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27 enero 2009

Parpadeos - 3 (¿Muerte?)




Despertó como si de su cuerpo expulsara un demonio; gritó con todas sus fuerzas. Y retumbó el sonido en sus oídos con violencia. Sentía la garganta seca, le dolía la cabeza, y en vano intentaba mirar a través de la oscuridad. Abrió mucho los ojos, hasta sentirlos casi fuera de sus cuencas. No veía nada. Sólo tinieblas. El aire estaba viciado, no había corriente alguna.

Estaba tumbado, brazos estirados a los lados, piernas semiflexionadas. Sentía sus extremidades entumecidas. Apenas podía moverlas. La cabeza le dolía mucho; como si una pandilla de matones estuvieran descargando sus martillos sobre su cráneo. Parpadeó. La imagen de un doctor con su bata blanca aparecía de pie junto a él. le cubría el cuerpo con una sábana blanca. "Hora del fallecimiento, las 4:57". El doctor se difuminó, y aparecieron su mujer y sus hijos. Rostros congestionados y lágrimas que recorrían sus rostros, observándole asomados a una caja. Escuchó voces de un cura en la lejanía; parecían bendiciones.

"No podía ser... no podía ser...", se dijo. Él estaba vivo, aunque le doliese todo el cuerpo. Se quedó en silencio. Tragó saliva. Empezó a temblar. Notó un frío intenso que le agitaba. Tembló mucho más. Angustia. A cada segundo que pasaba, con más certeza que el anterior, totalmente aterrado, tenía la impresión que le habían enterrado ... ¿vivo?

24 enero 2009

Vidas en Sueño - 41 (Lavanda)





Ayer cumplí treinta y cuatro años, razón por la que Sofía me invitó a cenar en su casa. Siempre fuimos muy buenos amigos. Desde pequeños. La vida fue marcándonos desvíos alternativos a la ruta, y aunque a veces uno cogiese un atajo, o el otro se tropezara con algo, siempre estábamos ahí. Ni sus novios ni mis barreras mellaron el cariño y la confianza. Recibí su llamada de felicitación de cumpleaños con la misma alegría que todas las anteriores; aquella mujer sacaba lo mejor de mí. Era mi infusión de valeriana favorita contra los nervios. Intercambiamos sucesos del día a día, alargamos la charla con alguna otra trivialidad y acordamos la hora de llegada a su casa.

Llegué puntual a la cita. Pulsé el timbre, y al cabo de medio minuto, precedido de una carrera atolondrada dentro del piso, Sofía abrió la puerta con tanta energía que el aire a mí alrededor se agitó. Y el aire batido trajo de vuelta su fragancia a lavanda, fresca, intensa, que me envolvió. Luego sentí en mis mejillas entumecidas por el frío de la ciudad el calor de sus labios, y correspondí al saludo recorriendo con el dorso de mi mano su cara, como a ella siempre le gustaba; lento, muy lento. La escuché sonreír. Me invitó a pasar y a esperar "unos minutillos de nada" en el salón mientras terminaba de vestirse.

Escuché sus pasos frenéticos alejarse. Ella comenzó a preguntarme qué tal había ido el día, cómo me encontraba; lo normal. Yo respondía a sus preguntas con monosílabos, más atento en acariciar los cojines del sofá. Adoraba aquel sofá. La habitación mantenía el olor a lavanda de su dueña, que junto con el tic-tac de un reloj parecían marcar el ritmo de vida de todo aquel que se sentase en el sofá. Sofía me dijo que me pusiera cómodo; me quité el abrigo. Tanteé con mis manos la mesa de enfrente; varias revistas, un teléfono móvil, y el mismo bol de caramelos de siempre. Cogí uno, y desenrollé el plástico que lo cubría sin prisa, evitando hacer ruido, como un niño al hacer travesuras. Me llevé el caramelo a la boca. Había acertado; fresa, mi favorito. Mi boca se llenaba de aquel sabor con un toque de menta, allá por donde iba el caramelo. Sentía derretirse en mi lengua, y el sabor dulce llenar todos los espacios.

