas trufas.

El Príncipe F se enjugó las lágrimas. Todos aquellos recuerdos, todas aquellas peleas ficticias cantadas por trovadores que se habían inventado los finales, todas aquellas falsas conquistas tendrían al fin un punto de inflexión. ¡El conquistaría un territorio con sus propias manos! Se levantó y, con la daga en la mano, se dirigió, por los pasadizos secretos de la familia, hacia los aposentos del rey.

14 octubre 2011

Parpadeos - 73 (Maldita impuntualidad)




No pudo evitar mirar de reojo la puerta del apartamento, aunque se había prometido a sí misma, como última voluntad, que no lo haría. ¿Una anciana, con tanta clase como ella, inquieta por una cita? Ni que fuese una quinceañera. ¡Maldita Parca y su desorganización! Tendría que haberse ido en la cama del hospital, junto a sus hijos y nietos, pero la Muerte tenía otros compromisos más urgentes y lo tuvo que aplazar. ¡Maldita sea! La anciana se roció un poco de perfume de rosas por el cuello, atrajo hacia sí el bolso con sus arrugadas manos y refunfuñó por aquella impuntualidad.

13 octubre 2011

Perlas (XL)




"La ley es inexorable, como los perros: no ladra más que al que va mal vestido."

(Pío Baroja)

10 octubre 2011

Duran i Lleida i los del bar del pueblo

"En otros sitios de España, con lo que damos nosotros de aportación conjunta al Estado, reciben un PER para pasar una mañana o toda la jornada en el bar del pueblo"; "No me meto con el pueblo andaluz, ni con ningún pueblo del Estado Español, sólo defiendo lo que es nuestro, que para eso me pagan, para eso me han elegido". Palabras de Duran y Lleida (fuente: El Mundo). Ovación de gala en el Consejo Nacional y alguna que otra butifarra apuntando vaya usted a saber dónde.

Palabras de un tipo que gasta parte del presupuesto nacional en una sencilla habitación de hotel y un ligero desayuno (fuente: El País).

Discurso de un tipo que se olvida del millón y pico de euros que dio la Generalidad a "su" Selección Nacional de Dardos Catalana (Nacional, Catalana: una buena puesta de sol desde la catedral de Gerona) (fuente: Mediterrano Digital).

Demagogia barata del señor Duran i Lleida, con aplausos de un coro de señoritos catalanes que llegan a casa y besan, en estricto orden, primero el escudo del Barcelona y luego a sus mujeres.

Demagogia que no viene si no a reforzar el mito del pueblo andaluz: una panda de alcohólicos, con grandes dosis de vaguería, adictos al chiste con peineta, bohemios y que no entienden de horas, ciudades contaminadas y cultura del billetazo. Plas, plas, plas. Hubo quien se dejó las palmas mientras el calvo se limpiaba sus gafas de diseño con la corbata de Artur Mas.

Voy finalizando. Respete a los pueblos y sus gentes, señor Duran i Lleida, y antes de ridiculizar a otros eche un ojo a su sistema sanitario, educativo y social, no vaya a ser que algún andaluz, aburrido de tanto beber en los bares del pueblo, le dé por hacer un chiste o dos acerca de su penoso gobierno.

09 octubre 2011

Parpadeos - 72 (Hora prohibida)




El comandante de la Guardia Suiza nunca llegó a cruzar el umbral de su piso entre las ocho y las nueve de la tarde. Ese era el acuerdo. Martina le había amenazado con abandonarlo si alguna vez incumplía. El comandante quería mucho a su mujer y, quizá por amor, quizá por miedo a la soledad, trató de olvidar las infidelidades de su mujer. Siguió haciendo su vida normal: un jefe exigente y tirano dentro de los muros del Vaticano, un marido callado y mustio dentro de las paredes de su casa.

Sus sentimientos y su forma de comportarse no le sonaron convincentes al comisario cuando le interrogó. Sobre la mesa, las fotos de su mujer y del amante muertos. El comandante se sentía vacío. Observaba el rostro desencajado de su mujer y le surgió una pregunta del mismo sitio donde arrojó su tristeza años atrás: ¿qué haría a partir de ahora, entre las ocho y las nueve de la tarde?

04 octubre 2011