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25 enero 2010

Parpadeos - 11 (Héroe)




Diez y media de la mañana. Perdona, ¿diez y media de la mañana? Joder, sí que se me ha hecho tarde. Tendría que estar a esas horas tomándome el primer café de la mañana, o el segundo, en la oficina, con sus paredes de corcho y olor a puro muerto y cañerías de desayuno. Tendría que estar ahí, con mis colmillos de zorro aletargados y la cola metida en los calzoncillos, escuchando pop de la generación de mis padres, luchando por poner un minuto más la calefacción, con el maldito timbre del teléfono perforando mi paciencia. Debería estar colgado de las pelotas, y sin embargo estoy a pocos metros de las taquillas del metro, a unos cuarenta minutos de todo ello.

El túnel murmura algo, se queja de tres en tres minutos, como la tos de un asmático; monótona y llena de angustia. Aumenta el sonido. Está claro, ya llega. Maniobro rápido: al mismo tiempo que saco del bolsillo interior de mi cazadora el cupón del abono mensual me dirijo a las taquillas a trancos. Blando el billete frente a la máquina, y antes de que reaccione la ensarto con el cartón. Tajo limpio, aspirado, que recorre sus entrañas como un parásito asesino. Agonía de metal. Sale el billete por la joroba; agua expulsada por la giba. Con mi muslo violo el rotor de entrada; músculo contra metal. Cede el acero. El resto del cuerpo pasa, como un recorte a un toro. Nadie dice ¡olé! En tanto, el gusano asoma la cabeza tras el túnel, aullando los frenos.

Un tramo de escaleras mecánicas; es lo que me separa de él. Galopo, y bajo las escaleras como si escapase de un incendio. Esquivo a gente, me aferro a la goma de la barandilla móvil, escucho el crujir de las láminas escalonadas. Hago mucho ruido, choco con algún hombro. El tren está detenido y de sus puertas salen un puñado de personas. Calma tensa. Bajo escaleras. Un pitido. Apuro la bajada. Las puertas comienzan a cerrarse. Tres metros de sprint final. Se cierran un poco más. Zancadas de guepardo. ¡Mierda! Todos me miran en el vagón. ¡Mierda! Poco menos de un metro, puertas a medio cerrar. ¡Hostias!

Un brazo surge del vagón. Recto y valiente. La mano aferra la puerta. Se detienen las puertas. El gusano sigue detenido. De una zancada entro en el compartimiento. El brazo suelta su presa. Suena el silbato de nuevo. Las puertas se cierran. Miro a mi diestra. Lleva unos auriculares puestos, pantalones anchos, y a sus espaldas una mochila. Me observa; ningún gesto en su rostro. Le sonrío y le doy las gracias. Asiente el muchacho. El metal reanuda la marcha.

20 enero 2010

Vidas en Sueño - 59 (Mi primer funeral)




Salí de aquel portal aún con la boca reseca y la cabeza de hormigón. Podía sentir las legañas arañar los párpados, las fosas nasales a medio tapar. Lo único que identifiqué en aquel instante fue el sol, picante, que golpeaba en pleno rostro. Me cubrí con el dorso de la mano a modo de visera, y observé a ambos lados: gente paseando, coches, edificios grises, maletines, un perro cagando bajo un árbol; lo normal en Madrid. El problema era que no tenía ni puta idea dónde estaba. Me había despertado en un piso de estudiantes, sobre el suelo del salón, en calzoncillos y con fuerte olor a vómito proveniente del sofá. Por la gente que había repartida en la sala, todos dormidos, o inconscientes, o muertos, debió ser una juerga considerable. Ahora tenía resaca y tenía que sobrevivir a la rutina. Me puse en marcha; tenía que buscar algún sitio donde poder esconderme de las llamas, y de paso llevarme algo a la boca. Deambulé entre calles, plazas y avenidas como un vagabundo, sujetándome con una mano cabeza, sin levantar la mirada del suelo, chocando con la gente que se cruzaba en mi camino. Me dolía todo el cuerpo.

