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30 octubre 2009

Vidas en sueño - 51 (Versiones)




Sobre la mesa de su despacho el comisario Rebollo distribuyó como si fuesen naipes de una baraja varios documentos con declaraciones de testigos, recortes de prensa, opiniones de su equipo de investigación y un informe del médico forense. Cada uno de ellos estaba grapado, y en sus encabezados se leía el mismo mensaje de inicio: “Expediente 03-009/B…”. Todos ellos formaban parte de la investigación sobre el crimen de la calle Logroño, sucedido días atrás

Tenía que sacar pistas que le llevasen al asesino. En su cuaderno había escrito unos apuntes; los leyó:
“Sobre las tres de la madrugada, Manuel Carmona Cisneros, de veinticuatro años, apareció muerto a la altura del número sesenta y seis de la calle Logroño. Presentaba varias contusiones y un par de huesos rotos. La causa de la muerte, como reza el informe del médico forense, fue un fuerte traumatismo craneoencefálico, producido supuestamente al golpearse la víctima con el bordillo de la acera. Según testigos presenciales, un anciano huesudo -que aseguró en todo momento haber sido mano derecha de Franco- y un muchacho gordo, sudoroso y enfundado en una capa negra, Manuel Carmona fue atropellado por un ciclista, el cual –afirmaban los testigos-, se dio a la fuga. El asesino vestía con chándal y mocasines. El color del chándal no se pudo definir, y derivó en una fuerte discusión entre los dos testigos, donde hubo cruce de insultos, y si no llegamos a intervenir, hubiese acabado en pelea callejera en toda regla. Cada cuál juró haber visto ese chándal de un color distinto: amarillo uno, rosa chicle el otro. También llevaba el asesino unas gafas de sol y una gorra. Le describieron como una persona delgada, de brazos alargados, encorvado. Otro dato de interés: pedaleaba con una cadencia de ritmo que les recordó a ambos a Miguel Indurain. Llamamos a Miguel Indurain, y éste tenía coartada. En ese momento se encontraba en la ceremonia posterior a la entrega de los Premios Príncipe de Asturias. Se inspeccionó la escena del crimen y aledaños, sin hallar ninguna pista física.”

Rebollo se enjugó el sudor de la frente. Tenía a un asesino disfrazado de drogadicto y montado en bici, sin un dato concreto, siquiera para esclarecer el color del chándal. Los dos testigos dieron positivo en una prueba de alcoholemia voluntaria que les hicimos. Era todo un marrón. El Comisario Jefe llamaba cada cierto tiempo preguntando acerca de novedades, y Rebollo estaba hasta los cojones del Comisario Jefe y sus ansiedades. Así que decidió estudiar de nuevo las versiones de los testigos. Se encendió un puro, y con el humo brotando a través de la comisura de sus labios en forma de cortina, empezó leyendo el dossier que tenía a mano izquierda.


Expediente 03-009/B – Testimonio de Don Fulgencio Seco Empinado
Iba camino de mi casa, helado de frío. ¡Qué puto frío que hacía, coño! ¡Me estaba congelando! No había un alma por la calle, sólo el muerto y el gordo ése de la capa negra, que estaba sentado en un banco bebiendo “vete a saber qué mierda de ésas que beben los jóvenes”. Están todos iguales de tontos, como mi nieto, que ahora le ha dado por leer unos libros muy raros. De repente pasó un coche a toda pastilla que casi me tira al suelo y todo; otro capullo de esos del botellón. ¡Esto con Franco no pasaba coño! ¿Sabe que yo fui uno de los asesores de Franco? Gracias a él España fue a mejor, el país consiguió volver a ser igual de poderoso que con Felipe II. Gente con disciplina, ¡joder!, que amaba a su pueblo, y no la mierda de políticos que tenemos ahora. Políticos y jóvenes… ¡menuda mierda de país! ¿Dónde están los grises?
Como le iba contando, estaba yo pasando por aquí cuando apareció el tipo de la bici, el que se cargó al pobre desgraciado ése. Parecía un psicópata, con esos colores amarillos, esos mocasines tan repugnantes, además de la gorra y las gafas puestas. ¡Me acojonó, joder! Creía que se bajaría de la bici y me mataría; hay mucha gente loca, ¿sabe usted? Cuando yo fui asesor de Franco le propuse quemar a todos los locos, a todos los maricas, a todas las putas y a todos los poetas; quemar a toda esa mierda, como cuando se quema la paja que no sirve ni para tomar por culo. ¿Y sabe lo que me dijo? Que estaba de acuerdo, ¡coño!, pero que de momento había que acabar con los comunistas sueltos.
Lo que le iba diciendo… pues aquel demonio atropelló al chaval; que también digo que la culpa es del chaval por no mirar, ¡coño!… ¡si es que van sin mirar! El chaval salió despedido por los aires, y cayó no sé cuántas decenas de metros más allá. Parecía que se había caído de un rascacielos, porque aterrizó con la cabeza y se escuchó su cabeza crujir como las nueces cuando le pegas un martillazo.
El de la bici no se paró y siguió su rumbo; parecía una apisonadora. Yo si fuera usted investigaría a ver si no atropelló a más desgraciados, o a algún coche o algo. Esa gente con Franco acababa fusilada, ¡hostia puta! Por cierto, el de la bici pedaleaba igual de bien que el Indurain ése. ¡Joder, Indurain era cojonudo!



