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29 noviembre 2010

Perlas (X)





"Ciertos recuerdos son como amigos comunes, saben hacer reconciliaciones."

(Marcel Proust)

26 noviembre 2010

Parpadeos - 49 (Papá y la tapa del váter)






Ultimátum

Recuerda a papá que baje la tapa. Díselo con cariño, arrastrando las palabras y casi susurrando. Que se confíe. Luego, cuando él vaya al cuarto de baño, síguelo y espíalo por la rendija que siempre se suele dejar abierta. Si usa el váter y no baja la tapa, no te preocupes: has llegado a tu límite. Coge el cuchillo y no se lo repitas más veces.


A palo seco
Recuerda a papá que baje la tapa: odio tomar cerveza a palo seco aquí, en el sótano.


Inadvertido
“Recuerda a papá que baje la tapa”, dijo con tono simpático aquella chica tan sonriente y pecosa; la única de la casa que me daba comida y mimos. Hice lo que pude, pero, como siempre, él no me quiso escuchar. Ni me escuchó ni me prestó atención alguna, como es habitual. Había defraudado de nuevo a la chica pecosa. Desanimado, me rasqué con la pata y ladré un rato.


Recordatorio póstumo

“Recuerda a papá que baje la tapa”, se podía leer al final del testamento de mi madre.


Reproches y lápidas
―Recuerda a papá que baje la tapa y a tu hermana que no se tire una hora en la ducha.
―Eso haré, mamá.
―No te olvides de cambiarle al agua, todas las mañanas, al canario.
―Vale.
―No te acuestes a las tantas, que luego no rindes en el trabajo.
―Ya.
―Por cierto, ayer te vi con una chica. No me gusta, hay algo en ella que no me acaba de cuadrar.

Iba a responder a mi madre, pero comenzó a llover muy fuerte. Tanto que me tuve que cobijar en el pórtico de un mausoleo próximo a su lápida.


Negación de la evidencia
―Recuerda a papá que baje la tapa.
―Mamá, no te lo repito más veces: lleva muerto un año.


La sonrisa del hombre
“Recuerda a papá que baje la tapa”, me dijo aquel hombre tan simpático por la calle. Tres meses después lo volví a ver en una sala enorme, junto a dos policías. Y había un hombre con un martillo y muchos hombres de negro y mamá lloraba y todos estaban enfadados y el hombre me sonrío y yo le sonreí.

24 noviembre 2010

Choped Madrid (3)




El conferenciante era rubio, pero sus cejas eran negras como el carbón; las pestañas, pelirrojas, y por el labio inferior colgaban un par de pelos largos y arrugados. Se justificó diciendo que las vanguardias llegaron al vientre de su madre cuando él nació. Como era el conferenciante, los demás tomamos apuntes en nuestras lustrosas, purificadas y blanquecinas libretitas de estudiantes aplicados que no tienen otra cosa mejor que hacer que rellenar líneas y líneas y líneas de frases que un tipo dice y que suenan interesantes, porque las dice un tipo que debe ser interesante, pero que a medida que habla y y habla la duda crece, el tallo mengua y los pelos de la cabeza luchan por salir antes del cuerpo que los demás. Apuntamos con disciplina de esgrimista. Hubo quien, movido por un trance de siniestro academicismo, repiqueteó su pluma estilográfica contra las hojas de la libreta. El conferenciante rozó las nalgas de la que limpiaba en ese momento la sala, y sin disimular, escupió en el cubo con el que la pobre señora fregaba. Nos insultó, balbuceó algo parecido al arameo, no quiso invitarnos a vino y jamón serrano, y al tiempo que se hurgaba la oreja, nos habló desde un púlpito:

