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26 diciembre 2011

Perlas (LII)




"¡Cuán bueno hace al hombre la dicha! Parece que uno quisiera dar su corazón, su alegría. ¡Y la alegría es contagiosa!"

(Fiodor Dostoievski)

22 diciembre 2011

Perlas (LI)




"Afortunado es el hombre que tiene tiempo para esperar."

(Pedro Calderón de la Barca)

16 diciembre 2011

14 diciembre 2011

Gafanhotos - 11 (Romance prenatal)




¡Mira, mamá, mira!
Esta pierna la muevo
y te hago cosquillas.
Me estiro, me revuelvo
dentro de ti, bajo tu piel.
A veces me siento un jilguero,
otras, un viejo elefante;
pero siempre, siempre, estoy sonriendo.
Quiero saber qué hay tras tu piel
y te araño la panza sin quererlo.
¡Es que son tantas las ganas
de verte la cara y darte un beso!
Papá pega sus labios a tu panza
y me susurra que quiere ser remero,
para transportarme a la otra orilla
donde tú me esperas con anhelo.
Papá me canta canciones desafinadas
y tú te ríes del momento.
Él también acaba riendo
y yo solo pienso en lo mucho que os quiero.

09 diciembre 2011

Perlas (XLIX)




"Volver la vista atrás es una cosa y marchar atrás, otra."

(Charles Caleb Colton)

07 diciembre 2011

Vidas en sueño 90 - (La guasa divina)




Sus pies colgaban a veinte o treinta metros del suelo; el hombre con sombrero estaba sentado sobre uno de los salientes del viaducto, con los brazos firmes y tensos, sintiendo el frío del granito. El hombre con sombrero solo tenía eso, un sombrero; el resto, bien murió bien lo perdió en los salones recreativos. Unos pensamientos llevaron a otros y acabó allí a veinte o treinta metros del suelo.

Justo cuando los brazos del hombre con sombrero empezaron a ceder a sus deseos de lanzarse y tomaba impulso, un anciano de barba mal afeitada apareció a su lado. Sus ojos eran dos libros desgastados por el tiempo y mantuvo una sonrisa que al hombre con sombrero llegó a relajarle unos instantes. El anciano de barba mal afeitada dejó una distancia prudencial entre ambos y abrió las manos, para indicar al hombre con sombrero que solo quería charlar. Deseaba con todas sus ganas salvarlo de aquella locura y, así de paso, ganarse la salvación divina con una buena acción. Era la oportunidad que llevaba esperando años y años.

-No sé qué le ha llevado hasta aquí, pero creo que usted se merece algo más que eso.

El anciano de barba mal afeitada señaló el suelo, veinte o treinta metros más abajo.

-¡Usted qué sabrá! Déjeme tranquilo.
-Está bien, hijo. Si quieres lanzarte, hazlo, que no te lo voy a impedir.

El hombre con sombrero le observó unos instantes, sonrió sin ganas y se lanzó al vacío. El golpe retumbó en los oídos del anciano de barba mal afeitada como si se hubiera caído él mismo. Se asomó y contempló la escena con el labio superior tembloroso. El sombrero del hombre rodaba hacia uno de los coches aparcados. La gente se agolpó, los coches frenaron, las mujeres gritaron y los hombres recordaron los otoños vividos.

¿Qué había hecho mal? Él solo quería ayudar a aquel pobre desgraciado. El anciano de barba mal afeitada abandonó el lugar y, en un momento, alzó su cabeza al cielo buscando respuestas: pensó que eran unos cirros mal colocados, pero aquello se asemejaba más a una sonrisa sardónica.

Perlas (XLVIII)




"La juventud es el momento de estudiar la sabiduría; la vejez, el de practicarla."

(Jean Jacques Rousseau)

30 noviembre 2011

Perlas (XLVII)




"Los resultados de los cambios políticos rara vez son aquellos que sus amigos esperan o que sus enemigos temen."