Un olor a humo de puro me hizo alzar la vista: un bar. Entré. “Paco el Leñador”, exhibía el letrero sobre la puerta principal. Y ahí estaba Paco el Leñador tras el mostrador: calvo, enano y con los dientes sobresaliendo de los labios. No había nadie más; los cadáveres de sus clientes los debería tener en el congelador. Pedí una cerveza y un pincho de tortilla, y Paco dio un saltito como si le hubiesen clavado una aguja en el culo. ¡Cojonudo, un subnormal!

-Menudo día tan bueno que hace hoy, ¿verdad amigo?
-Sí, eso parece.
-¿Está usted bien? Si quiere le pongo un café bien cargado.
-No, con la cerveza y el pincho estoy bien, gracias.
-Mire que no me cuesta nada ponérselo. Invita la casa.
-No.
-Permita que insista.
-¡QUÉ NO, JODER! Póngame la cerveza y el pincho de tortilla que le he pedido, Y PUNTO. Gracias.

Paco el Leñador se fue cabizbajo hacia la cocina. Yo saqué del bolsillo del pantalón el paquete de tabaco que le robé a un tipo en el salón, y me encendí un cigarrillo. La brasa anaranjada apuntaba hacia el televisor. Una mujer con el pelo recogido y un traje oscuro estaba dando las noticias. Drogas, guerras, mafiosos, terremotos, inundaciones, incendios, tifones, asesinatos, más droga, inmigrantes ilegales enganchándose en las alambradas fronterizas, partos prematuros, discusiones entre políticos, manifestaciones, cristales rotos, gimoteos, destellos de sirenas... la misma mierda de todos los días. La mujer parecía complacida con lo que relataba. Y Paco el Leñador que llevaba diez minutos sin salir de la cocina; estaría llorando desconsoladamente.

“Y ahora noticias locales”, pregonó la muchacha de las noticias. “Hoy a las cinco y diez de la madrugada un tremendo accidente de vehículo ha conmovido a la ciudad. El vehículo siniestrado impactó frontalmente contra un árbol. El conductor falleció en el acto. Pruebas forenses afirman que su tasa de alcohol era muy elevada. Personas cercanas al muerto identificaron su cadáver...”. En pantalla apareció una foto... ¡APARECIÓ MI FOTO! ¿Qué coño hacía mi foto ahí? Aplasté el cigarrillo en el cenicero y me encendí otro. La presentadora dijo mi nombre con sus dos apellidos. Se me erizó el vello de los brazos. “El funeral se celebrará en la iglesia de la Consolación, junto a la parada de metro de La Elipa, hoy a la una de la tarde. Desde aquí nuestras condolencias a sus familiares. ¡Y ahora deportes!”. Consulté mi reloj; me lo había dejado en aquel antro. Consulté el reloj de pared junto al bar; se había quedado congelado en las seis y veinte de algún día olvidado. De entre las cortinas de la cocina apareció Paco el Leñador con un trozo generoso de tortilla, humeante.

-Espero que le ayude a recuperarse -me sonrió con la boca cerrada, con un poso de lástima.
Se giró y fue hacia la máquina de café.
-Gracias -trinché un trozo con el tenedor y le di un bocado. Estaba deliciosa- ¿Por cierto, qué hora es?
Paco se subió la manga de la camisa y consultó su reloj.
-Las doce y media, caballero.
-¡Hostias! He de irme. Tome -y arrojé sobre el mostrador un billete de cinco euros-, quédese con la vuelta.
-¿No va a comerse la tortilla?
-Tengo que irme.
-Si quiere se la pongo en pan y se la lleva usted, para comerla cuando quiera.
-Tengo que irme.
-Me costó mucho hacerla.
-Tengo que irme, COÑO. Métase la tortilla por el culo.

Salí de aquel bar con Paco de fondo diciéndome adiós con la mano; menudo gilipollas. Seguía sin ubicarme. Hubiera sido buena idea haber preguntado al leñador dónde pelotas estaba. Era como si aquel barrio hubiese aterrizado de repente en la ciudad. Anduve más calles y callejuelas, rodeado de sombras y paredes ennegrecidas, con palomas sobrevolando mi pescuezo, hasta que di con una parada de metro: Aluche. Me di cuenta que estaba en la otra punta de Madrid respecto a mi casa; mi casa estaba a tomar por culo de cualquier otra punta de la ciudad, y donde tenía que ir distaba un par de decenas de estaciones. Bajé las escaleras de acceso y salté los tornos de la entrada. Un poco de ejercicio no me vendría mal, y no me apetecía buscar el metrobús.


