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27 noviembre 2008

Apoyo a la libertad




Éste es tan sólo uno de los muchos ejemplos de censura a los que se ven condenados muchos entes de información, ya sean periódicos, emisoras de radio, cadenas de televisión, o como en este caso, sitios web.

Nos referimos al dominio
http://www.3almani.org, que en árabe significa "laico", y eso para países medievales como Arabia Saudí es sinónimo de diabólico; eso sí, lapidar a mujeres es de lo más sano y bendito que existe. Este sitio, de libre opinión, habla sin tapujos de la realidad del mundo árabe, sin llegar a ser un panfleto politizado. Simplemente se expresan con libertad, y si alguno está versado en filología árabe podrá verificar dichos argumentos. Y si con esto no fuera poco, estos señores lidian con una pandilla de hackers; una especie de cyber-jihad fanática.

Y como en la Madriguera no nos gustan los hackers censuradores, ni los fanáticos religiosos, y porque los árabes escriben de derecha a izquierda y eso a los zurdos nos gusta, además que la foto del tipo que aparece en primera página nos resulta entrañable, y porque a las horas que escribo este post ya mi mente no carbura, por eso y por mucho más, desde aquí les mandamos nuestro apoyo y ánimo con un post de recuerdo.


¡No a la censura, por favor!

25 noviembre 2008

Hoy no estoy pa nadie (Rocío García)





La noche se presentaba interesante. Después de una intensa semana el calendario nos daba algo de tregua, y por fin, era viernes. ¿La cita? Nueve y media en Gran Vía. ¿El plan? Charlar con una buena amiga y tomar un par de cervezas entre cotilleos y secretos.

Ducha calentita, pantalones, botas, camiseta y andando, que parece que hoy la noche se viste de gala. De camino hacia el metro me entretengo pensando en bares en los que poder tomar algo sin tener que gritar para poder entendernos. Me acuerdo de dos o tres, y pienso, "habrá que jugárselo a los chinos".

La pantalla del andén anuncia un minuto para el próximo metro. Impaciente, espero su llegada, y nada mas abrirse las puertas me apresuro a entrar en el vagón para acomodarme en el primer asiento vacío. Abstraída en mis pensamientos y casi sin percatarme de ello llegamos a la siguiente estación. Tras el pitido que advierte del cierre de puertas un ruido desconocido me saca de mis sueños, y al levantar la cabeza observo que frente a mi se sientan dos chicos africanos que conversan amigablemente en un dialecto desconocido. Sorprendida por lo exótico del momento abandono mis pensamientos y los observo con delicadeza. Hay algo en ellos que me llama la atención, pero no consigo percatarme de qué es; poco tiempo después doy con ello.

Sus miradas están apagadas, encarceladas de tristeza, sus cuerpos derrotados por la vida, sus corazones abatidos de dolor y su adolescencia vendida al mejor postor. En un intento desafortunado por identificarme con ellos trato de recordar mi adolescencia, y todas las imágenes que vienen a mi mente están plagadas de alegría, de buenos momentos, de vacaciones inolvidables, de los primeros amores y las primeras decepciones. Y me pregunto cómo habrán sido las suyas, si habrán tenido ya ese primer amor que dicen que marca toda tu vida, si habrán ido a conocer alguna ciudad lejana, o si habrán reído descontroladamente hasta que la barriga te tiembla como la gelatina. Por desgracia el viaje no va a ser tan largo como para intimar de ese modo, como probablemente mi adolescencia tampoco haya sido ni parecida a la suya.

En mi cabeza dibujo una fantasía, puede que errónea, que explique el porqué de que estén aquí, e inevitablemente recuerdo las pateras al borde del naufragio llegando a Gibraltar. Tal vez ellos tuvieron la suerte de venir en avión pero las imágenes repetidas una y otra vez también crean hábito. Imagino que llegaron con las fuerzas agotadas después de varios días sin comer y beber sobre una barcaza plagada de compatriotas, que como ellos, tratando de hacerse su camino se tiraron a una piscina sin agua. Igual meses después viajaron en los bajos de un camión hasta llegar a Mercamadrid, y presos de la decisión que les empujo hasta aquí llevan mendigando por Madrid los últimos tres meses, escondiéndose de la policía y rezando por que su secreto este a buen recaudo en un "piso patera".

