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18 noviembre 2010

Choped Madrid (2)




2

Desde Barajas tomé el metro: con un par de gotas de leche y sacarina. No supo mal, aunque con tanto viajero se me atragantó un poco. Los túneles sucedían a los andenes y los viajeros se apeaban cuando les salía de los cojones, hecho que a los extranjeros les sorprendió. “En mi país la gente se apea en los andenes, y como mucho de vez en cuando se lanza un desgraciado a las vías. Pero solo en los andenes. En los túneles está prohibido”, me dijo un alemán que no dejaba de manosear la mano regordeta de su perro, que hacía las funciones de esposa. Saludé con delicadeza al perro y les deseé una genial luna de miel. El alemán me regaló su anillo de bodas y un extracto de ensayo de algún escritor alemán, cuyo nombre me dijo y que yo obvié recordar. El camarero me dijo que no había leche al mismo tiempo que el perro le mordía la pantorrilla. “Costumbres germanas”, intentó disculpar el camarero al perro.
El vagón era un ir y venir de individuos que se quitaban la corbata antes de perderse en la negrura de los andenes. Se tiraban solos, en parejas o varios agarrados de las manos; los había que incluso soltaban una frase inteligente para arrancar de los demás viajeros una atronadora ovación. Los ancianos competían por las efebas a cuchillo. Nadie retiraba los miembros amputados que quedaban de las peleas, por lo que algún despitado cayó del vagón. En el andén solía haber menos bajadas. La emoción por ver al siguiente precipitarse en el túnel era contagiosa. Una casa de apuestas se forraba a costa de los viajeros ludópatas, que intentaban adivinar el promedio diario de niños, oficinistas, jubilados e invidentes que se perdían en las entrañas de Madrid.

Se me pasó por la cabeza apearme del andén haciendo el salto del león, pero el móvil sonó. Era el pájaro.

-Joe –dijo el animalillo.
-Soy yo.
-Ya sé que eres tú, si no no hubiera dicho “Joe”. –Por el tono de voz parecía haber tenido un cabreo o una crisis nerviosa minutos atrás.
-En fin, ¿qué es lo que quieres?
-Las monedas que me dejaste sobre la mesa para el agua son de chocolate.
-Mierda, ¿entonces que me he comido yo? –Nos quedamos en silencio un buen rato. Aproveché para escuchar algún cráneo estrellarse contra el hierro de las vías-. Lo siento, no tengo dinero suelto por casa. Pídele a la vecina.
-No que me intenta asar, como la última vez.
-Pues no bebas agua.
-¿Y qué bebo entonces? Necesito beber.
-Échate un trago de cerveza. En la nevera hay varias latas.
-No me gusta la cerveza.
-Tiene gas.
-Me gusta la cerveza –dijo acompañándolo de un suspiro-. Adiós, Joe, y no te lances con el tren en marcha.
-¿Cómo sabes tú lo del tren?
-Yo lo inventé.

Me despedí del pájaro y me bajé en el andén de metro de Gran Vía, con el tren parado, sin túneles por medio. Eso no agradó a la parroquia. En sus rostros serios, acartonados, silenciosos y de una angustia que coloreaba las paredes de los convoys se reflejaban mis pasos perdiéndose poco a poco, para regresar a la superficie y no volver más. Hades no había acudido a la cita y no pensaba presentarle ni a Plutón ni al cancerbero. Múltiples codazos en las escaleras de subida y el pájaro que volvía a llamar por el móvil. Aceleré el ritmo al tiempo que cantaba una copla, que fue seguida por unos cuantos aficionados del Almería, camino a algún prostíbulo de la calle Montera. Nadie invitaba a tabaco, así que me enrollé un ejemplar del ¡Qué! y me lo fume: con calma, con talante, sin pensar en el cáncer de Marley.

Una vez fuera del metro el cielo se secó de soles y de vecinos impertinentes. Por el asfalto rodaban trabajadores con la soga bien atada a la bolsa escrotal. Cargaban sobre sus espaldas pesados coches, en los que montaban hipotecas con varios hijos, una amante llamada Carrefour y un par de primos que invertían en bolsa y devoraban palomitas de las caras viendo buen fútbol en el Vicente Calderón. La mañana avanzaba terca y sin una costumbre de rodamiento que me hiciera comprender el tacto de las sogas, de los túneles, de los pájaros que se gastan tu sueldo en llamadas, los periódicos encendidos, los alemanes zoofílicos, las marchas fúnebres y la música de pastitas de té. Deambulé por la Gran Vía madrileña, rumbo a Plaza de España, metiéndome entre callejones y meando en los cartones de vagabundos y estanqueros. Todo con mucha seriedad. Porque mear con una sonrisa me recordaba de manera imposible a Sarita Montiel y, a su vez, a los cigarrillos mentolados, a los yankis de acera imberbe. Anduve centenares de miriámetros, hasta que reconocí haberme perdido. Paré a la vera de un tipo con un ridículo sombrero de paja, que mascaba paja y no se iba cascando una paja. El hombre me observó sin rumiar, con el fajo de paja bien rechupeteado en sus labios. Las cejas marcaron el compás del silencio a mi pregunta “¿sabe usted dónde me encuentro?”. Un tic tac de pelos y de pajas mentales, bien trituradas. Luego, asiéndose a sí mismo por la cintura, se partió en dos. Otro tipo, como él pero más pequeño, emergió de las dos mitades. También se partió en dos. Apareció un tercero, minúsculo, que no tardó en trocearse. Un cuarto, un quinto, un sexto. El séptimo, inapreciable en estado ebrio, me dio la información precisa, con una sonrisa bien bonita. No mascaba paja. Todas aquellas mitades quedaron desperdigadas por la acera madrileña. Si hubiera estado aquí mi pájaro ya las hubiera pegado. Mi pájaro era un ente organizado, que cantaba, comía, platicaba y se frotaba con el palo de su jaula en perfecta armonía y coordinación, sin dejar nada al aire. El átomo que me indicó dónde estaba la sala de conferencias literarias a la que tenía que acudir y a la que llegaba tarde por culpa de un siniestro caracol gigante de un solo ojo que intentó fustigarme desde un inconsciente de babosas que no se despegaban de las cervicales, se fusionó con un motorista y ambos se perdieron por la calle San Bernardo. Solo en la Gran Vía. Aún tentado de la calle Montera, del Fnac, del alcantarillado, conseguí llegar a la sala de conferencias literarias. Bajé al restaurante chino, junto al aparcamiento público de Plaza de España y no pedí comida. Caras largas y rostros de roña y sudor ácido me escrutaron a mi llegada. Me pidieron un justificante por el retraso. Les compuse una oda y reconocieron que aquello les gustó más que un justificante.

-¿Cuando comienza la conferencia? -pregunté a sabiendas que ya habría comenzado.
-Cuando usted quiera -dijo un tipo afrancesado, con pinta de escribir poemas a los gatos en medianoche.
-Pues ya.
-Pues ya.
-No entiendo -no entendí.
-¿No es usted el retroconferenciante?
-No, yo solo soy oyente, como supongo lo será usted -repliqué convincente.
-Eso no es lo que aparece en este folleto: a falta de conferenciante y desconferenciante, usted, retroconferenciante, es el asignado.
-¿Yo?
-Tú, cariño.

Las puertas se abrieron de golpe. Los cuencos de tallarines, los poemas del afrancesado, los tiquets doblados de los peregrinos, los cadáveres del metro y los aficionados del Almería volaron por la corriente generada; hasta los trozos de alguien que me indicó la sala de conferencias literarias volaron.

-Soy el conferenciante -dijo, y todos nos alegramos de ello.

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