***


Salí del metro sofocado, sudando alcohol. Cuando entré en la iglesia ya era más de la una y cuarto, según marcaba el reloj digital incrustado en la cruz parpadeante de una farmacia. Estaba toda la fiesta montada. Enfrente, el sacerdote, uniformado de blanco y púrpura, con los brazos en cruz; hablaba de mí como si fuese mi propia madre, con un tono grave, chillando las sílabas acentuadas. Arrastraba las palabras como si fueran cadenas oxidadas. Rodeado de flores y cirios encendidos, una caja de madera rectangular, inclinada de tal modo que se veía el contorno del crucifijo de la tapa. Conté cinco personas en total, todas ellas sentadas en la primera fila de bancos; demasiadas personas si se trataba realmente de mi funeral. La nave era reducida, oscura y emanaba un tufo a formol, incienso y hierba podrida. Observé el ataúd. ¿Quién estaría dentro? Hasta ese momento no me dio por pensarlo. A lo mejor tenía un hermano gemelo y nunca lo supe; a lo mejor el cadáver estaba tan hecho mierda que se parecía a mí; quizá se tratase de un sueño, o de una alucinación; posiblemente me hubiese vuelto loco. El sacerdote bajó de forma drástica el volumen de su voz, y negó con la cabeza. Todo era muy melodramático, como una telenovela venezolana. Aquel predicador sufría realmente: su voz se quebraba y tenía los ojos enrojecidos. Sólo le faltaba sacar un látigo de tres colas y fustigarse por mi muerte. Los cinco tipos que estaban sentados parecían maniquíes; ni un movimiento, ni un ronquido, ni siquiera una tos.
Me aproximé al altar.

-Señor, apiádate del alma de nuestro hermano muerto. ¡APIÁDATE SEÑOR!
Acto seguido, dijo mi nombre, como el que anuncia a una estrella de rock por megafonía. Apretó las manos en un puño.
-Yo no me he muerto, cojones -dije, dando un par de pasos al frente y callando las aspas del ventilador sobre una de las esquinas.
-Ya lo sabemos hijo, pero sí ha muerto una persona; así que siéntate y respeta al dolor de sus familiares -el cura movió en abanico el brazo, señaló a los del banco.
-Es que yo soy el que se supone está ahí dentro –apunté al féretro-. Bueno, no es así exactamente.

Los cinco del banco se giraron al unísono: mi hermana, su novio, una muchacha con el pelo rapado y que no conocía de nada, la portera del piso y mi casero. Mi hermana gritó como si cantase gol. La portera se desmayó y cayó sobre las piernas del casero. Los demás se quedaron tiesos.

-¡ESTÁS VIVO! -exclamó mi hermana con los ojos muy abiertos.
-Eso parece.
-Imposible -susurró el sacerdote.
-Pues parece ser que sí.
-¿Pero entonces a quién queremos enterrar?
-No lo sé. Yo empezaría por levantar la tapa –indiqué con la mano rígida la madera barnizada.
-¡Por los clavos de Jesucristo! –se santiguó el sacerdote.
-Si nosotros vimos tu cadáver -aulló mi hermana-. Nos lo enseñó un inspector para confirmar que eras tú.
-¿Y cómo sabía ese individuo que era yo el del coche? ¿Se lo dijeron los astros?
-Sencillo hermano; era tu coche el que se estrelló. También encontraron tu cartera, con el DNI, en la guantera.
-¡Mierda! ¡Encima me han robado el jodido coche y la cartera!
-¡Jesús Bendito! –interrumpió el párroco, con los dedos de sus manos entrelazados.

