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29 abril 2011

Vidas en sueño - 78 (La decisión de Luna)




Dijo que no. Un “no” seco, pero que sin embargo reverberó como un lamento sobre la cúpula de la iglesia. Negó (sin ánimos, sin levantar la vista) ante el sacerdote, frente a Esteban, tras el altar de flores, delante de los invitados y familiares. El vestido de satén con escote raso, blanco puro, incomodaba a Luna hasta el punto de sentir su piel arañada. Silencio en la iglesia de una sola nave con suelo de mármol, igual de desgastado que el pórtico. Esteban contempló estupefacto a su novia y el párroco se mantuvo estático, con el misal romano abierto. Los padrinos parecían más afectados que ellos tres.

Había dicho que no, que no aceptaba a Esteban, ni como marido, ni como compañero en la salud en la enfermedad en la riqueza en la pobreza en las alegrías en las penas hasta que la muerte le separe. Fue el resultado de una imagen que se inició cuando se encaminaba hacia el altar y pasó junto al banco de su madre. La observó: ojos marrones, arrugas, poca nariz y chaqueta azul cobalto. La chaqueta. Una imagen que fermentó poco a poco, sin prisa, a medida que el sacerdote formulaba el discurso sacramental apasionadamente. Discurso que debía acabar con una afirmación llena de tardes soleadas y niños correteando por el parque. Un "sí" al fin y al cabo. Porque, pensó Luna, si se llegaba hasta el altar era porque el “no” se había quedado en las puertas del templo, en el bar de la esquina, con los amigos y los familiares ateos. Porque la afirmación era un puro trámite ante Dios, ante la familia, ante el fotógrafo que cobraría a la semana siguiente unos mil o dos mil euros. No obstante, la chaqueta azul cobalto de su madre, tan lisa, le evocó una película del pasado, que supuestamente almacenaba polvo más allá de donde la memoria abarca lo lógico y comprensible. Recuerdo de vapor y niebla, sin demasiado sonido estéreo; si acaso, ruidos en segundo plano. Una discusión entre sus padres, por la carretera, de noche, con su hermano pequeño durmiendo sobre el cristal, empañado, de la ventanilla y ella sopesando la idea de mudarse a la playa y no ir más al colegio. Su madre vestía una rebeca azul marino sin abotonar. Una apariencia sin arrugas, con el pelo largo y sin canas.

El sacerdote, Esteban y ella, muy juntos, como si estuvieran comerciando con heroína en un callejón mal iluminado de la Gran Vía madrileña, intercambiaron miradas. Se oían murmullos desde el reclinatorio. Luna cruzó las manos y volvió a bajar la mirada. Se tanteó el dedo anular, desnudo, y regresó a aquella noche de su infancia, con sus padres y los gritos. Los gritos, su hermano con la cabeza apoyada en la ventanilla, la alianza que su madre se había quitado. El anillo, de oro. Anillo con la inscripción del enlace por dentro; el mismo que Esteban tenía que introducir en el dedo que se tocaba tras haber dado el sí a la enfermedad, a la muerte, a las risas y a las penas. Un intenso olor a incienso y a jazmín la puso frente al sacerdote, frente a los ojos de Esteban.

“¿Por qué has dicho que no?”, le susurró Esteban, con el sacerdote en medio aguantando el misal romano. ¿Por qué? La pregunta flotaba en el altar a los ojos del crucifijo, del padrino (su hermano pequeño), de la madrina, del cirio Pascual. La madrina, su futura suegra, que con jeremiaco rostro no se despegaba del brazo de su hijo. Luna se giró. Los invitados seguían murmurando. “Al menos no gritan”, dijo para sus adentros. Buscó a su madre que, ajena al resto de conversaciones, también la observaba. La alianza de su madre, huérfana de un dedo, agitada en el aire, bajo amenaza de separación. Se vio a sí misma, en el coche, incapaz de reaccionar ante el gesto de mamá.

