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31 agosto 2011

22 agosto 2011

Perlas (XXXIV)




"Normalmente sólo vemos lo que queremos ver; tanto es así, que a veces lo vemos donde no está."

(Eric Hoffer)

20 agosto 2011

Perlas (XXXIII)



"Dios existe, pero a veces duerme: sus pesadillas son nuestra existencia."

(Ernesto Sábato)

16 agosto 2011

Perlas (XXXII)




"La religión debería servir más para dar ánimos a los buenos que para aterrorizar a los malos."

(Arturo Graf)

15 agosto 2011

Vidas en sueño - 86 (Cuestión de sangre)




—¿Usted cuánto sabe de heráldica, señor Beretti?

Respiró con algo de agitación y se puso cómoda en la silla, mostrándome lo bonito que era su vestido de monja del siglo veintiuno. Eso sí, iba a juego con los zapatos de tacón a lo Hermann Monster y su cara de facciones angulosas, con aquellos ojillos oscuros como el carbón. Supuse que aquella mujer cincuentona ocultaba un cilicio en alguno de sus muslos. Consulté la hora: las once de la mañana de un martes cualquiera y no tenía muchas ganas de que me examinaran. Tanteé unos papeles que andaban sueltos por mi escritorio y me di cuenta que la oficina pedía a gritos una capa de pintura.

—Lo justo, señora. Sé que el Conde Duque de Olivares fue la mano derecha de Felipe IV, que hay que felicitar al estilista de la Duquesa de Alba y que Mario Conde ha escrito sus memorias en el patio de la cárcel.
—No bromee. El trabajo que quiero encargarle está muy relacionado con los títulos nobiliarios, y necesito a un especialista en la materia.
—Si es por eso, no se preocupe. Los detectives privados somos especialistas en muchos ámbitos —mentí descaradamente—, y la heráldica es uno de esos campos en los que nos movemos.

Aquellos ojillos de cuervo me escrutaron inmóviles. Le mostré mi identificación de detective privado, el diploma que me acreditaba como tal. Me tentó la idea de enseñarle de paso la foto de la fiesta de graduación en la academia de detectives, en la que salíamos todos los compañeros con las camisas sudadas y rostros desencajados por tanto cubata, pero no quería parecer tan simpático. Lorena Becerril, Duquesa de Fuentealbilla (o algo así), asintió y cruzó las piernas, sin dejar de mirarme con el mismo asco del principio.

—Mi hija quiere casarse con un muchacho que dice ser hijo del Conde de Alzamahí. Es un chico muy agradable y correcto.

Tosió y pidió perdón con tanta elegancia que me dio vergüenza no servirle agua de Vichy para que se aclarara la garganta.

—El muchacho, que se llama Federico Juan Yuste Jiménez, es muy educado y correcto. Nos pidió la mano de nuestra hija de manera muy formal; a la vieja usanza, como marcan los cánones. También, es muy inteligente. Ha estudiado la carrera de Empresariales y ahora está terminando una Ingeniería de Telecomunicaciones. No tiene vicios y cree en Dios. Un chico modelo y ejemplar, digno de contraer matrimonio con mi Lucrecia.
—Todo un partido, duquesa. Pero supongo que usted no se fía de que sea un noble y quiere que investigue sobre su linaje, ¿no es así?

Aquella sonrisa que me dedicó fue lo más desagradable de toda la semana. Su futuro yerno, un pijo de altos vuelos posiblemente cocainómano y adicto a los polos Ralph Lauren, rondaba a su Lucrecia del alma, y ella solo pensaba en la sangre azul. Saqué una libreta del escritorio y tomé nota de todos mis pensamientos al respecto; más que nada para aparentar. Después de hacer un rato el paripé, tamborileé el bolígrafo sobre la libreta y recité con la misma pasión que un rapsoda mis tarifas por los servicios. Firmamos el contrato con gritos del butanero de fondo. Nos despedimos con un apretón de manos y sus zapatones se perdieron por el hueco de la escalera.