Me imaginé la escena de la identificación de mi supuesto cadáver. Una habitación de mármol blanco y un tubo fluorescente que no deja de parpadear. El médico forense levanta un par de palmos de la sábana blanca que cubre el cadáver y aparece el rostro medio deforme de un tipo muerto. El inspector pide a mi hermana y a los demás que escruten el rostro, que se tomen un tiempo, y que confirmen si el muerto soy yo. Mi hermana estira el cuello como un avestruz y se petrifica. Pasan un puñado de segundos como golpes de gong, y tras los mismos se arroja a los brazos de su novio. Llora desconsoladamente, le da puñetazos en el pecho; la portera y el casero asienten sin mediar palabra; la rapada le da un sorbo a su lata de refresco; el inspector dibuja unas montañas en su libreta. El tubo fluorescente no deja de titilar. Después de la confirmación, el médico vuelve a tapar el rostro del cadáver y empuja la camilla hacia otra sala.

-No visteis mi cadáver. Ni de coña. ¿No ves que estoy aquí?
-¡Lo vi con mis propios ojos! ¡Eras tú, mi hermano!
-Imposible -de nuevo el sacerdote, apoyado con las manos sobre los hombros de mi hermana.
-Estarías borracha. No se me ocurre otra cosa.
-Bueno –intervino mi cuñado-, cierto es que el muerto tenía la cara un poquito requemada, y con la emoción del momento… joder –tartamudeó-, estas cosas pasan.
Me quedé callado, barajando la posibilidad abofetearle.
-¡Hermano, estás vivo! –berreó mi hermana, al tiempo que me aprisionaba entre sus brazos.
-Sí, pero no me ahogues. Por cierto, ¿ésta quién coño es? -dije señalando a la calva.
-La última persona que por lo visto te había visto con vida; una prostituta que trabaja en un club de carretera, dirección a Toledo.
Me vinieron al recuerdo Paco el Leñador y todos aquellos inútiles del salón donde desperté.
-Oigan, esta mujer no se despierta. Échenme una mano -suplicó el casero, con la cabeza de la portera entre sus manos.

Un par de horas más tarde quedó todo el embrollo resuelto. Tuvimos que llamar a la policía, que se presentó con el inspector al frente. Abrimos la caja del ataúd con una ganzúa, al mismo tiempo que el sacerdote se persignaba, para confirmar que el muerto no era yo, si no otro tipo. Trámites burocráticos. Me hicieron mil preguntas, intentando relacionarme con el muerto y con el club de carretera. Cotejaron mis huellas dactilares, hasta me preguntaron mi signo del horóscopo. Se dieron por vencidos, y el inspector me devolvió la cartera: sólo estaba el DNI y un par de cupones descuento del supermercado. No había rastro de los billetes de euro.

Había salvado mi vida. Estaba agotado de demostrar a todo el mundo que no era un cadáver. Al menos conseguí conservar mi identidad; fue lo único. El casero de mi piso, dándome por muerto, o por apestado, había quemado mi ropa y el colchón de mi piso.

19 enero 2010

Vidas en Sueño - 58 (Lucrecia y el águila)




Cuando apagó el contacto del motor de su coche, Lucrecia fue invadida por el silencio y la majestuosidad afilada de los Picos de Urbión. Ausencia de rutina, de caras anónimas, de andar frenético, de humos, de bocinas, de olor a hamburguesas baratas. Observó el cielo a través del parabrisas; estaba congestionado, con nubes oscuras, inmóviles: piedras sujetadas en vilo por una malla invisible. En el horizonte, quizá sobre los campos de girasoles de Soria, se filtraba el naranja del ocaso entre cirros. Consultó el reloj del salpicadero: las siete de la tarde. Salió del vehículo y cerró la puerta. El golpe sordo del cierre le recordó al sonido de una piedra diminuta lanzada al fondo de un pozo: breve, armónico y con un eco fantasma que se repite, engañando su existencia. Hurgó el bolsillo derecho de su cazadora: palpó varias hojas de papel. Eran un puñado de palabras muertas, una copia de un acta notarial; un intento de carta, atiborrada con formalidades y frases breves. Esos folios doblados, sin una sola falta de ortografía, le decían de forma directa que dejase de amar a Miguel, que Miguel ya no quería compartir su vida, aunque, eso sí, siempre guardaría un grato recuerdo de los buenos momentos que pasaron juntos. Al final, un abrazo, firma, fecha completa y una posdata ridícula.