(Thomas Henry Huxley)

29 noviembre 2011

Parpadeos - 76 (Espejismo)




Y nada más existió hasta el próximo tren: los niños alegres volvieron a sus chozas dejando miles de flores tiradas por la calzada, la banda de música regresó a la cárcel, los coches se escondieron en los garajes y alguien apagó las farolas. El pueblo quedó en penumbra y en silencio.

24 noviembre 2011

Bitácora de un entrenador (I)

Pensé tres cosas cuando entré en los vestuarios: que no vendría mal un buen frote de lejía al suelo, que me estaba cagando y que a aquel grupo de gente les daba asco. Esperé unos segundos para relajarme y me senté en una silla, frente al resto de jugadores. Los había rubios, morenos y algún que otro calvo; pieles blancas como la leche y otras más negras que mi cuenta bancaria; flacos la mayoría. Nos mirábamos los unos a los otros, como si aquello fuese una jodida reunión de alcohólicos anónimos. Eso me hizo echar de menos un trago de whisky viendo la tarde escurrirse sobre la barra de un bar. Pasaron los segundos en el más completo silencio, encerrados en aquel vestuario de baldosas grises, embriagados por una peste a sudor y humedad. No llevaba una hora trabajando para aquel equipo esloveno y ya me estaba arrepintiendo, pero no me quedaban más opciones. Este era mi último tren: un tren de séptima división, ni siquiera semiprofesional, estacionado en mitad de la Alta Carniola. El presidente, un esloveno aficionado al chocolate y con más pelo que Andrés Calamaro, me ofreció un sueldo de 600 euros mensuales, una cama en una pensión del pueblo y total libertad para dirigir el club. “McLoco, espero que haga un buen trabajo”. Su inglés era penoso y tenía restos de chocolate entre los dientes. Venderme por 600 euros al mes; con todo y con eso, era el mejor pagado de la plantilla. Una plantilla multicultural y que inspiraba lástima.

Se oyeron un par de toses y uno de los jugadores negros suspiró: quizá esperaban a un tipo sonriente, con la carpeta llena de ideas y un talón bancario para firmar renovaciones. A sabiendas de que nadie me escucharía, rompí el silencio.

-Soy vuestro nuevo entrenador y como esto parece la puta ONU hablaré en inglés; quien no me entienda que vaya a clases.

La mitad de ellos miraban al suelo; el resto, al frente, sin expresión alguna en sus rostros.

-Me llamo Jules McLolo y hasta ahí las presentaciones. Seré franco: todos vosotros me parecéis una panda de fracasados, pero como yo también lo soy creo que no habrá problema para entendernos. No espero nada de este equipo, por lo que cualquier cosa positiva que hagáis me parecerá bien; si no, no pasa nada. Nuestro objetivo es existir: ni luchas por la permanencia ni hostias. El presidente del club solo quiere ingresar dinero y para eso tenemos que salir al campo todos los domingos y hacer como si nos gustara esto del fútbol. Somos los payasos del pueblo y se tienen que entretener con nuestras gracias.

Temí haber sido demasiado suave: las cosas claras desde el principio. Callé unos instantes, por si alguien quería añadir algo. Nadie dijo nada, si acaso algún que otro suspiro y crujir de dedos. Luego, con sus nombres impresos en una hoja, fui pasando lista, como si aquello fuera un aula. Les pedí, aparte de un simple “presente”, que me dijeran sus edades y nacionalidades.

Tenía claro que en mi once titular nunca habría un jugador mayor de treinta años ni de nacionalidad francesa o italiana. En anteriores equipos, cuando entrenaba en cuartas o quintas divisiones y era semiprofesional, di con unos cuantos imbéciles que se creían algo en la vida por tener treinta y muchos: se sofocaban con dos carreras y discutían mis órdenes. Cuando me enfrentaba a ellos todo acababa mal: los apartaba del equipo a gritos y a mí me despedían del club por crear mal rollo en el vestuario. Incluso hubo algún caso en el que aprovecharon mis borracheras en los partidos para añadirlo a los malos rollos y así no pagarme indemnizaciones. Lo de no querer a franceses e italianos era porque no me gustan ni unos ni otros. Y punto.