“Hola, soy el conferenciante. Vosotros, unos mediocres. Todos. Unos mediocres subnormales agarra farolas chupacabras yunqueros, y por lo que veo en la mayoría de vosotros, sin afeitar. Odio la gente que no se afeita, porque me dan envidia. Soy imberbe, payasos. Bien, ¿por qué cojones estamos todos aquí? No respondáis, no tendría sentido. Sentido. ¡Qué divina palabra! Sentido para un mundo de mediocres. Sentido de fatalidad, de tráfico, del arte. El sentido al servicio del artista, del mecenas y de los gilipollas que van a un museo y se creen que los cuadros están vivos, cuando en realidad están muertos. Mi conferencia, mi charla, mi plática del día versará sobre el sentido. Voy a confesar una realidad: hemos perdido el sentido literario. También perdimos a la madre de Marco. Bueno, eso es lo que se cree Marco. Todos sabemos que la madre de Marco juega al mus todos los domingos con Jesús Gil, en Venezuela. Marco no encontró cerveza. Por eso se compró un mono. El caso era llevar algo a rastras que le mantuviese lo suficientemente confuso para no detectar en él atisbo alguno de inteligencia. ¿Veis? De nuevo el sentido saluda y no paga la cuenta. El sentido de una Italia de tallarines pasados de fecha, de mujeres con rulos de los caros, de fuelles, de sirenas sin pescadero, de orcas que se ahorcan, de rutinarios relámpagos que atronan en las cabezas de tipos que sin su corbata no serían más que tahúres en un mundo de faroles los cuales se iluminan con el carbón que un puñado de tipos encierran en una mina chilena. Todo esto os sonará a Góngora: yo soy su padre; Darth Vader, el mío. Todos nos limpiamos el culo con los artículos de prensa. No me engañéis. Leemos y restregamos por las nalgas lo leído. ¿Para qué pensarlo? Quien responda a esto le parto la boca. Nadie piensa; menos vosotros, cabrones. Imbéciles. No sabéis que nadie lee. No vais a leer todo lo que estáis apuntando. Pero me excita veros así: disciplinados y unidos en una más que probable contractura cervical. Lo siento por ellas, porque no es justo. A ellos, que les partan la médula espinal. Hablo porque me desdigo, por deshago lo que se ha hecho, porque la lengua actúa huérfana de unas neuronas que se han ido a cagar con los articulistas de vuestros sucios periódicos. Mojad vuestra sucia prensa en el café; vuestros libros innovadores, vuestros libros electrónicos, vuestra cultura de barrio marginal. Marginales. El sentido es pura marginalidad en un mundo que si no comprende que lo que no se comprende, se fusila al alba.”

El conferenciante pidió oxígeno y una unidad de reanimación cardiorrespiratoria. Una vez reanimó a la friega suelos, se aplicó los electrodos a sus pantorrillas. Todos apuntamos aquella última frase en la libreta. Hubo quien se masturbó mientras lo escribía en su libreta. Sonó mi móvil: de nuevo el pájaro. “Te echo de menos, pimpollo”, me dijo el animal. Tuve que colgar, pues el conferenciante puso los ojos en blanco y me hizo pucheritos. El pájaro en su jaula no entendía que Barajas es un sitio agradable. El conferenciante se interesó por mi abuela y por la abuela del pájaro. Ambas estaban muertas, así que me inventé dos historias: la abuela del pájaro, virgen hasta la muerte; mi abuela, tripulante de un carguero con bandera de Burkina Fasso. Todos aplaudieron en la clase. Todos menos una, que se murió de repente. Se hizo un corro alrededor del cadáver.

-Está muerta -dijo uno.
-Eso parece -dijo otro.
-¿Y qué hacemos? -preguntó el conferenciante con los pelos del labio caídos.
-¿Rezar? -pensó en voz alta la limpiadora.
-Sería utópico en una charla sobre el sentido -dijo el conferenciante.
-¿Por qué no arrojamos el cadáver por la ventana? -dijo uno.
-Podríamos tocarle un pecho -dijo otro.
-O la nalga -apunté yo.
-O las fosas nasales -dijeron uno y otro agarrados de la mano.
-El caso es que está chica está muerta. Alguien la ha disparado -dijo el conferenciante.
-¿Desde dónde? -preguntó Julieta, la mujer sentada a mi lado con pinta de llamarse Julieta.
-Desde la calle -nadie dijo.
-Es posible -titubeó el más anciano de la sala.
-Es probable -gritó mi páncreas.
-Es obvio -farfulló Ana Rosa Quintana a través del televisor portátil que llevaba prendido del cuello un sacerdote con un solo ojo.
-Lujurioso, añadiría yo -susurró el susurro al aire que se mezclaba de forma lineal con nuestras vidas, nuestros corazones, nuestros ocasos de monaguillo destetado sin más necesidad de felicidad que el tener un par de duros para gastárselos en las máquinas recreativas.