Lucrecia se abotonó la cazadora y alzó las solapas. En la explanada, que hacía las veces de parking, solamente había dos coches contando el suyo. Dos trozos de metal y caucho enfrentados al verde otoñal de helechos, pinos y alguna que otra haya. Se escuchaba el fluir de algún arroyuelo, con la intensidad del hilo musical de una sala de espera de clínica privada. En una de las esquinas del descampado había una cabaña con sus portones cerrados. El aire se deslizaba entre las rendijas de su cazadora: flotaba juguetón a través de su blusa, entre sus pechos; erosionaba el contorno de su cara, congelaba sus orejas. Un águila sobrevoló la ladera, con sus alas extendidas; planeo de aviador experimentado sobre la sierra. Fantaseó con Miguel, sentado en el escritorio de alguna pensión, su figura recortada por el foco de un flexo: espalda curvada, alas plegadas en los costillares, mirada fija en el papel, garras sobre la superficie de madera, chirrido de trazos hechos con el bolígrafo, pico afilado y plumas adheridas a la piel. El águila desapareció entre las lomas sin aletear.

Ella, sus hojas de papel, su cazadora forrada con piel de borrego, sus botines negros, sus ojos de carbón y el vaho que le salía en cortina por la comisura de los labios se pusieron en marcha, en dirección a la Laguna Negra. Tomó el camino de subida, y al tiempo que recorría los primeros metros intentó darle significado a aquel camino tan artificial, de asfalto, incrustado entre piedras calizas, arbustos, líquenes y piñas podridas. Estaba desgastado, y en algunos tramos la gravilla se había desprendido, dejando visibles pequeños agujeros de barro. A su izquierda, la ladera revelaba una hilera de troncos torcidos y musgo desperdigado entre peñascos; a su diestra, la pendiente descendía hasta una cama de hojas pardas desperdigadas por el suelo y el arroyo, que saltaba entre cantos rodados y ramas que se interponían en su cauce. Enfrente, juego de grises ―cielo y tierra― en continua subida. Los metros iban pasando, y el paisaje no cambiaba; tampoco aburría. Una pequeña ráfaga de aire frío se cruzó en su ruta. Lucrecia se detuvo. Se apoderó de ella un aroma a tierra mojada, que le llevó a recordar cada una de las palabras que Miguel le escribió en la carta. Trató de encadenar los porqués lógicos con las consecuencias fantásticas. Ella amaba a Miguel: se acostó con Miguel, desayunó con Miguel, compró en el supermercado los cereales y la cerveza que le gustaba a Miguel, trabajó en la oficina con la vista clavada en la foto que se hicieron en el Cabo de Gata hacía cuatro años, fregó los platos sobre los que comía Miguel, abrió los sobres de las facturas del piso que compartía con Miguel. Y ahora Miguel remontaba el vuelo y planeaba lejos de su madriguera, con sus garras tensas y los ojos clavados en cualquier otro punto de las montañas; cualquier otro punto menos en el que ella estaba, allí, con los ojos enrojecidos, dejando pasar al viento. Cuando la corriente se calmó, Lucrecia retomó la senda con sus pies de carnaza para lobos. Extrajo un cigarrillo de la pechera del abrigo y lo encendió; el vapor y el humo se fusionaron en una columna blanquecina y densa.

Al cabo de diez minutos de paseo, tras pasar un recodo, vio a unos cien metros un par de figuras, muy juntas. Una, llevaba un bastón; la otra estaba inclinada sobre el hombro libre de la primera. Su andar estaba sincronizado. Miguel siempre trataba de imitar su caminar y ofrecía el hombro; canturreaba, o simplemente murmuraba. Ella nunca le preguntó qué era lo que decía. Disfrutaba envolviéndose con el timbre grave y rasgado de su voz; le resultaba melódico. Apuró el pitillo con una calada larga, se detuvo, y aplastó la brasa sobre la suela de su botín; guardó la colilla arrugada en el mismo lado que las hojas de papel. No había que ensuciar con basura aquel lugar. Reanudó la marcha, y al alcanzar a la pareja, el hombre, a través de sus arrugas, saludó a Lucrecia.

―Buenas tardes.
―Buenas tardes ―respondió ausente Lucrecia.
―Qué lástima que el tiempo no acompañe, ¿verdad?
―No importa.

El anciano se rascó la cabeza.

