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24 febrero 2009

Vidas en Sueño - 43 (Una caja de cerillas en el limbo)




El cielo de Madrid se cerró con negro candado, y sin previo aviso derramó sobre la ciudad humo en forma líquida. Alfredo acabó calado. Había salido a la calle, buscando el aire que un montón de papeles arrugados esparcidos por todos lados le robaron en su apartamento. Necesitaba dejar de pensar en blanco, desprenderse de la nada sobre las baldosas desgastadas de las calles. Salió sin paraguas y con el cuello de su gabardina alzado. El viento soplaba con fuerza, y Alfredo forcejeaba por avanzar. Ululaba como una jauría de perros. Rugía, y estampó en su frente la foto de Carolina; un bofetón de matón. El viento y ella, cuando se enfurecían, lo hacían de verdad. Silenciaban todo lo demás. A cada paso las gotas de agua se le clavaban en el rostro como agujas. Un paraguas se dirigía hacia él como un pelele; detrás, un par de chicas corrían como quinceañeras histéricas. Esquivó el convoy como pudo. Deambuló por un par de manzanas más, sin cartas de navegación. Comenzaba a oscurecer, y las farolas anaranjeaban el recorrido. La lluvia arreció, y Alfredo decidió entrar en el primer bar que vio abierto.

Entró al local, sacudiéndose el agua como un perro. Sentía la ropa adherida a su cuerpo; piel indeseable. Los pies los tenía helados, al igual que las manos; las juntó y se las acercó a la boca, calentándolas con su aliento, calido. Con paso torpe se aproximó a la barra, tomó asiento, y acodado sobre la barra le hizo una seña al camarero. Éste dejó en la encimera un trapo con el que secaba vasos, y se acercó.

—¿Qué le pongo?
—Un café corto de leche —respondió Alfredo frotándose las manos.
—Menuda mierda de día.
—Es lo que tiene el invierno.

El camarero chasqueó la lengua y se dirigió a la máquina de café. Alfredo escrutó a su alrededor. No había demasiada gente, y los que había parecían haberse dejado el alma en sus casas. Un puñado de miradas que se perdían más allá de la cristalera detrás del mostrador, y desprendían una aureola de humo de tabaco y cerveza. El televisor estaba encendido, pero nadie prestaba atención a la pantalla. Un cowboy descargaba sus revólveres sobre unos tipos embozados con pañuelos a cuadros, que estaban parapetados tras una diligencia. Entre sus labios sostenía un cigarrillo liado. Cambio de cámara y primer plano a su ceño fruncido ¡Cómo le hubiese gustado estar ahí, disparando a unos y a otros, sin distinguir amigos de enemigos, sin miedo al plomo ajeno! Se escuchaba en volumen muy bajo los disparos, los silbidos de las balas chocando contra las piedras. La cafetera anuló por completo el tiroteo.

Alfredo extrajo del bolsillo interior de su gabardina un bloc de notas; le encantaban los bloc de notas. Aquél tenía su cubierta de cuero negro, y sus hojas eran suaves, casi sedosas. Repasó con su mano la cubierta, lo abrió por el marcador, y hojeó el contenido. Había frases sueltas, garabatos, círculos y aspas, y ninguna idea. ¿Dónde se habían quedado sus ideas? ¿Dónde se escondió el pirómano que quemaba antaño sus bosques? Se lo imaginó montado de copiloto en el coche de Carolina. Ella huyó, tomándose la molestia de borrar su rastro. Suspiró, y con el puño de su mano golpeó la barra. Tembló el palillero, y observó a su diestra la mirada extrañada de un individuo, de cartón, que había sido sacado de su ensimismamiento. Se sintió parte de un cementerio de elefantes. El tintineo de la taza de café sobre el platillo le devolvió la mirada al frente.

