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24 diciembre 2008

Despertares (Tatus)





Miguel despierta y, como cada mañana, desearía seguir dormido, siempre dormido.. sale a la calle pronto y la bruma y el rocío le humedecen sus secos labios.. Se sienta un momento en un banco de parque y escribe: Ayer te rasqué la espalda, como cada día, toqué tus orejas y te leí el trozo de Proust de las magdalenas, pensando en que quizá éstas fueran a introducirse en tus sueños como uno de nuestros desayunos de zumo, galletas y risas entre las sábanas… luego me quedé dormido en el viejo sillón de madera, que ya lo siento como mío.. al caer la noche volví a casa, como siempre, deseando soñar y conectar en mis sueños con los tuyos y, así, vernos vivos aunque sea en sueños, tu en los tuyos, yo en los míos…

María despertó, cinco meses después… en un viejo sillón de madera estaba Miguel, que se había quedado dormido.. a duras penas pudo levantarse, se acercó y le susurró al oido, despierta


Escrito por Tatus

22 diciembre 2008

Vidas en Sueño - 39 (Salsa)




No llegó a disfrutar con máxima intensidad el momento hasta que su perfume entró con fuerza a través de las fosas nasales, dilatando las aletas de la nariz, inundando el metro cuadrado en el que ambos, conectados por varios puntos de sus cuerpos, bailaban una pieza de salsa. Los arranques estridentes de trompetas y trombones, el ritmo frenético impuesto por timbales, guiro y maracas, y la voz melosa del que cantaba la pieza activaban sus pies, los cargaban de energía, de brío. Se desplazaban sobre el piso, eléctricos, de un lado a otro, impulsados por el quiebro de caderas y flexión de rodillas como si de algodón fuesen. Se separó un par de pasos de ella, alzó su brazo izquierdo, encadenado al opuesto suyo, y le hizo girar sobre su propio eje. El vestido rojo de volantes flotó en el aire, y la larga melena batió el aire inundado de su esencia.

Relajó sus ojos por unos instantes, y observó, en segundo plano, acodado en la barra del bar, a su amigo Bradomín. Éste le guiñaba un ojo cómplice, con su particular gesto de sonrisa torcida. Sostenía el hombro de una camarera dominicana de ojos saltones. Aquel tipo tenía la capacidad de despertar las pasiones más tímidas con su labia. Marcelino sólo sabía bailar, y aquella noche un tropezón le hizo chocar con Claudia, excompañera del instituto. Tras un intercambio de saludos y nostalgias, le ofreció la palma de la mano, y se dirigieron hacia la pista de baile.

Regresó al movimiento de peonza de su compañera en el justo momento en que sus miradas se enfrentaban de nuevo. Sus ojos, negros, casi líquidos, le escrutaban sin pestañear, apoyados en una sonrisa amplia que dejaba entrever el grosor de sus labios. Marcelino le devolvió la sonrisa, y torció la cintura hacia la derecha, contrayendo el abdomen, invitando a Claudia a un desplazamiento lateral. Ésta obedeció con un par de pasos cortos, para acabar en un nuevo giro, aprovechando el protagonismo de la percusión, que dominaba en esos instantes a los instrumentos de viento. Estiró su brazo y se enrolló sobre el mismo, quedando a espaldas de Claudia. Se desenrolló y agarrándola con ambas manos giraron los dos hacia la izquierda. Se enfrentaron de nuevo, y empezaron a bailar - sin agarrarse - de forma vertical, hacía delante y hacía detrás, con unos pocos centímetros de distancia. Marcelino arremetía con un golpe de pelvis, y ella arqueaba el lumbago exhibiendo sus glúteos, y viceversa. Claudia desvió su atención hacia la barra.

- Tu amigo, el que está ligando con la camarera, no sabe que tú y yo fuimos juntos a clases de baile latino, ¿verdad? - dijo ella acercándose a su oreja, y señalando con su mirada a Bradomín, el cual estaba con ojos y boca abiertos.
- Sí, parece que está flipándolo.
- Por cierto, - cambió el tono de voz - aún recuerdo la última vez que bailamos tú y yo. Fue, cómo decirlo, muy sensual.

Marcelino acompañó la sonrisa cómplice de Claudia, y sin dejar un ápice de descanso asomó por detrás la mano. Ella la aceptó, y pasó tras su retaguardia. Dejó la huella del aliento impresa en su nuca. Marcelino experimentó el escalofrío que precede al vello erizado. Se dio la vuelta con un golpe de cadera, y acarició con la yema de sus dedos la cintura de Claudia. Ella descansaba la mano sobre su hombro. Siguieron moviéndose; se deslizaron por la pista de baile entre más parejas de baile, se bañaron con la luz colorida de los focos, marcaron el compás de los timbales, vibraron con la estridencia de trompetas. Con una entrada fuerte de los trombones, le hizo girar de nuevo, muy despacio. La frenó con su otro brazo. La inmovilizó y tiró de ella hacia su vientre. Inspiró con todas sus fuerzas, y entró de nuevo su aroma con la potencia de un vendaval.

Y en el centro de la pista de baile, con las trompetas en pleno frenesí, Marcelino y Claudia se miraron fijamente. Afianzándose el uno al otro, por cintura y hombro, dejaron de bailar.

17 diciembre 2008

Canción del Pirata (José de Espronceda)




Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, El Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.

La luna en el mar riela
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Istambul:

Navega, velero mío
sin temor,
que ni enemigo navío
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.

Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Allá; muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra;
que yo aquí; tengo por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.

Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
que no sienta
mi derecho
y dé pechos mi valor.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

A la voz de "¡barco viene!"
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar;
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.

En las presas
yo divido
lo cogido
por igual;
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena,
colgaré de alguna antena,
quizá; en su propio navío
Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Son mi música mejor
aquilones,
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.

Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Canción del Pirata,
José de Espronceda

15 diciembre 2008

Vidas en Sueño - 38 (El vendedor de enciclopedias)




Cuando abrí la puerta de entrada de aquel tugurio, la estridente música electrónica salió desbocada al exterior, y rompió con brusquedad el silencio de la calle, desierta a esas horas. Llevaba nevando toda la noche, y sobre mis hombros se acumulaba una fina capa de hielo, que al derretirse se escurría por la cazadora de cuero negra. Un tipo, ebrio a más no poder, que me había confundido con un ciego de la ONCE - seguramente debido a las gafas de sol que llevaba puestas -, me pidió un número acabado en siete para el cuponazo del jueves siguiente, y como no quería llamar demasiado la atención con discusiones y aclaraciones torpes, le vendí un ticket descuento del Carrefour. Tres amigos suyos vinieron con el mismo ánimo, obteniendo éstos un par de entradas de cine de hace dos años y un vale por una friega de parabrisas en la cadena de talleres Mister Luminosín. Diecisiete ventas fraudulentas de cupones más tarde, pude escrutar con mayor perspicacia el local. Congregados allí, aparte de los borrachos estafados, estaban una banda de pastilleros dando brincos y jurando ver a la Virgen María entre ellos, un par de borrachos lamiendo del suelo los restos de una copa que se les cayó, una prostituta robando con maestría la cartera a un tipo engominado y con traje, un chino, que llevaba sobre su cabeza una diadema de princesa - con lucecitas parpadeantes, de las que provocan ataques epilépticos - y en su mano un buen puñado de rosas, y una horda de jovenzuelos hartos acné, abalanzándose sobre la barra del bar, bien para pedir copas, bien para depositar sus babas en el escote prominente y sugerente de la camarera, que mascando chicle se frotaba la melena rubia ceniza como un perro las pulgas de detrás de la oreja.

Decidí mezclarme entre la parroquia, y me acerqué a la barra, con el objeto de llamar la atención de la camarera. Eructé con más potencia de la deseada, alcé la mano e hice una valoración lo más acertada posible acerca de la terrible erección que me había provocado. Ésta me observó con una mueca divertida, escupió el chicle, el cual fue a parar a la pupila de un admirador suyo, e irguió espalda y hombros de tal modo que sus pechos parecían escaparse de su cuerpo. La afición lo celebró con gritos de júbilo.

- ¿Qué vas a tomar, guapetón? - dijo mientras se encendía un porro.
- Un whisky, mezclado con hielo, y no agitado con garrafón, por favor.
- Lo siento belleza, pero no tenemos whisky para marqueses. Sólo hay de marca nacional, que por cierto, es cojonudo para quitar el esmalte de las uñas.
- ¿Vodka quizá?
- Cariño, ¿me ves con cara de comunista? Aquí no tenemos esas mariconadas soviéticas.
- Pues dame un batidito de chocolate.
- Sólo me quedan caducados, primor.
- Sobreviviré. Sírveme uno. - y depositando un billete de diez euros sobre algo líquido de la barra, seguí con la conversación - Por cierto, ¿dónde puedo encontrar a tu jefe?

Me sirvió el batido, dio una profunda calada al porro, y expulsó el humo en una bocanada larga y gruesa hacia mi rostro. Señaló la puerta del lavabo, estrujando con su otra mano el billete de diez euros. Apuré mi batido caducado de chocolate, el cual me supo a cenicero bañado en vinagre, - igual que aquellos purés de rábanos que mi tía me hacía engullir, siendo yo un alevín - y me encaminé dirección al lavabo. Un tipo sudoroso, y con un hilo de baba colgando, se cruzó en mi camino, exigiéndome dinero a cambio de mi penosa existencia. El hilo de baba tomó contacto con el suelo. Le compré un par de rosas al chino, y se las regalé al muchacho de múltiples secreciones corporales, sin más ánimo, alejado de cualquier teoría romántica, que el de sacudírmelo de encima.
Quedó maravillado. Una vez alcancé la entrada a los servicios, desenfundé mi Colt Anaconda, la amartillé, y pateé la puerta de acceso. Al sentir que con el golpe lo único que crujió y se movió fue mi tobillo, decidí abrir con la otra mano la puerta. De uno de los cubículos emergió un anciano subiéndose los pantalones, precedido de otro que se abotonaba su camisa de franela. Ambos me miraron con los ojos muy abiertos, y tras desearme una buena noche y saludarme con sus sombreros, salieron apresurados de la habitación. Balbuceé algo. Revisé cubículo a cubículo en busca del dueño del local. El resultado del examen fue un cadáver apoyado sobre rayas de cocaína y una revista de decoración de interiores manchada con varias sustancias, cuyas indagaciones al respecto decidí no efectuar.

Salí del baño y me dirigí hacia la camarera, para hacerle notar su craso error a la hora de ubicar la localización de su jefe, cuando por mi espalda escuché el tableteo de una ametralladora. Me arrojé al suelo instintivamente, parapetándome tras el tipo de las rosas, que yacía ensangrentado en el suelo. Una vez cesó el baile de balas levanté mi vista hacía delante. Atufaba a pólvora quemada. Del grupo de babosos de la barra sólo quedaba uno en pie, suplicando extrema unción. La camarera estaba apoyada contra la pared, con varias heridas de bala y la boca desencajada; no obstante el porro que se estaba fumando permaneció pegado en su labio inferior. Parecía un incensario. El resto de gente se había esfumado. Muchas de las botellas estaban rotas, y las paredes aparecían agujereadas, con algún que otro reguero de sangre, que se deslizaba hasta el suelo.

- ¡Levántate rata! ¡Sé que has venido a liquidarme! - exclamó una voz ronca más allá de una columna - ¡A qué esperas coño! ¡Levántate y anda Lázaro!
- No, que me mata - dije intentando dar lógica a mi penosa situación.