La mayoría de mi equipo no tenía pinta de haber perdido la virginidad. Sobre todo, abundaban los latinoamericanos y los eslovenos. En total, 20 jugadores. Solo hubo un nombre con el que me quedé: VandePutten. Un delantero con espinillas, belga y que parecía hablar con un trapo en la boca. Cosa de belgas. VandePutten pasó a llamarse VandePutas y quizá por ello ganó lo más parecido a una simpatía.

No tenía cuerpo técnico ni falta que hacía. Aquella pandilla de perdedores se había aferrado al fútbol en aquel pueblo de mierda, en mitad de la Alta Carniola. Pueblo de nombre indescifrable: Caljinhais, Calijankis, Canlijhas,… como mierda se llamase. Yo lo llamaba Canillas, y así me sentía como en casa, cuando era un quinceañero haciendo botellones en el barrio de Hortaleza de Madrid. El club tenía otro nombre que daba miedo tan solo leerlo, así que lo rebauticé: Atlético Canillas. Con las cosas claras, sin entrenadores ni ambiciones, señalé a VandePutas:

-Tú, el belga. Quedas nombrado capitán.
-Pero, entrenador, ya tenemos capitán. Es Izak, el portero.

VandePutas se había levantado como un resorte. El tal Izak alzó la cabeza con orgullo y hubo gestos de aprobación. No me gustaron sus ojos bizcos ni su frente con forma de martillo. Escupí al suelo y esperé a que dejaran de murmurar.

-Me importa una mierda lo que hubiera antes de que llegara yo. A partir de ahora –me dirigí a todos-, VandePutas es el capitán.
-Pero yo no quiero ser capitán –respondió con el rostro desencajado.
-¡Serás lo que yo te diga! ¡O a la puta calle, belga de los cojones!

Los murmullos se transformaron en miradas de odio y asco. Al fin conseguí la perfecta sintonía con mis hombres. VandePutas se sentó cabizbajo.

-Y ahora, empecemos. Hoy, que es nuestro primer día juntitos, seré condescendiente: cincuenta vueltas al campo y para casa. VandePutas, serás el encargado de que todos y cada uno de ellos den sus cincuenta vueltas. Y quien rechiste que vaya cogiendo sus cosas y se largue.

El olor a sudor ya no me molestaba tanto como al principio. Un tipo alto y ancho de hombros levantó la mano con un ligero temblor. Nada bueno iba a decirme, supuse, pero le di permiso para hablar.

-Entrenador, yo estoy lesionado.
-¿Quién más está lesionado o incapacitado para dar cincuenta vueltas al campo? –pregunté en voz alta.

Aparte del que habló, otros dos más alzaron la mano. Los tres eran eslovenos. Eché de menos el whisky y un buen puro. Decidí que lo haría después, nada más salir de aquel nido de ratas.

-Pues vosotros tres, a la puta calle. Estáis despedidos.

No me entretendré en la discusión que se desencadenó con aquellos tres malparidos; el resto, curiosamente, ya estaba trotando sobre el césped helado. Al final, se largaron gritando en esloveno. Me asomé para ver cómo mis pequeños fracasados daban vueltas al campo, algunos de ellos cojeando. Pero me estaban obedeciendo y eso me gustaba. Había empezado a nevar y el césped fue desapareciendo poco a poco. No me gustaba en absoluto la nieve. Me abroché el abrigo, salí del estadio y decidí ir a visitar el primer bar de Canillas que encontrara por el camino. Me había ganado el sueldo del día.

22 noviembre 2011

Vidas en sueño - 89 (Malos olores)




-Joder, B, qué mal huele la nueva.
-Mal es poco. Cada vez que se acerca, la planta de mi mesa se marchita un poco más.
-Lo raro es que el jefe no le haya dado un toque.
-¿D? ¿Un toque? Qué toque va a dar, si cuando le suda la sobaquera huele todavía peor.

