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30 abril 2008

Vidas en Sueño - 15 (Instinto)




Cuando recobré el conocimiento estaba tumbado sobre una moqueta, rodeado de pedazos de carne y coágulos de sangre. Las paredes estaban salpicadas de aquel líquido viscoso, oscuro. Y allá donde miraba, cuerpos. Cuerpos mutilados. El tren estaba parado en lo que parecía un túnel, o quizá el mismísimo infierno; oscuridad a través de los ventanales del vagón, y absoluto silencio. Aquello parecía una tumba sobre raíles. Sobre mi mente un maremoto de dudas: ¿Qué había pasado? ¿Por qué el tren permanecía parado? ¿Quién o qué asesinó de tan cruel manera a aquellas personas?

¿Por qué tenía el presentimiento de ser el único superviviente?

Intenté en vano buscarle explicación alguna a lo ocurrido, mientras me reincorporaba. Recorrí el tren, vagón a vagón, y en todos lados el mismo espectáculo macabro, de sangre y carne. Una auténtica carnicería humana, cuyo dueño se debió despachar agusto. Llegué al principio del tren, a la locomotora, y tras verificar el estado de los cadáveres de los maquinistas, observé un brillo plateado - fino y ténue - a través del parabrisas. "Debe ser la salida del túnel, o el final de esta pesadilla", pensé, esperando que fuera lo segundo. Sin dudarlo, me apeé del tren de la muerte y me dirigí a la luz. Lo que parecía cercano se convirtió en más de quince minutos de caminata. El miedo me impedía mirar hacía atrás; quería eliminar de mi recuerdo aquellas fotos horribles y regresar al mundo real cuanto antes.

Y cuando por fin llegué a la salida del túnel, fui bañado por la luz que tanto tiempo en mi caminata estuve observando. Luna llena sobre cielo estrellado. Una noche perfecta. Me sentí aliviado por un instante, sólo por un instante, pues en pocos segundos di respuesta a todas mis dudas iniciales, cuando vi mi cuerpo agrandarse, cuando una especie de pelaje grueso y que quemaba como el fuego brotó por toda mi piel, cuando aullé de forma instintiva, cuando deseé volver a probar aquella deliciosa carne humana.

25 abril 2008

Vidas en Sueño - 14 (Flying Fingers, parte 34)




No llueve porque la radio no suena, y en parte me alegro, porque he podido salir a la calle y eructar con potencia, tanta que hasta una señora - posiblemente octogenaria, y con ganas de imitar la proeza - no tuvo más remedio que arrodillarse ante mí, bajo cerrada ovación de gala por parte de la parroquia, que curiosa, se tocaba con fantasías imposibles. Y ahí estaba yo, en un batiburrillo del orto, en el alto de un cerezo de abejas golosonas de morbo, ávidas de experiencias excitantes, y sin demasiado dinero con el que poder agasajarme. Era fantástico, inaudito, incluso barroco; sí, barroco, porque sí, porque lo digo yo, y si no vuelvo a eruptar y a cambiar el orden de las cosas, y poner a esa octogenaria placentera a bordo de una nave espacial atestada de ratas de combate y zorros sangrientos, tamañio medio de combate.

"¿Y si me muevo?", pienso mientra veo copular a dos palomas en lo alto de un sombrero de bombín. Lo mejor es que así lo haga, y devolver a esas personas a su rutina, y que el mundo vuelva a ser lo que era, algo en lo que poder columpiarse, bajo arcadas señoriales, y semaforitos de humo y mierda. Muevo un pie, y la anciana venerable se unta de koipe el cuerpo, porque ella así lo cree justo y necesario. Alguien susurrra que eso no es aceite, que es perfume, que quiere llamar la atención y no sabe cómo. Ante la duda opto por dar una voltereta hacia atrás, y entonar algún himno desconocido.

Creo que llego al fin, de la providencia; estoy en el abismo de la consciencia, donde las balas quedan a las seis para tomar el té, y donde los rockeros aman en secreto a Julito Iglesias. El mundo vuelve a girar con normalidad, y las moscas revolotean en lugar de flotar sobre algún líquido invisible. En resumen, el cuento se acaba... ¿dónde coño estaba la princesa? ¿Y el príncpie? Seguro que metido en algún atasco; eso queremos pensar todos, porque si está flirteando severamente con la vecina sería imperdonable, y me obligaría a volver a eructar, con la potencia del acordeón, con la majestusidad del cigarro empapado en vino, del malo.