Al día siguiente, me di un paseo por el Registro Civil. Había quien me conocía por los pasillos y mesas de aquel edificio, pero el funcionario que me tocó no me sonaba de nada; parecía recién contratado: demasiado amable, estirado, de tecleo rápido y efectivo. Me dijo que se llamaba Ángel Benítez. Memoricé su nombre de cara a posteriores visitas. Me dio un papel con las partidas de nacimiento del tal Federico Juan y de sus padres. Me despedí de Benítez y de sus orejas para envolver bocadillos y me dirigí al Ministerio de Justicia con los nombres y un par de billetes de cincuenta euros por si la consulta había que aligerarla. Me costó dos horas de espera y treinta ocho euros y pico el maldito árbol heráldico del Condado de Alzamehí. Por último, hice una llamada a Vidal: hablamos de las locuras de Chopin y, tras regatear un poco, me dio los números de teléfono móvil de Federico Juan y su concubina Lucrecia. Dejé pasar un día antes de visitar a la duquesa.

La mansión de Lorena Becerril debía tener los mismos años que su marido, un hombre que murió rozando el centenario. El mayordomo no me cogió el abrigo al entrar y ninguna de las criadas que se cruzaron por los pasillos merecía un piropo. La señora Becerril, duquesa de no sé qué mierdas, me esperaba en una sala que más bien tenía pinta de mausoleo: oscura y con tufo a incienso de catedral. Bajo aquella máscara de rectitud se escondía un rostro congestionado por las lágrimas. Le di los informes y ella el cheque firmado a mi nombre por los servicios.

—Mi hija se fue de casa esta misma noche, dejando una nota. Me llamó desde algún sitio hace unas horas, diciéndome que se ha escapado de casa con ese tal Federico del diablo y que se van a casar en secreto. Supongo que estos informes ya no me sirven de nada.
—Es posible que aún pueda presumir de yerno en alguna reunión de té con las amigas —respondí fingiendo seriedad.

Asco. Mi existencia le daba muchísimo asco. Y eso que no sabía de mi implicación en aquella fuga (llamé a los enamorados, les puse al corriente de la actuación de mamá y les dije que se fueran bien lejos, que eran libres, pijos y nobles). Me despedí de la Duquesa Monster y, antes de perder de vista para siempre aquellos ojos de cuervo, le hice mi particular reverencia de vasallo rebelde:

—Cuando reciba la noticia de que su Lucrecia y el yerno se han casado, vaya a saber usted dónde y en qué condiciones, podrá estar tranquila: sus futuros nietos llevarán en sus venas sangre azul. ¡Larga vida al condado de Alzamehí!

11 agosto 2011

Vidas en sueño - 85 (Sin sol ni luna no hay tu tía)




Al principio de los tiempos, cuando los mismos tiempos habían salido de algún útero y no sabían hacer otra cosa que balbucear, no había nada. Tan solo una asociación de elitistas, adictos al formol, al whisky sin dosificador y a los solos de saxo de Miles. Una chusma que no merece más líneas descriptivas. Bueno, tan solo que se hacían llamar “Los muchachos del Café Gijón” y que seguían todas las promociones que regalaban en El País. “Los muchachos del Café Gijón” y la nada en la que estaban inmersos era de lo más aburrido.

Uno de aquellos individuos escribió un ensayo de más de quinientas páginas, cuyo resumen era que de la nada no se saca si no malas acciones y pensamientos. Todos sus compañeros leyeron aquel ensayo y decidieron ponerse manos a la obra con aquella condenada nada (prosiga la lectura como si no hubiera visto la absurda rima interna): es por ello que se crearon a las prostitutas. El problema es que flotaban en el cosmos y no duraban demasiado por el vacío. Y, para qué engañarnos, quién quiere putas si no tiene nada. Si no es nada. Eso pensaban los creadores de aquellas patosas meretrices. Uno de ellos se pasó con la bebida una noche y tuvo una idea etílica: “hagamos un trozo de tierra y agua, con gente igual que nosotros (pero sin el mismo cerebro prodigioso, claro); repleto de arbolitos, animalitos y excavadoras”. El resto prefirió aquello a seguir con la antología poética del grupo.