A y B se ríen con ganas. Ambas regresan a sus puestos de trabajo tras la pausa de la comida: ambas han comido filetes rusos en el restaurante y es posible que sus alientos apesten a ajo.

-Pues lo que te decía, B. Con tanta peste es imposible centrarse.
-Tampoco es que tú estés muy centrada: desde que contraron a W no le quitas el ojo de encima. -Deja escapar un pequeño y silencioso eructo-. Joder con el ajo, se me está repitiendo.
-Luego le pedimos un chicle a la nueva. Lo mismo se lo gasta todo en chicles, en lugar de jabones.
-¿Esa? Con las pintas de perroflauta que lleva debe de reciclar hasta el agua del váter y robarle la luz al vecino.
-¿Para qué quiere la luz, A? Si nos dijo el otro día que no tiene un televisor en casa.

B abre los ojos y se para frente a su compañera, hace una burla y ambas vuelven a reírse con un timbre muy agudo. Un tipo pasa a su lado y, por un momento, piensa que son dos ardillas; luego, que son un poco cerdas por no lavarse la boca. A y B retoman el camino.

-¿Que no usa la tele? No me lo puedo creer. ¡Pero si todo el mundo tiene un televisor en casa!
-Eso mismo le dije yo a las chicas. No veas qué conmoción en la oficina: nadie se lo cree.
-Esa tía es muy extraña: lo mismo es okupa.
-O un duende de los bosques. ¿No le has visto ese abrigo verde que tiene? Cada vez que se pone la capucha solo le falta silbar "Ahí va, ahí va, al campo a trabajar".
-¡Qué mala que eres, A! Es que la nueva tiene un estilo muy peculiar.
-Y tan peculiar: ¿qué se puede esperar de alguien que no se ducha ni tiene televisor?

Las dos mujeres pasan al lado de un sofá viejo, lleno de barro y que le falta un cojín. B le guiña un ojo a su compañera; esta, ha dejado escapar un eructo y B hace todo lo posible por no torcer el rostro. Una pareja de ancianos pasa a su lado, sin perder detalle de la escena.

-Creo que ya tenemos su regalo de cumpleaños.
-¿Y para qué quiere un sofá si no tiene televisor?
-No sé. Leerá libros, supongo.
-¡Qué anticuada está la gente, por Dios! Con la cantidad de programas interesante que echan por la tele.

A y B llegan a la oficina entre risas, escapes de ajo y un ritmo de taconeo invariable. Cuelgan sus abrigos de imitación y las personas que hay alrededor se dan cuenta que no tienen ni idea de combinar colores. Luego, B decide irse al aseo a ver si echa un poco de crema que le dismule la hinchazón de los párpados; A, se acerca a la nueva y le pide por favor si puede echarle una mano con las facturas, que a las cinco se tiene que ir urgentemente. La nueva tuerce el gesto cuando le está hablando A. "¿Es que esta no se lava la boca?", piensa.

17 noviembre 2011

03 noviembre 2011

02 noviembre 2011

31 octubre 2011

Parpadeos - 75 (Correr hacia atrás)




Como tantas veces había hecho de niño, Álvaro correteó por el camino junto al estanque de El Retiro, echó migas de pan duro a los patos y juntó monedas con ansia para comprarse una nube de algodón. Lo había decidido en la oficina, después de darse cuenta de todas las carreras que se había dado sobre el suelo enmoquetado de su empresa, por no sé qué historias de su jefe.

El pelo cano y las ojeras se disimulaban con su sonrisa; los tacones de sus mocasines hacian un sonido peculiar al golpear el asfalto. En el parque, la gente debería tomarlo por un perturbado. No obstante, Álvaro, con el nudo de su corbata perfectamente colocado, quería revivir aquellas tardes en las que nada importaba salvo disfrutar del parque. Eso y que estaba harto de su rutina laboral. Mientras Álvaro correteaba bajo las acacias, hubo quien se giró y le dedicó una de esas miradas que dejan pringue de otras épocas.