21 abril 2008

Vidas en Sueño - 13 (Seis Balas)




Habían pasado las doce de la medianoche, y yo aún aguardaba con tranquilidad a mis objetivos. Según mis previsiones, no tenían que tardar mucho más en llegar a su habitación, perteneciente al Hotel "Palomar del Trabuco". Aquello, más que un hotel era un despropósito de habitaciones sucias y empleados vulgares, que no dudaban un instante en despreciarte con la mirada. El edificio había cumplido con creces los cincuenta años desde su construcción, como bien reflejaban las paredes amarillentas y alguna que otra telaraña apostada en las esquinas. Las tarifas de sus habitaciones eran adsequibles para un bolsillo medio, y eran básicamente utilizadas para follar, para drogarse solo o en grupo, o como era para este caso, para esconderse de nosotros. ¡Pobres ilusos! Siempre era áquel nuestro primer objetivo de búsqueda y caza de objetivos a asesinar; se creían a resguardo en aquella choza del infierno, hasta que los encañonabas con tu colt anaconda.


Volví a mirar con aire de circunstancias el reloj colgado de la pared, y removí de nuevo mi vaso de whisky con hielo. Odiaba estas escenas previas a la acción, en las que había comportarse como un buen muchacho, y aguardar al momento más discreto para saldar deudas. Así lo ordenaba el patrón; "¡No me jodáis! Acabad con esa escoria cuando estén en su habitación, cuando caminen solos por la calle, cuando no haya nadie mirando, que os obligue a matarlo también. Somos una empresa de asesinos, pero si no demostramos cierto nivel de calidad nunca evolucionaremos". Las órdenes fueron muy claras. "Mata primero a la mujer, y que él vea cómo sufre. Luego mátalo a él. Mata a todo lo que respire en esa habitación". La pareja no debía representar ningún problema; no irían armados y mucho menos eran peligrosos. No sabía qué motivó al jefe haberme encargado el trabajo: deudas de juego, problemas con algún negocio, simple odio o venganza,... cualquier motivo; tampoco me tenía que importar. Me había acostumbrado a no detectar síntoma alguno de cargo de conciencia; al principio, cuando di mis primeros pinitos en el gremio, había veces que tragaba saliva, y pensaba durante escasos segundos qué iba a hacer. La fuerza de la costumbre acabó por callar esa voz molesta, y apretar el gatillo se convirtió en pura rutina.

No me hicieron esperar demasiado tiempo del previsto. Estaba apurando mi tercer whisky on the rocks cuando aparecieron por el hall de entrada del hotel. Esperaba encontrarlos asustadizos, observando cada esquina allá por donde caminaban, sospechando hasta de las horribles plantas del vestíbulo. Sin embargo venían sonriendo, despreocupados, y agarrados de la mano, balanceándolas como adolescentes. Ella reía a carcajadas, y al hacerlo su rubia melena ondeaba al aire con belleza; sus ojos eran grandes y azules, su rostro redondo y sus labios esmeradamente pintados. Llevaba puesto un vestido negro, muy elegante y a su vez sencillo, ceñido, y que provocó en mí una soberbia erección. Andaba con paso firme, apoyada en unas esbeltas piernas y zapatos de tacón alto negros. Iba a convertirse en la víctima más atractiva que había pasado por mi negra agenda. Él, ligeramente más alto que ella, tenía pelo moreno y corto; a su vez reía cómplice, acompañando con una risa pegadiza las carcajadas de la mujer. Sus ojos eran pequeños, pero las cejas, poco pobladas y muy estilizadas, ofrecían un contrapunto que hacía inevitable no prestarle atención. Seguía con ligero esfuerzo el andar de su acompañante, arrastrando los pies. Vestía unos vaqueros y una camisa veraniega, que marcaba perfectamente sus biceps. Intenté dar lógica a que dos personas de su status social y económico estuvieran en este hotel tercermundista, pudiendo estar en otro más caro y protegido; y sobre todo, el porqué sonreían, si sabían lo que podía suceder. Formaban una buena pareja, pero me daba exctamente igual; el dinero que me daba el patrón por mi dedicación hacía mejor pareja conmigo que cualquier otra.