Unos tacones anunciaban su vuelta al salón.

- Ya estoy lista - dijo Sofía con un resoplido.
- Debes estar preciosa. Como siempre.

Pasaron unos segundos en silencio. Noté su presencia acercarse. Se sentó al lado mío, y sentí una nueva ola de lavanda estrellándose contra mi acantilado.

- Gracias - dijo cogiéndome la mano - ¿Por qué eres tan mágico?
- Parece mentira que no lo sepas después de tanto tiempo - reí -, pero los magos ni las magias existen.
- Pues explícame cómo haces siempre para que sonría, por muy triste que esté.
- Porque es la forma más cómoda que tengo yo para ser feliz.

No era la primera vez que hablábamos con tan poético tono. Un prólogo de novela con intensa trama de amor, que ella quería entregarme y yo no permitía. Tiempo atrás confesó amarme, y desde entonces siempre he luchado por, ironías de la vida, abrirle los ojos y hacerle ver la realidad. Entonces ella juraba que no le importaba, que me quería. Y dudaba. Dudaba de todo y de nada, dándole vueltas a los sucesos y conversaciones como pequeñas bolas dentro de un bombo del bingo. Porque en el fondo el tacto de aquel sofá, el aroma de lavanda, su voz, sus besos en mi mejilla, y la forma de hacerme sentir bien era lo que adoraba.
Esta vez ella no me dijo que me quería, ni sacó ningún tema relacionado. Al oído me susurró "bueno, ahora tu regalo de cumpleaños". Escuché el bajar de una cremallera. Cogió mi mano, y como si ésta fuera un pincel, comenzó a recorrer el lienzo de su piel. Comenzó por la frente, las mejillas, las orejas, la nariz, el contorno de ojos y de labios, el cuello, los hombros, sus pechos, sus pezones, su vientre - que se contraía con vida propia en espasmos -, sus muslos, sus rodillas - redondas como bolas de billar -, sus pies. Su respiración iba subiendo a medida que mi mano bajaba guiada por la suya. "Acaríciame", me susurró al oído. No quise evitarlo. La acaricié como a ella le gustaba, lento, muy lento. Noté su respiración en mi rostro, y cuando besó mis labios el tic-tac del reloj parecía acelerarse. Sus labios eran esponjosos, cálidos, y húmedos. Noté su cuerpo contraerse como una culebra; eléctrico. Ahora sus manos jugaban con mi ropa. Me desabotonó con calma mi camisa, y noté la afilada hoja de carne de su lengua, empapando mi piel en su itinerario recto desde el ombligo hasta la barbilla, mientras con sus manos me aflojaba el cinturón.

Nos acariciamos, nos besamos, y sólo sentía calor. Lavanda y calor. Sobre el sofá que adoraba descubrí el cuerpo de mi amiga, que temblaba, que se imantaba al mío. Imposible de separar. La cena se debió enfriar, pero no nos importó. Sofía me hizo el mejor regalo; conocerla con el blanco de unas manos, no con el negro de mis ojos.

23 enero 2009

Una frikada poderosa




No suelo postear en el blog vídeos o enlaces sin ton ni son, pero ayer jueves recibí en el buzón de mi correo un enlace que me llevó a una página donde vi el potencial de frikismo que es capaz de adoptar la gente. Reí a carcajadas, lo disfruté, y ahora lo comparto en la Madriguera con vosotros. Espero que os guste. En cuanto lo abréis, y si habéis estado atentos a la imagen, sabréis de qué va.


Enlace: http://www.dabontv.com/animations/whatislovecollection.swf

Enlace del videoclip del temazo dance: http://www.youtube.com/watch?v=nsCXZczTQXo


22 enero 2009

Parpadeos - 2 (Salud mental)





Suena el teléfono de mi mesa de trabajo. Emite un zumbido molesto, que invita más a golpearlo que a cogerlo. Chasco la lengua y suspiro. Descuelgo el auricular y digo "buenos días" con desgana.

- ¿Es el sanatorio mental? – pregunta una mujer con tono mustio, apagado.