—Usted no es de aquí, ¿no? —preguntó el barman mientras colocaba la taza a su vera.
—¿A qué se refiere?
—Que no es de Madrid, o al menos pertenece a otro barrio.
—Llevo toda mi vida viviendo aquí. Pero no, no soy vecino.
—A este bar viene siempre la misma gente, y como observará —bajó drásticamente el tono de voz, y movió su brazo en abanico— son más bien parcos en palabras. Quizá hoy sea el día que más he hablado en todo el mes. A nadie le interesa entrar aquí, empezando por éstos. Pero ya les da igual. Sólo hay que observar sus caras de amargados y cruzar cuatro frases para conocer sus perfiles; jubilados, divorciados, putas por cojones, depresivos,... todos ellos unos asociales.
—Es invierno, llueve, y tiene sintonizado en la tele una película de vaqueros. No es el mejor ambiente para charlar.
—Tiene razón. No será usted poeta...

El tipo sonrió con gesto torcido. Se giró y retornó al fregadero. "Silencio; unos a través de sus palabras, otros de su imaginación", pensó Alfredo. Llevaba semanas buscando cerillas para encender los fogones. Y él lo sabía, que sin fuego nunca cocería pan. La abstinencia le mantenía sobre un nido de víboras, le revolvía las entrañas con bisturí. De nuevo se escuchaban disparos a través del televisor. Todos los enmascarados habían muerto, y el cowboy, limpiándose los tejanos del polvo del desierto, escupía al suelo. Carolina siempre mostró despreció por el Western; según ella era machista y salvaje ver esa clase de películas. Alfredo bebió de un trago el café, que abrasó su garganta. Sentía una bola de calor bajando por su esófago. Pero lo que ardían eran sus ojos atentos al cowboy; con todo en contra, aniquiló a sus adversarios, sin importarle las formas. Sin esperar nada a cambio que el simple placer de escupir una vez más. Y ese personaje encendió su horno a golpes; "¿por qué no?", se animó ante la expectativa. Extrajo un bolígrafo, lo desnudó por la capucha, y comenzó a deslizarlo sobre las páginas del bloc de notas. Estranguló el blanco de aquellas hojas, estrellando la punta del bolígrafo contra el papel. Escribió sintiéndose alud. Arrastró consigo ideas, intuiciones, hasta locuras. Trazos de demente, con la lengua fuera apretada con sus dientes. Por momentos sentía que sus ojos escribían por él, a tal velocidad que le dolía la muñeca. Alguien en el bar tosió, dejando entrever unos pulmones al borde de la extinción. Extinguirse, o morir; disparar sin cuartel, sin misericordia. Hacer de una hoguera el mejor de los infiernos. Sus pupilas estaban llorando tinta azul. Una vez notó la mano extenuada, cerró el bloc, escupió a la papelera, pidió la cuenta, y salió del bar. Un resplandor iluminó la calle, y sin tiempo para tomar una bocanada de aire, un estruendo de mil millones de petardos sacudió baldosines y autobuses. Lluvia torrencial bañada en naranja eléctrico. No le importunó llenarse de arena de Madrid. Sonrió, se subió las solapas de la gabardina y encogió el cuello.

El ascensor se paró en la séptima planta. Alfredo fue el último en salir, dejando paso a tipos de pelo engominado, y señoras bañadas en mil perfumes. El reloj marcaba las diez de la mañana. Se acercó hasta una puerta, donde rezaba un cartel:
"Sr. Adámez, editor jefe". La golpeó con sus nudillos; muchas veces, bastante fuerte. Fue invitado a pasar. Una vez dentro del despacho, avanzó hasta la mesa, le saludó con un apretón de manos, y tomó asiento, aceptando su ofrecimiento. El editor sacó del cajón unos folios, y los alineó con pequeños toques sobre la mesa. Alfredo le escrutó; calva sudorosa, cejijunto, traje oscuro, corbata roja, gafas de cristal grueso, dedos rechonchos, orejas sin lóbulo, labios finos y apretados hasta hacerlos blanquecinos, fosas nasales limpias como un silbato. Desprendía un fuerte olor a sudor.

—Puede quitarse la gabardina —habló con tono ausente, sin dejar de hojear los folios.
—Gracias, estoy bien así.