Muchos meses se pasaron en sus casas, encerrados a cal y canto en sus habitaciones de Lavapiés y con el único consuelo de un par de revistas de viajes y tres botellas de whisky por cabeza. Escribieron los cimientos de un mundo ficticio, intentando no dejarse cabos sueltos. Y no les quedó del todo mal. Por criticar algo, diremos algunas de sus erratas más comunes: no dar un sexo fijo a cada caracol, fundar Telecinco, obligar a todos los turistas a comprar impulsivamente imanes para los frigoríficos, no fabricarnos alas, grapar el ABC, montar discotecas en Ibiza y permitir que los calamares gigantes se escondiesen de nosotros en los abismos del océano. Pero el resto no les quedó del todo mal. De hecho, para tratarse de aquella banda de adictos al ordenador portátil en los Starbucks fue una recopilación más que digna.

Por fin las meretrices no se morían de asfixia y la nada se tenía que disfrazar de Kent Follet o de Premio Planeta para pasar desapercibida. Los humanos, nosotros, sus creaciones ficticias, vestíamos igual: ellas, vestido de licra ajustado al culo, maquillaje de a diez euros el bote, rodillas de marfil y boca de pitiminí; ellos, sombrero de bombín, fumadores compulsivos de opio en pipa, mocasines de Ralph Lauren y un Mercedes plateado que solo se podía estacionar en el parking del hotel Palace. A los bohemios de pro, a las verduleras que olían a perfume de imitación, a los niños que te saludan al pasar y a los perros que se orinaban en las pupilas de los gatos se los desterró: actualmente, se cree que sobreviven en algún punto indeterminado de Venezuela, junto a las FARC, a Jesús Gil y a Marilin Monroe. Al principio, hacía gracia ir todos iguales; con el paso del tiempo y la ayuda de las fábricas ilegales de ropa chinas e indias, fuimos pasándonos el decreto por los probadores de las tiendas.

Nos dimos cuenta que había de todo, salvo la cordura. No había día ni noche y, por ende, tampoco sol ni luna. Los días eran infinitos porque así “Los muchachos del Café Gijón” podían hacer tertulia sin miedo a que tocase cambiar copas de coñac por chocolate y churros. Nos quejamos de ello. Sin cordura, claro: sacrificamos corderos en todos los semáforos que nos encontrábamos, nos encendíamos las pipas con billetes de cien euros, mandábamos consultas a la página web de la RAE; hubo quien llegó a grabar la misa de los domingos de La 2 y distribuirlos mediante el top manta. El planeta entero se consumía en un caos que ni las patrullas de catequistas pudieron contener. Los creadores, sin imaginación, decidieron contratar los servicios de una niña de cuatro años para que solventara el problema. Al día siguiente, la niña fue al templo de los creadores y dio la solución: les enseñó un folio donde había dibujado con ceras de colores una piedra deforme que dijo ser la luna y algo amarillo que por lo visto era el sol. Los creadores, maravillados ante tal representación de arte, decidieron plagiarle los dibujos y recopilarlos en una colección inédita de arte del siglo veintiuno. Brindaron los creadores con whisky y la niña con un batido de fresa. Cómo no, inventaron ambos astros y así, poco a poco, volvimos a la cordura.

Ya ha pasado mucho tiempo desde que la nada huyera de los creadores del Café Gijón. Pero acecha. ¡Vaya que si acecha! Miren si no las caídas en picado de los mercados de todo el mundo; observen, observen, cómo nos cobran por las bolsas de los supermercados; contemplen, impávidos, el auge de la Generación ni-ni, la Generación Nocilla y la Generación Chévere. Los creadores, para más inri, han decidido traducir libros de Hermann Hesse y los calamares gigantes se asoman a la superficie para ver si toman un poco de sol.