Vació otro cargador de su arma sobre mi posición, y por encima de mi cabeza escuché un silbido constante de balas. De pronto la ráfaga cesó con un "click" y seguido de un "¡mierda!". Parecía que se le había encasquetado alguna bala en la metralleta; o que se había pillado alguna zona sensible al abrocharse la bragueta del pantalón. Dejando aparte la resolución de aquel misterio, aproveché la situación para, de un salto, colarme tras la barra del bar. La pirueta fue espléndida, tanto o más como la forma original de frenar la caída con mi boca. Mi cazadora se pringó de fluidos aromáticos, tales como cerveza y algo parecido al vinagre. La cristalera que había al fondo de la barra había estallado, partiéndose en varios pedazos, uno de los cuales había atravesado al encargado de la música. Me incorporé, asomándome lo mínimo por el borde del mostrador. Una metralleta asomaba por la columna, y el tipo volvió a apretar el gatillo. Más cristales estallaron, astillas de madera y líquidos variopintos volaron por los aires, y la tabla de mezclas explotó, sumiéndonos en un silencio sólo roto por alguna ventosidad que no logré ubicar. Cesaron los disparos, y levantándome del piso disparé sin fijar un punto concreto, incrustando mi bala, accidentalmente, en el entrecejo de una anciana, que instantes antes había aparecido por la entrada al garito, preguntando si todo estaba bien, y que por favor cesara el ruido de balas, que su Matías no podía dormir. Volví a parapetarme bajo el mostrador, y tuve una idea feliz.

- ¡Cese usted su empeño de descargar ráfagas sobre mi ser! – dije intentando imprimir en mis palabras rabia, lástima, y unas gotitas de dramatismo - Que estamos en crisis y tanto cartucho le va a salir por un ojo de la cara. Yo sólo vine a parlamentar.
- ¡No cuela, gilipollas!
- Al menos vuestra señoría podría decirme si se llama Alfred Mac Lolo.
- ¿Y quién coño es ése tal Alfredo?
- El dueño del bar, sin lugar a dudas caballero.
- Yo soy el dueño del bar, y me llamo Pepe Piscinas.
- Sin ánimo de caer en una vulgaridad, pero he de decirle que no cuela.
- ¿Cómo que no cuela, ostia puta?
- No se excite, que eso daña el cuerpo. Le explico. La Editorial La Polilla Ardiente, de la que soy orgulloso vendedor de enciclopedias, diccionarios, almanaques, fascículos, y suscripciones para revistas no muy aptas para menores, me conminó a que hiciera una agradable visita a este local, comentándome que el dueño de este bar, además de ser valorado como una bella persona y no mejor ser humano, se hacía llamar Alfred Mac Lolo por la gracia del registro civil; en ningún momento oí pronunciar el no menos armonioso nombre de Pepe Piscinas. - tomé aire - Entienda amable caballero que me encuentro confuso, y que las leyes estrictas de mi amada empresa me prohíben dirigirme a otra persona que no sea el propietario de esta fabulosa licorería musical.
- ¿Un vendedor de enciclopedias armado con pistola, y que asesina a viejas, aunque se lo merezcan por brujas? ¿Me toma por tonto?
- Veo que usted es sagaz, pero entiéndalo, no están las calles como para salir con un par de libros de mil páginas como única arma. Lo de la anciana fue una tremenda confusión, al creer que era un inspector de hacienda con innobles intereses sobre su negocio. Y no, a un tipo que no deja de dispararme jamás le podría tomar por tonto; al contrario, creo que comienzo a admirar su sentido común. Y sin ánimo de recaer en un monótono debate acerca de mí, ¿podría enseñarme algún documento que lo acredite como Pepe Piscinas, y no como Alfred Mac Lolo?
- Si te parece te enseño mi certificado de bautismo, no te jode. ¿Qué te parece si te mato, tomo avión a un país de esos bananeros, y pelillos a la mar? Tu jefe feliz, yo feliz, y seguramente tú no, pero no me importa.
- Lo veo congruente, sensato y hasta oportuno. Pero entienda que no puedo presentarme a mi jefe sin haber verificado su identidad. Le agradecería hiciese el increíble favor de depositar su DNI sobre la destrozada barra del bar, sin ametrallarme de nuevo, si no es molestia.
- Sí, sí, espera ahí quietecito, que te voy a dar algo – respondió con amplia carcajada, que se interrumpió con un ataque de tos y escupitajo final.

Mientras le había estado hablando, y gracias a uno de los cristales rotos que hacían de espejo, conseguí tener visión en la zona de la columna. Observé cómo tras ella surgía el individuo, que avanzaba con paso lento, aplastando cristales y algo parecido a cucarachas. Se acercaba a la barra, sosteniendo con firmeza su metralleta a la altura de la cintura. Tenía que actuar, ¡y rápido! Conté hasta tres, y asiendo con ambas manos el revólver, de una estirada encaré al tipo de la metralleta. En ese justo momento mis tripas se revolvieron, mi esfínter anal se contrajo con gran presión, sentí un escalofrío por todo el cuerpo y tuve tal temblor de manos que parecía estar agitando una coctelera. Todo apuntaba a que el batido de chocolate me había sentado mal. Abrí fuego a quemarropa. A pesar de los escasos centímetros que nos separaban, de cientos de horas de entrenamiento en campos de tiro, y de la gran capacidad de puntería que mi magnífica Colt Anaconda otorgaba, no hice blanco con ninguna de las siete balas. Nos quedamos mirando el uno al otro. Por suerte para mí, desgracia para él, uno de los proyectiles había rebotado contra la pared, y en su impredecible vuelo sesgó el cable metálico que sujetaba el televisor que había sobre nuestras cabezas. Éste se desprendió de su soporte, aterrizando sobre mi oponente. Cayó fulminado al suelo, con la cabeza incrustada en el aparato, en un baile perverso de espasmos y cortocircuitos eléctricos.

Había cumplido mi trabajo con una más que dudosa profesionalidad, cuando se me presentó un nuevo reto. El esfínter no pudo aguantar más la presión de las entrañas, y mi ano expelió una enorme y descomunal flatulencia en forma de llamarada, que en contacto con el alcohol desparramado por el suelo, originó un incendio que se extendió por todo el local en cuestión de segundos.

11 diciembre 2008

Autoretrete (Jorge)





No hay nadie más importante que yo en este edificio. Ni los hoscos gorilas con porra y gorra en las grandes puertas de cristal bohemio de la planta baja, ni los pollos con bigote y multiformulario de la catorce que preparan todo el papeleo. Ni mi linda secretaria Manolita y sus gafas de montura fashion-fuxia. Ninguno más que yo tiene un picaporte de plata en su cuarto de baño privado. Pero mira qué tacto, Andréu, mira qué tacto. Toca, hombre, que es tuyo. Toca el picaporte de plata. ¿A que se nota? Claro, hombre, claro que se nota. Es plata de ley, oye, de ley. Has llegado arriba, Andréu, has llegado.

Estoy cómodamente recostado en mi pequeño trono de cerámica blanca con los pantalones de seda turca por los tobillos. El asiento está optimizado ergonómicamente para ajustarse a la medida de mis nalgas. Gelatina de roble canadiense, lo último de lo último. Me inclino un poco hacia delante para rebuscar con mi gruesa mano en el bolsillo arrugado. Ahí está mi pequeña navaja -plata de ley, Andréu, de ley- y grabo en la mágica caoba de la puerta: "25-11-2008. Cerrado Contrato KIA". Y firmo debajo: "Andréu". Qué gusto. Míralos. Y los miro. Repaso todos los grandes acuerdos que firmamos en estos últimos tres años. Has llegado arriba, Andréu, has llegado. A la planta veintisiete, ni una menos. Nada por encima, todo por debajo. Nada por encima, solamente el cielo y todo es cuestión de tiempo. Me relajo contra la tapa acolchada del water y pienso. Pienso en el bueno del señor Kimono Miyonetis sentado en el enorme sofá Kojinchinski de mi magnífico despacho, esperando con el contrato al otro lado de esta gloriosa caoba rebosante de historia. Vaya años más buenos, vaya gozada. Aaaah.

Ahora hay que volver y firmar. Vamos. Pulso el botón y suena el mecanismo rotor que dispensa papel desde detrás de la pared. Es un papel extremadamente suave, como el cachorrito que lo anuncia. Es un papel excelente, pero aquí se oye mucho el rotor y no se dispensa nada. Aprieto más fuerte, aporreo el botón como un mono adicto al crack pero no funciona. Que no sale el papel, oiga, pero qué cojones, de aquí sale ese papel como que me llamo Andréu y me apellido Pichín González. Y si no sale de buena voluntad, meto la mano por la ranurita y lo saco yo a ostias. No entra, no cabe. Si tuviera una mano más fina, más delgada tal vez podría... ¡Manolita! Si la llamo ella sí que... ¡Pero Andréu!, ¿y qué va a pensar el señor Miyonetis cuando te oiga berrear en el baño el nombre de tu secretaria y ella entre corriendo a echarte una mano? Eso si la buena de Manolita entra, que también habría que entenderla. ¡Pero qué brete es este, Señor! No tengo el móvil, no tengo nada más que esta estúpida navaja y un botón que no dispensa. Y mi corbata de la suerte de quinientos dólares. ¡No te me pongas creativo, Andréu, y deja la corbata en su sitio! Sé un hombre. La única salida digna es la honestidad, Andréu, la humildad, los japoneses sabrán apreciarlo. Tu camisa es larga, no se verá nada: levántate, abre educadamente una pizquita la puerta, asomas la cabeza y les pides ayuda en voz muy calma. Ya verás como eso hasta te humaniza y crea lazos más fuertes entre las dos empresas. Ya verás, Andréu, de esta no sólo vas a salir, sino que sales reforzado. Ya verás, tú abre la puerta sólo una pizquita...



Escrito por Jorge alias "Mott Gordonitte"

05 diciembre 2008

Mudemos el pelaje, versión 2.0




Hola a todos,

Tal y como reza el título de este posteo, mudamos el pelaje, que siempre lo mismo aburre, y en la innovación está el buen gusto. han sido pequeños cambios, ninguno relacionado con el diseño en cuanto a colores y estructura del blog. Simplemente se ha modificado y añadido los siguientes aspectos:



  • Nueva cabecera, gracias al amigo fefedi7.

  • Apartado de blogs asociados a la Madriguera, actualizado.

  • Nuevo apartado de presentación de imágenes representativas de la Madriguera.

  • Nuevo apartado de seguidores del blog (Nueva funcionalidad de Blogger, para saber quién está subscripto a tu blog).

  • Posibilidad de valorar los posts (a partir de éste en adelante)



En breve reestructuraré el sistema de etiquetado por uno mejor y más preciso. También os recuerdo que podéis haceros con el RSS de el blog para vuestras páginas de RSS, como netbives o igoogle; al subscribiros al blog así tendréis los contenidos actualizados en vuestro lector de subscripciones (cualquier duda sobre esto preguntadme).

Y por último, agradeceros vuestras visitas, vuestros comentarios, y el que post tras post siguáis visitando este rincón virtual. Muchas gracias!!