Pasaron unos segundos indefinidos. No se escuchaba nada; olía a pipa. Encima de la mesa, un lapicero con bolígrafos de muchos colores destacaba sobre montones de carpetas y papeles. A través del ventanal observó los aviones recorriendo la pista de aterrizaje, que se perdía por un flanco. El sol se proyectaba a través del cristal. A ambos lados, estanterías repletas de carpetas grises. En una de las paredes, el cuadro de un galeón toreando una tempestad. Entre ambos, un sobre abierto que dejaba entrever un puñado de billetes. Adámez tamborileó la mesa, probando varios ritmos. Levantó su mirada de las hojas, y la depositó en Alfredo, que conservaba su espalda recta y tensa.

—Felicidades. Quizá éste sea uno de los mejores relatos haya leído en mi vida —se quitó las gafas, se llevó una de las patillas a la boca, y se recostó en su silla. Sus ojos eran oscuros y pequeños; los tenía entrecerrados—. Me ha gustado la trama, me han emocionado sus personajes, y sobre todo, me ha fascinado la puesta en escena tan fantasiosa que ha creado; un bar que huele a incienso, con sus paredes empapeladas de posters de playas tropicales, el televisor apagado, cristales relucientes, donde hay una anciana nonagenaria que bebe whisky mientras sus hijas toman café, un tipo vestido con camisa de flores cantando bulerías, el camarero que afirma haber sido abducido por los extraterrestres, un perro que no deja de dar vueltas sobre sí mismo, intentando morderse el lomo, niños tocando la pandereta, y una avispa que se zambulle en la salsa negra de una ración de calamares en su tinta... todos ríen y derrochan felicidad, hasta que un tipo entra con una escopeta y fríe a tiros a la parroquia, comenzando por una muchacha que osa llamarle salvaje. Y con todos muertos, se lía un cigarrillo y escupe en el suelo. Intenso, ambicioso, y muy original —repasó con su lengua la comisura de los labios, como un pervertido sexual—. Y dígame, ¿realmente ese bar existe?
—Seguramente exista, pero como no lo encontré me limité a imaginarlo.
—¿Es usted un poeta?
—No, soy un forajido, de esos que nunca tienen cerillas a mano.

10 febrero 2009

Mi abuelo es un cerezo (Ana Cordón)




Una persona que ha trabajado de cara al público durante tanto tiempo como yo, atesora muchos y variados recuerdos. Siempre me he caracterizado por sacarle el lado positivo a todo, y además me considero una sentimental. Cuando trabajaba en la librería, a menudo me ocurría que unos zapatos mal abrochados o el pestañeo de unos ojos que no conocía me provocaba ternura. Creo que el pestañeo es algo inevitable en el ser humano. Hasta el más cruel lo hace, como una característica intrínseca que le devuelve a lo que es: tan hombre como el de al lado. Ni más ni menos. Y con los zapatos me pasa un poco lo mismo que con el abrir y cerrar de ojos. No se por qué, pero siempre me fijo en el calzado de las personas, porque dice mucho de su personalidad, de su forma de ser.

Aquel hombre llevaba los zapatos más sencillos posibles. Marrones, con cordones, gastados por el uso, un tanto humildes pero limpios. A esa hora de la tarde, creo que eran más o menos las siete, el aburrimiento y las ganas de acabar mi turno solían llevarme a matar el tiempo con los entretenimientos más absurdos. Como no veía posibilidad de escaparme al departamento de informática a charlar con mis compañeros, ni tampoco podía recolocar las guías de viaje más veces, me dispuse a observar aquellos pies que me habían llamado la atención. Muy pronto me encontré inmersa en un análisis comparativo de ese calzado con el de otro cliente que lucía unos horribles zapatos puntiagudos con imitación a piel de serpiente. Tan metida estaba yo en mi particular estudio que me sobresalté cuando el hombre del calzado sencillo me habló:
-Perdone, señorita…
Le miré. Se trataba de un hombre de avanzada edad, con aire de quien ha vivido toda la vida en un pueblo. La camisa blanca, y los pantalones de tela marrones vestían a aquel señor de una digna humildad a juego con su calzado. Pero lo que más me atrapó fue su tímida sonrisa. Como un anciano de cuento, pero sin barba, ni bastón ni perro al lado. Le pregunté qué deseaba.
-Estoy buscando un libro para mi nieto-respondió. Pero no un libro cualquiera. Quiero uno acerca de la relación entre abuelo y nieto. Yo no entiendo nada de estas cosas, y no leo, así que necesito ayuda.