Por cierto, el séptimo día nunca existió para “Los muchachos del Café Gijón”: bastante tuvieron con sus copas de whisky y las meretrices insinuándoles qué bonito sería viajar a Marte. No había sitio para la nada, para el aburrimiento.

10 agosto 2011

Vidas en sueño - 84 (Desapariciones)




Estaba a punto de irme a casa cuando llamaron a la puerta. Abrí y un doble de Paco Martínez Soria me sonreía bajo el marco: un tipo con traje de marca y una boina a cuadros, todo dientes y encías, nariz chata y manos hinchadas. Le calculé unos setenta años. Tenía un diente de oro y arrugas muy pronunciadas por todo el rostro.

—Espero no haberle interrumpido a usted con nada importante —me dijo con aquellos ojos saltones fijos sobre los míos—. Que si es molestia vuelvo en otro rato.
—No se preocupe, los viernes por la tarde los clientes son muy remolones y yo ya revisé todas las facturas pendientes. —Le extendí la mano—. Alfredo Beretti.
—Salvador Tejada, para servirle.

El apretón de manos no dejaba lugar a dudas que lo suyo no era tejer vestidos de fina seda. Le indiqué la silla y pareció no entenderme. Le volví a hacer el gesto y por fin se sentó. Se quitó la boina y la sostuvo entre sus manos. Me recosté en mi sillón de hombre de negocios venido a menos y esperé a que me pidiera que investigara sobre el que robaba tomates y calabacines en su huerto. La cosa no iba de tomates, pero no andaba lejos.

—Verá, soy alcalde de Guarjo, un pueblecito de Guadalajara. Unas vistas estupendas y un vino que quita el hipo. Ni más ni menos que de la Alcarria. ¿Le suena a usted el pueblo?
—No tengo el gusto. Le ruego que sea conciso, que tengo que ir en un rato a recoger a mi hija del colegio.

Y mientras le soltaba aquella trola me imaginaba cómo sería mi hija: con mi misma narizota y mis piernas de portera menopaúsica. El tal Salvador Tejada no dejó de sudar mientras me pedía perdón con tono agudo. El sudor le marcaba más aún sus arrugas y le hacía brillar la nariz. Le hice una seña para que continuase y me encendí un cigarrillo.

—Yendo al grano, señor Beretti. Resulta que Guarjo, el pueblecillo, no llega ni a los trescientos habitantes. Si no me fallan las cávalas, en el año pasado el censo dio un total de doscientos ochenta y dos habitantes. Una birria comparado con Madrid. —Sonreí sin ganas y mal disimulado—. Somos pocos y es por eso que nos conocemos todos muy bien.
—Supongo que compartirán paella los domingos en la plaza del pueblecillo.
—Huy, no lo sabe usted bien. Eso y mucho más. Paellas, barbacoas, fabadas, concursos de tortillas de patatas hechas por nuestras señoras y más cosas. No solo comida, claro: también, sacamos la imagen de Nuestra Señora del Cerro a la pradera, montamos rifas con ropa que no usamos; cómo no, concursos de tiro al plato, de mus, de tute y de parchís.

Se me escapó un suspiro entre el humo de una calada. El alcalde siguió enumerando fiestas y acontecimientos, ensimismado y con la mirada perdida más allá de mi ventana.

—Imagínese la cantidad de horas que compartimos todos juntos. Bueno, casi todos. Que hay de todo en el pueblo.
—Hay de todo, sí—repliqué.
—Yendo al grano, señor Beretti, y perdone que le robe su tiempo. Últimamente somos menos de los que solemos ser. En las reuniones faltan muchos. Cada vez más. Y, claro, como usted entenderá, pues, cuando alguien faltaba íbamos a su casa a interesarnos por su salud. Porque en el pueblo, o se está malo o se está de fiesta.
—O se ponen malos de tanta fiesta. ¿Y qué es lo que le preocupa de esa gente?
—Que no están en el pueblo. Tampoco en el cementerio. Simplemente han desaparecido. Íbamos a sus casa y nada: no respondían al timbre. Algunos tenían la casa abierta: al entrar, todo estaba en su sitio.
—A lo mejor se han ido a Benidorm a descansar de tanta fiesta en Guarjo. No se preocupe, la gente suele desaparecer unos días y regresan algo más tostados de piel.