Sin querer cometo el error de pensar "pobrecillos, ¡qué lastima!", pero al instante me prohíbo pensar de ese modo; eso seria condenarles aún más a un túnel sin salida. Entonces pienso que igual la vida les está dando otra oportunidad, o a lo mejor, es que el destino no está donde uno nace, sino hacia dónde le llevan sus pies y, tal vez, el dolor de estos años algún día se recompense con alegría.

El sonido de los altavoces me recuerda que he llegado a mi parada. Me pongo en pie y me dirijo hacia la puerta, no sin antes dedicarles una ultima mirada de "¡Buena suerte chicos!". Llena de optimismo subo las escaleras, convencida que Madrid les dará una segunda oportunidad; pero al llegar a la superficie, ¡todo es tan distinto!

Subiendo por la calle Montera, prostitutas de distintas nacionalidades se refugian en las esquinas, mientras proxenetas enfurecidos las vigilan y recuerdan que hoy es viernes, y son diez mil. Junto a ellas, transeúntes anónimos reclaman sus servicios, y como en los mercadillos de los pueblos, regatean sus polvos. Entre tanto sexo, vendedores ambulantes se afanan en eso que llaman el top manta, vendiendo películas de estreno en oferta de 3x2, a la que acuden desesperados compradores empedernidos por ver la última película de Tom Hanks. En la puerta del Mac Donalds, un vagabundo sostiene un manuscrito de cartón tratando de arañar los últimos céntimos que se esconden en los bolsillos, y tres portales mas arriba un cómico disfrazado de payaso saca una sonrisa a la Gran Vía.

Inevitablemente rebobino quince minutos atrás y pienso en eso que me decían, que la vida da una segunda oportunidad. Y seguramente sea así, pero entonces no entiendo quién es aquí la victima y quién es el verdugo, quién es el ratón y quién es el gato. Si el objetivo es salir a flote, ¿dónde está esa mano tendida a la que agarrarse? ¿Dónde está ese camino al que volver? Empiezo a dudar si la segunda oportunidad ha de ser para el que viene o para el que está, o tal vez, es que ha de ser para los dos.

Presa de la impotencia me enfado con el mundo y con todos aquellos que con sus actos imprimen destinos ajenos. Entre tanto recuerdo aquello que una vez me dijeron en el cole, que la conducta de A influye en la de B, en tanto en cuanto la de B es influida por A, y cómo ambas dos se retroalimentan en una relación perfecta. Así, le encuentro un sentido a tanto desorden. Aun así, tanta indiferencia me angustia, y me gustaría en un acto de rebeldía plantarme en medio de la calle Montera con una pancarta enorme en la que se leyera "NO A LA RETROALIMENTACION"; pero dos segundos más tarde descubro que esta idea sólo ha sido un lapsus de memoria, y que aunque realmente lo crea así, no se puede luchar sola contra el mundo, porque por desgracia el destino también esta plagado de principios moralmente cuestionables y políticamente aplicables.

Desconcertada por la situación me apoyo sobre la cabina de teléfonos mientras espero a mi cita, y de repente me doy cuenta de que mis pantalones son "Made in Taiwan", mi camiseta "Made in Korea", y mis botas seguramente sean "Made in South Africa". Enfrentada cara a cara con mi soberbia, y huérfana de mis ideales, decido posponer la cerveza. De vuelta a casa pienso que esta vez la vida me ha ganado la partida y me ha puesto en mi lugar, pero en la misma moneda siempre hay una cara y una cruz, y quizás en la próxima tirada salga cruz y sea yo quien le cante las cuarenta.