Con esa petición, aquel hombre acababa de conquistarme. Le pregunté qué edad tenía el niño. Se trataba de un chaval de 9 años, así que nos pusimos a buscar. El anciano me observaba en silencio, y de vez en cuando se reía, un tanto confuso, todo hay que decirlo, porque tengo cierta tendencia a hablar muy rápido y a moverlo todo. Me seguía con la mirada mientras yo revolvía entre estanterías y polvo en busca del libro perfecto. Miramos en varias colecciones, y por fin, al cabo del rato, encontré uno del Barco de Vapor llamado “Mi abuelo es un cerezo”.
-¡Creo que este podría ser!-Exclamé. Mis compañeros, entre tanto, me miraban desde lejos con ese gesto de impotencia que esbozaban irónicamente siempre que se daban cuenta de que un cliente me había llegado al alma. Nunca entendieron que perdiera tanto tiempo con ventas que no merecían la pena.

El anciano echó un vistazo al libro, de tapas azules, con una ilustración en la portada referente a un abuelo y un árbol que debería ser un cerezo, y me lo volvió a entregar.
–Yo no entiendo de lectura. Si usted me dice que este libro vale, yo me fío.
-Definitivamente, este libro sí que le va a servir.
-Muchas gracias por su preocupación, señorita. Tratándose de mí, este libro debería llamarse “Mi abuelo es un alcornoque”.
Le volví a observar, entre divertida y extrañada por esa afirmación y mientras me dirigía hacia la caja le respondí que en todo caso podría ser un pino, pero que de alcornoque no tenía nada. El anciano se detuvo y me dijo: -Lo siento, debe pensar que soy un paleto.

-¿Un paleto?-acerté a responder-de paleto nada. Yo no creo que un paleto se entretenga en buscar libros que hablen una relación tan bonita como es la de abuelo y nieto- le dije. Y no pudiéndolo evitar, añadí: Ojala tuviera yo un abuelo como usted.
El hombre se fue de la librería con el regalo bajo el brazo, y yo me quedé con un nuevo recuerdo que atesorar.


Escrito por Ana Cordón

03 febrero 2009

Ayer te besé en los labios (Pedro Salinas)




Ayer te besé en los labios.
Te besé en los labios. Densos,
rojos. Fue un beso tan corto
que duró más que un relámpago,
que un milagro, más.
El tiempo
después de dártelo
no lo quise para nada
ya, para nada
lo había querido antes.
Se empezó, se acabó en él.

Hoy estoy besando un beso;
estoy solo con mis labios.
Los pongo
no en tu boca, no, ya no
-¿adónde se me ha escapado?-.
Los pongo
en el beso que te di
ayer, en las bocas juntas
del beso que se besaron.
Y dura este beso más
que el silencio, que la luz.
Porque ya no es una carne
ni una boca lo que beso,
que se escapa, que me huye.
No.
Te estoy besando más lejos.

Poema extraído del libro "La voz a ti debida",
de Pedro Salinas

02 febrero 2009

Vidas en Sueño - 42 (Imbatido)




De entre una pasta de piernas y barro se abre paso el esférico, directo a mí. Un maldito misil del diablo. Ha cogido una trayectoria curva, directa al poste izquierdo. Cojo impulso y me lanzo al encuentro. Estiro el brazo hasta sentirlo salirse de mi cuerpo. Noto el impacto en mis dedos, y del choque, éste se desvía hasta salir por la línea de fondo. La grada prorrumpe en vítores. Yo sigo masticando el recuerdo de anoche, y tu decisión de no querer volver a verme.