27 octubre 2011

Parpadeos - 74 (La máquina)




El jefe echa sus treinta céntimos en la máquina, que comienza su ritual de ruidos, y hace su selección. Al rato, el jefe se da cuenta que no lo pidió becario.

26 octubre 2011

Perlas (XLIII)




"El pensamiento no es más que un relámpago en medio de una larga noche. Pero ese relámpago lo es todo."

(Henri Poincaré)

24 octubre 2011

Perlas (XLII)




"Si es un deber respetar los derechos de los demás, es también un deber mantener los propios."

(Herbert Spencer)

17 octubre 2011

Perlas (XLI)



"En una época de engaño universal decir la verdad es un acto revolucionario."

(George Orwell)

16 octubre 2011

Vidas en sueño - 88 (Las conquistas del Príncipe)





En mitad del banquete, con las bailarinas y los asados rondando de una mesa a otra, el Príncipe F ordenó a todo el mundo que se fuesen y que le dejasen solo en la sala. Lo dijo a gritos, con los labios temblorosos y la daga desenvainada. Una vez se quedó solo, se sentó en su sillón de honor y se echó a llorar.

Al Príncipe F se le conocía como "F el Conquistador". Conquistó el corazón de su pueblo y más de una alcoba; pasó por encima de sus hermanos en la sucesión al trono; y, cómo no, amplió los territorios del reino en más de viente guerras con los principados y ducados vecinos. Los amplió, pero él sabía perfectamente que no tuvo nada que ver. Y el Príncipe F no soportaba la idea de ser un héroe in haber hecho nada. Era, por así decirlo, un hombre de honor.

Todas y cada una de las batallas que ganó se debieron a factores ajenos a sus tácticas de guerra y a sus dotes de mariscal. La primera, en las tierras del valle de Orluz, salió victorioso por una enfermedad que diezmó al enemigo y que les obligó a rendirse, entre toses y rostros sudorosos; la segunda, gracias a un rayo que quemó parte del castillo asediado; la tercera, en el paso de un río, por una crecida del cauce, que se llevó por delante a toda la caballería pesada unos cuantos metros antes de que arremetiesen contra sus lanceros.

Así todas. Cada cual más ridícula. No obstante, por encima de las otras, el Príncipe F recordaba su última conquista con profunda amargura. Libraban una disputa en el Condado de Rut que duraba algo más de un mes y el Príncipe F creía que por fin lograría una victoria merecida, que esta vez los laureles que le pusieran en la cabeza sí tendrían verdadero aroma. Al mando de los enemigos, el General T, que desertó del reinado de su padre años atrás y al que el Príncipe F le quería muerto por haberse burlado de él allá donde fuera. El General T era un hombre duro, muy veterano y con un planteamiento muy serio de la contienda: parecía adivinar todos los movimientos de las tropas del Príncipe F. Siempre se anticipaba a sus ofensivas y los contraataques causaban muchas bajas en el ejército real. Un día nublado, el día que se presumía definitivo y en el que ambos ejércitos se habían plantado en la gran llanura con todos sus arsenales, el General T, en un acto de gallardía, se adelantó a las filas junto al abanderado y dos soldados. Quería conversar con el Príncipe F, y este hizo lo propio. El Príncipe F deseaba cruzar acero con el General T. No pudo ser. A menos de treinta pies de distancia, un enorme haz de luz cegó al Príncipe y el estruendo que lo acompañaba le dejó aturdido unos segundos. Cuando recobró la vista, del General T quedaban las piernas, unidas en una broma del cielo al caballo, fulminado en el suelo. El Príncipe F se quedó paralizado; las tropas del General T, también. Se hizo un gran silencio, hasta que uno de los soldados del General T dijo que aquello era una señal divina y que no se debía combatir. A cambio, entregaban sus armas y se rendían. El Príncipe F se llevó como trofeo las piernas del General T, pero no llegó a entrar con ellas bajo las puertas del Reino, porque se sentía como un buscador de setas que ha dado con un par de buenas trufas.