01 diciembre 2008

Vidas en Sueño - 37 (Chicles de cloaca)




Llevaba cinco minutos sentado en uno de los bancos del andén de la estación de metro, y según el cartel digital la cosa prometía para otros siete minutos más. Miré hacía la boca de entrada al túnel; oscuridad. De nuevo volví a mirar el cartel, y me cercioré que faltaban los mismos minutos que hacía unos instantes. Comencé a repiquetear el suelo con mi pie derecho. Sin nada mejor que hacer contemplé a una anciana en el andén de enfrente. Tenía de pelo recogido, frente acartonada, manos temblorosas. Iba embutida en una abrigo de pieles, falda larga, medias de color carne, botas de tacón hasta el tobillo forradas de cuero y gafas de sol de montura blanca. Movía la boca como si tuviese espasmos, intentando despegar sus labios; los contraía de tal modo que parecía estar regalando besos a las cámaras de seguridad. A la mente me vino una de las carpas del estanque del parque de El Retiro, con su boca redonda devorando migajas de pan.

Desvié la atención de mi vecina de estación, para contemplar de nuevo el cartel digital. Ya sólo faltaban seis minutos. Abrí la carpeta que tenía entre mis piernas y extraje un folio. Era el informe del neumólogo. Leí su contenido de forma aleatoria, saltándome las frases científicas, deteniéndome en las más profanas, especialmente las que derrochaban optimismo. No pude evitar releer una y otra vez una conclusión al fin de un párrafo, que rezaba lo siguiente: "Se aprecia pues una evolución favorable en pulmones, reduciéndose la densidad de sustancias nocivas en bronquios, bronquiolos y alvéolos. La espirometría practicada verifica dicha mejoría". Levanté la cabeza del informe, sonreí, y miré hacia el techo, en el que adherida como un mejillón gigante se extendía una gruesa capa de polvo y suciedad.

Suciedad; a la que contribuí años anteriores en cierto modo, en esas esperas eternas a que ingresase en la estación el metro, expulsando humo por mis narices como una cafetera, ocupando un vacío que ahora se me antojaba difícil de rellenar. Necesitaba hacer algo, distraerme con algo, y observé a mi izquierda la máquina expendedora de chicles. Masticar una goma con sabor a lo que fuera era una buena escapatoria para salir de la encerrona en la que me hallaba. No obstante el neumólogo me prohibió los chicles. Según él mascar chicles me dañaría a la larga el esmalte de los dientes y podía producirme caries; sin contar que éstos engordaban. Siempre me adoctrinaba con el mismo consejo: "¿Lo mejor ante la ansiedad? Pues agua, zumos, fruta o un paseo respirando aire fresco. No masque chicles; tómelo como una orden". Y sin nada de aquello a mi alcance, noté el pulso acelerarse, el bombeo de sangre intensificarse. Sólo podía pensar en dar una profunda calada, y en hacer aros de humo al aire.

Me incorporé del banco y me dirigí a la máquina de chicles con pasos descoordinados, como si tuviera las rodillas dormidas. Introduje una moneda y elegí unos chicles sabor eucalipto y rellenos de maracuyá. Lamenté que no expendieran botellitas de alcohol, del que hacía olvidar el presente. Recogí el producto del cajetín, abrí la caja, eché hacia atrás la cabeza y vacié el contenido en mi boca. Por mis dientes chocaban las pastillas de chicle, que acababan alojándose en el hueco de la lengua. Mastiqué aquellas pastillas, presionando con fuerza las mandíbulas. La anciana con boca de carpa seguía haciendo muecas.

Restaban tres minutos para la llegada de mi tren. El líquido viscoso sabor maracuyá flirteaba con mi lengua, y el efecto balsámico del eucalipto, la anestesiaba. Sentía ambos sabores fusionarse con mi saliva, y formar un néctar que se distribuía por toda la boca, colándose por la nariz a través del paladar; experimenté un intenso frescor. Dejar de fumar había aumentado el potencial de mis pupilas gustativas, y ellas me lo agradecían transformando mi boca en una sala de fiestas. Como si de un cambio de cromos se tratase, los recuerdos, en forma de aros de humo sentado en un banco, dejaron paso otros, donde se visualizaban noches de insomnio, vueltas sobre la almohada empapada en sudor, toses continuas, y la horrible sensación de que por más que intentaba respirar una bocanada de aire mis pulmones no respondían, como si fueran de piedra.

La sirena de un tren que circulaba por las vías contrarias a las de mi andén me devolvió a la realidad. Enfrente, la anciana se incorporaba de su asiento, preparándose para ingresar en uno de los vagones. Éste redujo la velocidad hasta pararse, y se abrieron las compuertas; a través de una de las ventanas observé a la anciana acceder y sentarse, dándome la espalda. El convoy permaneció unos segundos parado, y sólo se escuchaba el zumbido grave de los motores. Tras un sonoro pitido las compuertas se cerraron, y reemprendió la marcha.

¡Me sentía fenomenal! Había conseguido disipar de nuevo las ganas de fumar. Quería pegar botes y besar en la frente a aquella anciana, salir a la calle, y reír con todas mis ganas. ¡Qué bien me encontraba! Y fue quizá por ello, que eufórico y orgulloso de mi fortaleza mental dejé salir de mi boca la masa de goma que masqué con potencia; ésta se deslizó de forma recta hacia el suelo. Desplacé mi tronco hacia delante y arqueé en sentido contrario mi pierna izquierda. Noté cómo se tensaban cuadriceps y gemelos. Cuando la masa alcanzó la altura de mi rodilla derecha empujé hacia delante, con todas mis ganas, la pierna izquierda, y con el empeine golpeé el chicle mascado, conectando una perfecta volea del diablo. La masa de chicle salió despedida como un misil, y atravesó en vuelo rasante las vías, para acabar impactando sobre la chapa de uno de los últimos vagones del tren, que estaba en plena aceleración.

Observé atónito cómo el vagón brincó y se desplazó de forma antinatural hacia el anden, como un avión de papel en medio de un vendaval. El resto del convoy reaccionó como una culebra, y de dos fuertes zigzagueos descarriló por completo, invadió el andén contrario al mío, y golpeó el lateral del tunel, que se desplomó como un castillo de arena, provocando un estruendo que retumbó como un colosal trueno en mis oídos. Al cabo de unos segundos, comenzaron a arder varios vagones, y una fuerte explosión provocó el estremecimiento de toda la estación, como si fuera epicentro de un terremoto. Del techo se desprendió el cartel digital, y se estampó contra las vías. Cayeron cascotes, se derribó la máquina expendedora de chicles, y alguna que otra mampara de cristal estalló en muchos trozos pequeños. Se fue la luz en la estación, pero el amarillo y rojo de las llamas que salían de los vagones, junto con el brillo eléctrico de algunos cables segados ofrecían una visión parcial y terrorífica del panorama. Olía a plástico quemado, a pollo demasiado frito, y al polvo, que se había levantado en una nube densa y tenebrosa.

Balbuceé algo inteligible, sentí mi cuerpo agitarse como si fuese de gelatina, reculé varios pasos, hasta golpearme con una papelera, y decidí desde aquel mismo instante, si lograba sobrevivir, aparte de desapuntarme del gimnasio, llevar siempre conmigo una botella de medio litro de agua. Mejor de dos litros. Los chicles los tenía prohibidos.

27 noviembre 2008

Apoyo a la libertad




Éste es tan sólo uno de los muchos ejemplos de censura a los que se ven condenados muchos entes de información, ya sean periódicos, emisoras de radio, cadenas de televisión, o como en este caso, sitios web.

Nos referimos al dominio
http://www.3almani.org, que en árabe significa "laico", y eso para países medievales como Arabia Saudí es sinónimo de diabólico; eso sí, lapidar a mujeres es de lo más sano y bendito que existe. Este sitio, de libre opinión, habla sin tapujos de la realidad del mundo árabe, sin llegar a ser un panfleto politizado. Simplemente se expresan con libertad, y si alguno está versado en filología árabe podrá verificar dichos argumentos. Y si con esto no fuera poco, estos señores lidian con una pandilla de hackers; una especie de cyber-jihad fanática.

Y como en la Madriguera no nos gustan los hackers censuradores, ni los fanáticos religiosos, y porque los árabes escriben de derecha a izquierda y eso a los zurdos nos gusta, además que la foto del tipo que aparece en primera página nos resulta entrañable, y porque a las horas que escribo este post ya mi mente no carbura, por eso y por mucho más, desde aquí les mandamos nuestro apoyo y ánimo con un post de recuerdo.


¡No a la censura, por favor!

25 noviembre 2008

Hoy no estoy pa nadie (Rocío García)





La noche se presentaba interesante. Después de una intensa semana el calendario nos daba algo de tregua, y por fin, era viernes. ¿La cita? Nueve y media en Gran Vía. ¿El plan? Charlar con una buena amiga y tomar un par de cervezas entre cotilleos y secretos.

Ducha calentita, pantalones, botas, camiseta y andando, que parece que hoy la noche se viste de gala. De camino hacia el metro me entretengo pensando en bares en los que poder tomar algo sin tener que gritar para poder entendernos. Me acuerdo de dos o tres, y pienso, "habrá que jugárselo a los chinos".

La pantalla del andén anuncia un minuto para el próximo metro. Impaciente, espero su llegada, y nada mas abrirse las puertas me apresuro a entrar en el vagón para acomodarme en el primer asiento vacío. Abstraída en mis pensamientos y casi sin percatarme de ello llegamos a la siguiente estación. Tras el pitido que advierte del cierre de puertas un ruido desconocido me saca de mis sueños, y al levantar la cabeza observo que frente a mi se sientan dos chicos africanos que conversan amigablemente en un dialecto desconocido. Sorprendida por lo exótico del momento abandono mis pensamientos y los observo con delicadeza. Hay algo en ellos que me llama la atención, pero no consigo percatarme de qué es; poco tiempo después doy con ello.

Sus miradas están apagadas, encarceladas de tristeza, sus cuerpos derrotados por la vida, sus corazones abatidos de dolor y su adolescencia vendida al mejor postor. En un intento desafortunado por identificarme con ellos trato de recordar mi adolescencia, y todas las imágenes que vienen a mi mente están plagadas de alegría, de buenos momentos, de vacaciones inolvidables, de los primeros amores y las primeras decepciones. Y me pregunto cómo habrán sido las suyas, si habrán tenido ya ese primer amor que dicen que marca toda tu vida, si habrán ido a conocer alguna ciudad lejana, o si habrán reído descontroladamente hasta que la barriga te tiembla como la gelatina. Por desgracia el viaje no va a ser tan largo como para intimar de ese modo, como probablemente mi adolescencia tampoco haya sido ni parecida a la suya.

En mi cabeza dibujo una fantasía, puede que errónea, que explique el porqué de que estén aquí, e inevitablemente recuerdo las pateras al borde del naufragio llegando a Gibraltar. Tal vez ellos tuvieron la suerte de venir en avión pero las imágenes repetidas una y otra vez también crean hábito. Imagino que llegaron con las fuerzas agotadas después de varios días sin comer y beber sobre una barcaza plagada de compatriotas, que como ellos, tratando de hacerse su camino se tiraron a una piscina sin agua. Igual meses después viajaron en los bajos de un camión hasta llegar a Mercamadrid, y presos de la decisión que les empujo hasta aquí llevan mendigando por Madrid los últimos tres meses, escondiéndose de la policía y rezando por que su secreto este a buen recaudo en un "piso patera".

