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24 septiembre 2010

Parpadeos - 43 (Carta heterónima)




Nuestro querido amor:

No somos originales. Somos muchos. Cada cual por separado tiene sus genialidades (y tormentos), pero juntos nos cuesta ser inéditos. Pusimos todo el empeño en redactarte un poema y tuvimos que desecharlo: unos decían que era muy tópico; otros, que muy cursi; los demás, fumarnos un cigarro y aspiramos el humo con la mente en blanco. También lo intentamos con un monólogo interior frente al espejo, frente a la pared, frente a la noche. Al final, esperando con ello causar la misma alegría en ello que con una poesía llena de lunas, soles y gatos acariciados, cada cual escribirá su parte, lo que quiere decirte. Así tendrás todas nuestras versiones.

Soy el que te contempla sin parar. Al que muchas veces le cierras los párpados porque la mirada te impresiona demasiado, o quizá te pone colorada. Soy tu espía silencioso; las pupilas inmóviles fijas en tu boca, en tus muecas, en tu cuerpo. Te observo, desde el primer instante que nos conocimos, con la misma admiración, sin dejar descansar al párpado. Ámbar sobre tus mejillas; hielo en el brillo de tu melena, que poco a poco se estira hacia la cintura. Soy tu vigía, tu admirador; donde encontrarás siempre mi guiño, mis fantasías filtradas por los ojos, esos que te pertenecen y que tanto disfrutan con tu cercanía. Todas las mañanas empaño el espejo limpiándome la córnea de todo aquello que no me evoque a ti. Solo quería decirte que te admiro.

Soy el moralista, el que hace de padre experimentado cuando me cuentas algo. Soy la seriedad, el sentido común, la regañina. Soy el que te quiere proteger de los demás, el que intenta hacerte ver el sentido de la realidad, el que te espolea, el que te arenga hacia lo correcto. Soy el que te arropa de noche y te lee un libro de príncipes y princesas. Porque aunque sea un papi tengo mi corazón; y desde él mi realidad sí tiene sentido desde que compartimos este camino. Solo quería decirte que te mimaré y te protegeré.

Soy el pasota, el que se tumba en el sofá sin más qué hacer. Soy el que no friega porque no le da la gana, o porque está muy cansado. Soy la apatía y la desgana. Soy el que te hace enfadar por mi falta de compromiso y, por supuesto, mi inmadurez. Solo quería decirte que eres el antídoto, que sorberé de tu pócima hasta saciar.

Soy el más afortunado de todos. Soy el que te escucho, el que aprende de ti a través de tus pensamientos y narraciones. Soy el que asiste a tu concierto de flauta. Soy el adicto a tus palabras que, con tanta musicalidad, empleas. Soy tu oído, el tímpano que cosquillea cuando te escucho a través del auricular. Soy el que quiere conocerte desde el relato de tu vida. Vida que me tiene totalmente atrapado. No quiero otra cosa que no sea seguir escuchándote. Es mi forma de besarte y sentir tus caricias, cuando empujas con tanta suavidad las oraciones y las depositas con susurros sobre el lóbulo de la oreja. Lóbulo que gotea de sudor, que se estremece cuando tus palabras lo abrazan. Soy tu confidente, el que siempre atenderá, la calma en mitad de la tormenta. Solo quería decirte que me enamoraste con tu solfeo de flauta.

Soy el fumador, el que bebe, el que se muerde las uñas; el que no se afeita y no hace ejercicio. Soy el vicioso. Soy el sexo, el sudor, los jadeos en la noche. Soy el que te busca de madrugada, el que apretuja su miembro contra tu vientre. Late mi cuerpo ante lo que me engancha, me atrapa, como tu perfume, que me cautivó aquella noche de julio. Vicio de ti, de la huella de tu piel, de la enciclopedia de tu cuerpo, tus pechos, tus piernas. Dependo de tus senos, del calor con que recorres mi espalda. Soy el que busca droga y contigo ignora las demás sustancias. Solo quería decirte que escribo estas líneas envuelto en un incendio, que se intenta apagar con queroseno, aferrado a tu olor, a tu saliva, a las yemas de tus dedos.