―¿No importa? Se nota que es la primera vez que viene usted, señorita ―replicó el anciano―. Mi mujer y yo llevamos viniendo a la Laguna Negra desde que nos conocimos, hace más de cincuenta años.

La señora asintió con una sonrisa alargada. Lucrecia le devolvió el gesto por compromiso.

―Debería usted venir en mayo, no ahora, en pleno octubre. En primavera esto está lleno de luz, de pájaros, y el verde de los árboles no está tan apagado como ahora. También ―prosiguió ―, en invierno, con todo nevado, la laguna es impresionante.

Apuntó con su bastón un punto indefinido e hizo un recorrido con el brazo. La señora seguía sonriendo, mirando hacia el frente.

―Tomo nota de su consejo. Muchas gracias.
―Si viene usted cuando le digo, ya verá cómo me da la razón.

Se despidieron con un movimiento de cabezas. Lucrecia retomó el ritmo inicial, y en unos segundos abrió una brecha entre los ancianos y ella. Se los imaginó con su misma edad, pletóricos, llenos de proyectos, con ropas de tela y la carne caliente compartida a través de sus manos entrelazadas. Quiso asociarlo con Miguel, pero sólo visualizaba el piso con partículas de polvo flotando por el pasillo, su parte del armario vacío, y aquel sobre apoyado sobre el jarrón de la mesa del comedor. Miguel dijo adiós, como un águila: sin girar el cuello, graznando lo mínimo para anunciar que no regresaría; sin arrebujarla entre sus plumajes una última vez, ¡una maldita última vez! Con el dorso de su mano acarició las ramas de helechos que asomaban por un lado de la travesía: humedad.

Estaba oscureciendo. Lucrecia alzó la mirada de nuevo al cielo; el gris dejaba paso al azulón. Y entre la oscuridad contempló la figura del águila con sus alas extendidas, en un punto más elevado que en la última visión. El águila no desafiaba a los nubarrones; los evadía, ascendiendo entre corrientes invisibles de aire cálido, sin que nadie se diera cuenta. Y sobre la copa de algún pino, un nido abandonado. Miguel también rehusó del temporal. El camino de gravilla terminó en otra explanada; para continuar hacia la Laguna Negra, un cartel apuntaba con una flecha mal dibujada un camino hecho con láminas de pizarra, que se abría camino entre riscos y pinos. A lo lejos se escuchó un trueno.

Aquel sendero era mucho más corto e irregular que la carretera de subida desde el parking. En un par de minutos el pasillo de pinos, y los montículos de tierra y piedra dejaron paso a la laguna. Se sentía como una exploradora que acabase de descubrir un trozo de tierra remoto. Justo enfrente, una pared de rocas redondeadas por el viento y el agua, protegía la masa de agua. A la izquierda brotaba desde lo alto una pequeña cascada. Observó una cabra de lomo blanco, la cual trepaba alrededor de la cima. Por la orilla, diseminadas como metralla, rocas de diversos tamaños; desprendimientos de lo antiguo. Lucrecia se mantuvo inmóvil unos instantes. Inspiró, llenándose los pulmones con el aire gélido y dulzón. Abrió los brazos en cruz, y echó hacia atrás la cabeza. Aquél era su momento glacial. Un par de gotas cayeron sobre su frente; abrió los ojos y vio una centella con forma de raíz cruzando el cielo opaco.

Comenzó a llover. Las gotas eran grandes, y calaron su cazadora en pocos minutos. A Lucrecia le daba igual empaparse. Cruzó la pasarela y se acercó a la laguna. La lluvia pellizcaba la superficie negruzca, incapaz de traspasarla. La Laguna Negra era la sombra de aquellas rocas, de los pinos y hayas periféricos, de la propia Lucrecia. Era la Reina, y hasta la cabra se humillaba a su paso. Lucrecia quería ser su propia Reina, renunciar a las águilas, plantar cara a los relámpagos, ignorar las rocas de su orilla; sobrevivir a las épocas glaciales, exhibiendo con orgullo las heridas del tiempo. Arreció la lluvia. Extrajo de su bolsillo los folios, y releyó la carta, con el agua desfilando entre las líneas de tinta, difuminándolas; se templaban los recuerdos, y los plumajes del águila estaban desprendiéndose de la carne. Repasó con la yema de los dedos las curvas de la firma de Miguel, y la tinta se extendió por el papel. Miguel dijo adiós. Y Lucrecia saludaba a su reflejo picado por la lluvia.