-¿Por qué te quitas el anillo?
-Calla y duérmete, Luna. No nos molestes.
-¿Es que os vais a separar?
-No digas tonterías, hija, y duerme como hace tu hermano, que todavía nos queda un rato.

Y de nuevo se enzarzaban en la misma discusión. Su madre, con el anillo al aire y la rebeca azul marino sin abrochar. Aquellos gritos, que se revolvían para regresar al presente, fueron los últimos que se habían dedicado mutuamente sus padres. Se divorciaron y, al tiempo, su padre desapareció con la alianza de boda, sin dedo que la poseyera. Ni Luna ni su madre supieron nada más de él.

¡Qué guapa está mamá! Aquel día vestía una elegante chaqueta azul cobalto y se había peinado el pelo. Corto le sentaba genial. Luna la había ayudado a elegir la ropa en una tienda de la calle Serrano. Una chaqueta para asistir a su boda. Cara pero elegante. Por el rostro de Luna asomaron dos gotas salobres. Con ojos vidriosos pidió perdón a Esteban, al sacerdote, a los padrinos, al fotógrafo, y se encaminó hacia la salida recogiéndose la falda del vestido. Tras ella, murmullos, olor a incienso y a jazmín. También su madre: sin alianza, sin su marido. Su madre, con una elegante chaqueta azul cobalto.

25 abril 2011

Perlas (XXI)




"Cuando el error se hace colectivo adquiere la fuerza de una verdad."

(Gustavo Le Bon)

23 abril 2011

Perlas (XX)




"Todo nuestro conocimiento tiene su principio en los sentimientos."

(Leonardo Da Vinci)

22 abril 2011

Parpadeos - 64 (Sin diversión)




Todos, apretujados en aquel congelador y bastante aburridos, planeábamos algo interesante con qué matar el tiempo. No se nos ocurría ningún juego. El frío de aquella sala nos había entumecido los músculos y apenas podíamos movernos. Cada vez que hablábamos, castañetear de dientes y una nube densa de vaho que nos cubría la cara. Todos, encerrados, bien vestidos, perfumados, esperábamos, cada vez más quietos, a que nuestra profe Claudia abriese la puerta para darle una buena sorpresa al señor director por su cumpleaños.

19 abril 2011

Cinco. Sin rimas, por favor.




Cinco años. Se dice pronto, amigos. Cinco años separan a este blog de su comienzo, un 19 de abril de 2006.

Cada vez me trabajo menos esta clase de posteos conmemorativos, pero cuando se trata de hablar de realidades (no de ficciones) no me sale el tono narrativo. Había pensado escribir un romance, un relato, un esbozo: algo. No obstante, carezco de tiempo real para festejar estos cinco años como se merecen.

Eso sí, el agradeceros que sigáis leyéndome no lo paso por alto. Con tiempo o sin él, siempre os daré las gracias por vuestro apoyo; por vuestras críticas, votos, comentarios y visitas anónimas. Este blog no es el mejor blog ni pretende serlo; es nuestro blog. Bueno, es mi blog con derecho a roce. El roce de que queráis entrar a cotillear lo que este zorro loco escribe.

Gracias, un año más. Seguiremos dando caña.

18 abril 2011

Parpadeos - 63 (Recuerdos en conserva)




Todos apretujados en aquel congelador industrial: prensados, sucios, desollados, boca abajo. Todos muy quietos, en silencio, dejando que la escarcha nos cubra. Estamos a gusto así, a oscuras, sin vida. Compartimos el mismo final. Todos, absolutamente todos, llegamos a ser en el pasado algo vivo, feliz, luminoso. La puerta se abre y una mano desnuda nos tantea. A veces esa mano coge a alguno de nosotros y, pasado un tiempo indefinido, lo vuelve a dejar en su sitio. La mano agarra a uno: le ha tocado a la tarde agosto, a las palmeras agitándose, al beso de Claudia bajo ellas.