Observo a mis compañeros de trabajo, jefes y clientes. Escucho voces y gritos. Contemplo mi reflejo sobre el cristal de la ventana de enfrente. Me coloco de nuevo el auricular en la oreja:

- No señora, pero en ello estamos.

19 enero 2009

Vidas en Sueño - 40 (Una fiesta irreal)





La primera impresión que tuve al apearme del coche fue la de haberme confundido de casa, a pesar de haber estado en ella una decena de veces. Extraje de mi bolsillo un sobre dorado, lo abrí, y del mismo saqué una tarjeta dorada, adornada a una esquina con un par de globos, y que atufaba a colonia. "El martes 27 de agosto a las seis de la tarde te esperamos en casa para celebrar el funeral de Matías. ¡No nos falles!", rezaba la tarjeta. La había recibido dos días antes, tras confirmarse la muerte de mi amigo Matías. Y ante la casa de mi amigo muerto y su viuda escuchaba risas y "El Chiringuito" de Georgie Dann. El camino que llevaba desde la cancela a la puerta de entrada estaba franqueado a ambos lados por globos amarillos, rojos y verdes. Incluso me pareció oler a chorizos parrilleros. Confundido, avancé hasta la puerta principal, me ajusté el nudo de la corbata, y pulsé el timbre. Aturdido, pegué la oreja en la madera de la puerta, para verificar que dentro de la casa se escuchaban risas y "El Chiringuito" de Georgie Dann. Tragué saliva. Me volví a ajustar el nudo de la corbata.

La puerta se abrió, y por ella asomó Valentín, el padre de Matías. Llevaba una camiseta hawaiana de flores estampada - sin abotonar -, bermudas, sandalias, gafas de sol y un sombrero de paja tejano, con una cinta del mismo tono rojo chillón que las bermudas. "¡Coño Manolo, si has venido! Has llegado tan tarde que pensamos que no vendrías. ¡Pasa hombre!, no te quedes ahí tan quieto; ¡ni que hubieras visto a un muerto! A la derecha tienes unos daiquiris que ha hecho mi mujer que están de muerte. Ponte uno, y desabróchate esa corbata joder, que te vas asfixiar", me dijo con gran alborozo el anciano, sin dejarme siquiera darle el pésame. Se pasó de mano el cóctel, y con una sonrisa que mostraba hasta la campanilla, me dio una palmada fuerte en la espalda, con tanta intensidad que me vi por instantes cayendo de bruces sobre la alfombra del recibidor. Valentín cerró la puerta. Me estaba comentando la cantidad de mujeres guapas que habían venido al funeral cuando fue captado por una conga que justo pasaba por la zona. Entre los miembros de aquel trenecito pude identificar a un par de hermanos del fallecido, además de su jefe, una prima, los vecinos del chalet de enfrente, y el sacerdote, que con pequeños brincos espasmódicos cerraba el convoy. Varias hipótesis sobrevolaron mi cabeza; desde una broma muy pesada, a un brote de locura masivo (algo así había leído en una ocasión, en una revista de curiosidades del mundo), pasando por la posibilidad de haber cruzado un portal negro camino a la casa y aterrizar en una dimensión paralela; o mejor dicho, para lelos. No entendía nada, ni el porqué de la música, ni al padre de Matías, ni los olores de barbacoa, ni la vestimenta playera de la parroquia allí reunida.