Expediente 03-009/B – Testimonio de Don Ezequiel Rivas Márquez
Estaba yo en ese banco, ausente y nostálgico, bebiendo vino. El viento ululaba como un fantasma, y el frío se filtraba por los poros de mi piel, descarado, temerario. Mis negros ojos escrutaron al anciano aquél, que venía dando arriesgados zigzagueos cerca del bordillo de la acera, haciéndole carantoñas al duro asfalto, donde presumí acabaría su faz pegada a él. Osado él, estuvo apunto de ser atropellado por un ruidoso bólido ¡OH ancianos, aburridos seres, apáticos espíritus, tristes boinas! Observaba con mis pupilas fijas en aquel anciano cuando este pobre muchacho, que yace inerte y frío como una piedrecilla en un riachuelo, apareció en mi ángulo de visión, como la gaviota asoma por el horizonte del océano.
Fue escalofriante, sucedió en un instante, como el granizo de una tormenta de verano. Mis tersas manos se abrigaron la una a la otra por el frío, al mismo tiempo que, como espectador de una obra teatral de dramático final, vi a un delgado hombre, pedaleando como el espigado y risueño –y perdone que le ponga un tratamiento antes del nombre- DON Miguel Indurain, adalid del olimpismo nacional.
Y le atropelló, como si fuese una vulgar hormiguita. El muchacho, el pobre mártir de esta ruda ciudad, se desplomó sobre el frío pavimento. Bebí de mi cartoncito de vino con mucha honda pena, intentando ahogar con ese dulce licor la amargura de haber presenciado tan pavoroso acontecimiento.
El ciclista, asesino de inocencias, desgarrador de almas anónimas, llevaba un chándal de color rosa chillón, muy chillón, extremadamente chillón, como si fuera goma de mascar de ese tono rosáceo tan vivo y atractivo, como la falda de plástico de una meretriz. También llevaba unos mocasines, una gorra y unas gafas, caracterizado como un bufón. Nunca se paró, nunca se parará, y todos seguiremos notando el pudrir de nuestra carne por una persona muerta.



Rebollo puso los codos sobre la mesa y siguió leyendo los informes. ¡Nada! ¡Ni una pista, ni una maldita pista! Y como estaba muy estresado, como estaba hasta los cojones del Comisario Jefe, y como –aunque no venga a cuento del relato-, le habían embargado su piso, su madre le retiró la palabra, su hija murió de sida, su hijo se volvió homosexual, y su mujer se escapó al Caribe con un negro millonario, sacó del cajón de su escritorio un revólver, hizo girar el tambor, colocó el cañón sobre su sien –derecha-, y apretó el gatillo. Sobre las versiones, trozos de carne, sangre y sesos.

27 octubre 2009

Vidas en sueño - 50 (Limonada)




A través de los pequeños agujeros de la puerta, en su refugio, observa a Sofía: está sentada en uno de los bancos de la iglesia junto a un grupo de niños, tocando la guitarra. Todos cantan sin coordinación, pero sus voces infantiles rebosan entusiasmo e inocencia. Están ensayando para la misa del domingo; es el coro infantil, y Sofía su catequista. Sofía. Su pelo rizado y castaño derramado por los hombros, su blusa azul celeste, sus ojos negros, su nariz fina y alargada, y aquella sonrisa de labios estirados tan peculiar le envolvían, le hacían sentir bien; quizá demasiado bien.
Se santigua y con las yemas de sus dedos acaricia el crucifijo que lleva sobre su toga, esperando que el tacto con la madera áspera le dé FUERZAS para desviar la atención y volver a sus oraciones. ¡No puede espiarla! No de ese modo... ¡ni de ese modo ni de ninguno!... ¿o sí? Incertidumbre. El Padre Camino alza la cabeza, y contempla el techo del confesionario; quiere traspasarlo con sus ojos, y llegar hasta Él, hasta Dios, y poner su mirada a juicio, descargar su conciencia, sus fantasías, sus temores y sus dudas. Desea encontrar el consuelo que nadie puede darle. Siente un bombeo de sangre frenético, el sudor recorrer su frente. Se escuchan voces de niños que se alejan hasta silenciarse la iglesia. Le llega un olor intenso a incienso. No necesita volver a escrutarla a través del enrejado para saber que aquellos pasos tan marcados que se acercan pertenecen a Sofía. Es coja. Agacha la cabeza, encoge los hombros, une sus manos, y con un hilo de voz suplica fuerza. Nota la garganta arder.