Negó con la cabeza. Aquella respuesta no le había gustado. Apagué mi cigarrillo y me recosté en mi sillón de tipo importante venido a menos. El alcalde, casi estrujaba su boina. Su nariz chata parecía deshacerse con las gotas de sudor.

—No. Somos humildes y nos gusta el campo. Aparte, no me lo creo de ellos. Con lo bien que nos lo pasábamos juntos.
—¿Son muchos los desaparecidos?

Salvador extrajo de su americana un sobre y sacó un folio del mismo. Durante casi un minuto recitó sus nombres, sus apodos, sus edades, sus mejores cualidades. Un total de cuarenta ancianos. Crucé las manos e intenté hablar con la suavidad de un pañuelo de seda.

—Si quiere que busque a todas esas personas le saldrá muy caro. Muy costoso, aparte de que tardaré no menos de un mes en dar con el paradero de todos ellos.

El alcalde dejó de estrujar la boina y a través de su mirada vi muchas tardes en La Alcarria, con risas de fondo y una ligera brisa sacudiendo los árboles de la zona.

—Por el dinero, no se preocupe. Antes de venir a verle, hicimos un consejo en el ayuntamiento y por mayoría se aprobó un presupuesto para poder pagarle a usted cuando concluya su labor. En cuanto al tiempo —bajó la vista y sonrió dejando al aire su diente de oro—, no tenemos ninguna prisa. En los pueblos no hay prisa.

Me relajé: llegaba mi momento favorito.

—Cien euros por día, sin contar las dietas y gastos adicionales. Cien euros, más otros seiscientos de anticipo y dos mil al terminar el trabajo.

Nos dimos un apretón de manos y firmamos el acuerdo. Le despedí en la puerta de mi oficina y Salvador Tejada me pidió que le comunicase algo cuando tuviese noticias; también, que cuidara de mi niña y que la hiciera muy feliz. Lástima no tener una foto para habérsela mostrado.

El trabajo duró cerca de una semana. En realidad no pasó de los cuatro días, pero quise engordar un poco más la factura. Cuatro días en los que no tuve ni que salir de la oficina. Me valió con hacer las típicas llamadas previas que se hacen para estos casos: primero, a hospitales de la comarca; segundo, a las funerarias y, tercero, a los asilos de la tercera edad. Y allí estaban todos, en sus respectivas habitaciones, con vistas a un sauce seco, acompañados de olor a meados y crujidos de caderas por la artrosis. La mayoría de ellos no recibían visitas de sus familiares y permanecían incomunicados. Se los habían llevado los hijos, salvo un par de casos que fueron los asistentes sociales. Para no alimentar rumores, supuse que llegaron al pueblo de madrugada, con sus coches de nueve plazas y una ristra de nietos que no dejaban de corretear por los pasillos, mientras el caniche cortejaba al toro de juguete colocado sobre el televisor Thompson del 70. La nuera ayudaría al abuelo o abuela a hacer una maleta con lo justo, al tiempo que su propio hijo no dejaba de repetir que en aquel nuevo lugar se lo pasaría de miedo con gente de su misma quinta y que estaría muy bien atendido. Lo mismo, hasta le habría prometido alguna que otra visita los domingos. Un modus operandi aséptico, sencillo y que no dejaba pie a segundas opiniones.