El Príncipe F se enjugó las lágrimas. Todos aquellos recuerdos, todas aquellas peleas ficticias cantadas por trovadores que se habían inventado los finales, todas aquellas falsas conquistas tendrían al fin un punto de inflexión. ¡El conquistaría un territorio con sus propias manos! Se levantó y, con la daga en la mano, se dirigió, por los pasadizos secretos de la familia, hacia los aposentos del rey.

14 octubre 2011

Parpadeos - 73 (Maldita impuntualidad)




No pudo evitar mirar de reojo la puerta del apartamento, aunque se había prometido a sí misma, como última voluntad, que no lo haría. ¿Una anciana, con tanta clase como ella, inquieta por una cita? Ni que fuese una quinceañera. ¡Maldita Parca y su desorganización! Tendría que haberse ido en la cama del hospital, junto a sus hijos y nietos, pero la Muerte tenía otros compromisos más urgentes y lo tuvo que aplazar. ¡Maldita sea! La anciana se roció un poco de perfume de rosas por el cuello, atrajo hacia sí el bolso con sus arrugadas manos y refunfuñó por aquella impuntualidad.

13 octubre 2011

Perlas (XL)




"La ley es inexorable, como los perros: no ladra más que al que va mal vestido."

(Pío Baroja)

10 octubre 2011

Duran i Lleida i los del bar del pueblo

"En otros sitios de España, con lo que damos nosotros de aportación conjunta al Estado, reciben un PER para pasar una mañana o toda la jornada en el bar del pueblo"; "No me meto con el pueblo andaluz, ni con ningún pueblo del Estado Español, sólo defiendo lo que es nuestro, que para eso me pagan, para eso me han elegido". Palabras de Duran y Lleida (fuente: El Mundo). Ovación de gala en el Consejo Nacional y alguna que otra butifarra apuntando vaya usted a saber dónde.

Palabras de un tipo que gasta parte del presupuesto nacional en una sencilla habitación de hotel y un ligero desayuno (fuente: El País).

Discurso de un tipo que se olvida del millón y pico de euros que dio la Generalidad a "su" Selección Nacional de Dardos Catalana (Nacional, Catalana: una buena puesta de sol desde la catedral de Gerona) (fuente: Mediterrano Digital).

Demagogia barata del señor Duran i Lleida, con aplausos de un coro de señoritos catalanes que llegan a casa y besan, en estricto orden, primero el escudo del Barcelona y luego a sus mujeres.

Demagogia que no viene si no a reforzar el mito del pueblo andaluz: una panda de alcohólicos, con grandes dosis de vaguería, adictos al chiste con peineta, bohemios y que no entienden de horas, ciudades contaminadas y cultura del billetazo. Plas, plas, plas. Hubo quien se dejó las palmas mientras el calvo se limpiaba sus gafas de diseño con la corbata de Artur Mas.

Voy finalizando. Respete a los pueblos y sus gentes, señor Duran i Lleida, y antes de ridiculizar a otros eche un ojo a su sistema sanitario, educativo y social, no vaya a ser que algún andaluz, aburrido de tanto beber en los bares del pueblo, le dé por hacer un chiste o dos acerca de su penoso gobierno.

09 octubre 2011

Parpadeos - 72 (Hora prohibida)




El comandante de la Guardia Suiza nunca llegó a cruzar el umbral de su piso entre las ocho y las nueve de la tarde. Ese era el acuerdo. Martina le había amenazado con abandonarlo si alguna vez incumplía. El comandante quería mucho a su mujer y, quizá por amor, quizá por miedo a la soledad, trató de olvidar las infidelidades de su mujer. Siguió haciendo su vida normal: un jefe exigente y tirano dentro de los muros del Vaticano, un marido callado y mustio dentro de las paredes de su casa.