Sin querer cometo el error de pensar "pobrecillos, ¡qué lastima!", pero al instante me prohíbo pensar de ese modo; eso seria condenarles aún más a un túnel sin salida. Entonces pienso que igual la vida les está dando otra oportunidad, o a lo mejor, es que el destino no está donde uno nace, sino hacia dónde le llevan sus pies y, tal vez, el dolor de estos años algún día se recompense con alegría.

El sonido de los altavoces me recuerda que he llegado a mi parada. Me pongo en pie y me dirijo hacia la puerta, no sin antes dedicarles una ultima mirada de "¡Buena suerte chicos!". Llena de optimismo subo las escaleras, convencida que Madrid les dará una segunda oportunidad; pero al llegar a la superficie, ¡todo es tan distinto!

Subiendo por la calle Montera, prostitutas de distintas nacionalidades se refugian en las esquinas, mientras proxenetas enfurecidos las vigilan y recuerdan que hoy es viernes, y son diez mil. Junto a ellas, transeúntes anónimos reclaman sus servicios, y como en los mercadillos de los pueblos, regatean sus polvos. Entre tanto sexo, vendedores ambulantes se afanan en eso que llaman el top manta, vendiendo películas de estreno en oferta de 3x2, a la que acuden desesperados compradores empedernidos por ver la última película de Tom Hanks. En la puerta del Mac Donalds, un vagabundo sostiene un manuscrito de cartón tratando de arañar los últimos céntimos que se esconden en los bolsillos, y tres portales mas arriba un cómico disfrazado de payaso saca una sonrisa a la Gran Vía.

Inevitablemente rebobino quince minutos atrás y pienso en eso que me decían, que la vida da una segunda oportunidad. Y seguramente sea así, pero entonces no entiendo quién es aquí la victima y quién es el verdugo, quién es el ratón y quién es el gato. Si el objetivo es salir a flote, ¿dónde está esa mano tendida a la que agarrarse? ¿Dónde está ese camino al que volver? Empiezo a dudar si la segunda oportunidad ha de ser para el que viene o para el que está, o tal vez, es que ha de ser para los dos.

Presa de la impotencia me enfado con el mundo y con todos aquellos que con sus actos imprimen destinos ajenos. Entre tanto recuerdo aquello que una vez me dijeron en el cole, que la conducta de A influye en la de B, en tanto en cuanto la de B es influida por A, y cómo ambas dos se retroalimentan en una relación perfecta. Así, le encuentro un sentido a tanto desorden. Aun así, tanta indiferencia me angustia, y me gustaría en un acto de rebeldía plantarme en medio de la calle Montera con una pancarta enorme en la que se leyera "NO A LA RETROALIMENTACION"; pero dos segundos más tarde descubro que esta idea sólo ha sido un lapsus de memoria, y que aunque realmente lo crea así, no se puede luchar sola contra el mundo, porque por desgracia el destino también esta plagado de principios moralmente cuestionables y políticamente aplicables.

Desconcertada por la situación me apoyo sobre la cabina de teléfonos mientras espero a mi cita, y de repente me doy cuenta de que mis pantalones son "Made in Taiwan", mi camiseta "Made in Korea", y mis botas seguramente sean "Made in South Africa". Enfrentada cara a cara con mi soberbia, y huérfana de mis ideales, decido posponer la cerveza. De vuelta a casa pienso que esta vez la vida me ha ganado la partida y me ha puesto en mi lugar, pero en la misma moneda siempre hay una cara y una cruz, y quizás en la próxima tirada salga cruz y sea yo quien le cante las cuarenta.




Escrito por Rocío García Ferrero

17 noviembre 2008

Vidas en Sueño - 36 (Divino Antonio)





De nuevo he vuelto a quedarme un rato contemplando la foto de mi abuela, encuadrada en un marco de borde plateado. Es un primer plano de su rostro, donde se aprecian unos ojos marrones, de algodón, posando para el objetivo. Observo su nariz, fina, y una sonrisa que arruga en pequeños hoyuelos las mejillas, ligeramente coloreadas. En la zona derecha su mano sostiene la patilla de las gafas. Y como si dicha contemplación respondiese a una lógica metafísica, empiezo a escuchar dentro de mí la canción de Divino Antonio, aquélla que mi abuela tantas y tantas veces me cantó de pequeño, y que yo tantas y tantas veces le solicité. A pesar de los años transcurridos, aún el ritmo alegre y vivo de la canción logra trasladarme hasta su habitación; me arropa junto a ella. Siento el calor de sus manos recorriendo mi cara, el olor de su perfume, su voz, y su pelo blanco como la nieve. Esa melodía, como otras veces, me hace flotar en el tiempo, aterrizar en el pasado, y repasar aquellos meses que compartí a su lado.

Yo tenía por aquel entonces seis años, e iba camino de los siete. Vivía en Marbella, localidad de la Costa del Sol malagueña. Siempre fui un muchacho con muchas inquietudes, y con un saco de cosas nuevas que aprender. Toda decisión adulta provocaba en mí poco menos que curiosidad, y como una ametralladora disparaba sin respiro preguntas de todo tipo. Es por ello, estoy casi convencido, que mi madre se vio obligada a darnos explicaciones detalladas de por qué tomamos un autobús, o tren, no recuerdo, rumbo a Madrid, en lugar de ir a la playa, como todos los días.

De aquella etapa madrileña recuerdo el Ford Fiesta gris de mi abuelo, las mañanas en el parque jugando a perforar el suelo, la ensalada campera que tenía que comerme - a pesar de mi odio reconocido a las patatas cocidas mezcladas con vinagre -, las lecciones magistrales de mi tío para aprender a atarme los cordones, aquel colegio al que asistí durante tiempo, el respeto que me producían los ascensores, mis inicios como forofo de la Selección Española, pero ante todo, recuerdo con total nitidez los momentos pasados con mi abuela. La mayor parte del tiempo ella permanecía tumbada boca arriba en la cama, ligeramente incorporada mediante unos almohadones, y con sus gafas de ver colocadas sobre la nariz. Y cómo no, yo siempre irrumpía como una tormenta de verano en su habitación. El modus operandi era sencillo. Alguno de mis tíos, mi abuelo o mi madre abrían la puerta de entrada, y nada más atravesarla, esquivando a los que cerraban el paso, correteaba hasta su dormitorio, y me precipitaba con un salto en plancha sobre la cama. Eso me granjeó más de una bronca. Pero mi abuela salía en mi defensa, excusándome, y quitándose las gafas, me sonreía, revolviendo los pelos de mi cabeza con su mano. Calmada la situación, yo le relataba qué cosas había hecho en el día, y ella acariciaba mi rostro, sonriéndome; siempre sonriéndome. Luego le pedía que me contase historias, cuentos, pero sobre todo la canción de Divino Antonio. Me la cantaba con tono de voz bajo y relajado, con ritmo, marcando el tempo; y me imaginaba la escena, siendo Antonio, rodeado de pájaros revoloteando y piando. Y por todos lados respiraba el aroma de un jardín plagado de jazmines, de rosas, de lilas, y del césped recién segado. Podía sentir las garras de los pájaros posándose en mi hombro, cuando las uñas de mi abuela acompañaban la historia, y me reía por las cosquillas producidas. Me sentía muy bien junto a ella, era muy feliz.


La noche y día posterior a su fallecimiento es quizá el tramo de tiempo que peor recuerdo de esos meses. No fui al funeral, y a mi mente vienen las palabras de mi madre esa misma mañana; "hijo, la abuela se ha ido al cielo". Recuerdo a mis familiares con los ojos enrrojecidos, cabizbajos, paralizados como estatuas de piedra. La casa permanecía en absoluto silencio, y yo intentaba masticar a mis seis años las palabras de mi madre, dejando de lado preguntas; sabía que no era el momento de preguntar. No lloré, y ni en ese momento ni en ninguno otro de mi vida he sentido mis tripas revolverse, el corazón bombear con fuerza y al rato pararse de golpe, u otras sensaciones que dicen se tienen al perder un ser querido. Todo lo contrario; sólo escucho la canción de Divino Antonio una y otra vez, como ahora mismo, mientras contemplo con una pequeña sonrisa su foto.

12 noviembre 2008

Vidas en Sueño - 35 (Abismo)



Luis apoyó la pierna, y con ello parte del peso de su cuerpo, sobre una roca, casi al borde del acantilado. Desde ahí contemplaba el manto azul añil del mar, el cuál arrugado, mostraba miles de espinillas en forma de espuma. El viento le traía el aroma inconfundible de aquel agua salobre, que ascendía desde abajo, por el continuo chocar de las olas contra el muro de piedra, y de paso se filtraba por cada escondite de su cuerpo, hasta el punto de sentirse como una enorme esponja. A su vera, Alfredo permanecía quieto y erguido, con el brillo del sol rebotando sobre sus gafas oscuras, y con su gabardina de cuero, abrochada, moviéndose a merced del viento.

- ¿Qué te parece esto? - dijo Luis, mientras jugueteaba con unos pocos guijarros.

Alfredo no dijo nada, simplemente introdujo sus manos en los bolsillos de la gabardina, y gargajeando con cierta violencia, escupió al vacío. Luis sabía que no era hombre de muchas palabras, pero había aprendido a entender sus estados de humor; y casi con total seguridad podía asegurar que su compañero no estaba a gusto en aquel sitio. Él solía hablarle cuando ambos se mezclaban en el bullicio de la gran ciudad, en las columnas de humo de los coches atascados en las grandes avenidas, y sobre todo entre periódicos y aire denso del vagón de metro. No obstante, su compañero muchas veces le acompañaba a sitios tan distintos como en el que se hallaban. Impredecible.

- Lo que no entiendo es qué cojones hacemos aquí. Con la edad chocheas – rompió Alfredo su mutismo.
- ¡Coño Alfredo! ¡Si has hablado!
- Pues claro que hablo, no como algunos gilipollas que te cruzas con ellos y no te dicen ni "hola". Esos merecerían morir... - hizo una pausa, y de nuevo escupió - Incluso tú mereces morir. Mírate, aquí en mitad de la nada, haciendo el memo, creyendo que por ver cuatro olitas tu vida va a cambiar de golpe. ¡Deprimente!

Luis miró desaprobadoramente a su compañero, y éste se encogió de hombros. Odiaba hablar de muerte, más aún con Alfredo; parecía que era el único tema que le interesaba, ver gente muerta y ensangrentada por las aceras, ver niños suicidándose desde las ventanas, perros devorando los cadáveres de sus ancianos amos. Pero sobre todo odiaba que le recordara que su vida era una ruina, que nada le hacía feliz; ¡eso ya lo sabía! No necesitaba que cada dos por tres hiciera de Pepito Grillo.

- No me cuentas nada nuevo Alfredo - suspiró.
- Pues si no te cuento nada nuevo, ¿por qué cojones no haces lo que debes hacer, por una vez en tu vida?
- Porque ésa no es la solución. He de solucionar mis problemas, no esquivarlos.
- Tus problemas no tienen solución. Sabes de sobra que tu mujer te engaña con otro, que estás en el paro desde hace muchos meses y que con tu edad es imposible encontrar empleo, que tu hijo dejó de hablarte hace mucho tiempo (mejor, era un gilipollas más), y que todo lo que haces te sale al revés - giró el cuello, y torció la sonrisa - . Eres pura mierda compadre, pura mierda.