El conferenciante aplaudió. Todos aplaudimos. Desde la calle, atronadora ovación de gala. Los policías bailaban en círculos, muy apretados unos con los otros. Los coches se marcaban un vals sin pasarse demasiado. El tipo defragmentado se fragmentó de nuevo, se desvistió, compró regaliz y, cuando parecía que no iba a ser uno más de la historia, esquivó la embestida de un trailer de dieciseis ejes. Pero no es la historia; su triste vida no nos interesa. -*-*-*-*NO*-*-*-*- nOs InTeReSaaaaAAAaaAA. A nadie le interesa un puzzle que fuma. El conferenciante dejó de aplaudir y con los ojos puestos en sus cabellos labiales, nos invitó a buscar el sentido a aquel crimen: “salgan a la calle, investiguen, busquen, excarven, perforen, sodomicen, mutilen, exhumen y recopilen información para dar con el asesino de esta mujer. A todo esto, ¿alguien sabe a quién pollas le importa su muerte?”. Todos apuntamos esa pregunta retórica en las libretas. Luego, incendiamos nuestros bolígrafos, danzamos alrededor de la muerta y el conferenciante, y con los ojos vidriosos por la despedida, nos lanzamos a la búsqueda de una no búsqueda, de un sentido que se lo había fumado un tipo con gafas en una bolsa de avión confeccionada para vomitar, no para publicar en un blog y buscar tuercas donde Henry Miller hizo unas trescientas páginas de suspense británico; ¿o era de Burkina Fasso?

Me despedí del narrador en primer persona del plural: se lo vendí a Eduardo Mendoza y al resto de esquizofrénicos. Una vez volví a ser yo y solo yo, mandé un sms al pájaro: “Coje el coxe y vent xa plza spañ k m tiens k ayudr.Bss tqm npi mcd teruel pimpum.”

Perlas (IX)





"Formarse no es nada fácil, pero reformarse lo es menos aún."

(Jean Cocteau)

22 noviembre 2010

Parpadeos - 48 (Problemas de convivencia)




Esta mañana he vuelto a encontrar la tapa del váter levantada. Levantada y llena de salpicones. Mojada. No hay manera de explicarle que me da asco una tapa de váter levantada, con salpicones alrededor.

De este modo yo no puedo convivir. Así que esta noche, cuando vuelva de mi trabajo, cogeré por banda a mi boa constrictor y le repetiré, por última vez, que si se quiere ir a dar un garbeo, por el váter no, ¡coño!

21 noviembre 2010

Perlas (VIII)





"Los seres más sensibles no son siempre los seres más sensatos."

(Honoré de Balzac)

18 noviembre 2010

Choped Madrid (2)




2

Desde Barajas tomé el metro: con un par de gotas de leche y sacarina. No supo mal, aunque con tanto viajero se me atragantó un poco. Los túneles sucedían a los andenes y los viajeros se apeaban cuando les salía de los cojones, hecho que a los extranjeros les sorprendió. “En mi país la gente se apea en los andenes, y como mucho de vez en cuando se lanza un desgraciado a las vías. Pero solo en los andenes. En los túneles está prohibido”, me dijo un alemán que no dejaba de manosear la mano regordeta de su perro, que hacía las funciones de esposa. Saludé con delicadeza al perro y les deseé una genial luna de miel. El alemán me regaló su anillo de bodas y un extracto de ensayo de algún escritor alemán, cuyo nombre me dijo y que yo obvié recordar. El camarero me dijo que no había leche al mismo tiempo que el perro le mordía la pantorrilla. “Costumbres germanas”, intentó disculpar el camarero al perro.
El vagón era un ir y venir de individuos que se quitaban la corbata antes de perderse en la negrura de los andenes. Se tiraban solos, en parejas o varios agarrados de las manos; los había que incluso soltaban una frase inteligente para arrancar de los demás viajeros una atronadora ovación. Los ancianos competían por las efebas a cuchillo. Nadie retiraba los miembros amputados que quedaban de las peleas, por lo que algún despitado cayó del vagón. En el andén solía haber menos bajadas. La emoción por ver al siguiente precipitarse en el túnel era contagiosa. Una casa de apuestas se forraba a costa de los viajeros ludópatas, que intentaban adivinar el promedio diario de niños, oficinistas, jubilados e invidentes que se perdían en las entrañas de Madrid.