Escrito por Rocío García Ferrero

17 noviembre 2008

Vidas en Sueño - 36 (Divino Antonio)





De nuevo he vuelto a quedarme un rato contemplando la foto de mi abuela, encuadrada en un marco de borde plateado. Es un primer plano de su rostro, donde se aprecian unos ojos marrones, de algodón, posando para el objetivo. Observo su nariz, fina, y una sonrisa que arruga en pequeños hoyuelos las mejillas, ligeramente coloreadas. En la zona derecha su mano sostiene la patilla de las gafas. Y como si dicha contemplación respondiese a una lógica metafísica, empiezo a escuchar dentro de mí la canción de Divino Antonio, aquélla que mi abuela tantas y tantas veces me cantó de pequeño, y que yo tantas y tantas veces le solicité. A pesar de los años transcurridos, aún el ritmo alegre y vivo de la canción logra trasladarme hasta su habitación; me arropa junto a ella. Siento el calor de sus manos recorriendo mi cara, el olor de su perfume, su voz, y su pelo blanco como la nieve. Esa melodía, como otras veces, me hace flotar en el tiempo, aterrizar en el pasado, y repasar aquellos meses que compartí a su lado.

Yo tenía por aquel entonces seis años, e iba camino de los siete. Vivía en Marbella, localidad de la Costa del Sol malagueña. Siempre fui un muchacho con muchas inquietudes, y con un saco de cosas nuevas que aprender. Toda decisión adulta provocaba en mí poco menos que curiosidad, y como una ametralladora disparaba sin respiro preguntas de todo tipo. Es por ello, estoy casi convencido, que mi madre se vio obligada a darnos explicaciones detalladas de por qué tomamos un autobús, o tren, no recuerdo, rumbo a Madrid, en lugar de ir a la playa, como todos los días.

De aquella etapa madrileña recuerdo el Ford Fiesta gris de mi abuelo, las mañanas en el parque jugando a perforar el suelo, la ensalada campera que tenía que comerme - a pesar de mi odio reconocido a las patatas cocidas mezcladas con vinagre -, las lecciones magistrales de mi tío para aprender a atarme los cordones, aquel colegio al que asistí durante tiempo, el respeto que me producían los ascensores, mis inicios como forofo de la Selección Española, pero ante todo, recuerdo con total nitidez los momentos pasados con mi abuela. La mayor parte del tiempo ella permanecía tumbada boca arriba en la cama, ligeramente incorporada mediante unos almohadones, y con sus gafas de ver colocadas sobre la nariz. Y cómo no, yo siempre irrumpía como una tormenta de verano en su habitación. El modus operandi era sencillo. Alguno de mis tíos, mi abuelo o mi madre abrían la puerta de entrada, y nada más atravesarla, esquivando a los que cerraban el paso, correteaba hasta su dormitorio, y me precipitaba con un salto en plancha sobre la cama. Eso me granjeó más de una bronca. Pero mi abuela salía en mi defensa, excusándome, y quitándose las gafas, me sonreía, revolviendo los pelos de mi cabeza con su mano. Calmada la situación, yo le relataba qué cosas había hecho en el día, y ella acariciaba mi rostro, sonriéndome; siempre sonriéndome. Luego le pedía que me contase historias, cuentos, pero sobre todo la canción de Divino Antonio. Me la cantaba con tono de voz bajo y relajado, con ritmo, marcando el tempo; y me imaginaba la escena, siendo Antonio, rodeado de pájaros revoloteando y piando. Y por todos lados respiraba el aroma de un jardín plagado de jazmines, de rosas, de lilas, y del césped recién segado. Podía sentir las garras de los pájaros posándose en mi hombro, cuando las uñas de mi abuela acompañaban la historia, y me reía por las cosquillas producidas. Me sentía muy bien junto a ella, era muy feliz.


La noche y día posterior a su fallecimiento es quizá el tramo de tiempo que peor recuerdo de esos meses. No fui al funeral, y a mi mente vienen las palabras de mi madre esa misma mañana; "hijo, la abuela se ha ido al cielo". Recuerdo a mis familiares con los ojos enrrojecidos, cabizbajos, paralizados como estatuas de piedra. La casa permanecía en absoluto silencio, y yo intentaba masticar a mis seis años las palabras de mi madre, dejando de lado preguntas; sabía que no era el momento de preguntar. No lloré, y ni en ese momento ni en ninguno otro de mi vida he sentido mis tripas revolverse, el corazón bombear con fuerza y al rato pararse de golpe, u otras sensaciones que dicen se tienen al perder un ser querido. Todo lo contrario; sólo escucho la canción de Divino Antonio una y otra vez, como ahora mismo, mientras contemplo con una pequeña sonrisa su foto.