Sus argumentos le habían vuelto a desarmar. Siempre lo lograba. Luis cogió una pequeña piedra del suelo, y la estrujó con fuerza; observaba cómo poco a poco sus nudillos se tornaban blanquecinos, y cómo se agarrotaba su antebrazo. Entre sus mejillas dos lágrimas se deslizaban. Apretó los dientes, y con un violento movimiento de brazo lanzó la piedra a un punto indefinido del mar. Por el rabillo de su ojo pudo ver cómo Alfredo negaba con la cabeza.

- Luisito, Luisito, lanzar piedras es lo que hacen los niños cuando se aburren, y los bohemios porque sí. Y tú no eres ni un niño ni un bohemio. Eres un despojo humano, carroña para buitres. ¡Anda mira, como el que se folla a tu mujer!
- ¡Deja de recordármelo ostia! - Luis se encaró con Alfredo.
- Lo primero de todo, no me vuelvas a alzar la voz. Y segundo, sé un hombre y haz lo que tienes de hacer, ¡imbécil! Tienes ante ti una preciosa caída de muchos metros donde reventar tu cabeza; indoloro, rápido, y que hasta un inútil sabría hacerlo. Si no, ¿para qué coño me has traído aquí? ¿Para contar chascarrillos de ultramar?

Tras ellos, los matorrales se agitaron, dejando claro la presencia de otra persona más. Luis giró el cuello hacia aquel punto, y observó cómo una mujer de pelo castaño rizado, cuerpo menudo, vestida con pantalones vaqueros y sudadera aparecía en escena. Era María, su mujer, y por el bolsillo de su pantalón asomaba la carcasa morada de su teléfono móvil. No necesitaba mirar a su lado, porque sabía de sobra que Alfredo había vuelto a huir; muchas veces le dijo que no soportaba pasar ni un sólo segundo compartiendo el mismo oxígeno que María. Ella se acercó con gesto serio y preocupado, e hizo amago de tocar el brazo de Luis, pero éste lo apartó bruscamente.

- ¿Se puede saber qué mosca te ha picado Luis?
- Una con gabardina de cuero y gafas oscuras.
- ¿De qué narices hablas? - preguntó María, arrugando el rostro como una uva pasa.

Luis no respondió, y tembloroso, tiritando, con los ojos enrojecidos, dio dos pasos hacia atrás.

- Luis, ¡apártate de ahí, por el amor de Dios! ¡Que te vas a caer!

El tercer paso aterrizó sobre la nada, y su propio peso hizo el resto. Cayó al vacío. Durante aquellos metros de caída, suspendidos en el tiempo, lo último que escuchó fue a su mujer gritar, y lo último que observó, ironías de la vida, a Alfredo junto a María, sonriendo.

11 noviembre 2008

Vecinos (Ainhoa Rebolledo)




Él era el vecino de arriba y ella, la de abajo. Eran vecinos de toda la vida. Eran los vecinos de la sal, del azúcar, del pan rallado. También eran los vecinos de la batidora y del taladro. Incluso un día fueron vecinos del quedarse sin agua caliente en casa.

Hasta que un día, cosas de la vida o más bien por aparecer desnuda y enjabonada en la casa del vecino, dejaron de ser vecinos y pasaron a ser pareja. Por eso en su nueva casa la comida estaba sosa, los pasteles sabían amargos, los filetes nunca estaban empanados. La mayonesa se cortaba y no tenían cuadros colgados en las paredes. Eso sí, nunca pasaron frío debajo de la ducha.



Escrito por Ainhoa Rebolledo


03 noviembre 2008

Vidas en Sueño - 34 (Fuego en la conciencia)




Apoyada sobre el ventanal del local, y dando la espalda al bullicio de gente que al otro lado del mismo transitaba, Elena removió con la cucharilla el azúcar amontonado sobre la superficie cremosa de café de su taza blanca. En todo momento pensaba qué carajo hacía en aquella cafetería, por qué acabó accediendo a la petición de Ariadna. Desde aquella noche de verano de hace dos años su manera de verla cambió, para mal, y sólo recordar lo sucedido le provocaba vergüenza y rechazo. Se sentía ridícula esperándola, y tan sólo la insistencia de su amiga en verse era la anclaba a la silla. Llevaba mucho tiempo evitando aquel encuentro, evitándola a toda costa, no contestando a sus llamadas, a sus correos electrónicos.

A medida que el azúcar se disolvía en el café, las mesillas de porcelana se transmutaron en muebles antiguos y polvorientos; las paredes amarillentas en otras blancas adornadas con varios pósters; las cabezas de gambas y huesos de aceitunas concentradas alrededor de la barra en libros y revistas revueltos. Allí estaban, Ariadna, Claudio y ella, en una calurosa tarde de agosto; su amigo, limpiándose la ceniza que le cayó a través de su camiseta sin mangas, y ellas riéndose de la situación, sin moderación alguna en sus carcajadas. Los tres estaban reunidos en torno a una botella de whisky medio vacía y tres vasos alargados, que se vaciaban y se llenaban en un ciclo descoordinado; en el tocadiscos, un vinilo de un grupo de rock, del duro. Hablaban de lo aburrido que era Claudio, siempre enfrascado en sus libros y en sus estudios. Ariadna le señalaba con dedo tembloroso, afectada por el vapor de alcohol, y Claudio se defendía con palabras que escupía descontroladamente, unas inteligibles, otras meros balbuceos.

Elena no paraba de reír. Sólo reía. Ariadna, creyendo que su amiga estaba poseída, la besó bajo pretexto de exorcizarla. Sus labios, cálidos y mojados, carnosos, blandos, casi líquidos, se fusionaron con los de Elena, fríos y tensos al principio. Se sentía confundida, extrañada, pero desde su vientre un calor ascendió hasta su boca, devolviendo la tibieza a sus labios. Sin saber cómo aquel beso femenino le atrapó con la misma fuerza que el de un hombre. Observó a Claudio, y éste, con sus manos aferradas con fuerza a su vaso, asistía perplejo a la escena; ellas siguieron besándose, con creciente intensidad. Elena no pensaba, sólo se dejaba llevar. Minutos después, Ariadna invitó a Claudio a unirse con un guiño, mordiéndose su labio inferior.

Éste dejó el vaso y se reincorporó de su asiento. Elena sentía las uñas de su amiga recorriendo sus hombros, alternando con su vientre, con sus muslos, como una culebra traviesa. Cuando él llegó, le sintió como ascua en su cuello, el cual era castigado con mordiscos profundos, crispando sus nervios. Las risas alborotadas dejaron paso poco a poco a un coro de suspiros, y rápidamente la habitación aumentaba en temperatura, o al menos eso sentía a través de sus orejas, que ardían. Poco a poco fueron perdiendo ropa. Su cuerpo temblaba como gelatina. Cada caricia y beso que recibía alteraba su piel, que se erizaba violentamente. Definitivamente, el placer al que era sometida abortó todo intento de concienciación de la situación; dentro de ella sentía una hoguera descontrolada, que amenazaba con calcinar hasta el último rincón de su cuerpo. Los jadeos de Claudio eran graves y melosos, y su cuerpo endurecido se movía impulsivamente. Ariadna no dejaba de acariciar cada poro de su piel, de besarlo, de morderlo. Y Elena entró en ebullición; fue dinamitada, y comenzó a temblar con espasmos horribles, mientras la montaña seguía volando en mil pedazos, y la hoguera traspasaba su boca, convertida en aullido de lobo.

El zumbido de tertulia de fondo de la cafetería le transportó de vuelta a la realidad. Y ahí seguía, removiendo azúcar sobre su taza de café. La puerta de entrada se abrió, y apareció su amiga Ariadna, vestida con traje azul marino y blusa blanca. Escrutó a ambos lados del local, hasta que ambas miradas se encontraron. Sonrió, y agitó su brazo derecho, aproximándose hasta su mesa. Ariadna tomó desde el inicio la conversación, y tras afrontar diversos temas triviales, los cuales Elena sólo respondía con monosílabos y sonrisas forzadas, endureció el rostro, y con tono de voz más apagado le dijo:
- Elena, tengo cáncer de páncreas. Me lo detectaron demasiado tarde, y no creen que llegue a final de año.
- Ariadna, yo... - balbuceó, incapaz de seguir la frase.
- Esto mismo intenté decirte meses atrás, pero nunca respondías a mis llamadas; si hubiera sabido que mandándote aquella carta me habrías hecho caso antes, - tomó aire, y dejó escaparlo en un suspiro prolongado - la hubieras recibido en tu buzón mucho antes.

Las voces se apagaron, una cortina negra tapó ventanas y bombillas. Elena enmudeció, y mil estados de ánimo se anudaron en su garganta, asfixiándola. Estaba mareada, tenía ganas de llorar, sentía arder sus ojos. Ariadna sonrió con ternura, y le acarició su rostro, intentando hacer de bálsamo.

- Elena, no te preocupes por mí, ni tengas remordimientos de conciencia. Sólo te pido que me recuerdes por cómo te besé aquella vez, no por cómo moriré.

29 octubre 2008

Vidas en Sueño - 33 (Tinieblas)




La luna osó hablar a las tinieblas.
Empezó susurrando,
apenas se le escuchaba.
Tenía miedo,
las tinieblas no perdonan.
Pero de plata sacó valor;
y gritó con valentía, con mucha honra.

Quería expresar dolor de mariposa,
olor de acre en las amapolas,
ausencia de frío en la orilla
de pensamientos en la madriguera.
Deseaba transmitir piel de limón,
seca, amarga.
Alegó falta de vida en la sombra.

Las tinieblas amartillaron recuerdos,
golpearon en sus heridas.
¿De qué te quejas amiga,
si escondes tu brillo en las noches negras?
Justificaciones de aire y copla,
que nocivas galoparon por las estrellas.
La luna se vistió Nueva.

Y en la negrura de la noche ellas gobiernan,
sin muro de violencia.
Tan sólo recuerdan que todos somos hijos,
de una gran incongruencia.
Pero estrellas y luna retan al olvido,
y las tinieblas callan.
Otorgan las malvas en cementerios.

28 octubre 2008

Vidas en Sueño - 32 (Exilio)




Tras retirar con la mano el vaho de la ventanilla, y mientras con el roce sentía ésta gélida como el hielo, pude ver con más nitidez el paisaje de olivos, que en tupido manto cubría llanuras y cerros, hasta donde la vista alcanzaba. No se vislumbraba nada más que olivos, tierra, y unas nubes horrorosas en el cielo, amoratadas de tanto empujarse entre sí para lograr un hueco en el cielo. También mirando al frente se podía contemplar la carretera nacional, que como una serpiente reptaba en dirección norte hasta esconderse más allá de una loma. Se nos presentaba bacheada y antigua, parca en señales, mezquina en seguridad, desierta de vehículos a excepción del nuestro, y de algún tractor que de vez en cuando rebasábamos. Es por ello que prefería seguir mirando a través de la ventanilla, esperando ver un grupo de jornaleros vareando el olivar, o quizá alguna liebre parda brincando frenética entre los árboles. Cerré los ojos, con mucha fuerza, hasta dolerme, y me imaginé corriendo con mis amigos de la infancia por esos mismos campos, buscando piedras raras, bichos raros, explorando zonas raras, dejando pasar la tarde entre la naturaleza y nada más; respirando tierra humedecida por el rocío, escuchando el sonido del viento filtrado por las ramas, acariciando la áspera corteza de un olivo, recorriendo con mis manos su tronco, delgado, repleto de nudos.