17 abril 2011

Parpadeos - 62 (Camino al cementerio)




Todos apretujados en aquel congelador a cuatro ruedas, porque mi padre no le da la gana conducir con más de dieciocho grados. Todos en silencio rumbo al cementerio del pueblo, aguantando de la mejor manera posible los ronquidos del abuelo. Entre sus manos dormidas, hinchadas, un ramo de margaritas y rosas blancas. El abuelo llora en sueños, se revuelve, aplasta con una mano las flores y pronuncia el nombre de Julia varias veces. Los ojos de mi padre están clavados en el retrovisor. Nadie más llora; yo, tampoco. Siento envidia de mi abuelo: llorar por los recuerdos, llorar por mi madre.

15 abril 2011

Perlas (XIX)




"Lo mismo da triunfar que hacer gloriosa la derrota."

(Ramón María del Valle-Inclán)

08 abril 2011

Parpadeos - 61 (Besos)




Un apuesto joven al que besó en los labios con dulzura se fue transformando poco a poco en algo parecido a un sapo: primero, los ojos amarillentos; luego, escamas por toda la piel. La princesa no pareció sorprenderse. En lugar de croar, el sapo puso rumbo a la salida dando pequeños botes, en silencio. Cogió al sapo por una de sus ancas y lo arrojó al estanque desde su ventana, junto a los otros sapos. Cada vez tardaban menos en transformarse.

05 abril 2011

Parpadeos - 60 (Nueve de junio)




De cara a la galería, nací un caluroso nueve de junio, unos veintinueve años atrás. Un día caluroso y muy húmedo, porque en Málaga el sol no pica, se te pega en la piel como resina fresca y te acompaña día y noche, aunque te duches, aunque te arranques la piel. La humedad es para los que nacimos en costa como la nieve para los suizos de los Alpes o los atascos a primera hora de la mañana para los de Pozuelo de Alarcón. Se acaba convirtiendo en una segunda piel.

Soy de la generación de Naranjito, del año en que Andalucía logró su estatuto. Mil novecientos ochenta y dos: se reabre la cueva de Altamira, Manolo Fraga se alza con el poder en Alianza Popular, Luis Buñuel publica su autobiografía, Felipe Felipón gana las elecciones, nos hacemos amiguitos de la OTAN, Argentina pierde las Malvinas (viste), una canadiense gana el Miss Universo, Michael Jackson hace bailar a los zombis; nacen, entre otras personalidades, David Bustamante, la actriz porno Kristal Steal, Víctor Valdés (muy a mi pesar), Kaká, el pianista chino Lang Lang, Asafa Powell, Contador y el menda, claro está. Un año de estrellas emergentes, anaranjadas, autonómicas, con una rosa en la mano por cojones, húmedas. Italia gana el Mundial, se estrenan Blade Runner y E.T, Camilo Sesto se desmelena en inglis, Mecano lanza su primer disco, García Márquez consigue su Premio Nobel mientras Torrente Ballester y Delibes comparten su Príncipe de Asturias de las Letras. Paco Martínez Soria nos dice adiós, a gritos y con la maleta de cartón al aire. Eso sí, muy bien acompañado, como siempre: Ingrid Bergman y Grace Kelly, una a cada lado suyo. Libia consigue el subcampeonato de la Copa de África, sin rebeldes ni hostias en vinagre.

Un año de grandes acontecimientos, todos ellos ensombrecidos por mis trece horas de parto, un nueve de junio víspera del Corpus Cristi; húmedo y caluroso. Con los balcones a rebosar de flores. Porque claro, el Corpus Cristi sin flores es como la Costa del Sol sin calima. Al final, me tuvieron que sacar con una especie de desatrancador de cañerías. Según mi madrina, aquello me dejó un bulto en la cabeza bastante espectacular. No me extraña que tenga cortocircuitos mentales de vez en cuando: el síndrome del desatrancador, sin duda alguna. Porque un desatrancador es un objeto peligroso. La ventosa del cacharro, un juguete del diablo, es capaz de succionar hasta la roña del vecino. Que se lo digan a las señoras que compraron compulsivamente esas ventosas para el cuarto de baño o para el yate que anunciaban por la tele Chuck Norris y una muñeca hinchable con un módulo de voz incorporado. Ya lo dijo Chuck: “sin ventosas, su vida no merece la pena”. Pues eso. Me sacaron al mundo a la fuerza, por cojones, sin permiso. Mi padre y mi madrina lloraron a coro en la salita de espera del paritorio con mi primera llantina, que por lo visto silenció las bulerías de los gitanos frente a la catedral. El médico les dio la noticia y ofreció una ronda de cigarrillos: “Ha sido niño. No vean ustedes lo que ha costado sacar al cabrito del vientre de su madre. La madre, bien: sofocada y extenuada. Normal. Trece horas de parto, señores míos. Me he perdido el partido de España, pero tampoco me importa mucho porque creo que hemos perdido contra Irlanda del Norte. Manda huevos. En fin, disfruten lo parido y que no les dé mucha guerra el chaval. Miren que les ha salido rebelde el niño, carajo”.