Soy el creativo, el imaginativo, el que vive por y para la fantasía. Soy un buscador de ingenio, apasionado de la literatura. Oigo música clásica. En ti encontré mi musa de inspiración. Inspiración: ¿eso soy? Eso eres tú. Soy un teclado que zumba a medianoche, una estantería de ideas, una libreta sin páginas en blanco. Soy el olor a nuez moscada de una página de libro. Soy el bohemio que contempla tus pelos sobre la almohada mientras tú duermes, buscando el principio de un fin que por algún motivo me permite fantasear con una realidad que no comparto si no es contigo. Soy el que redacta esta carta, el que la comprende e intenta darle un sentido literario sin dejar de lado la emoción. Soy la pluma, y sobre mí depositas la tinta con la que escribo y sueño que escribo. Solo quería decirte que espero ansioso volver a encontrarte en mis párrafos, con la misma intensidad que en cada cita tenemos, atrapados en la sucesión de capítulos.

Soy el que siente la sangre -el que la saborea- cada vez que te aproximas. Soy una vela de azahar y lavanda que brilla con una lengua de fuego. Soy una sorpresa, un mimo, una palabra masticada que sabe a fruta. Soy el que recibe tus abrazos y los digiere envuelto en seda. Soy el que late, el que vibra, el que se aferra a tu mano y no quiere soltarla. Soy un turista, que recorre sin sandalias, tu calzada de jade y coral. Soy un te amo, un te quiero, un te necesito. Despertar a tu lado, dormir pegado a ti: mi razón de funcionar en tu galaxia. Solo quería decirte que me haces eternamente feliz.

Soy Batman. ¡Qué va, era una coña! Soy el que sonríe, el que bromea, el que lanza sus carcajadas por las esquinas de la calle. Soy el que disfruta con un chiste y lo difunde. Soy el que quiere arrancarte una sonrisa en todo momento, el que aprecia tu risa porque le divierte y le gusta. Soy el que quiere contagiarte del absurdo y romper con los cánones de rostros de mármol. Solo quería decirte que preparo con cariño e ilusión el próximo chiste absurdo que te contaré, para dejarme embaucar por tu risa.

Soy lo que no soy: la ausencia de nosotros a través de mí. No soy nada; soy nada. Hablo en nombre de otros que son (o mejor dicho, no son) parte de mí y que no van a participar en esta carta, porque no son nada; son mis prisioneros en un yermo que es un folio en blanco, un llano cubierto de escarcha, vapor de agua que flota sobre el infinito. Soy el que retiene a otros que no serán: el miedoso, el cobarde, el pesimista y el orgulloso. Ya no existen. Yo tampoco: navego en el vacío de una botella que deambula más allá del océano, sin rumbo. Solo quería decirte que la nada es nada en mí, que mis prisioneros seguirán perdidos en mi territorio, porque tú completas de motivos mi existencia.

Soy el que no lleva un reloj en la muñeca, el que tiene problemas para despertarse por las mañanas. Soy el que funciona en un mundo de minuteros con un reloj sin pilas. Soy un amante de la atemporalidad, del desorden cronológico. Me muevo sobre una tela de araña, tejida por la rutina. Rutina. Odio la rutina, casi tanto como el tic-tac pernicioso de los relojes. En ti construí las manecillas de un reloj que, quién sabe, quizá llegue a engranar un ritmo igual al tuyo. Solo quería decirte que empiezo a sufrir la distancia horaria que nos separa, a ser consciente que junto a ti, sin ti, dependo del segundero.

Ya hemos hablado todos; bueno, casi todos. Cada cual desde su discurso, hemos intentado escribir algo original. ¿Qué es original? Nosotros no tenemos idea, pero al menos lo intentamos; del mismo modo que intentamos remar en la misma dirección, sin un capitán que nos comande. No nos hace falta: te tenemos a ti para tripular nuestra nave de intuiciones y guiños, hacia caminos que se pierden más allá de las lomas. Gracias.