La voz acartonada y grave del locutor de radio - acompañada de una estridente música - me sacó de mi ensimismamiento, con la misma potencia que se extrae el tapón de corcho de una botella de cava. Con un deje andaluz moderado invitaba al oyente a visitar una fábrica de muebles, de un pueblo que centenares de veces había ubicado en el mapa regional, y que jamás imaginé se dedicase a ello. "¡Gran inauguración!¡No se la pierda, muebles por la mitad de precio!¡Vengan a visitarnos!". Dentro de mí lamenté no poder siquiera considerar la oferta, y ese pensamiento amasó con un rodillo mi garganta. El locutor cesó en el anuncio, y al instante, a través de los altavoces del coche una rumba nos envolvía de arte flamenco. Ritmo desenfadado, acelerado, pegadizo, con un guitarreo exagerado, que a mi padre le impulsó a tamborilear el volante de forma coordinada, con el acompañamiento en los tarareos por parte de mi madre; una euforia extraña se respiraba en el coche, y yo seguía anudado al olivo, confundido en los remolinos de las olas. Terminó la rumba, y mi madre giró el cuello, buscando mi mirada. Se la devolví, intentando aparentar comodidad, procurando sonreír como si todo marchase bien; no pude separar mis labios, tan sólo estirarlos levemente, con denodado gesto.

El viaje se desarrollaba sin mayor incidencia, a pesar de que me sentía angustiado. Cada kilómetro recorrido era un paso atrás a lo que sentía mío, y uno adelante en el largo pasillo de lo desconocido. El paisaje seguía siendo gobernado por centenares de olivos, aunque de vez en cuando una gasolinera, un restaurante de paso o un pueblo rompían con la monotonía; estábamos atravesando una zona de varios municipios, y la cal de sus fachadas, blanco puro, se enredaba con la majestuosidad del campo, ocre y verde. El firme de la carretera había mejorado notablemente, y habíamos dejado atrás aquella víbora venenosa; ahora íbamos a lomos de una ballena, tranquila y de piel lisa. Mis padres conversaban sobre temas triviales, y fuera, en aquellos lugares habitados, la gente paseaba mirando al cielo, como única preocupación. El humo del tabaco que se deslizaba desde la parte delantera, como una niebla densa, embriagante, se filtraba poco a poco a través de mis fosas nasales, aturdiéndome, mareándome. Causaba en mí un efecto narcótico, y mis párpados poco a poco pesaban más y más. ¡Pero no quería dormirme! En el fondo me sentía ridículo pensándolo, pero quería fotografiar y revelar en mi memoria cada imagen que proyectaba a través de las pupilas.

Una copla en su punto álgido de guitarra, con la tonadillera desgañitándose en un canto lastimoso, me sacó del sopor, y tras observar el decorado a través de la ventanilla, comprobé que me había quedado dormido. Sobre el cristal se estrellaban y deslizaban gotas de lluvia, que con su repiqueteo constante me suministraban cierto placebo. Se contemplaban montañas vestidas con pinos y hayas, y una carretera más escarpada; el automóvil había reducido la velocidad, y en cada curva descubría una vista renovada de la situación. El sonido del mar había dejado de ser perceptible, ya no olía a orujo, y mi saliva, seca, había dejado de flirtear con el desayuno. Me sentía sin abrigo en mitad de una tormenta de nieve. Deseé gritar a mis padres que no quería irme, que aquello era un error; para qué irnos de un sitio donde anuncian muebles en pueblos insólitos, donde la playa es lo primero que ves al despertar, donde vives por y para las estrellas, donde los boquerones saben a brisa de mar, donde el geranio se confunde con el clavel en miles de macetas expuestas en terrazas, donde la gente saluda por la calle sin mirar carnet de identidad, donde mi sonrisa sí era fiel. Quería hacerles ver que Madrid no era la solución a un mejor futuro, laboral y personal; así lo intuía.

No les grité; ni tan siquiera balbuceé sonido alguno. Con resignación y valentía, con miedo, y sobre todo con melancolía, sin dejar el coche de perdonar metro alguno de asfalto, llegamos a la altura de un cartel que rezaba "Fin del límite Autonómico de Andalucía. ¡Vuelva pronto!".

27 octubre 2008

Vidas en Sueño - 31 (Heridas de teclado)




Arden mis dedos al roce del teclado;
memorias impresas en triste dietario.
Escudriño horizontes de barro,
de humo incomestible.
A su dorso suceden temores,
rencores,
resignaciones bañadas en aceite.

El teclado, ése extraño confidente,
que nunca anima, y siempre aprende.
Culmina pensamientos, que sólo él entiende.
Mis palabras las acuna;
las muestra a mis ojos.
¿Una conciencia?
Me inclino por un sutil morbo.

Nuevamente recurro a su morada,
aquélla que anida en un abismo de silencio,
de confidencia absurda.
Y escupo, escupo con fuerza,
hasta ver cómo ascuas encienden mis yemas.
¡Cómo puedo lograr sacar mis entrañas en pantalla!
¡Exijo corcel con jinete de razones! ¡Esto no galopa!

Y en la madriguera desgarra fibras un zorro,
engulle con potencia puñetazos en la sombra.
Enseña los colmillos,
mas gruñe sin fuerza.
Hiberna con firmeza de bohemio,
y sueña sin hacerlo que devora.
¡Invierno de cucarachas que trepan por la esencia!


Aldeas de ositos de mermelada,
saludan con bombas sin aroma.
Truenos de cerillas, arrojadas hacia una vela,
encienden la hojarasca,
que por pereza no se acicala.
El zorro se relame, el zorro se codea
con la incertidumbre de una luna oscura.

Este teclado, no arde; ¡quema!
Y oigo flamencos cantar sin castañuelas,
panaderos sin masa, eructar con benevolencia.
Cacofonías de telefonista... simpleza.
Voces que un alma de viento no comprende,
si no inyecta deseos envenenados.
¡Silencio, esconde a las avispas que merodean!

Y sopla el zorro ciclones, enhebra números,
vaticinando finales que el teclado ignora.
Se cuelga en negro a una hoguera,
a una puerta de estrellas y olas.
¡Sé golpeado teclado! Agoniza en la estepa,
aquélla donde conocí al instinto.
¡Temblad lluvia, zorro y agria espera!

No existe congruencia,
ni versos sin sangre.
Final con temperamento de una tormenta.
Salga la luna,
escuche el zorro.

20 octubre 2008

Vidas en Sueño - 30 (Malabares al curry)




Dentro del cuenco, hecho de un material a caballo entre el plástico y la escayola, decorado con flores de mil colores y pájaros extravagantes, flotaban unos trozos de ternera y verdura sobre salsa de curry. Miguel introdujo los palillos, intentando pescar un trozo comestible en aquella laguna de especias y aceite. Unos segundos más tarde un trozo de pimiento verde salía a la superficie, atenazado, arrugado y sudoroso; se lo llevó mecánicamente a la boca, con parsimonia, sin prisas, mientras contemplaba la calle desde el ventanal del restaurante. Masticó el trozo de pimiento con fuerza, aprisionando el alimento entre sus muelas, apretando con fuerza las mandíbulas. Afuera comenzaba a llover, y los paraguas poco a poco florecían en sus múltiples tonalidades de formas y colores. La imagen acompañaba una canción de bossanova electrónica - el último grito musical para bohemios estrellados en busca de paz interior - que sus auriculares emitían a bajo volumen; era una melodía tranquila, pausada, suave, con ritmo comandado por trompeta y voces femeninas sensuales.

En el instante en que Miguel volvía a sumergir sus palillos en la ciénaga de su cuenco, un tipo apareció contiguo al semáforo. Le observó de refilón, en el momento en que éste se despojaba del abrigo. Desvío su foco de atención, escudriñando el bol en busca de un trozo nuevo que llevarse a la boca, y cuando devolvió su mirada, aquel tipo anónimo empezaba a dar piruetas en el paso de cebra, aprovechando que el semáforo detuvo la marcha de los vehículos. Con agilidad dio cuatro mortales hacia atrás, para culminarlo con una voltereta lateral y una reverencia con la cabeza descubierta y su boina parda de cuadros rojos y verdes agarrada en su mano izquierda, inclinando el cuerpo de tal modo que formaba un ángulo perfecto de noventa grados.

Su piel cobriza contrastaba con el blanco de sus ojos y sus dientes, ambos exhibidos en todo momento; sonreía y miraba de forma muy expresiva, con sus labios carnosos estirados y los párpados tensados. Llevaba un pendiente de aro en cada oreja, su nariz era curvada y chata, y se le marcaba perfectamente la quijada. Era de estatura mediana, complexión delgada tirando a famélica; unos sesenta kilos. Vestía un camiseta verde de mangas largas bajo un mono holgado. Sus pies, eran abrigados por unos botines desgastados y negros.

Tras la presentación a sus "auto espectadores", el saltimbanqui urbano sacó de su mochila tres mazas de gimnasia artística, una de cada color: blanco, rojo y azul. Uno a uno, los fue lanzando al aire, trazando un triángulo perfecto entre sus manos y el cielo, con una coordinación que rozaba lo armónico. La lluvia, que se deslizaba por el ventanal, no le impidió ver treinta segundos de malabarismo; primero la maza pasaba por una mano, luego flotaba en el aire, y por último acababa en la otra mano. Un bucle sincronizado de treinta vueltas. Aquel hombre no dejaba de sonreír a las nubes, con sus ojos clavados en el número que estaba representando. De vez en cuando gesticulaba, amagaba la caída de una maza en el capó de un vehículo, guiñaba el ojo a algún transeúnte curioso, y sin perder en ningún momento su sonrisa de dientes blancos.

El aburrimiento del almuerzo se trastocó en un momento ameno y original, y no pudo evitar aplaudir. Algún parroquiano observó a Miguel mientras éste, protegido por el ventanal, reconocía con reservada euforia la exhibición. En la calle, los peatones corrían con sus paraguas y periódicos sobre la cabeza ante la inminente reanudación de la circulación. Mientras tanto, el malabarista, con el agua de lluvia deslizándose por todo su cuerpo y pegando la camiseta a su tórax, pasaba entre los coches con la boina boca abajo, esperando recaudar alguna limosna. De ningún coche mano alguna brotó con algo de dinero que entregar.

El semáforo cambió a verde, y el artista salió con paso vivo de la calzada. Una vez en la acera de nuevo, abrió la mochila y guardó las mazas. Luego, con ambas manos, escurrió la boina y se la colocó de nuevo sobre la cabeza. Cuando Miguel terminó de comer, el malabarista continuaba jugando con sus mazas al aire, ante una nueva horda de coches enfurecidos y humeantes; escurrió bajo el bolsillo del abrigo del artista, el cual estaba depositado con esmero sobre la mochila, un billete de cinco euros. Se alejó con paso lento, y después de andar varios metros, giró sobre sus pasos para ver entre el mar de la ciudad tres peces de colores bailando con el agua.

16 octubre 2008

Jamendo, música sin barreras




Hace poco, en una de mis incursiones alocadas por Internet, di con una web titulada Jamendo (http://www.jamendo.com/es/). He de reconocer que antes de abrirlo, y por el nombre de la misma, esperaba encontrarme el portal web de algún distribuidor de jamones serrano (jamendo,... jamones, ya sabéis, juegos de palabras jejeje); y sin ir más lejos, me encontré un sitio de esos que van a favoritos al instante.