Se me pasó por la cabeza apearme del andén haciendo el salto del león, pero el móvil sonó. Era el pájaro.

-Joe –dijo el animalillo.
-Soy yo.
-Ya sé que eres tú, si no no hubiera dicho “Joe”. –Por el tono de voz parecía haber tenido un cabreo o una crisis nerviosa minutos atrás.
-En fin, ¿qué es lo que quieres?
-Las monedas que me dejaste sobre la mesa para el agua son de chocolate.
-Mierda, ¿entonces que me he comido yo? –Nos quedamos en silencio un buen rato. Aproveché para escuchar algún cráneo estrellarse contra el hierro de las vías-. Lo siento, no tengo dinero suelto por casa. Pídele a la vecina.
-No que me intenta asar, como la última vez.
-Pues no bebas agua.
-¿Y qué bebo entonces? Necesito beber.
-Échate un trago de cerveza. En la nevera hay varias latas.
-No me gusta la cerveza.
-Tiene gas.
-Me gusta la cerveza –dijo acompañándolo de un suspiro-. Adiós, Joe, y no te lances con el tren en marcha.
-¿Cómo sabes tú lo del tren?
-Yo lo inventé.

Me despedí del pájaro y me bajé en el andén de metro de Gran Vía, con el tren parado, sin túneles por medio. Eso no agradó a la parroquia. En sus rostros serios, acartonados, silenciosos y de una angustia que coloreaba las paredes de los convoys se reflejaban mis pasos perdiéndose poco a poco, para regresar a la superficie y no volver más. Hades no había acudido a la cita y no pensaba presentarle ni a Plutón ni al cancerbero. Múltiples codazos en las escaleras de subida y el pájaro que volvía a llamar por el móvil. Aceleré el ritmo al tiempo que cantaba una copla, que fue seguida por unos cuantos aficionados del Almería, camino a algún prostíbulo de la calle Montera. Nadie invitaba a tabaco, así que me enrollé un ejemplar del ¡Qué! y me lo fume: con calma, con talante, sin pensar en el cáncer de Marley.

Una vez fuera del metro el cielo se secó de soles y de vecinos impertinentes. Por el asfalto rodaban trabajadores con la soga bien atada a la bolsa escrotal. Cargaban sobre sus espaldas pesados coches, en los que montaban hipotecas con varios hijos, una amante llamada Carrefour y un par de primos que invertían en bolsa y devoraban palomitas de las caras viendo buen fútbol en el Vicente Calderón. La mañana avanzaba terca y sin una costumbre de rodamiento que me hiciera comprender el tacto de las sogas, de los túneles, de los pájaros que se gastan tu sueldo en llamadas, los periódicos encendidos, los alemanes zoofílicos, las marchas fúnebres y la música de pastitas de té. Deambulé por la Gran Vía madrileña, rumbo a Plaza de España, metiéndome entre callejones y meando en los cartones de vagabundos y estanqueros. Todo con mucha seriedad. Porque mear con una sonrisa me recordaba de manera imposible a Sarita Montiel y, a su vez, a los cigarrillos mentolados, a los yankis de acera imberbe. Anduve centenares de miriámetros, hasta que reconocí haberme perdido. Paré a la vera de un tipo con un ridículo sombrero de paja, que mascaba paja y no se iba cascando una paja. El hombre me observó sin rumiar, con el fajo de paja bien rechupeteado en sus labios. Las cejas marcaron el compás del silencio a mi pregunta “¿sabe usted dónde me encuentro?”. Un tic tac de pelos y de pajas mentales, bien trituradas. Luego, asiéndose a sí mismo por la cintura, se partió en dos. Otro tipo, como él pero más pequeño, emergió de las dos mitades. También se partió en dos. Apareció un tercero, minúsculo, que no tardó en trocearse. Un cuarto, un quinto, un sexto. El séptimo, inapreciable en estado ebrio, me dio la información precisa, con una sonrisa bien bonita. No mascaba paja. Todas aquellas mitades quedaron desperdigadas por la acera madrileña. Si hubiera estado aquí mi pájaro ya las hubiera pegado. Mi pájaro era un ente organizado, que cantaba, comía, platicaba y se frotaba con el palo de su jaula en perfecta armonía y coordinación, sin dejar nada al aire. El átomo que me indicó dónde estaba la sala de conferencias literarias a la que tenía que acudir y a la que llegaba tarde por culpa de un siniestro caracol gigante de un solo ojo que intentó fustigarme desde un inconsciente de babosas que no se despegaban de las cervicales, se fusionó con un motorista y ambos se perdieron por la calle San Bernardo. Solo en la Gran Vía. Aún tentado de la calle Montera, del Fnac, del alcantarillado, conseguí llegar a la sala de conferencias literarias. Bajé al restaurante chino, junto al aparcamiento público de Plaza de España y no pedí comida. Caras largas y rostros de roña y sudor ácido me escrutaron a mi llegada. Me pidieron un justificante por el retraso. Les compuse una oda y reconocieron que aquello les gustó más que un justificante.