12 noviembre 2008

Vidas en Sueño - 35 (Abismo)



Luis apoyó la pierna, y con ello parte del peso de su cuerpo, sobre una roca, casi al borde del acantilado. Desde ahí contemplaba el manto azul añil del mar, el cuál arrugado, mostraba miles de espinillas en forma de espuma. El viento le traía el aroma inconfundible de aquel agua salobre, que ascendía desde abajo, por el continuo chocar de las olas contra el muro de piedra, y de paso se filtraba por cada escondite de su cuerpo, hasta el punto de sentirse como una enorme esponja. A su vera, Alfredo permanecía quieto y erguido, con el brillo del sol rebotando sobre sus gafas oscuras, y con su gabardina de cuero, abrochada, moviéndose a merced del viento.

- ¿Qué te parece esto? - dijo Luis, mientras jugueteaba con unos pocos guijarros.

Alfredo no dijo nada, simplemente introdujo sus manos en los bolsillos de la gabardina, y gargajeando con cierta violencia, escupió al vacío. Luis sabía que no era hombre de muchas palabras, pero había aprendido a entender sus estados de humor; y casi con total seguridad podía asegurar que su compañero no estaba a gusto en aquel sitio. Él solía hablarle cuando ambos se mezclaban en el bullicio de la gran ciudad, en las columnas de humo de los coches atascados en las grandes avenidas, y sobre todo entre periódicos y aire denso del vagón de metro. No obstante, su compañero muchas veces le acompañaba a sitios tan distintos como en el que se hallaban. Impredecible.

- Lo que no entiendo es qué cojones hacemos aquí. Con la edad chocheas – rompió Alfredo su mutismo.
- ¡Coño Alfredo! ¡Si has hablado!
- Pues claro que hablo, no como algunos gilipollas que te cruzas con ellos y no te dicen ni "hola". Esos merecerían morir... - hizo una pausa, y de nuevo escupió - Incluso tú mereces morir. Mírate, aquí en mitad de la nada, haciendo el memo, creyendo que por ver cuatro olitas tu vida va a cambiar de golpe. ¡Deprimente!

Luis miró desaprobadoramente a su compañero, y éste se encogió de hombros. Odiaba hablar de muerte, más aún con Alfredo; parecía que era el único tema que le interesaba, ver gente muerta y ensangrentada por las aceras, ver niños suicidándose desde las ventanas, perros devorando los cadáveres de sus ancianos amos. Pero sobre todo odiaba que le recordara que su vida era una ruina, que nada le hacía feliz; ¡eso ya lo sabía! No necesitaba que cada dos por tres hiciera de Pepito Grillo.

- No me cuentas nada nuevo Alfredo - suspiró.
- Pues si no te cuento nada nuevo, ¿por qué cojones no haces lo que debes hacer, por una vez en tu vida?
- Porque ésa no es la solución. He de solucionar mis problemas, no esquivarlos.
- Tus problemas no tienen solución. Sabes de sobra que tu mujer te engaña con otro, que estás en el paro desde hace muchos meses y que con tu edad es imposible encontrar empleo, que tu hijo dejó de hablarte hace mucho tiempo (mejor, era un gilipollas más), y que todo lo que haces te sale al revés - giró el cuello, y torció la sonrisa - . Eres pura mierda compadre, pura mierda.


Sus argumentos le habían vuelto a desarmar. Siempre lo lograba. Luis cogió una pequeña piedra del suelo, y la estrujó con fuerza; observaba cómo poco a poco sus nudillos se tornaban blanquecinos, y cómo se agarrotaba su antebrazo. Entre sus mejillas dos lágrimas se deslizaban. Apretó los dientes, y con un violento movimiento de brazo lanzó la piedra a un punto indefinido del mar. Por el rabillo de su ojo pudo ver cómo Alfredo negaba con la cabeza.