Normal que naciera rebelde. Con ese calor se estaba mejor dentro, flotando como una guinda en jugo de almíbar. Algo de culpa comparten mis padres. ¡Menudo viajecito a la clínica me dieron! Mi madre, rompiendo aguas en un taxi; mi padre, a su bola, adelantando con su furgoneta al taxi porque pensó que era otro al que seguía y no quería perderse el parto; mi madrina, increpando al taxista, a mi padre e incluso a la Guardia Civil si hubiera sido preciso. Un Marbella Málaga lleno de curvas, vómitos con bilis, insultos mezclados con la brisa húmeda; un recorrido salvaje, que el mismísimo Steve McQueen hubiera deseado conducir aquel caluroso nueve de junio.

Sinceramente, hubiera sido divertido presenciar todo aquello. Ni el mismísimo Paco Martínez Soria lo hubiera hecho mejor. Nací, en mi humilde opinión, en un año francamente cojonudo. Me gusta identificarme con el Mundial de España, con la humedad, con el haber nacido junto a la catedral de Málaga, con el número nueve; con casi todo. Menos con Felipe Felipón, por supuesto, que, aparte de sevillano, era muy feo y se bebió todo el vino de la Moncloa.

04 abril 2011

Parpadeos - 59 (Reflexiones de una caperucita cualquiera)




Ella sabrá lo que hace. No pienso insistir más acerca de la seguridad de su casita del campo. Porque, sinceramente, ¿a quién cojones se le ocurre montarse un chalet en pleno bosque, frecuentado por manadas de lobos que bajan de las montañas para ver si se llevan algo a la boca? Supongo que serán cosas de la edad, como aquel ridículo vestido rojo con capucha. “Mira, hija, pruébate este trapito que he tejido para ti”. Me lo probé y creí ver frente al espejo a la marimacho del anuncio de compresas con alas. Menuda mierda de vestido: desfasado y me picaban las canillas. La capucha era más pequeña que mi cabeza y los bolsillos estaban cosidos por dentro. Maldita jubilación. Maldito tiempo muerto. Porque en un bosque, rodeada de fieras, de pinos infestados de orugas en primavera, sin un alma en kilómetros a la redonda ni cobertura para el TDT, era o tejer un vestidito o contar las baldosas de la cocina. No quiso escuchar a mi madre. No quiso escuchar a mi padre. No quiso escuchar a mis primos. No quiso escuchar al guarda forestal. No quiso escuchar ni a la pitonisa del pueblo, ni al sacerdote, ni al carnicero, ni a la agrupación de leñadores que no llevan camisas de franela remangadas hasta los codos, ni a los bomberos ni a los del Seprona. Ahora todos esos infelices están muertos, devorados por los lobos que los cazaron cuando iban a visitar a mi abuela. Si no quiere escuchar, que no escuche, pero yo no pienso acabar como los demás. Las frambuesas, los emparedados, las tiras saladas de cerdo y la leche se los va a llevar quien yo te diga. Además, eso de que está muy enfermita y en cama todo el tiempo no se lo cree ni ella. Y si lo está, pues que pida ayuda a la dependencia. No te jode.