Decidí que lo mejor sería presentarme directamente ante Yolanda, la viuda. Supuse que ella al menos sí velaría a su marido, a mi amigo. Sentía mi cabeza atorada, colapsada. Por un lado se me agolpaban recuerdos buenos y malos vividos con Matías, y por otro la horrible sensación de sentirme fuera de lugar. Vestía traje negro, camisa blanca, corbata negra y zapatos negros; sólo con este detalle me distinguía de los demás. Necesitaba ver a Yolanda, abrazarla y mostrarle mi apoyo, mi cariño, intentando contener las lágrimas. Pregunté a un tipo en bañador dónde podía encontrarla, y con su brazo tembloroso apuntó dirección a la cocina. Luego balbuceó algo inteligible y se desplomó sobre el suelo. A medida que me acercaba a la cocina el olor de carne a la parrilla se intensificaba. Doblé el pasillo y ahí estaba Yolanda, ataviada con un bikini rosa chicle y pareo, ofreciendo morcillas de arroz a algunos de los ahí concentrados. Uno propuso un brindis por Matías alzando la copa, a lo que el resto respondió de buen grado, bien con sus copas, bien con un trozo de morcilla, o con lo primero que pillara. La viuda chocó su vaso con los del resto, con tanta efusividad que se vertió la mitad del contenido. Rió a carcajadas. Estaba dando media vuelta cuando escuché cómo me llamaba; se acercó hasta mí al galope, y me abrazó, agradeciendo mi presencia. "Al fin un poco de cordura", resoplé aliviado. Pero no duró mucho, pues Yolanda, me agarró de la mano y tiró de mí con fuerza, atravesando la cocina destino al jardín. Allí, el tío Alfonso freía en una barbacoa chuletas. "Come algo muchacho", me dijo el hombre, tras haber dado una calada a su puro.

Me sentía enojado, humillado. Todo me parecía una falta de respeto hacia la memoria de mi amigo, y me sulfuraba el hecho de sentirme único en ese pensar. "Yolanda, me voy. Me dais asco, me avergüenza todo esto. ¡Ha muerto tu marido! ¿Recuerdas?". Sentía mi cabeza a punto de explotar. Yolanda cambió el gesto, endureciéndolo. Arrojó al suelo el vaso y con voz firme me exigió que la acompañara. Juntos llegamos hasta el dormitorio. Señaló la cama, invitándome a sentarme. "Y la próxima vez llega a la hora que se te dice", fue lo último que dijo antes de encender el televisor. Cogió un mando a distancia y pulsó una tecla. Apareció el rostro de Matías, postrado en cama, entubado con varias vías de suero en sus brazos y cubierto de máquinas y artilugios médicos. Tosió con bastante dificultad unos segundos y comenzó a hablar.

Un par de horas más tarde llevaba puesto un pantalón pirata y una camiseta sin mangas. Llevaba bebidos siete daiquiris, y cantaba a coro el "We are the champions", agarrado de la cintura de Yolanda por un lado y de su hermana por el otro. Tras ver el vídeo de Matías me prometí a mí mismo hacer cumplir su última voluntad. Hacer de su funeral una fiesta.

13 enero 2009

Parpadeos - 1 (Bostezos)





Estoy en un pub, bebiendo junto a dos compañeros de oficina. Conversan acerca de motos. Hablan atropellando palabras. Están eufóricos y se escupen en las caras. Remuevo mi cubata con el dedo; el whisky se está diluyendo con el agua. Bostezo y miro de soslayo a la camarera. Ella también bosteza, escapándose de su boca de tiburón un chicle. Sigo la trayectoria del mismo hasta el suelo. Vuelvo a bostezar.

Simulo un potencial estallido de vejiga, apuro mi copa y me dirijo a los baños. Me dirijo hacia el otro extremo del pub, y la gente no se aparta si no les aparto yo a manotazos. Consigo hacerme un hueco en la barra, y me acodo en ella. Pido a la camarera de boca de tiburón un whisky. Le cuento un chiste y se ríe. Me invita a un chupito. No entiendo por qué le tuve que contar un chiste ridículo. Me enciendo un cigarrillo y escruto a mí alrededor. Bostezo hasta crujir las mandíbulas.

Varios chicos bailan como gorilas, riéndose entre ellos. Me entran ganas de abofetearlos. Una ballena hace oscilar sus carnes. Golpea a su amiga, que cae al suelo con la copa puesta de sombrero. Un tipo engominado sonríe con su dentadura brillante a una rubia. La rubia tamborilea con las uñas la barra desviando la mirada. Un borracho vomita sobre la copa de otro borracho. Ambos se ríen.