- Luisito, Luisito, lanzar piedras es lo que hacen los niños cuando se aburren, y los bohemios porque sí. Y tú no eres ni un niño ni un bohemio. Eres un despojo humano, carroña para buitres. ¡Anda mira, como el que se folla a tu mujer!
- ¡Deja de recordármelo ostia! - Luis se encaró con Alfredo.
- Lo primero de todo, no me vuelvas a alzar la voz. Y segundo, sé un hombre y haz lo que tienes de hacer, ¡imbécil! Tienes ante ti una preciosa caída de muchos metros donde reventar tu cabeza; indoloro, rápido, y que hasta un inútil sabría hacerlo. Si no, ¿para qué coño me has traído aquí? ¿Para contar chascarrillos de ultramar?

Tras ellos, los matorrales se agitaron, dejando claro la presencia de otra persona más. Luis giró el cuello hacia aquel punto, y observó cómo una mujer de pelo castaño rizado, cuerpo menudo, vestida con pantalones vaqueros y sudadera aparecía en escena. Era María, su mujer, y por el bolsillo de su pantalón asomaba la carcasa morada de su teléfono móvil. No necesitaba mirar a su lado, porque sabía de sobra que Alfredo había vuelto a huir; muchas veces le dijo que no soportaba pasar ni un sólo segundo compartiendo el mismo oxígeno que María. Ella se acercó con gesto serio y preocupado, e hizo amago de tocar el brazo de Luis, pero éste lo apartó bruscamente.

- ¿Se puede saber qué mosca te ha picado Luis?
- Una con gabardina de cuero y gafas oscuras.
- ¿De qué narices hablas? - preguntó María, arrugando el rostro como una uva pasa.

Luis no respondió, y tembloroso, tiritando, con los ojos enrojecidos, dio dos pasos hacia atrás.

- Luis, ¡apártate de ahí, por el amor de Dios! ¡Que te vas a caer!

El tercer paso aterrizó sobre la nada, y su propio peso hizo el resto. Cayó al vacío. Durante aquellos metros de caída, suspendidos en el tiempo, lo último que escuchó fue a su mujer gritar, y lo último que observó, ironías de la vida, a Alfredo junto a María, sonriendo.

11 noviembre 2008

Vecinos (Ainhoa Rebolledo)




Él era el vecino de arriba y ella, la de abajo. Eran vecinos de toda la vida. Eran los vecinos de la sal, del azúcar, del pan rallado. También eran los vecinos de la batidora y del taladro. Incluso un día fueron vecinos del quedarse sin agua caliente en casa.

Hasta que un día, cosas de la vida o más bien por aparecer desnuda y enjabonada en la casa del vecino, dejaron de ser vecinos y pasaron a ser pareja. Por eso en su nueva casa la comida estaba sosa, los pasteles sabían amargos, los filetes nunca estaban empanados. La mayonesa se cortaba y no tenían cuadros colgados en las paredes. Eso sí, nunca pasaron frío debajo de la ducha.



Escrito por Ainhoa Rebolledo


03 noviembre 2008

Vidas en Sueño - 34 (Fuego en la conciencia)




Apoyada sobre el ventanal del local, y dando la espalda al bullicio de gente que al otro lado del mismo transitaba, Elena removió con la cucharilla el azúcar amontonado sobre la superficie cremosa de café de su taza blanca. En todo momento pensaba qué carajo hacía en aquella cafetería, por qué acabó accediendo a la petición de Ariadna. Desde aquella noche de verano de hace dos años su manera de verla cambió, para mal, y sólo recordar lo sucedido le provocaba vergüenza y rechazo. Se sentía ridícula esperándola, y tan sólo la insistencia de su amiga en verse era la anclaba a la silla. Llevaba mucho tiempo evitando aquel encuentro, evitándola a toda costa, no contestando a sus llamadas, a sus correos electrónicos.

A medida que el azúcar se disolvía en el café, las mesillas de porcelana se transmutaron en muebles antiguos y polvorientos; las paredes amarillentas en otras blancas adornadas con varios pósters; las cabezas de gambas y huesos de aceitunas concentradas alrededor de la barra en libros y revistas revueltos. Allí estaban, Ariadna, Claudio y ella, en una calurosa tarde de agosto; su amigo, limpiándose la ceniza que le cayó a través de su camiseta sin mangas, y ellas riéndose de la situación, sin moderación alguna en sus carcajadas. Los tres estaban reunidos en torno a una botella de whisky medio vacía y tres vasos alargados, que se vaciaban y se llenaban en un ciclo descoordinado; en el tocadiscos, un vinilo de un grupo de rock, del duro. Hablaban de lo aburrido que era Claudio, siempre enfrascado en sus libros y en sus estudios. Ariadna le señalaba con dedo tembloroso, afectada por el vapor de alcohol, y Claudio se defendía con palabras que escupía descontroladamente, unas inteligibles, otras meros balbuceos.