El Padre Camino llevaba unos tres años viviendo en aquel pueblo, los mismos desde que el obispo le ungió con aceite, le mandó tumbarse en el suelo, y le bendijo como pastor del Señor. Llegó ilusionado, con una maleta pequeña rebosante de ideas buenas, y con la ansiedad del novato por hacer bien su trabajo. Desde pequeño supo cuál era su vocación, sentía en su interior la necesidad de ayudar al prójimo, de ser un apoyo para el necesitado, de ser brújula de almas. Se granjeó el cariño y respeto de los parroquianos con relativa facilidad. Eran personas humildes, algo brutas pero con muy buen corazón. Tenían una fe inquebrantable, sabían escuchar, le pedían consejo, mostraban sus emociones sin tapujos y se dejaban consolar como si fuesen niños dóciles: le hacían sentir útil y necesario. Un par de meses después de su llegada, Sofía empezó como catequista de un grupo de chavales. Ella era de allí. Terminados sus estudios universitarios, vino de la capital para quedarse una temporada indefinida; quería ayudar a los vecinos, implicarse en las cosas del pueblo, en su gente. Desde el primer día que les presentaron, el Padre Camino siempre la vio sonriente, y esa sonrisa le contagió.

Se llevaban un par de años de diferencia. Tenían caracteres distintos, sin embargo se complementaban con suma facilidad: la seriedad del cura la contrarrestaba el optimismo de la catequista, y el espíritu inmaduro de una lo arrebujaba el otro. Unidos por el amor a la vida, poco a poco fueron indagando más el uno sobre el otro, adentrando con paso firme en sus parcelas remotas. De este modo, empezaron a compartir sus vidas: ella le acompañó al campo a por musgo para el belén de la parroquia, él no soltó en ningún instante su mano durante el velatorio de su madre, ella compuso una canción dedicada a él y se la hizo cantar a los niños en una de las misas, él la sacó a bailar en la verbena del pueblo, ella le enseñó a tocar la guitarra, él latín, ella le cuidó cuando tuvo gripe, él solía repetir que su cojera era hermosa, que ella era hermosa. Limaron complejos, despellejaron sus pieles. La gente del pueblo nunca habló acerca de aquella relación si no era para elogiarlos, por todo lo que hacían por ellos; les pusieron un mote a cada uno: Pedro y Heidi.

Pero hasta la confianza tiene su molde, que si se descuida en el horno se resquebraja, y explota. Una tarde de verano Sofía le invitó a una limonada en su casa. Había sido un día muy caluroso, así que la invitación fue aceptada con un SÍ rotundo. Cuando el Padre Camino llegó a su casa, ella le hizo pasar, y le invitó a sentarse en una silla del patio interior, rodeado de jazmines, de damas de noche, de rosas y de lavanda. Cuando regresó de la cocina traía una jarra de cristal, a través de la cual se apreciaban los trozos de limón, la pulpa flotando entre hielo y agua. Y le sirvió un vaso. Él se lo llevó a sus labios, y dio un sorbo largo, saboreando el limón, el azúcar, sintiendo el frío del hielo en sus dientes. “Sofía, esta limonada sabe a Gloria Bendita. ¡Eres Gloria Bendita!”, le dijo, y ella tartamudeó al agradecérselo. Daban pequeños sorbos a sus limonadas sin dejar de mirarse a los ojos, y sonreían; bebían del néctar de sus pupilas. Bebieron su vaso cada uno, y al servir otra ronda, Sofía derramó un poco de limonada sobre la sotana del sacerdote. Se ruborizó, pidió disculpas como si fuese una metralleta y salió apresurada a por trapos limpios. Él se rió; se sentía feliz, extremadamente feliz. Se sentía eufórico. Ella regresó con varios paños, y le empezó a secar la sotana; él, se los intentó quitar y le rogó con una sonrisa, inclinando el cuerpo, que le dejase de limpiar. Entonces sus rizos acariciaron la frente del Padre Camino; fueron unos segundos que retumbaron en sus oídos como el tambor de una procesión. Su corazón le golpeaba con violencia el pecho, su respiración se entrecortó. ¡No pudo evitarlo! El Padre Camino acarició su mejilla, y recorrió con la punta de los dedos su rostro: su frente, sus cejas, su nariz, sus labios. Estaban calientes, húmedos, esponjosos. La respiración de Sofía calentaba su piel; era profunda. Juntaron sus bocas, saborearon la saliva del otro. Se abrazaron. Volvieron a besarse, y con las manos fueron dibujando tantas horas de felicidad juntos. Disfrazaron sus jadeos con el tintineo de los hielos en la jarra de limonada, ahogaron el fuego de sus vientres bajo decenas de macetas con jazmines, damas de noche, rosas y lavanda. Él lamió la miel de sus pechos, ella acarició su sexo bajo la sotana negra. Se amaron toda la tarde, dejaron a sus cuerpos gritar, estremecerse, intercambiar el sudor de una calurosa tarde de verano.

Sofía se está aproximando, y él aprieta con más fuerza sus manos. Pide ayuda, suplica consejo. Lleva un par de semanas evitándola, ¡necesita saber primero a quién amar! ¡A qué amar! No quiere seguir bebiendo el cáliz de vino y agua, creyendo que bebe limonada.