Saludaron con júbilo al recepcionista, y éste les devolvió la sonrisa y las llaves de su habitación. Habitación 501. Me lo sabía de memoría el número de habitación. Llamaron al ascensor mientras se agarraban de la cintura, y una vez llegada la cabina a la planta baja, accedieron a ella y subieron. Decidí darles tiempo para un último polvo - esas curvas se lo merecían -, y pedí otro vaso de whisky. El camarero parecía querer conversar:

- Parece que mañana volverá a hacer mal tiempo - dijo con tono neutro mientras llenaba mi vaso.
- Sí, eso parece - contesté mientras me encendía un cigarrillo.
- ¿Matando las penas?
- ¿Cómo? - había escuchado la pregunta, pero quise poner el tono representativo de que empezaba a tocarme los cojones
- Le pregunto si está matando las penas con tanto whisky - contestó el barman con tono conciliador, intentando buscar conversación -. No recuerdo haberle visto antes, y he supuesto que tanto whisky y el venir a un sitio nuevo tenía algo que ver con matar penas.
- Bebo porque me apetece. Yo no tengo problemas.
- Ya me extrañaba a mí. Usted no es de esa clase de borrachos que van llorando por las esquinas.

El barman estuvo un tiempo esperando un hilo de conversación - limpiando mientras tanto un par de vasos -, pero yo decidí que no me apetecía hablar con aquel tipo. Me sumergí de nuevo en el plan, y con un par de tragos acabé el vaso. Dejé dinero de sobra para no pedir la cuenta, y me dirigí hacia el ascensor.

- ¡Oiga, que se deja la vuelta! - chilló desde la barra el odioso camarero.
- Para el bote.
- Si ha sobrado más de veinte euros - respondió cargado de razón.

Me volví hacia él. Empezaba a tocarme seriamente los huevos, y no pude evitar apretar los nudillos, los dientes, y tener ganas de patearle el culo. "Quédate la propina, o invita a una ronda al próximo borracho que venga, pero deja de molestarme. Aviso.", dejé escapar de mis labios, en un tono relajado, pero contundente, esperaba. El barman me observó con cautela, y volvió a sus asuntos. Yo no era persona de muchas palabras, más aún cuando alguien quería sacármelas a la fuerza; y más aún cuando estaba trabajando. Decidí relajarme subiendo por las escaleras, hasta la quinta planta, directo a la habitación 501.

Ya en la planta quinta, y antes de acceder al pasillo, me enfundé mis guantes negros, de cuero, y revisé el cargador del arma; seis balas, calibre 44. ¡Perfecto! No creo que aquello me llevara más de cuatro balas. No descarté la opción de que tuvieran a uno o dos guardaespaldas, pero un disparo certero en sus cabezas me quitaría de un tiroteo estúpido, y de gastar más de seis balas. Yo y las balas, ¡era una obsesión! Me gustaba saber la cantidad exacta de munición que necesitaba en cada trabajo. Una vez necesité catorce balas, pero estaba calculado; cinco escoltas, cinco jefezuchos del tres al cuarto, y un par de putas, además del chófer de uno y el flipado karateka de otro. Todos recibieron la pildora, vía craneal, empezando por el karateka, que tras una demostración de acrobacias y movimientos no tuvo más remedio que gemir como una nena cuando desenfundé mi arma y le encañoné. Tras el pobre infeliz disparé al chófer y a cuatro matones. Luego me parapeté tras un sofá, y aguanté las rafagas de varias armas; y una vez recargué el revólver, otros cuatro disparos, y cuatro caidos en combate. Mis últimas dos balas fueron más relajadas, pues los dos supervivientes - las putas - salieron huyendo de la habitación. Blanco en movimiento, pero de trayectoria recta. Hice blanco en ambos casos. Aquello sí fue un trabajo importante y con cierto riesgo; esto no pasaba de una reunión de jubiladas para tomar el té con pastas.