Elena no paraba de reír. Sólo reía. Ariadna, creyendo que su amiga estaba poseída, la besó bajo pretexto de exorcizarla. Sus labios, cálidos y mojados, carnosos, blandos, casi líquidos, se fusionaron con los de Elena, fríos y tensos al principio. Se sentía confundida, extrañada, pero desde su vientre un calor ascendió hasta su boca, devolviendo la tibieza a sus labios. Sin saber cómo aquel beso femenino le atrapó con la misma fuerza que el de un hombre. Observó a Claudio, y éste, con sus manos aferradas con fuerza a su vaso, asistía perplejo a la escena; ellas siguieron besándose, con creciente intensidad. Elena no pensaba, sólo se dejaba llevar. Minutos después, Ariadna invitó a Claudio a unirse con un guiño, mordiéndose su labio inferior.

Éste dejó el vaso y se reincorporó de su asiento. Elena sentía las uñas de su amiga recorriendo sus hombros, alternando con su vientre, con sus muslos, como una culebra traviesa. Cuando él llegó, le sintió como ascua en su cuello, el cual era castigado con mordiscos profundos, crispando sus nervios. Las risas alborotadas dejaron paso poco a poco a un coro de suspiros, y rápidamente la habitación aumentaba en temperatura, o al menos eso sentía a través de sus orejas, que ardían. Poco a poco fueron perdiendo ropa. Su cuerpo temblaba como gelatina. Cada caricia y beso que recibía alteraba su piel, que se erizaba violentamente. Definitivamente, el placer al que era sometida abortó todo intento de concienciación de la situación; dentro de ella sentía una hoguera descontrolada, que amenazaba con calcinar hasta el último rincón de su cuerpo. Los jadeos de Claudio eran graves y melosos, y su cuerpo endurecido se movía impulsivamente. Ariadna no dejaba de acariciar cada poro de su piel, de besarlo, de morderlo. Y Elena entró en ebullición; fue dinamitada, y comenzó a temblar con espasmos horribles, mientras la montaña seguía volando en mil pedazos, y la hoguera traspasaba su boca, convertida en aullido de lobo.

El zumbido de tertulia de fondo de la cafetería le transportó de vuelta a la realidad. Y ahí seguía, removiendo azúcar sobre su taza de café. La puerta de entrada se abrió, y apareció su amiga Ariadna, vestida con traje azul marino y blusa blanca. Escrutó a ambos lados del local, hasta que ambas miradas se encontraron. Sonrió, y agitó su brazo derecho, aproximándose hasta su mesa. Ariadna tomó desde el inicio la conversación, y tras afrontar diversos temas triviales, los cuales Elena sólo respondía con monosílabos y sonrisas forzadas, endureció el rostro, y con tono de voz más apagado le dijo:
- Elena, tengo cáncer de páncreas. Me lo detectaron demasiado tarde, y no creen que llegue a final de año.
- Ariadna, yo... - balbuceó, incapaz de seguir la frase.
- Esto mismo intenté decirte meses atrás, pero nunca respondías a mis llamadas; si hubiera sabido que mandándote aquella carta me habrías hecho caso antes, - tomó aire, y dejó escaparlo en un suspiro prolongado - la hubieras recibido en tu buzón mucho antes.

Las voces se apagaron, una cortina negra tapó ventanas y bombillas. Elena enmudeció, y mil estados de ánimo se anudaron en su garganta, asfixiándola. Estaba mareada, tenía ganas de llorar, sentía arder sus ojos. Ariadna sonrió con ternura, y le acarició su rostro, intentando hacer de bálsamo.

- Elena, no te preocupes por mí, ni tengas remordimientos de conciencia. Sólo te pido que me recuerdes por cómo te besé aquella vez, no por cómo moriré.