Es el partido clave de la temporada; si ganamos, ascendemos de categoría. Eso supondrá más ingresos, campo de césped natural, y un aumento en nuestras nóminas. Es vital ganar. Observo el marcador; uno a cero a favor, y quince minutos de la segunda parte. En el primer tiempo marcamos en claro fuera de juego, y de momento estamos dando la sorpresa. Restan treinta minutos para el final del encuentro, y el equipo rival domina el juego. Tienen más calidad, mejores jugadores. Asedían mi portería. Treinta minutos, el tiempo que empleaste en sacar mierda de años atrás. Llorabas mientras ibas enumerando uno a uno aquellas veces que te hice sentir mal. Me hablabas de unas vacaciones - en las que según tú - me dediqué sólo a tomar el sol en la playa - sin prestarte atención -, de una noche en la que me quedé dormido en el teatro, de todas aquellas veces que me hablabas de tus libros leídos y yo subía el volumen de la tele, que nunca tuve un detalle contigo, y entre otras actuaciones, cómo no, mis silencios cuando me proponías tener un enano. Yo te miraba a los ojos, y tú me esquivabas. Intenté tomarte la mano, y la retiraste hacia atrás, como si te hubiera atizado con un palo. No me dejaste hablar. Intentaba defenderme; ¡todo aquello era ridículo! ¿Por qué no me lo dijiste cuando actuaba mal? ¡No soy adivino! No me querías escuchar. Me entraron ganas de mandarte a la mierda.

Un balón por alto se aproxima al área. Se disponen a saltar el delantero y un compañero para disputarlo. Me apresuro hasta el punto de acción y salto con todas mis fuerzas. Golpeo con mis puños el balón, arrollando en el camino a rival y compañero. El delantero cae al suelo y pide penalty. El árbrito nos contempla y gira el cuello, señalando con su brazo saque de banda. Eso no fue penalty, pero si hubieras sido tú la del silbato seguramente me hubieras expulsado del encuentro; del mismo modo que me echaste de casa a empujones. Sin dejarme hablar. Estabas histérica. Dijiste que ya no me querías. Tus ojos estaban enrrojecidos. Cuando intenté dar cordura a todo aquello me plantaste la puerta en las narices. Desconectaste el móvil, ignoraste mis llamadas al telefonillo. Escruto alrededor. El juego se desarrolla en el centro del campo. Las gradas repletas de gente que nos aplaude. El marcador señala el minuto veintiseis. Veinteseis de mayo, tu cumpleaños.

Falta al borde del área. El memo de mi equipo, un defensa lento en la anticipación, ha derribado al delantero. Al menos no lo hizo dentro del área. Coloco la barrera con siete hombres; siete años de relación... El árbitro se lleva el silbato a la boca y sopla con fuerza. El adversario corre hacia el balón y chuta. Éste supera por alto la barrera. Rosca imposible. Me retuerzo como una carpa. Bloco el balón. Siento la grada adherida a mi oído. Un compañero me frota la cabeza, y cuando lo hace me acuerdo de tus masajes capilares sobre el sofá, en casa de una de tus amigas. Fue en aquella fiesta donde nos presentaron, donde tonteamos, y donde intentamos apagar nuestros fuegos con gasolina en el cuarto de las escobas. Aún me duelen los labios de tus besos, que ardían. Me incorporo con la bola entre las manos; cojo carrerilla, arqueo mi brazo izquierdo hacia atrás, y lo lanzo hacia delante, propulsando el balón lejos del área. Todos se dirigen hacia la zona de juego que he habilitado. Y me quedo solo. Brazos en jarra. Jarra de barro apunto de desplomarse en el suelo. Minuto treinta y cuatro. Me dijiste que ya no estabas enamorada.