Llegué a la altura de la puerta de la habitación 501, tras un trayecto sigiloso, con la Colt Anaconda desenfundada y amartillada. No había rastro de vigilantes, pero sí mucho yonki lastimoso, y mucho puterío. Me entraron ganas de abrir una de aquellas habitaciones y acribillar al gilipollas de los quejidos, o al viejo que jadeaba en pleno folleteo. Pero eso no me daba dinero, y me hacía gastar balas innecesarias. Centré mi vista en la puerta, y me concedí unos segundos para la concentración. "Vamos allá", me dije con disciplina, y apretando los dientes pateé con furia la cerradura la puerta, que sin mucha resistencia saltó por los aires. Y allí estaban, la pareja, en la cama, viendo algún programa de la tele, semi desnudos y fumando un cigarrillo. La sorpresa fue mayúscula; ella se abrazó con terror a la almohada, y él, se limitó a temblar, y a tragar saliva. No vacilé, y con el brazo extendido disparé a la rodilla derecha de la mujer; ella gritó de tal modo que se hizo notorio el dolor esgrimido. Su rodilla seguramente estaría destrozada, y era improbable que saliese corriendo; por si acaso disparé a su otra rodilla. Dos balas, doble agonía. Me acerqué a la cama, y apuntando al hombre, golpeé con toda la saña que mi maldad me permitía al rostro de la mujer.

- Ni se te ocurra moverte, o te taladro el culo, gilipollas - dije rotundamente al hombre, que no paraba de gemir.
- ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué? - decía entre lágrimas el puto llorón.
- Bien sabes tú el porqué. Y deja de llorar, porque me estás jodiendo. Cállate, y disfruta del espectáculo - y nuevamente golpeé a la mujer, rompiéndole el tabique nasal, y haciendo que de su boca saliera despedido un chorro de sangre a la pared.

La golpeé hasta que me empezaron a doler los nudillos, pero evitando en todo momento dejarla sin consciencia. Ella tenía que sufrir, eran órdenes, y él tenía que sufrir viéndola sufrir. En dos minutos aquello habría terminado. El plan estaba estudiado al dedillo: disparar a algún elemento inesperado, mini tortura a la mujer, matar a la mujer, y acabar con él, incluyendo alguna posible maldad. Dos minutos, y no más de seis balas. Luego saldría por la ventana hacia la escalera de incendios, y con rapidez bajaría. Luego me mezclaría con las sombras y me bebería un whisky con hielo en un bar cualquiera. Todo estaba estudiado. No más de seis balas para dos personas, más algún posible elemento sorpresa. Regresé al mundo real destrozando la mandíbula de la mujer con un directo a la quijada. La cogí del pelo y la arrastré con mi mano libre hasta la mini nevera. Abrí la puerta, e introduje su cabeza en la misma. Miré con sonrisa torcida a su acompañante, cogí un poco de carrerilla, y como si fuera un balón de fútbol, pateé con todas mis ganas la puerta. El golpe fue brutal, y él no pudo evitar gimotear como una nenaza; ella, o mejor dicho, lo que se veía de su cuerpo, empezó a moverse como los muñecos que se cuelgan en los retrovisores de los coches, convulsivamente, y tras unos breves instantes se quedó inmóvil. La puerta de la nevera acabó abollada, y tras ella un río constante de sangre apareció. Creo que hasta el momento estaba cumpliendo mi trabajo con perfección. Quedaba el capítulo final; él, la nenaza llorona.

- Parece que tu mujer y yo hemos roto el hielo - dije, disfrutando del momento, y soltando una leve carcajada, que provocó en mi llorón amiguito una meada de terror.
- ¡La has matado! ¡La has matado! ¡Ella no tenía culpa, y Marini sabe que no tenía culpa! ¡Ella no! - respondió con rabia
- ¡Vaya! parece que ver a tu amiguita muerta te ha ayudado a recordar en nombre de por quién vengo. Te reiste de él, le tomaste el pelo, y esto es lo que has provocado tú solito. - dije amartillando mi revólver.
- ¡Espera, espera! ¡No me mates! Te lo puedo explicar...

Demasiada conversación, y demasiada lagrimita. No pude evitarlo, y le disparé a los cojones, que era lo que no había usado en todo momento. Me hubiera gustado un enfrentamiento con él. Le hubiera matado igualmente, pero al menos le habría respetado por su valor. Sin embargo ni fue sino un monigote melodramático, que daba pena y asco. Sus cojones sobraban. Él aulló con tanta intensidad que sentí mis huevos estremecerse en señal de solidaridad. Se llevó la manos a su destrozado aparato reproductor, y no paraba de aullar. "Bueno, esto es el fin. De parte de Marini, espero que hayas disfrutado del momento, y que te pudras en el infierno", dije en tono ceremonial. El aullido me invitó a ser original, y en lugar del clásico disparo entre ceja y ceja, le reventé de una patada la mandíbula, y cuando alzó de nuevo el rostro ensangrentado, le disparé a la boca. Parecía un puto aspersor manando sangre por aquí y por allá, y en un breve espacio de tiempo pasó a convertirse en una masa inerte. Había cumplido el trabajo, y sin mancharme apenas. Ya me limpiaría los restos de sangre en las botas cuando llegara a casa. Resoplé, y me relajé. Matar me convertía en un depravado, y en una bestia. A veces no controlaba mi cuerpo, y era él el que ejecutaba las maldades con la mayor crueldad posible.