Jamendo es una web de música con derechos de autor libres; es decir, no hay que pagar por escuchar o descargar la música (el llamado Creative Commons). La web, a su vez, no te tortura con pop-ups innecesarios, banners del infierno, ni demás molestias; su interfaz es muy cómoda e intuitiva, y su sistema de búsqueda por etiquetas lo hace de lo más sencillo. Las descargas las puedes efectuar bien de forma directa (con un rate de bajada muy bueno), bien mediante bitorrent.

La música se baja en archivos zip, y la calidad es muy buena en todas sus canciones; es decir, se hace un seguimiento serio de lo que la gente sube al servidor para compartirlo con el resto.

Cómo no, tiene un perfecto esqueleto de RSS - subscripciones para los profanos en el tema - que lo hace si cabe más cómodo.

Y por último, y no menos importante, la comunidad, que complementa perfectamente a este sitio. Los foros son recomendables, casi sin trolls, al menos en los de habla hispana; ya es de agradecer jejeje.

Es por ello que desde la Madriguera os aconsejamos con diez estrellas y siete tenedores esta web. Probadla, no os defraudará.

Os recuerdo la web: http://www.jamendo.com/es/

13 octubre 2008

Vidas en Sueño - 29 (Ensayo sobre un recuerdo)




Una vez hubo alcanzado la posición del atril, se desaflojó el nudo de la corbata, y carraspeó con fuerza, haciendo notar a los demás que iba a iniciar su discurso. Dedicó unos instantes a contemplar los rostros de sus oyentes, unos apenados, otros compungidos, y el resto totalmente inexpresivos, como si estuvieran hechos de cartón piedra. Devolvió su mirada al papel desde el que dirigiría su discurso, y con voz grave comenzó a leer:

"Nunca hubo nadie que pudiera hacerle callar, en cuanto a chistes se trataba. Siempre tenía uno mejor que contar, y aunque realmente, a los que los sufrimos más a menudo, no nos hacía mucha gracia, sólo su entusiasmo nos contagiaba, y acabábamos riendo junto a él. Gesticulaba y enfatizaba los momentos claves del chiste, manejando el tempo, viviendo el momento. Su especialidad siempre ha sido hablar; hablar y reír. Quizá no exista en el planeta una lengua tan musculada y locuaz como la suya, y lo demostraba a menudo, cuando nos contaba alguna de sus batallitas; por ejemplo, quién no le ha oído su maravillosa historia acerca del chándal con el que apareció en la oficina en su primer empleo, o aquélla en la que tuvo que improvisar ser policía para que le quitaran una multa de aparcamiento. Eso sí, nunca hablaba de política ni de religión, y sin embargo disfrutaba con los debates televisivos, especialmente los de la Cámara de Diputados.

Siempre recordaré la forma en que echaba sirope de fresa a sus tortitas. Primero las trozeaba con mucho esmero, sin prisas, y de tal modo que en un par de minutos, en lugar de tres o cuatro tortitas, se veían decenas de formas geométricas, casi perfectas. Luego volcaba cantidades inhumanas de aquella golosina sobre los trozos, obteniendo una masa viscosa, que coronaba derramando un sobre de azúcar, chocolate, o nata. En la mesa siempre ha comido de todo, menos las famosas patatas cocidas con vinagre; alguna vez, sólo para chinchar, mi madre las colocaba camufladas entre el pescado hervido. Él se abalanzaba con gula al plato, como un tigre que agazapado espera hasta aparecer su presa, sin emitir ruido alguno
(de hecho era el único momento del día en que podía permanecer callado más de cinco minutos), salvo el de sus mandíbulas masticando con velocidad y potencia, y al descubrirlas y posteriormente olfatearlas, asiendo una de ellas con su tenedor y dejándola muy cerca de su nariz, contraía el rostro de tal manera que nos era imposible aguantar la carcajada. No sólo era buen comensal, también era un gran cocinero; de su madre aprendió a hacer varios guisos, y el que mejor le salía, sin duda alguna, era el salmorejo.

Muchos de los aquí presentes habrán jugado con él varias partidas de cartas, especialmente al mus; era una de sus mayores aficiones. De hecho, en mis recuerdos aparece muchas veces por el pasillo, barajando una y otra vez, de mil maneras distintas, y buscando contrincante. Un tipo azaroso, y un duro rival, envidaba a la grande con tal pasión que nadie se atrevía a superar la apuesta, aún llevando una buena jugada. Fumaba siempre un puro tras acabar la partida, llevándose el cigarro a la boca con extrema lentitud, la misma con la que aproximaba y acurrucaba en su mano la llama de la cerilla encendida; luego daba una profunda calada, y reclinándose en la silla hacia atrás, comentaba normalmente algún chascarrillo divertido.

Tampoco nos olvidamos de sus magníficas coartadas con las que se fugaba al pantano a pescar; un amigo en apuros sentimentales, un negocio que pulir, una conversación padre-hijo que mantener... todo servía para arrojar con brío el anzuelo a las aguas sin oír previamente el sermón de su esposa. Se podía tirar horas sentado sobre una roca, silbando o tarareando alguna canción inventada por él mismo. Y cuando picaba algún pez siempre era cómico ver su asombro, como si fuera la primera vez que le ocurriera en su vida; se levantaba nervioso de su asiento, agitado, y dando pequeños saltitos. Producto de estos movimientos no era raro el día que su sombrero de pescador acababa en el pantano.

Sea como fuere, siempre le recordaremos por estos momentos, pues aunque volviera a casa muchos días bramando acerca de su jefe, aunque aprovechara un descuido tuyo para pellizcarte el cogote, incluso aunque eructara con cierta potencia por el simple placer de poner histérica a su mujer, Matías, mi padre, siempre será recordado por aquellos momentos en los que de un modo a otro nos hacía sentir felices."


Una vez llegado al fin del manuscrito levantó nuevamente la mirada, mientras plegaba con pulso nervioso el papel leído. Se bajó del atril, y acariciando con suavidad y parsimonia el ataúd, volvió a su asiento envuelto en el mayor de los silencios.

12 octubre 2008

Todo un coñazo




"Coñazo" fue la palabra elegida por Mariano Rajoy para describir lo que para él significan unos cuantos tipos armados y disfrazados desfilando de forma coordinada. Su inafortunada frase - hecha en off, fuera de cámaras - fue captada por los micrófonos de varios periodistas, haciendo que fuera ésta la noticia de la jornada. Lo siento Fernando Alonso, era postear sobre tu segunda victoria o sobre esta gran frase, de la que por cierto, estoy profundamente de acuerdo.

Y no es el único que lo piensa. De hecho estoy convencido que el líder del PP habrá recibido un par de ramilletes de flores enviadas con cariño desde Izquierda Unida. Desde la Madriguera no le enviamos flores, que son caras y se marchitan rápido; en su honor le dedicamos una entrada de blog, intentando dejar para la posteridad una de las mejores frases con las que se puede denominar el Desfile de las Fuerzas Armadas, o mejor dicho, de la Hispanidad.

Además, ¿qué necesidad hay de hacer marchar a estos señores por mitad de la Castellana?¿Qué necesidad hay de gastarse gasolina para que cuatro tanques desfasados y dos motocicletas pasen bajo un tronado himno? Con lo agradable que es Madrid en otoño, hubiera sido mejor llevarse a la parroquia a tomar unos bocatas de calamares a la Plaza Mayor.

En resumen, menos tanques y más diversión para nuestro pobre amigo Mariano.

05 octubre 2008

Vidas en Sueño - 28 (Así eres tú)




Mientras paseamos por Madrid, mientras enlazamos la historia viva con la que reposa bajo edificios y monumentos, te observo desde la seguridad de mis pensamientos mudos. Contemplas el Palacio Real, bañado en noche y sombras de luna, apoyada en relajación y tranquilidad. A la derecha queda el jardín de Sabatini, y desde allí nos llega el sonido de las fuentes; música de fondo, motivo suficiente para intentar dibujarte.

Ojos marrones, sabios, templados y expresivos, que recorren con detenimiento cada palmo de la fachada del palacio. Mastican lentamente lo que ven, impiden a los párpados moverse, resaltando el feminismo de tus pestañas, que te has arreglado para el momento. Ellas anuncian la fascinación de tu mirada porteña. Me observas un momento; clavas tus ojos en los míos, y sé que me haces cómplice de tu disfrute. Nuevamente te entregas al edificio, y a pesar de no haber viento, recoges con sutileza la melena, que tapa tu lado derecho. Pelo negro azabache, liso, suave y mimoso, y con un brillo tímido; no te gusta tu pelo, pero dan ganas de entretener los dedos de mis manos acariciándolo, y dar un pequeño descanso al tiempo.

Conversamos sobre rutinas del día a día, sobre tu espalda maltrecha, sobre lo reconfortante que es pasear juntos. Es agradable fundirme en tus tramas; me imagino ahí, en el gimnasio, ayudándote en los ejercicios. También me imagino a tu jefa y sus cambios de carácter, a la par que resoplas con paciencia. Me siento Willy Fogg atravesando en globo cada centímetro de tu vida, que con gusto y con una sonrisa compartes conmigo; pasado, presente y futuro.

Me sé cada palmo de tu rostro de memoria, como un alumno aprende con ahínco poemas de Bécquer. Tez morena, labios finos y estilizados, orejas hechas de algodón, cejas delgadas, pómulos coloreados como dos pequeñas ascuas. Me siento en el pupitre y de nuevo repaso la lección; emboscas a mi deleite, y sonríes. Y al sonreír tus labios se estiran más, aparece el blanco puro de tus dientes y tus ojos se achinan lo justo para sentir que la belleza de tu gesto es una lección de ésas que no se olvidan.

Retomamos el camino, y dejamos a los guías turísticos enfrascados en explicaciones políglotas sobre la historia que tú y yo hemos bebido hace un momento. Sorteamos a bohemios, a patinadores que saltan papeleras, a madrileños que se sacuden el stress. Atravesamos el momento, y porqué no, lo saboreamos. Andas con trote vivo, y sincronizas los pasos a los míos. Adoro la forma en que lo haces, moviendo tus brazos al compás, alimentándote de majestuosidad; tu silueta adivina siempre cómo eres, y los músculos se tensan y relajan para una perfecta coordinación. Un cuerpo al servicio de un corazón divino, gobernado por una mente prodigiosa.

Abordo al silencio, reviso en mi cajón de sastre todos estos apuntes, y con pulso nervioso - días después en mi refugio - escribo en estas líneas algo parecido a lo que mis ojos intentan explicarme siempre que te contemplo.

Así eres tú.

29 septiembre 2008

Fernando Alonso I de Singapur




Ayer de nuevo los forofos, aficionados y seguidores de Fernando Alonso volvimos a vibrar. Ayer el príncipe volvió a lo más alto del cajón, y con ello nuestra alegría por verle con el uno bajo sus pies y por escuchar el himno nacional en el gran circo de la Fórmula 1. Se hacía inevitable, tras mucho tiempo en la madriguera, volver a escribir sobre él.

Muchas gracias Fernando por darnos un domingo de gloria. Todos sabemos que la flor en el culo tuvo que ver, pero tu garra, tu coraje, y tu pilotaje, valiente y decidido, ayudó a que cruzases primero bajo la bandera damero.

Como diría el gran Flavio... ¡¡Bravo Fernando, bravísimo!!

19 septiembre 2008

Vidas en Sueño - 27 (Buscadora de volcanes)





Eran más allá de las seis de la madrugada. Sobre su sien un líquido espeso recorría con solemnidad el camino de la espalda, erizando a su paso el vello; el pelo, alborotado, aún se estremecía creyendo volver a sentir el soplo de su aliento, el de aquel que con su maná de vida había duchado sus fantasías.