-¿Cuando comienza la conferencia? -pregunté a sabiendas que ya habría comenzado.
-Cuando usted quiera -dijo un tipo afrancesado, con pinta de escribir poemas a los gatos en medianoche.
-Pues ya.
-Pues ya.
-No entiendo -no entendí.
-¿No es usted el retroconferenciante?
-No, yo solo soy oyente, como supongo lo será usted -repliqué convincente.
-Eso no es lo que aparece en este folleto: a falta de conferenciante y desconferenciante, usted, retroconferenciante, es el asignado.
-¿Yo?
-Tú, cariño.

Las puertas se abrieron de golpe. Los cuencos de tallarines, los poemas del afrancesado, los tiquets doblados de los peregrinos, los cadáveres del metro y los aficionados del Almería volaron por la corriente generada; hasta los trozos de alguien que me indicó la sala de conferencias literarias volaron.

-Soy el conferenciante -dijo, y todos nos alegramos de ello.

17 noviembre 2010

Choped Madrid (Prólogo y 1)





Prólogo

El bocata de Nocilla que comí la noche anterior, no solo me atragantó si no que estuvo toda la noche repitiéndose.


1
Me desperté sobresaltado, con el ojo de un caracol gigante persiguiéndome por todo el dormitorio. Menos mal que las arañas de las esquinas acabaron con él. Casi lo hicieron conmigo. Yo no me había duchado. Llovía. Salió el sol. Llovían soles y vecinos alcohólicos que se estampaban contra el cemento. Todos gritaban, sobre todo los soles. Aquella letanía de puro agonizar me dejó seco, imberbe y sin bautizar, más aún cuando comprobé que iba a llegar tarde. Tarde en la mañana de Madrid, con un frío que pelaba hasta el mismo granito. Pero el caso es que llegaba tarde. Me tropecé con la concha del caracol, y me la puse de gorro camino del cuarto de baño. La alcachofa de la ducha estaba limpia, la bañera estaba limpia, los espejos relucientes, el cepillo de dientes a estrenar y las toallas olían a suavizante de rosas del Carrefour. Ducha caliente, densa, humeante, con mucha espuma de jabón; tanta espuma que hasta la raja del culo desapareció entre pompas traviesas. Limpio y aseado me puse el abrigo.

-¿A dónde vas ahora, Joe MacLindo? -gritó horrorizado el pájaro.
-donde me sale de los cojones.
-¿Desde cuándo te has vuelto grosero?
-Desde que hablo con animales.
-¿Por qué no me cambias el agua antes de irte? -dijo con tono de súplica, con su cresta amarilla bien erguida.
-¿Cómo quieres el agua, con gas o sin gas?
-Con gas: yo también quiero eructar.
-Bohemio.
-Soñador.
-Pajarraco.
-Adefesio.
-¿Por qué no te quedas y me acaricias un poco? -Agachó el cogote y sus ojillos negros apuntaron el fondo de la jaula. Me entraron ganas de meter el dedo entre las rendijas y tocarle con la yema, como a él le gustaba.
-Porque no me da tiempo. -Arrojé sobre la mesa un par de euros en monedas de cincuenta-. Toma, con esto te llega para comprar una botella.
-¿Y a dónde se supone que te vas? -suspiró-. Seguro que a coquetear con las palomas de El Retiro.
-Voy a una conferencia literaria.
-¿De quién?
-En principio de nadie: el conferenciante principal viaja mucho y no se dio cuenta que hoy tenía que estar en Madrid, así que ha presentado sus disculpas desde Alcobendas.
-¿Y el suplente? -Aleteó con tanta fuerza que tiró las flores que contenían un desgastado jarrón-. Porque todo el mundo sabe que en las conferencias siempre hay un conferenciante suplente, que desconferencia al desconferenciador, en este caso el de Alcobendas.
-El suplente declaró su amor hacia su madre y se fueron a celebrarlo a un restaurante japonés, de los caros.
-¿Entonces?
-Entonces me voy, no quiero llegar tarde y que la nada se sienta demasiado vacía. -Con la yema de los dedos acaricié su cabecita emplumada-. Hasta la noche.
-Siempre haces lo mismo. Adiós, Joe, adiós.