Comencé a regresar en mí, a relajarme, cuando un ligero rechinar de una puerta, en mi flanco, voló por los aires la calma. Sin dudarlo dos veces desenfundé con bastantes reflejos el revólver, y apunté al espacio existente entre la puerta y el marco de la misma; tuve claro que dispararía a lo primero que asomara, sin excepciones. El tiempo que pasó fue eterno, y la tensión existente se podía cortar con una sierra mecácnica. Empecé a pensar quién podría estar ahí: un matón, alguna otra mujer, un yonki espía, un gato, un fantasma, o incluso el mismísimo Marini - mi jefe - dispuesto a comprobar mi buen hacer. Lejos de mis fantasías, comencé a escuchar un sollozo, pero totalmente diferente a los posibles gimoteos de un hombre cobarde o una puta sin autoestima. Y en ese mismo preciso instante, justo en ese momento, me sentí inseguro.

- ¿Quién coño anda ahí? ¡Sal o te vuelo la tapa de los sesos! - dije en un tono que no daba lugar a muchas reflexiones, ni mucho menos invitaba a mantener una agradable conversación.

Una vez roto el momento de tensión - con más tensión -, una cabecita, a un metro y veinte centímetros del suelo, asomó poco a poco. ¡Era un niño! Temblaba, y lloraba con terribles convulsiones. Sus ojos estaban enrrojecidos, y sus labios apretados. Tenía pecas y el pelo un tanto revuelto, y por sus mejillas recorrían abundantes lágrimas. Me vio, tembloroso, y se echó a llorar. No supe reaccionar, no tuve huevos de disparar; el blanco más fácil, y la vez, el más difícil con el que me había enfrentado. Bajé el arma, y sin sabér cómo, de mi palabras brotó un tono conciliador.

- Chaval, sal de ahí, anda. Y haz el favor de dejar de llorar; no lo soporto.
- No quiero morir; mamá dice que aún tengo muchas cosas que hacer en la vida, y que para eso tengo que cuidarme, porque si no me muero. Y yo no quiero morir, yo quiero hacer muchas cosas - replicó el niño, entre un ataque de hipo, y sorbiéndose la nariz.
- ¿Se puede saber qué haces aquí? Tú no deberías estar aquí; no tenías que estar. No puede ser que estés aquí. ¡Dime, niño!¿Qué coño hacías ahí metido?
- Mamá me dijo que hoy íbamos a dormir aquí, pero que mañana nos íbamos con mi nuevo papi a un sitio con playa los tres juntos. Y que si quería ir con ellos tenía que esconderme en el baño, y que oyera lo que oyera no saliera bajo ningún concepto - contestó el chaval, con tanta naturalidad que hasta me pareció haber preguntado una estupidez. - ¿Mamá está muerta? - Levantó con timidez la mirada, casi echándose a llorar.

Si me hubieran cortado una pierna con una radial en aquel mismo momento me hubiera afectado menos que la dichosa pregunta del crío. Puse mis ojos en blanco, y sentí mi cabeza dar vueltas. "Es un niño joder, es un puto niño. Mátalo y vete de aquí. Pierdes el tiempo, y le vas a ahorrar sufrimiento si le pegas un tiro. Además, Marini fue muy clarito: TODOS, todos muertos. Eso incluye al chaval. Mátalo y vete", pensaba, intentando anteponer la lógica a los sentimientos. Levanté el brazo, amartillé la Colt Anaconda, y apunté a su frente; su mirada era inocente y temblorosa... ¡inocente y temblorosa!. Mi pulso tembló como la gelatina. No me dijo nada. Aguantó como un campeón las lágrimas, ¡y yo esperaba algo que provocara mi disparo! Si lloraba dispararía, porque le ordené no llorar, ¡pero el cabrón no lloró! Apreté mínimamente el gatillo, dándome confianza, y reafirmé mi objetivo, intentando mantener el pulso al máximo.