¡Se acabó! Arrugó, una a una, las cuartillas, y las lanzó sobre la laguna; los goterones se encargaron de hundirlas. Se despidió con palabras sordas y unos golpecitos en la barandilla de todo aquello y tomó el camino de vuelta. Se escuchó un trueno como si saliese de las mismas entrañas del líquido trémulo.

05 enero 2010

Carta a los Reyes




Estimados Reyes Magos:


¿Cómo va eso? Supongo que hasta los huevos de ir con el camello de casa en casa dejando corbatas, videoconsolas, muñecas repipis y anillos de bisutería, amén de que os estaréis poniendo ciegos a turrones y whisky que os dejan los niños en sus hogares. No os preocupéis por la bebida y tomadla sin mesura, la Guardia Civil no suele hacer esta noche controles de alcoholemia; regalo de cortesía de la Dirección General de Tráfico, que entiende que por una noche no pasa nada si se estrellan cuatro borrachos. Al revés, si sucede esto último, más motivo de alegría para aplicar la excepción en años venideros. Eso sí, no se os ocurra merodear por la embajada de Estados Unidos, a ver si os confunden con terroristas islámicos; ¡que se joda el hijo del embajador yanki!

Al grano, que hace frío y estoy molestando al pájaro a estas horas de la noche. Ésta no es la típica carta que os pide la paz mundial y gilipolleces del estilo; sería igual de ridículo que pedirle al león que deje de cazar gacelas, o al girasol que cante un fandango de Manolo Caracol. Además, para eso están las “oenegés” y demás clubes sociales.
Yo os quiero pedir cosas más prácticas, originales, sinceras. Seguramente os falten recursos y ganas para regalarlas, pero sois magos y nunca se sabe. Quién iba a pensar que Gandalf el Gris fuese capaz de tirar abajo un puente milenario con un bastón de jubilado.

Lo que más me urge es que fusiléis a todos los subnormales que no saben convivir en el metro: a esos tipos y tipas oscuros que te dan golpes con sus bolsos y maletines, que te incrustan la chaqueta en las fosas nasales, que te rocían con su aroma a sudor caducado, que te escrutan con ojos de fraile nostálgico, que te zarandean, se te cuelan al entrar al vagón, te cierran el paso en plena carrera frenética escaleras abajo; a aquéllos que arrojarías sin dudarlo a las vías del tren. A todos esos, paredón al alba. Bueno, puestos a pedir ejecuciones, añadid a Belén Esteban y sus montes de silicona; aunque supongo que no seré el único que lo ha solicitado.

También me encantaría despertar mañana sobre una cama, con colchón de látex y tapado hasta la barbilla por un edredón relleno de plumas de ganso, con vistas al mar, con un par de cocineros que no dejasen de cocinar en la planta baja, y con las paredes del dormitorio forradas con billetes de quinientos euros, sin marcar. Sería ideal sustituir el despertador por el rugido de un motor de un coche deportivo aparcándose de forma autónoma.

También quiero que los taxistas se dediquen a conducir bien, que ciertos vecinos de mi bloque se lancen a través de los ventanales de sus pisos al vacío, no cesar la cerveza, que el pájaro aprenda a limpiarse él solito la jaula, una ley que prohíba el empleo del tiempo, que me baje el pago trimestral del seguro del vehículo, que resucitéis a Bukowski y Eugenio, rescindir del dormir, un par de cartones de tabaco, y que me subáis al piso una barra de pan, que no me apetece ir a la tahona del pueblo en plena ola de frío polar.

Voy a terminar en este punto la misiva, que me estoy cagando. Abrigaos que hace rasca esta noche y que os sea leve la noche. Recuerdos al cuarto Rey Mago.

04 enero 2010

Entrada 200 del blog



Ésta es la entrada doscientos del blog, y como se supone que hay que poner algo especial para celebrarlo le he pedido a mi abuela que haga en punto de cruz estos zorritos; le da un toque entrañable a todo esto.

Muchas gracias por soportarme, que no es poco. Espero seguir dando caña por mucho tiempo por aquí.