Me eché crema en las manos, boxeé con el otro yo del espejo (que se llama Filipo, era camboyano y soltaba unos ganchos de órdago) y me largué de aquella casa, de mi casa, del no hogar del pájaro. ¿O sí? Lo pensé hasta el primer peldaño de bajada a la calle. Continuaba el aguacero de vecinos.

14 noviembre 2010

Parpadeos - 47 (Dudas en casa)




A mí me empiezan a entrar dudas: el tío Rosario habla continuamente acerca de un líder que nos salvará; la abuela teje en su máquina de coser togas rojas con bordes dorados para toda la familia; mis padres me han prohibido rezar, comer aquello que no salga de la huerta y prestar atención a la profesora en clase; mi hermana ha dejado a su novio y ahora acude a unas reuniones de -según afirma- preparación espiritual. Ahora comemos con la televisión apagada porque, según mi padre, tenemos que relajar la mente y ausentarnos de las tristezas del mundo para alcanzar el siguiente nivel cósmico.

Sospecho que mi familia desea una vida monacal.

10 noviembre 2010

Perlas (VII)




"La más peligrosa de todas las debilidades es el temor de parecer débil."

(Jacques Benigne Bossuet)

07 noviembre 2010

Perlas (VI)




"Nunca tienes tiempo suficiente para hacer toda la nada que quieres."

(Bill Watterson)

05 noviembre 2010

Parpadeos - 46 (Intercambio de pulseras)




Rutinariamente, intercambio sus pulseras identificativas con la mía. Así voy probando las pastillas de colores de mis otros compañeros de pabellón: según la pulsera que poseas te dan un cubilete de pastillas distinto. Unos días me dan ganas de llorar, otros de estar en silencio, pero los mejores días son cuando me trago las pastillas de colores y viajo lejos del pabellón a luchar contra dragones, mendigos, niños o lo primero que se me cruce.

Ya no me dejan intercambiar pulseras. No sé por qué quieren acusarme de la muerte de Matías, el que siempre está pegado a la ventana del pabellón.

03 noviembre 2010

La tormenta




Estoy ante una foto donde se observan dos relámpagos. Corresponde a una foto que se hizo en Madrid, en una tormenta de verano. Es de noche y el cielo, encapotado, tiene un color anaranjado, seguramente por las farolas de la ciudad. Las calles y los edificios están iluminados. Los rayos han quedado bien fotografiados, apreciándose con total nitidez las ramas y el destello de la electricidad, que parte del cielo. Uno de los relámpagos parece que hace contacto con la tierra.

Observando la foto recuerdo Marbella y mi niñez. Creo escuchar el trueno que hubiera seguido a esos rayos. El trueno y cómo habrían retumbado los cristales de mi habitación. El trueno, que de pequeño me asustaba. Miedo, es lo que me produce esta foto.

Me pierdo en la foto porque me parece que el cielo sonríe. Los ojos, los dos puntos luminosos desde donde parten los rayos. La sonrisa, las dos ramificaciones de rayos que se juntan. La comedia de la electricidad. Una sonrisa que destella, que se prolonga y cae sobre la noche naranja y los edificios de Madrid, en contraste con la diversión de las nubes.

01 noviembre 2010

Perlas (V)




"El primero de nuestros deberes es poner en claro cuál es nuestra idea del deber."

(Maurice Maeterlinck)