Aparecen cuatro chicas por las escaleras de acceso a los servicios. Ríen a carcajadas. Me fijo en una de ellas. Me llama la atención. Poderosamente. La observo detenidamente, parándome en cada centímetro de su cuerpo. Me encantan sus ojos, su boca, y fantaseo con que la beso, con que la acaricio. Siento un hormigueo. Bebo un trago de mi copa. Su vestido dibuja curvas de trazo firme. Ella comienza a bailar. Su pelo ondea con suavidad. Se da la vuelta y me mira directamente a los ojos. Me dedica una sonrisa. No bostezo.

12 enero 2009

Malva-luna de Yelo (Rafael Alberti)





Las floridas espaldas ya en la nieve,
y los cabellos de marfil al viento.
Agua muerta en la sien, el pensamiento
color halo de luna cuando llueve.

¡Oh, qué clamor bajo del seno breve,
qué palma al aire el solitario aliento!
¡Qué témpano, cogido al firmamento,
el pie descalzo que a morir se atreve!

Brazos de mar, en cruz, sobre la helada
bandeja de la noche; senos fríos,
de donde surge, yerta, la alborada;

¡oh piernas como dos celestes ríos,
Malva-luna-de-yelo, amortajada
bajo los mares de los ojos míos!

Malva-luna de Yelo (Marinero en tierra), de Rafael Alberti

02 enero 2009

Una reunión de personajes




Con este relato os quiero felicitar el Año Nuevo, y que este 2009 os vaya genial. me hubiera gustado algo más acorde con la época navideña, pero no ha podido ser; sólo me salió "ésto". No obstante, desde la Madriguera, zorros y personajes seguiremos trabajando en la factoría de mi imaginación, unas veces más turbada que otras. ¡Nos seguimos leyendo!

Os dejo ahora con el relato.


****************************

Llegué al bar "La Esquina de Auckland" a lomos de un águila gigante, con el que aterricé - debido a mi inexperiencia en el vuele y disfrute de animales mitológicos - de forma estrepitosa contra el suelo. El animal quedó fusionado con un olivo, de tal modo que el olivo en lugar de hojas tenía plumas, y el águila en lugar de alas tenía unas cuantas ramas incrustadas por todo su cuerpo. Una vez recuperado de las diversas contusiones y hematomas hice la entrada en el local, abriendo de una patada la puerta. No medí fuerzas, y del golpe ejercido la puerta se salió de sus bisagras, estrellándose con un gran ruido contra la pared. Cesó el ambiente de coros de voces en tertulia para dar paso al del cristal rompiéndose en mil pedazos y al lamento de un tipo gordo, que recibió con sus mofletes de roedor el impacto de la puerta. La gente me observaba con ojos y boca abierta, y yo, aún con la pierna en alto, alegué problemas con la medicación que los del manicomio me habían suministrado. Me dirigí al mostrador, me acodé sobre la barra, extendí un cheque para reparar puerta y daños morales, y escruté el resto del local. Los hallé en el otro extremo, y me dirigí hacia su mesa.

Habían juntado tres mesas, y sobre las mismas observé decenas de botellines de cerveza vacíos, tres o cuatro paquetes de chicles arrugados, un puñado de balas, un muñeco de ventrílocuo, una bolsa con varios peces, y un gato negro que lamía de una ensaladera un líquido que rezumaba un intenso olor a alcohol, pero viendo su color no supe apreciar qué contenía. Les saludé, y unos gruñeron, otros me devolvieron el saludo, y un enano disfrazado de mil colores, que no paraba de dar saltos, me abrazó. Trompetín Nabo Azul, que así hizo presentarse aquel enano tras devolverme la cartera, que según él encontró perdida por el bar, me invitó a un botellín de cerveza, que por despiste el camarero debió olvidar.