Te amamos, todos nosotros,
Yo

P.S.: Soy el imprevisible, que cuando dabas esta carta por terminada, aparece. No se lo digas a los demás: odian que sea tan protagonista. Soy la variante, la extrañeza, un lunar que aparece de repente sobre el hombro. Solo quería decirte que disfruto sorprendiéndote, desubicándote: destruyendo la normalidad para edificar a tu lado la nuestra.

20 septiembre 2010

¡Pasa la mierda! Y que no vuelva




Ejemplo gráfico y sencillo de nuestra situación actual. Pasa la mierda. Pásala; sin miedo ni pudor. Total, siempre ha sido igual. ¿Ahora va a ser menos?

Nota mental: en la siguiente vida firmar un contrato en exclusiva, renunciando al juego del "¡pásala!". Si existe otra vida, claro; si nos reencarnamos sin un fajo de billetes en el bolsillo, por supuesto.

19 septiembre 2010

Vidas en sueño - 73 (Rumores)




A Lucía le gustó mucho el abrigo nuevo que llevó a clase su amiga Claudia. Es por ello que la preguntó dónde compró la prenda y por cuánto dinero. Claudia, esbozando una sonrisa pícara, confesó a su amiga que había robado el abrigo en una tienda del centro comercial, que quedaba en la gran ciudad. Ambas chicas se rieron con la historia de Claudia: de cómo se fue al probador, se puso el abrigo y salió tan pancha de allí. Claudia se despidió de su amiga: se iba a pasar las navidades a Madrid. Lucía, soñó esa noche que iba dando un paseo por el pueblo con el abrigo robado.

Lucía soñó que iba por la calle con aquel flamante abrigo puesto. En sus sueños, Claudia le robaba el abrigo, amenazándola con una navaja. Lloró soñando; también habló. Y de ese modo se enteró su madre del secreto de Claudia. El secreto que había prometido Lucía no contar.

La madre, una cuarentona adicta a los programas de refrito que echaban a todas horas por el televisor, se despachó a gusto con la panadera; le contó el robo de Claudia, incluyendo en la narración la saña con que Claudia amenazó al guardia de seguridad, hasta el punto de herirlo en un brazo. La madre de Lucía odiaba a la de Claudia: le vino al pelo para distribuir su dosis de veneno.

El veneno hizo efecto, y la panadera se lo contó a su amiga Micaela, una viuda de sesenta años, que usaba gafas de diseño y que no se perdía una misa. En la historia de Micaela, Claudia ya no solo robó el abrigo, amenazó con una navaja al guardia de seguridad y lo hirió en un brazo, si no que realmente lo del abrigo era una tapadera, pues ella, Claudia, quiso llevarse el dinero de la caja de seguridad, en el sótano del centro comercial. Utilizó al guarda jurado de rehén. Micaela se ajustaba sus gafas de diseño mientras escuchaba con total atención a la panadera.

Con Micaela la cosa dio un giro inesperado: Claudia era terrorista y, en lugar de una navaja, usó una escopeta de cazar liebres. Pareció divertirle mucho a su confidente, el párroco Ezequiel.

Ezequiel añadió que Claudia era en realidad una musulmana radical, que lo de ser católica era pura fachada; Don Teclo, el dueño de la farmacia, decoró la escena con mucha sangre; la bibliotecaria, añadió más terroristas; Mateo, jornalero de vocación y borracho por obligación social, los nacionalizó pakistaníes; y así, pincelada arriba pincelada abajo, hasta llegar a la última versión, varias decenas de bocas después: Claudia formaba parte de un grupo de pakistaníes suicidas. Su objetivo era atentar en el centro comercial para acojonar a los del pueblo de al lado, que eran todos unos señoritos. Se sospechaba que Claudia, tras atracar el centro comercial y en nombre de Alá colocar una bomba en el sótano, descuartizó a sangre fría al guarda jurado y enterró su cadáver en la misma fosa donde yacía su difunta abuela; más que nada para que nadie sospechara.