Sus sentimientos y su forma de comportarse no le sonaron convincentes al comisario cuando le interrogó. Sobre la mesa, las fotos de su mujer y del amante muertos. El comandante se sentía vacío. Observaba el rostro desencajado de su mujer y le surgió una pregunta del mismo sitio donde arrojó su tristeza años atrás: ¿qué haría a partir de ahora, entre las ocho y las nueve de la tarde?

04 octubre 2011

27 septiembre 2011

Perlas (XXXVIII)




"Ser adulto significa olvidar lo desconsolados que nos hemos sentido con frecuencia de niños."

(Heinrich Böll)

24 septiembre 2011

Vidas en sueño - 87 (Mira quién escribe)


24 de septiembre de 2011



Querida mami:


Sé que te extrañará que te escriba esta carta, más aún cuando es papi el que te la da en mano, pero es que papi y yo hablamos en sueños, cuando tú estás muy cansada y te quedas profundamente dormida. Papi besa tu tripa, te acaricia y empieza a decirme que somos sus princesas y que va a ser muy feliz con nosotras dos. Y yo, que no me callo, le respondo que tengo muchas ganas de conoceros en persona y de que me estrechéis en vuestros brazos. Hablamos de muchas cosas: de cuentos, de viajes, de libros que leer, actividades que realizar,… Papi te quiere mucho, mami. Bueno, nos quiere mucho a las dos; no sé si lo sabes.

Como papi y yo hablamos en sueños, la otra noche le pedí por favor que te escribiera una carta con las cosas que te quiero decir: que eres muy guapa, muy buena; que me mimas mucho y me cuidas más. Y todas esas cosas. Papi se ríe cuando me escucha decir eso de ti, pero en el fondo yo sé que papi piensa exactamente lo mismo.

Ambos tenemos muchas ganas de celebrar contigo el cumple, mami. Pero no podré hacerlo en vivo y en directo hasta el año que viene. Al menos este, desde tu pancita, mami, podré aplaudir y cantar junto a papi y a ti el “Cumpleaños feliz”. Mañana me portaré bien y no te dará la lata, mamá. Mañana voy a ser la más mejor hija del mundo entero y te voy a dar un abrazo y un beso muy fuerte desde la tripita. De alguna manera espero conseguirlo. Porque te quiero mucho, mami.

Gracias, mami, por todo el cariño que nos brindas a papi y a mí; gracias por todas y cada una de tus sonrisas, de tus caricias, de tus preocupaciones sobre nuestro bienestar. Eres una madre maravillosa y papi dice que también una novia fabulosa. Papi se siente muy orgulloso de ti, y dice que no te cambia por nada nada nada del mundo; que su vida está en aquel piso junto a ti y a mí (cuando nazca, claro). Tienes que tenerle un poco de paciencia a papi, porque a veces es un poco pesado y habla mucho y a lo mejor no te da tantos besos como a ti te gusta. Pero (y yo lo sé), papi se pasa las horas muertas contemplándote, pensando por nuestra felicidad e intentando ser mejor papi y novio. Yo estoy muy contenta con los dos, y voy a ser una hija superbuena, y no voy a fumar cuando sea mayor, y voy a sacar muy buenas notas, y voy a comer todo lo del plato, y voy a sonreíos en todo momento, y voy a ser optimista, soñadora y responsable, y voy a ayudarte en todo.

Mami, me despido porque papi se tiene que levantar dentro de poco (aunque es muy vago y tarda mucho en despertarse). Tan solo añadir que papi y yo te deseamos un muy feliz cumpleaños, que estás muy guapa y que cumplas muchos más. Recuerda: el año que viene tendrás a otra personita, junto a papi, sonriendo y cantando tu cumple.

Te queremos mucho, mami,
María

23 septiembre 2011

Parpadeos - 71 (Apuesta)





-Son las doce horas, un minuto y quince segundos, doctor.

El doctor Jiménez contempla a su ayudante de quirófano, con el bolígrafo apoyado en el papel; luego, a su paciente, inmóvil en la camilla y con una incisión bastante profunda a la altura del estómago, de la que aún sigue manando sangre. Suena, monótono, el electrocardiograma. El doctor no puede ocultar la sonrisa.