Tomé asiento, di dos tragos de cerveza, y viendo que mis carraspeos solicitando silencio y atención no hicieron efecto, bebí otros dos tragos. Volví a carraspear. Acabé el botellín, y pedí otro. Repetí el carraspeo. Pedí otro botellín. Y otro más, notando inflamada la garganta de tanto carraspear. Parecía como si no existiera; cada uno de ellos hacia lo que le daba la gana, sentado o de pie. Bebía y observaba cómo el gato negro se iba posando sobre el regazo del resto de la clientela del bar. Se acomodaba, ronroneaba un poco, y como si le pinchasen en sus cuartos traseros pegaba un respingo y se dirigía hacia otra persona. Una vez el gato se iba de entre sus piernas, el parroquiano comenzaba a emanar fluidos espumosos por la boca, se movía con espasmos, y caía fulminado sobre el piso del local. Al lado de la máquina del bar un chico sudamericano hacia malabares con cuatro botellines, guiñando de vez en cuando su ojo a una anciana con gafas de sol de montura de plástico blanco. Giré el cuello en el justo momento en que algo similar a un obús rozaba mi oreja; dicho proyectil, un chicle, impactó con violencia en la cabeza de un muñeco de ventrílocuo, el cual quedó decapitado y en manos de otro tipo ataviado con armadura negra y amuleto rosa chicle. Éste, lo lanzó al aire, y desenvainando su espada bastarda atravesó al muñeco. Uno, con gafas de sol y gabardina negra recriminó su actitud, y acto seguido abrió fuego sobre el de la espada. Al llevar armadura, las balas se aplastaban como acordeones al contacto del metal negro; las menos salían rebotadas, impactando aquí y allá sin orden alguno. De hecho una bala dio de lleno en el pecho de un joven con traje y maletín, que justo había entrado para ver de quién era el metro ensangrentado y lleno de cadáveres, y que si lo podía mover, dado que lo tenía en doble fila, obstaculizando su coche.

Un tipo, que llevaba callado al lado mío todo el rato me dijo que todos teníamos suerte de que no hubiera luna llena, y el de enfrente mío me dijo que su amigo le llamaba imbécil por no ponerse en medio de la ráfaga de disparos. No vi a nadie al lado suyo, así que aproveché el momento para ir a pedir otro botellín. Una pareja que bailaba algo parecido a salsa se interpuso en mi camino; bailé con ella un poco y me deshice con excusas de hacer lo mismo con él. Conseguí mi propósito, y pedí otro botellín. Al lado, un muchacho con auriculares puestos comía de un bol algo parecido a sopa. Lo hacía con palillos chinos. Los disparos cesaron, y ahora ambos personajes, uno con katana, el otro con su espada, estaban luchando cuerpo a cuerpo, escupiéndose, insultándose, y trinchando sin querer la bolsa de peces que había sobre la mesa. El niño, poseedor de dicha bolsa, prorrumpió en lloros, y fue consolado por una persona, que tras decirle no se preocupase, previo parapeto tras una mesa del mar, hizo tabletear su metralleta. Un grupo de ancianos puro en boca, que jugaban una partida de mus en una mesa aledaña a la nuestra, fueron acribillados, dejando bajo ellos un gran charco de sangre. De los lavabos salieron dos chicas y un chico, que no paraban de darse besos de pasión, tocándose entre ellos como gorilas acicalándose.

Comencé a hartarme del poco liderazgo que sobre aquellos individuos ejercía. Apuré mi botellín de cerveza número treinta y cuatro, y agarrando la botella por el cuello la reventé sobre la barra del bar. Todos se me quedaron mirando y cesaron golpes, balas, besos, ronroneos, conversaciones, ingestiones de sopas, lloriqueos, y "hallazgos" de objetos por el bar. Al fin conseguí un momento de silencio y de atención deseado. El resto de la parroquia, camarero inclusive, ora habían huido, ora estaban muertos. Pedí que tomaran asiento, que reprimiesen todo indicio de acción, y que me dejasen hablar. Carraspeé, junté las manos por las yemas de los dedos, y me levanté de la silla.