Coincidimos un par de veces en la cafetería "Platero", donde ibas a escuchar a bohemios recitar poesía. Yo me dejaba caer por el garito. No me interesaba nada aquel mundillo, pero un chivatazo de tu amiga me puso en pista, y decidí jugar en tu estadio. Jugaba como visitante. Visitante... rival... El delantero se ha zafado de la marca endeble de la defensa, y encara la portería; un mano a mano. Aprieto los dientes, y salgo con brazos extendidos, tapando el ángulo corto. Me intenta driblar, pero adivino sus intenciones. Me arrojo al suelo, y entre sus piernas atrapo el cuero. El tipo cae al suelo. Se revuelve y con aspavientos reclama penalty. El árbrito le muestra cartulina amarilla por simular. Todos simulamos. Unos acaban amonestados, otros suspendidos indefinidamente. Me levanto, pido con gritos al equipo más concentración. La parroquia corea mi nombre. El entrenador me aplaude con una gran sonrisa, como al niño que le compran un helado; "¡minuto treinta y ocho, campeón! ¡Aguanta siete minutos, que lo estás haciendo de cojones!", me grita desde la banda. Asiento, lanzo al aire el balón y lo golpeo de volea. Éste se vuelve a perder metros más allá.

Siempre me contabas tus problemas, me hablabas de tus inquietudes, de tus gustos; y yo no escuchaba. Si no era la tele, era que me aburría lo que contabas. Te prefería acurrucada a mi lado, arropada con una manta, durmiendo. Estabas preciosa cuando dormías. Resoplabas de tal modo que parecía que estabas inflando globos. Me acomodé a lo que yo quería. Acaban de expulsar al imbécil de mi compañero, el defensa. Ha derribado a un tipo en el área, por detrás. El árbrito se alinea junto al punto de castigo. Derribé tu felicidad. Directamente me desentendí de nuestro juego de pareja. El entrenador me grita algo. No sé qué dice, gesticula mucho. Un compañero me pega un puñetazo en el hombro para animarme. El delantero coloca con mimo el esférico sobre el punto de cal. El público le silba, le increpa. Me acerco hasta su altura, escupo al lado del balón. "Tíralo a la izquierda, valiente", le susurro a mi rival. Éste me devuelve una sonrisa torcida. Vuelvo a la línea de gol, doblo rodillas, tenso brazos en horizontal. Minuto cuarenta y cuatro.

Recuerdo aquellas noches de baile latino en la "Banana Eléctrica". El delantero coge carrerilla. Recuerdo el día que te prometí ser más atento y considerado contigo. El árbrito se lleva el silbato a la boca. Recuerdo aquella noche en la que me dijiste que me querías, enredando tu dedo meñique entre los pelos de mi pecho. Se oye un pitido seco. Recuerdo el libro de poemas que me regalaste, y que días más tarde encontraste tirado entre la ropa sucia. El delantero se acerca con trote rítmico al balón. Recuerdo tu cara brillante cuando conseguí que el pianista de aquel restaurante tocase tu canción favorita. Golpea el balón. Recuerdo las veces que me juré a mí mismo cambiar aquello que odiabas de mí. Me tiro hacia el lado contrario del que le insinué al delantero rival, con los brazos estirados. Recuerdo todos aquellos momentos que desempolvaste anoche, y se me juntan en la espalda como losas de granito. Capto la trayectoria del balón; lo he atrapado. El público ruge. Asimilo la razón que tuviste en lo que me dijiste. El entrenador abraza a medio banquillo. Comprendo que me mandaras esta mañana un mensaje diciendo que fuera a recoger mis cosas el fin de semana, aprovechando que tú te ibas a visitar a tus padres, y que dejase las llaves bajo la alfombra. Me reincorporo, escupo el barro que se ha metido en mi boca. Saco lo más largo posible.

Minuto cuarenta y siete. El árbitro señala el final del partido. El respetable se abraza, brinca, salta, entona mil cánticos. Me veo rodeado por mi equipo; me abrazan, me besan, palmean mi espalda. El entrenador ríe a carcajadas, habla atropelladamente, y me escupe de vez en cuando en la cara. Acaban manteándome. De nuevo la afición corea mi nombre. ¿Y todo este baño de gloria es por permanecer... imbatido?

Me dirijo al vestuario lo más rápido que puedo. Me espera el que quizá sea partido más importante de mi vida. Comenzaré por comprar un buen ramo de rosas rojas, las que ella adora.