Se revolvió entre las sábanas; no estaba cómoda, a pesar del efecto refrescante del esperma, que ya empezaba a sentirlo a la altura de los riñones. Giró el cuello con cansancio, y se encendió un Marlboro. Sus labios se abrieron, expulsando una bocanada de humo importante. Miró con desprecio a aquel hombre, que roncando y con el pene destapado, descansaba plácidamente tras haber eyaculado más de cinco veces. Las sábanas, las paredes y parte de la mesilla de noche mostraban rastros de semen, de sexo, de pasión desatada.

Apagó por la mitad el cigarrillo, y antes de recostarse se quedó quieta, paralizada de excitación. Aquel pene... ¡aquel pene tenía vida propia! Poco a poco el manubrio entró en un ciclo de erección poderosa, y ella no pudo evitar relamerse. Primero, se lo imagino duro como una roca en su mano, latente y cálido; luego, entre sus labios, dentro de boca; y por último, navegando dentro de ella, taladrándola y haciendo que se estremeciese de placer. No pudo evitarlo, paso a paso hizo lo que su lívido había planeado. Empezó a sobar su juguete de máximo placer, y su dueño emitió un leve jadeo; pero seguía dormido profundamente. Eso la excitó más, y acrecentó el ritmo conque masturbaba al bello durmiente. Del glande comenzó a deslizarse un líquido invisible, que rozó su mano, y no pudo evitar lamer el flujo con la lengua; suave y relajadamente, muy suave. La pituitaria de su lengua le descifró nuevamente el lenguaje del sexo, y el aroma de sus hormonas entró por su nariz con fuerza, impidiendo otro olor posible.

El glande, como si de un cráter de volcán activo se tratara, no dejaba de emanar aquel líquido, de forma constante, y decidió succionarlo. Se introdujo el pene en la boca, hasta tocar con la campanilla el volcán. Podía sentir lava deslizándose por su garganta, y el calor que desprendía por toda su boca. Succionó y succionó hasta que la mandíbula empezó a dolerle, y hasta que su clítorix, de máxima excitación, pedía ser acariciado, rozado por aquel macizo tronco. El muchacho seguía dormido, y ella notaba lo tan extremadamente húmeda y cachonda que se encontraba. Se puso sobre su amante ensoñado, y ensartó el palo de la tentación en su tembloroso cuerpo. Galopó sin cuartel, sus senos al aire se expandían y contraían. Sentía por momentos que sus pezones no podrían estar más duros porque explotarían; la excitación había llegado al punto álgido en el que sus dientes se fusionaban apretados. Marcó varios ritmos, llevó el tempo con el que el clítorix exigía ser frotado. Veinte minutos de rozamiento, y dos orgasmos seguidos, hasta que sintió en su vagina un poderoso chorro templado... y luego otro... y más tarde otro más. El volcán había entrado en erupción, y ella quería toda la lava para sí sola. Terminó la eyaculación, y ese glorioso pene comenzó a extinguirse, convirtiéndose en una masa inerte, sin fuego.

Regresó a su lado de la cama, sudorosa, aún entre jadeos, con el esperma deslizándose esta vez por su entrepierna, y encendiéndose un cigarrillo rogó al destino, o a su diosa del sexo que nunca arrancara de su ser esa hambre sexual, que tan satisfecha la dejaba, y que tan mal veía la sociedad. "Ser ninfómana no es tan malo", pensó para sí, y el pene, en un último coletazo, asintió con una terrible erección.

17 septiembre 2008

Rol & Ron - Segunda Parte




Volvemos duramente con la segunda entrega de frases de retrete para la posterioridad. Hay que poner en antecedentes a la parroquia que estas frases se apuntaron en una tarde de domingo, con más de 20 horas de crapuleo seguido en el cuerpo, y dosis incontables de alcohol en sangre. Se intentó hacer una partida de rol en un parque, y sólo conseguimos que mi boca fuera más rápido que mi cabeza, que mi lengua se desatara de formalismos de todo tipo, y que mis amigos no dejasen de apuntar frases como si no hubiera mañana. Echamos buenas risas

Se "intentó" jugar al
Vampiro, crónica Edad Oscura; jugadores, Alberto, Miguel y servidor, master, Álvaro, espectadores de lujo, Gonzalo, Natalia y Merche. Aquí están las frases, la gran mayoría mías por cierto:


- El balón está a las cuatro en punto ... y diez segundos (Yo, y no recuerdo el porqué)

- Está tan buena que tendría un nieto a cada lado (Yo, refiriéndome a la cervecita fresca, por supuesto)

- Estoy podrido, muerto y asquerosamente pornográfico (Yo, dando la descripción más cercana a la parroquia)

- Muero al cabo de 10 años, a causa del SIDA que nunca heredé (Yo, seguramente haciendo una predicción etílica)

- El típico niño pobre, tipo Oliver Twister (Álvaro, haciendo recuerdo entrañable del gran chaval Óliver Twister, inventor de polos y montañas rusas imposibles ... pobrecito niño)

- He echado un gapo y era multicolor, era como la abeja Maya difuminada en mi garganta (Yo, sin comentarios .. ya sabéis la Abeja Maya, país multicolor... subconsciente trabajando a destajo)

- Miguel, sé que tú traes los 200 Atlas de preparación vampírica (Yo, y mis hincapies a la sabiduría popular vamìrica de Miguel)

- Saca gargas (Yo, quería decir "garras", ... o era "gargajos"?)

- Joe, pues yo dirigiría mi miembro en una orquesta del diablo (Yo, ... más inconsciente trabajando a destajo)

- Mis lágrimas se confundían con mi semen (Yo, seguramente enfatizando lo tan gracioso que me resultó una escena)

- Tenía tal erección que si entra mi madre y se tropieza se queda tuerta (Yo, y mis erecciones mañaneras)

- Blanco y en botella... es Pepsi Light pero parece semen (Yo, y venga con el semen de las narices... cuando agarro una palabra es que no la suelto)

- Yo soy propenso a morirme (Yo, en pleno momento lógico de la tarde)

- Tengo una banda peluda así como de muchísimou machou (Álvaro, hablando para ese amigo tierno e invisible que todos tenemos, en un lenguaje que ni Tolkien osó inventar)

- Me tengo que hacer o profeta, o apóstol, o monaguillo, o echarme novia (Yo, ... está claro, ¿no?)

- Es uno de esos días en el que las hormonas te cantan algo gregoriano (Yo, no sé si refiriéndome a la menstruación, en alegre versión al típico "¿a qué huelen las nubes?")



Y desde entonces no hemos vuelto a jugar al rol. Esto sucedió hace casi dos meses, así que esperaremos con este post insinuar a las fauces de la diversión, y jugar nuevamente. Y cómo no, con su gloriosa tercera parte de Rol & Ron, frases de retrete.

16 septiembre 2008

Desorden en la Madriguera




Así es, la Madriguera lleva un par de meses en desorden; resto de alimentos por aquí, restos de propio pelaje por allá, piedras mal colocadas, y encima esos topos de las narices, que con tanto agujerito me lo van a tirar todo abajo.

Espero poder estructurar ideas y pensamientos para sacar adelante este desorden, y de nuevo ofrecer al mundo un poco de lo que se cuece en la Madriguera de un zorro. Habrá novedades que he estado pensando, y seguiremos con las vidas en sueño, con las frases célebres y demás historietas.

Como se diría en el argot obrero, "estamos en ello, disculpen las molestías"

31 julio 2008

Vidas en Sueño - 26 (La máscara del caracol)




Cuando Juliano se despertó su cuerpo aparecía distribuido sobre la cama como si de un muñeco de trapo se tratase; contorsiones imposibles, que ni el mismísimo Budha, tras dos milenios de concentraciones astrales, hubiera sido capaz de realizar. Su brazo izquierdo estaba enredado con el cable de la lámpara de mesa, semi doblado con el codo para fuera en un ángulo perverso; obviamente la lámpara yacía destrozada en el suelo, con la porcelana diseminada por todo el suelo. Su pierna derecha, doblada al máximo a la altura de la rodilla, y el pie jugueteando con los glúteos. La boca, torcida, el cuello en forma de alfa, y los pelos, jugando al Street Fighter con la almohada. Sólo faltaban los gemelos bailando un tango con las orejas.

Todo vino a raíz de un sueño, el cual seguramente provocado por las cantidades ingentes de alcohol y crapuleo de la noche anterior. Se quedó dormido entre vapores etílicos y bilis, y tan sólo sus reflejos permitieron que no se acostase también con su propio vómito. En esos momentos de resaca sólo recordaba figuras difusas, luces de mil colores y un olor como a chóped caducado. Recordaba una mano acariciando su nuca, un tipo vestido de pantera, tres o cuatro charlatanes hablando de la crisis que sufrían los vendedores de mecheros, y un escote que pedía a gritos ser manoseado hasta la saciedad.

Y mientras enumeraba con torpeza todas aquellas imágenes, vino a la cabeza su sueño, con el mismo efecto sorpresa que la mano del párroco Don Pirueto sobre su faz cada vez que le pillaba comiendo ostias consagradas. Ahí estaba, moviéndose en el pozo del recuerdo, un caracol gigante - de unos diez metros de altura - con un sólo ojo, y que en su reptar dejaba una especie de líquido viscoso, a caballo entre la mostaza de hamburguesería y la pomada para los pies. Despedía un tufo a arenque podrido, que bien podría ser mis propias ventosidades en plena vigilia. Aquel monstruo gruñía; pero no como un animal irracional. Eran gruñidos más cercanos al típico abuelo cabreado porque se acabó el vino de garrafa de cinco litros. Y entre gruñido y gruñido, y con bastante destreza la verdad, recitaba Odas de fray Luis de León.

Le perseguía. Aquel formidable molusco le perseguía. Juliano tuvo la impresión de haber huido montado en una cinta de correr, porque fuera al ritmo que fuera apenas se alejaba de aquello. Al final le dio caza, y lo supo al tener sobre su piel aquella asquerosa sustancia de Godofredo - como acabó llamando al enemigo, para darle así más gravedad a la situación - , que le hizo sentirse igual que una rata de vacaciones en la red de alcantarillado.

Antes de despertar del modo en que lo hizo, recordaba que comenzó a ser sodomizado con un pene luminoso. Pero no fue una sodomización cualquiera; sabía que Godofredo ponía cariño en lo que hacía, y que de algún modo quería hacerle sentir indispensable. A pesar de la belleza de sus sentimientos, no pudo evitar sentirse incómodo y agitado; intentaba deshacerse de su presa, pero a cada aspaviento sólo lograba ser más penetrado. Cuando comenzó a notar la perforación a la altura del hígado, se despertó.

Tras recordar punto por punto todo aquello no pudo evitar sentirse sucio, y a su vez arrepentido. Su virilidad se puso en duda; nada más y nada menos que el subconsciente osó obrar así. Decidió que una ducha ayudaría a pasar todo aquel mal trago, y de paso le serviría para desentumecer sus músculos; y porqué no, también una descarga de tuberías sería congruente.

Cuando llegó al baño y vio salir de la ducha a un inmenso cubano, con un parche en el ojo y un miembro del tamaño de su antebrazo, quiso convertirse en albatros, águila, mosca, o algo que fuera capaz de volar por su propia voluntad, y salir huyendo. Y en ese mismo momento, el subconsciente, exigió disculpas.