- Bueno señores, os preguntaréis el porqué de esta reunión. Sin vosotros gran parte de lo que he hecho no tendría sentido - tragué saliva -. Y es por ello que ahora os pido que me ayudéis, que me inspiréis.
- Una cosa, si no es molestia preguntar, y si por ello no rompes otra botella - interrumpió un tipo que mascaba compulsivamente un chicle -, ¿tú fumas o bebes algo que te produce alucinaciones? ¿Y es contagioso? Porque me encantaría me explicases qué coño hacía yo en el andén de una estación de metro, haciendo descarrilar metros con un chicle.
- A tu primera pregunta, sí, pero no es alucinógeno lo que fumo y bebo; más bien insano. Y sobre lo segundo, - suspiré - cómo explicártelo. Sois productos de mi fantasía.
- ¿Entonces yo no existo en realidad? Con lo que molo - dijo con lágrimas en los ojos el enano.
- Ni tú ni nadie existís en la realidad; o quizá sí, pero no del modo que os he escrito.
- ¡No cuela gilipollas! - prorrumpió el hombretón de armadura negra y talismán rosa chicle - Ahora me dirás que no me llamo Tomás Turbado, y que todo esto es una fantasía.
- Te llamas Tomás Turbado, pero en mi fantasía. - dije con serenidad, mostrando la palma de mis manos abiertas.
- ¿Entonces vosotros podéis escuchar también esa voz que me invita al suicidio? - saltó el individuo del amigo invisible.
- No, pero seguro que tú no sueñas con caracoles gigantes de un ojo sodomizantes


- ¿Tú eres muy raro no? - respondió un tipo con la camisa hecha jirones, lleno de sangre seca y con colmillos, pelaje y orejas de lobo que poco a poco iban aflorando de su cuerpo.
- Precisamente que lo diga uno que viene montado en un vagón lleno de sangre y cadáveres produce risa - replicó el malabarista.
- ¡Vete a hacer el gilipollas a un semáforo anda! Como el resto de tus amiguitos vagabundos - replicó la anciana de gafas de sol de pasta blanca.
- Y usted señora deje de ser tan hortera - replicó el muchacho, que seguía acosado por las dos mujeres con las que salió del baño.
- ¡Me cago en todas las enciclopedias, que aquí va a ver hostias! - se levantó el hombre de gabardina y gafas de sol negras, enarbolando con firmeza su Colt Anaconda.

Se formó una discusión, en la que hubo amenazas y desenvaine de espadas y armas de fuego. De nuevo me vi en la necesidad de emplear la fuerza. Agarré una mesa y la lancé sobre el espejo que había tras la barra del bar. Todos se quedaron inmóviles, y me observaron con rostros de sorpresa. Me sacudí de polvo y cerveza las manos chocándolas una contra la otra.

- No os he convocado para discutir. Esto es así señores. Sois de mentira, de papel. Mis personajes.
- ¡Eso es imposible! - se levantó una muchacha que hasta el momento había permanecido mirando al techo, aferrada a las manos de su novio - El mundo acabó hace un tiempo, lo vimos todos. Un cometa se estrelló contra la tierra.
- Claro, pero ese meteorito cayó en vuestro relato, no en la realidad. Es lo que intento deciros, todo ha sido ficción; si no, por ejemplo, ¿qué hace esta anciana de gafas de sol viva, si se supone murió en un accidente de metro? ¿Y éste, que oye voces, no debería estar muerto, después de haberse arrojado por un precipicio? - pasé mi mano por la frente, secándome el sudor que caía a goterones -. No existís en la realidad.
- Está bien gilipollas - me interrumpió el que portaba la metralleta - , eres nuestro creador. ¿Qué quieres de nosotros entonces? ¿No tienes amiguitos con los que salir de juerga un rato?
- No soy ningún asocial, si es ésa tu inquietud. Simplemente que llevo un tiempo sin escribir un buen relato, y no tengo la inspiración, que por suerte o por desgracia, tuve con vosotros. Tomad, - saqué de mis calzoncillos varios folios mal doblados y un puñado de bolígrafos, y los dejé sobre una de las mesas - os dejo estos papeles para que escribáis lo que se os ocurra. Como alguno es analfabeto, ciego, tonto, o simplemente es un animal - dije señalando al gato - , pues que alguien le escriba en papel lo que se le haya ocurrido. Os dejo reflexionar solitos, y me voy al baño - me estaba cagando.