El rumor llegó a oídos de un vecino que solo solía ir al pueblo a pasar las navidades. Trabajaba como comisario de policía en Madrid. Rebollo, así se llamaba, dictó orden de búsqueda y captura contra Claudia, tras escuchar con los ojos muy abiertos el relato de su madre, que no dejaba de jadear y temblar. A los tres días de la orden, Claudia fue detenida por un par de agentes de la Policía Nacional mientras daba un paseo por la Plaza Mayor, agarrada del brazo de su chico. Llevaba puesto su abrigo: el robado.

Por supuesto, nadie en el pueblo reconoció haber difundido la historia.

17 septiembre 2010

Parpadeos - 42 (Maneras de tragar)





Y dio otro bocado. Fue la última dentellada: había terminado por devorar aquel salpimentado ensayo.

***

Y dio otro bocado. Engullía letra a letra, casi sin masticarlas: secas, agrias y heladas. Esparcidas sobre un plato, aquellas letras eran las mismas que, semanas antes, soltó con desprecio a su mujer y que ahora, solo y arrepentido, tenía que tragar.

***

Y dio otro bocado, arrancando de cuajo una pata del pastor alemán que tenía atrapado entre sus garras. El velociraptor no levantó la cabeza en ningún momento, pero debía ser consciente de que le estábamos observando: muy quietos, muy callados. En mitad de la plaza del pueblo, trituraba la pata como si fuese un palo de regaliz. Silencio, roto por el masticar de huesos y los bufidos del dinosaurio. Estábamos paralizados y nadie hizo amago de huir. ¿Teníamos miedo? Bastante. Pero qué narices, no todos los días aparecía por el pueblo un velociraptor.

***

Y dio otro bocado al trozo de queso envenenado, inconsciente de que aquel cuervo al que se lo robó lo había extraído con picardía a su vez de una trampa para ratones, en un viejo cortijo de la colina. El zorro masticó el pedazo con calma, al tiempo que el dueño de la finca se frotaba las manos esperando ver de un momento a otro el cadáver de un ratón.

***

Y dio otro bocado, con la misma apatía que los anteriores. Bocado a bocado, hasta terminar con el niño. Cuando se llevó el último trozo a la boca de porcelana contempló a su madre, una ensaladera blanquecina con adorno de flores y tallos en relieve, con los ojos humedecidos y una mueca. Ella, complacida, permitió al plato para postres levantarse de la mesa e irse a jugar con el resto de la vajilla.

16 septiembre 2010

Parpadeos - 41 (En un piso cualquiera)




Un trueno sacudió los ventanales y se callaron todos en Madrid. Tormenta. En un piso de Hortaleza, uno cualquiera, Claudia se acariciaba la mejilla que instantes antes había golpeado su marido. Silencio en Madrid. Silencio desde Claudia, con el único sonido de la herida frotada por la palma de su mano. Más tarde, cuando regresó Alfredo de la calle, con el rostro serio y aliento de vino a un euro el vaso, un fogonazo iluminó el salón. El trueno no se demoró más allá de unas décimas de segundo: se precipitó el relámpago en un piso cualquiera de Hortaleza. Madrid no rechistaba. Claudia dejó caer la pistola, aún humeante, sobre el sofá.

13 septiembre 2010

Parpadeos - 40 (Matar el tiempo)




Una tarde de hace un año, como otras tantas, en el sofá de mi salón buscaba algo con lo que matar el tiempo. Y con la corriente de aire caliente que entró por la ventana llegó la idea: viscosa, excitante, enfermiza. Recordé al bueno de Proust y me lancé sobre el teclado del ordenador. Dejé el trabajo, las relaciones sociales; hasta casi dejé de comer. Muchas semanas, demasiadas noches, con sus días y sus tardes, sentado frente al ordenador. Rellené ciento de hojas, sin sentido ni criterio. Escritura automática desde las tripas y el recuerdo. Cuando acabé, el procesador de textos me marcaba seis mil páginas. Las corregí y subí las persianas. La luz de una tarde de septiembre me cegó.