- Vete - dije, vencido por la conciencia
- ¿No me va a matar señor?
- No, y ahora vete
- Pero mamá me ha dicho que no me moviera hasta que ella me lo dijera. ¿Mamá está muerta?
- ¡He dicho que te vayas a tomar por el culo niño! - grité con todas mis fuerzas, y gesticulé con bastantes aspavientos.

El niño me miró aterrorizado, y salió huyendo por la puerta, llorando. Y yo, allí de pie, me quedé vencido; vencido por la conciencia; vencido por un niño. Había fracasado, porque el plan de asesinato incluía al niño, y el niño estaba vivo. Si Marini se enteraba de mi error, me mataría personalmente. Enfundé el arma, me abroché la gabardina negra, y salí por la ventana, rumbo a la calle, rumbo a un bar sin nombre, a beber whisky, y a pensar cuántas balas necesitaría para mi nuevo trabajo: sobrevivir.

Dos velas en la tarta




Tal día como hoy (realmente, para no faltar a la verdad, habría que restarle un par de días más), hace dos años, la Madriguera se embarcó en este mundillo de los blogs. Hace dos años, con la maleta llena de ideas, ilusiones y, porqué no, ganas de agradar a sus lectores, comencé una de las actividades que tan feliz me han hecho, y que me siguen haciendo. ¡Hoy es el segundo aniversario de este blog, La Madriguera del Zorro!

Y como ya dije el año pasado, me siento muy orgulloso de este rincón de ideas y sueños, de chóped y relatos, de Chuck Norris y demás eminencias, que por aquí han ido presentándose. Y cómo no, daros las gracias a todos vosotros - ¡oh, lectores míos! - que siempre sacáis un hueco para leerme. Vuestro cariño y ánimo constante han ayudado y ayudarán para que dentro de otro año esté de nuevo aquí celebrando un aniversario más. Y renuevo una de mis propuestas originales; si tenéis sugerencias que hacerme, dudas, preguntas, lo que sea, hay barra libre de debate con el amigo Zorro.

Gracias a todos por otro año más, y espero veros por aquí, por la Madriguera, compartiendo un relato, haciendo de la Vida un sueño, y dejando claro que el zorro no es tan solitario como se pinta; me siento sumamente orgulloso de teneros junto a mí.

Se os quiere,
Pablo

04 abril 2008

Vidas en Sueño - 12 (Amapola)




Una bella amapola comenzó a ondear frenéticamente al paso de un vehículo, que como los anteriores, pasó a gran velocidad por ese tramo de carretera. De rojo pasión iba vestida, y con tallo firme predominaba sobre las demás compañeras, que con gran envidia torcían sus cinturas y desplegaban sus hojas, en un intento desesperado por llamar la atención. Pero ella era la favorita de todos los insectos; abejas, hormigas, libélulas, moscas, y demás golosos acudían con gula a su disco duro, donde se guardaba el delicioso y narcótico jarabe. La amapola era feliz, y sus hojas de color placa base saludaban a los pulgones, que también querían su parte del pastel.

Estaba siendo una plácida y tranquila tarde de primavera, hasta que el frío metal de unas tijeras la separó de aquél, su campo, su mundo, su vida. Como si el cable de Internet fuera quitado del ordenador, ella se sintió de repente sola y vulnerable. Una mano rechoncha y nerviosa agarró su tallo, y a cada centímetro que se alejaba de la tierra sentía como si resetearan su sistema operativo del recuerdo; ¡tantos vientos en los que ondear!¡Tantos insectos a los que seducir! Y aquella mano rechoncha que la arrancó de su feliz mundo la depositó con mismo en un vaso de plástico con agua; una fuente de alimentación acuifera era su único consuelo, mientras el coche del dueño de la mano rechoncha se ponía en marcha, alejándose más y más, bit a bit.

Pasaron los días, y sobre una mesa blanca y sencilla, un ordenador de última generación, con pantalla de diecinueve pulgadas, exhibía con orgullo una amapola roja en un precioso jarrón, con el recuerdo de una vida de campo. Pero como toda memoria ram, se volatilizó en el tiempo.