Fui al baño, retiré los condones que había dejado allí el trío amoroso, y deposité mis glúteos sobre la taza del bar. Comenzó a sonar música de ascensor por uno de los altavoces. Agarré la Desert Eagle que había sobre la cisterna del retrete, y disparé al altavoz. La música cesó. Volví a la mesa y encontré rostros risueños, ansiosos por hablarme.

- Y bien chicos, ¿qué se os ocurrió? - dije tomando asiento.
- Podrías escribir acerca de las heroicas aventuras de un caracol gigante que destruye a tipos armados con pistola - dijo un tipo tuerto, con acento cubano.
- O sobre una anciana que conoce el amor en un bar de copas. - dijo la anciana.
- O de uno que se hace rico porque la gente le respeta por la calle al ver su metralleta, y sin decir nada le dan los dineros. - replicó el calvo con la metralleta.
- O de amapolas.
- O de coches que respiran humo y se cabrean en los atascos.
- El gato ha dicho que estaría bien sacar la historia de un gato negro que ronronea y hace a la gente que le rodea muy feliz. Y como son gente feliz le dan al gatito besugos recién sacados de la mar - leyó con entusiasmo el bailarín.

Ciertamente no se podían pedir peras al olmo, pero me emocionó la buena acogida que tuvo mi propuesta. Decidí darle un giro al debate a ver si conseguía sacar algo útil.

- Están bien vuestras propuestas, pero decidme, ¿en qué escena se desarrollaría la trama?
- Está claro, con luna llena y cielo despejado - dijo con suspiro final el hombre de camisa hechas jirones y ensangrentado.
- A la orilla del mar - propuso la muchacha del fin del mundo.
- Con música de tango de fondo - dijeron a dúo los bailarines.
- Proveniente de un chiringuito donde sirvan copas - dijo el calvo de la metralleta.
- Donde haya escenario para actuación de ventrílocuos.
- Y de malabaristas.
- Y concursos de baile.
- Con gente mala a la que acribillar a balazos - respondió el hombre de la gabardina y gafas de sol oscuras, y ante el rostro serio de los demás encogió los hombros y sonrió.
- Con una salita para los más cariñosos - dijeron el trío, que no dejaban de manosearse.
- Yo podría encontrar el chiringuito por ahí perdido en la playa - comentó con amplia sonrisa y una cadena de saltitos Trompetín nabo Azul.
- Y yo podría trincharte como a un pavo por no dejar las manos quietecitas de una puta vez - bramó Tomás Turbado, desenvainando la espada.
- ¿A que os quemo? – gimió el que oía voces.

Fueron subiendo el tono de los insultos y amenazas, hasta que de pronto volaban por mi cabeza balas, hachas, botellas, mesas, y hasta el gato negro. El chico que mascaba chicle hizo una enorme pompa de aire, que al reventar hizo los efectos de una tremenda onda expansiva, lanzándonos a todos por los aires. El calvo de la metralleta volvió a vaciar el cargador del arma. La anciana de gafas oscuras partió un par de cráneos con el bolso, los bailarines practicaron un piquete de ojos a los del fin del mundo, Trompetín Nabo Azul encontró un cañón de la Segunda Guerra Mundial y apuntó a bulto, y el ventrílocuo insultaba con la boca cerrada, imitando el tono de otro, por lo que el insultado la emprendía a puños con el supuesto insultante. El chico que comía de un bol se puso a discutir sobre la miseria de la gastronomía china con el esquizofrénico, y ambos acordaron asesinar a los tres salidos, que ajenos a todo, practicaban una genial orgía sobre la barra del bar. El niño de los peces decidió darse al tabaco.

Me di por vencido. Chasqué la lengua y negué con la cabeza. Miré en mi mochila y me hice con una maravillosa bomba nuclear, la cual programé para ser detonada en dos minutos. Salí del bar, me monté en un trasbordador espacial y salí de allí rápidamente. Dos minutos después un enorme hongo de fuego y humo se podía observar por el retrovisor. Seguí dirección a Saturno; dicen que allí se respira aire puro, que no hace mucho calor, y que, porqué no, siempre hay algún saturnino dispuesto a servir de musa de inspiración para un nuevo relato.