Semanas después, mi libro “El mal tiempo” fue publicado. Tuvo éxito. Críticos y lectores llenaban el buzón de mi correo electrónico con quejas, alabanzas y temores. Ayer me entrevistaron en la radio. Entre decenas de preguntas inútiles acerca de mi vida y de mis gustos hubo una que me llamó la atención: “¿Por qué escribió esta novela?”. Respondí que era o eso o destruir todos los relojes que me encontrase por el camino, para así no ser asesinado por el martilleo constante del tiempo, que avanza impune, sobre mi cabeza.

12 septiembre 2010

Parpadeos - 39 (¡Tachán!)




"¡Tachán!", exclamó el conejo blanco mientras sacaba de la chistera a un mago con capa y bigote afrancesado.

10 septiembre 2010

Parpadeos - 38 (Cena de despedida)




La noche que nos invitó a cenar ninguno de los doce se lo esperaba, sinceramente: hablando con Dios era el mejor, pero en cuanto a dinero se trataba, no tenía una maldita moneda. Nos reunió entorno a una mesa repleta de platos con quesos, legumbres, rodajas de carne de ternero, langostas, arenques; jarras de vino y cuencos de leche; bandejas con dulces de miel, higos maduros y sésamo; cestas repletas de panes de trigo y de cebada, crujientes, dorados, calientes. Como es normal, le preguntamos de dónde narices había sacado todos aquellos manjares: había mucha comida y él no tenía ni para comprarse unas sandalias nuevas. Se encogió de hombros y, partiendo el pan, nos lo pasó al tiempo que respondía: “Dinero, dinero. Total, para una noche que me queda”.

03 septiembre 2010

Los bomberos (Mario Benedetti)

Los bomberos, cuento completo escrito por Mario Benedetti.





Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: "Mañana va a llover". Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: "El martes saldrá el 57 a la cabeza". Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.

Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: "Es posible que mi casa se esté quemando".

Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: "Es casi seguro que mi casa se esté quemando". Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.

Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.

Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.

02 septiembre 2010

Parpadeos - 37 (Dame un minuto)




―¿Tienes un minuto, Alfredo?
―Tengo un coche abollado, cerveza en la nevera, panchitos y un par de latas de atún; tengo sueño, una soberbia erección y dolor de estómago; tengo un trabajo de pacotilla, un jefe que salió del vómito de un sapo y un compañero de trabajo que me recuerda a Chicho Terremoto; tengo carácter, una sonrisa llena de caries, detergente barato, música de ascensor en el ordenador, un váter más o menos adecentado. Tengo todo eso, y mucho más, pero tiempo no.
―Ya.
―¿Qué es lo que quieres de mí? Al grano, que me estoy cagando.
―Eso mismo, un minuto.
―¿Me tomas por gilipollas?
―No.
―¿Entonces?
―Un minuto. ¿Lo tienes?
―Dime lo que tengas que decirme. Tienes un minuto.
―Dámelo entonces.
―Claudia, no me jodas, que me duele el culo de tanto apretarlo. Cuéntame tu problema, y que sea rápido.
―No tengo ningún problema ni nada que contarte. Solo te pedí un minuto.
―Ya entiendo: quieres sacarme de quicio.
―No voy a repetirte lo que quiero.
―Pero vamos a ver. ¿Qué coño es lo que quieres? ¿Un minuto? Todos los que quieras de mí; si quieres te doy el reloj por si no te fías. Un minuto, el coche y el divorcio, si es preciso. ¡Pero aclárame eso del minuto, coño! El minuto que pides no sé qué es si no es una forma de pedirme que te preste atención. Será que me estoy cagando y no capto la ironía, la broma o lo que pollas sea.
―Ya veo. Siempre pensando en tus intereses. Te pido un minuto y mira cómo te pones.
―¿Que cómo me pongo? No me jodas, Claudia. ¿Qué es lo que quieres?
―Un minuto.
―Toma este papel y haz que es un minuto.
―Sabes que esto no es un minuto. Pero déjalo, da igual. Llevo años conociéndote, y nunca has tenido tiempo para mí. Caga en paz.