He de confesar que el viaje hasta el Guarjo fue de lo más satisfactorio. Hasta me entraron ganas de leerme “Viaje a la Alcarria”. Carreteras que formaban parte de una maqueta perfecta, llena de paisajes compuestos por praderas, bosques, riscos, campos de trigo. Por aquel entonces, en mitad de mayo, el sol apretaba lo justo para ir refrescado con la ventanilla del Nissan Primera bajada. Fue un viaje que no invitaba a volver al hogar: procediendo de Madrid, es de lo más frecuente.

Una vez en el despacho de Salvador Tejada, que me recibió con el mismo traje caro y arrugas en el rostro, le extendí la factura y contemplé a través de la ventana de su despacho al silencio pasear por cada una de las callejuelas del pueblo.

—Lo siento, señor Tejada.

No se me ocurrió nada mejor que decirle cuando le entregué mi informe con los resultados de la investigación. El alcalde sujetó con sus manos hinchadas y temblorosas los folios. Con un susurro inaudible iba leyendo. Eché otro vistazo a la plaza de Guarjo. Terminó su lectura y dobló los folios. Su rostro carecía de expresión y solo se oía el ruido de las aspas del ventilador. Extrajo la chequera de un cajón y firmó un talón por valor de dos mil cien euros y levantó la vista. Aquella, era la mirada de un hombre que acaba de conocer el futuro más allá de las fiestas, de las tardes reunidos alrededor de una mesa y unas jarras de vino, de los límites de La Alcarria.

09 agosto 2011

Perlas (XXXI)




"No se es escritor por haber elegido decir ciertas cosas, sino por la forma en que se digan."

(Jean Paul Sartre)

08 agosto 2011

Perlas (XXX)




"Nada viaja a mayor velocidad que la luz con la posible excepción de las malas noticias las cuales obedecen a sus propias leyes."

(Douglas Adams)

05 agosto 2011

Parpadeos - 69 (Personajes negros)




—Hostia, Juan.
—¿Se puede saber qué te ocurre ahora, Rober?
—Creo que somos personajes de género negro.
—¿Y eso lo has adivinado tú solito o te ha ayudado el vaso de whisky vacío? Sé que me arrepentiré de la pregunta, pero, dime en qué cojones te basas para afirmar eso.
—Simplemente observa: estamos sentados en un bar del tres al cuarto, es de noche, las putas se pegan por conseguir la mejor esquina, un coche patrulla ha arrollado a un inmigrante ilegal y a nadie parece importarle, te han despedido por haberte tirado a la mujer del jefe y yo vengo de liquidar a un narco. Para más INRI, el whisky que bebemos es de garrafón y todo apunta a que no nos la machacaremos por culpa de la resaca.
—Lo dicho: me arrepiento de haberte hecho la pregunta. Si me disculpas un momento, voy a llamar al pisquiátrico a ver si consigo encerrarte de una puta vez.
—¿Ves, Juan? Hasta en nuestra forma de hablar. Parece que nos hayamos tragado un par de matones. Hablamos muy farragoso, como quinceañeros que se creen los amos del mundo por reventar a petardazos los buzones del vecindario.
—¿Qué tiene de malo mi forma de hablar? No me digas que te has vuelto un academicista.
—Todo esto es muy raro. Nunca me planteo nada de lo que hago, pero esta noche… no sé, solo falta que entre un comisario al bar y nos fría a tiros.
—Si con eso logra que dejes de soltar gilipolleces, que no tarde en llegar. Vamos a ver, Rober: tu vida y la mía son una mierda: valen lo mismo que un cupón de descuento para el Burguer King. Tú matas; yo, meto la pistola donde no debo. Suspendíamos en el instituto, drogamos a la misma chica para perder la virginidad, nuestros padres se cansaron de pagar la fianza. ¿Dónde coño ves lo raro, Rober?
—Nuestras madres se sentirían orgullosas de nosotros, no cabe duda. ¿Otra ronda?

02 agosto 2011

Vidas en sueño - 83 (El eterno incandescente)




El eterno incandescente: así lo terminamos llamando Sara y yo con el paso del tiempo, un día de agosto de hace setenta y pico años. Sara. Nos conocimos gracias a nuestros padres, que siempre veraneaban en aquella pequeña cala. Su pelo rizado, sus brazos delgados y las pecas en sus mejillas. Mis recuerdos más lejanos comienzan con el faro, con Sara, con aquellos meses de vacaciones.

Cómo iluminaba el mar desde lo alto del acantilado. Aquel faro nunca se apagaba, ni de día ni, por supuesto, de noche. Hecho de piedra, cilíndrico y con su cabeza de vidrios; imponente sobre el acantilado. Un faro que iluminaba la bahía, testigo de tantas tardes en las que Sara y yo paseábamos nuestros sueños infantiles: carreras por la orilla del mar, besos a escondidas del haz de luz del faro, cuentos de miedo, su melena mojada con espuma de mar, nuevas promesas de cara al año siguiente de vernos, rostros cubiertos de granos de arena, salitre y humedad.

Buenos tiempos aquellos, donde entendíamos el mundo porque el faro era capaz de explicarlo con su chorro de luz proyectado sobre el mar. La niñez dejó paso al acné y a los descubrimientos que solo el faro, Sara y yo sabemos. Ella cambió las pecas por un rostro de mujer, los brazos delgados por un cuerpo esbelto y espigado. Yo seguía siendo el mismo niño regordete con sonrisa de bobalicón. Éramos seres de bruma que se acariciaban, que dejaban escapar un mismo hilo de sudor sobre la piel erizada. Veranos intensos, cargados de besos y caricias que el faro acompañaba con su brillo; y sobre el horizonte de la noche contemplábamos las sombras que el faro nos robaba para dárselo al mar en calma. El resto del año, atrapado en la gran ciudad, se convertía en una agonía: contaba los meses que me separaban de Sara, del faro, de las vacaciones de agosto. La agonía del amor, del ansia por besar su cuerpo.

Años después, nos casamos en la explanada que había tras el faro. Una boda sencilla frente al mar, con todos los invitados pendientes del chorro de luz que el faro dejaba sobre el mar. Una boda sin mucho dinero, pero con las promesas que de niños nos hacíamos convertidas en cimientos de hormigón armado. Niños. Hijos. Nunca concebimos uno. Todas las noches renovábamos nuestro amor bajo el foco de luz del Eterno Incandescente, cubriéndonos de buenos deseos. Se convirtió en un ritual: primero, acariciábamos la piedra cálida del faro; luego, compartíamos ese calor sobre nuestros cuerpos hasta caer rendidos. Sin embargo, jamás dio resultado y nos tuvimos que resignar.

Sin niños a los que enseñar aquel faro, envejecimos sin separarnos de nuestro amigo: no había una sola tarde que no paseáramos hasta la explanada, acariciásemos las paredes del faro y nos asomásemos al mar, siguiendo el juego oculto que las olas se traían con la luz. Sara tenía el rostro marcado con arrugas, pero la melena rizada seguía siendo igual de preciosa a pesar de las canas. Yo había adelgazado año tras año, pero conservaba la misma sonrisa jovial. Sobre todo cuando apretaba la mano de Sara y contemplaba su melena cana jugando con la brisa de mar. Aquel faro se convirtió en nuestro consuelo: no nos sentíamos solos. Sara, el faro y yo. Como siempre.

Ahora ya no es como siempre. Sara murió en febrero y, hace dos años, el Eterno Incandescente se averió y nadie del ayuntamiento se molestó en repararlo. Ya no es como siempre. Huelo el mar, pero ya no lo siento vivo. El Eterno Incandescente se lo llevó todo. Todo, menos a mí, que vengo todas las tardes en busca de un pasado, de la voz de Sara, de sus besos, de la luz proyectada sobre el mar en calma de una noche de agosto. Menos a mí y a mi sonrisa, que ya no es la misma de hace setenta y pico años.

01 agosto 2011