-El paciente nos ha durado cuatro horas. Cuatro, no cinco. Perdiste.

El ayudante asiente en silencio. Ha empezado a coser el estómago, al tiempo que se plantea de dónde va a sacar el dinero esta vez.

19 septiembre 2011

Perlas (XXXVII)



"La violencia es miedo de las ideas de los demás y poca fe en las propias."

(Antonio Fraguas Forges)

18 septiembre 2011

Parpadeos - 70 (Libertad por narices)




Tú y yo podremos pasear juntos bajo ese cielo estrellado en otra ocasión; ahora, en cuanto te avise, a correr cagando leches. ¿Que no quieres darte el piro? ¿Que te queda poco para que te den la condicional? Me importa una mierda lo que quieras. Nos largamos, tú, yo y estos grilletes en los tobillos, en cuanto pase la luz del foco y los desgraciados de la torreta miren hacia otro lado. ¿Qué te pasa? ¿Te da miedo el campo de noche o qué? No me lloriquees, que te van a escuchar. Si me ayudas a escapar y eres obediente te regalo un ramillete de amapolas.

16 septiembre 2011

Perlas (XXXVI)




"Cuando un político muere, mucha gente acude a su entierro. Pero lo hacen para estar completamente seguros de que se encuentra de verdad bajo tierra."

(Georges Benjamin Clemenceau)

31 agosto 2011

22 agosto 2011

Perlas (XXXIV)




"Normalmente sólo vemos lo que queremos ver; tanto es así, que a veces lo vemos donde no está."

(Eric Hoffer)

20 agosto 2011

Perlas (XXXIII)



"Dios existe, pero a veces duerme: sus pesadillas son nuestra existencia."

(Ernesto Sábato)

16 agosto 2011

Perlas (XXXII)




"La religión debería servir más para dar ánimos a los buenos que para aterrorizar a los malos."

(Arturo Graf)

15 agosto 2011

Vidas en sueño - 86 (Cuestión de sangre)




—¿Usted cuánto sabe de heráldica, señor Beretti?

Respiró con algo de agitación y se puso cómoda en la silla, mostrándome lo bonito que era su vestido de monja del siglo veintiuno. Eso sí, iba a juego con los zapatos de tacón a lo Hermann Monster y su cara de facciones angulosas, con aquellos ojillos oscuros como el carbón. Supuse que aquella mujer cincuentona ocultaba un cilicio en alguno de sus muslos. Consulté la hora: las once de la mañana de un martes cualquiera y no tenía muchas ganas de que me examinaran. Tanteé unos papeles que andaban sueltos por mi escritorio y me di cuenta que la oficina pedía a gritos una capa de pintura.

—Lo justo, señora. Sé que el Conde Duque de Olivares fue la mano derecha de Felipe IV, que hay que felicitar al estilista de la Duquesa de Alba y que Mario Conde ha escrito sus memorias en el patio de la cárcel.
—No bromee. El trabajo que quiero encargarle está muy relacionado con los títulos nobiliarios, y necesito a un especialista en la materia.
—Si es por eso, no se preocupe. Los detectives privados somos especialistas en muchos ámbitos —mentí descaradamente—, y la heráldica es uno de esos campos en los que nos movemos.

Aquellos ojillos de cuervo me escrutaron inmóviles. Le mostré mi identificación de detective privado, el diploma que me acreditaba como tal. Me tentó la idea de enseñarle de paso la foto de la fiesta de graduación en la academia de detectives, en la que salíamos todos los compañeros con las camisas sudadas y rostros desencajados por tanto cubata, pero no quería parecer tan simpático. Lorena Becerril, Duquesa de Fuentealbilla (o algo así), asintió y cruzó las piernas, sin dejar de mirarme con el mismo asco del principio.

—Mi hija quiere casarse con un muchacho que dice ser hijo del Conde de Alzamahí. Es un chico muy agradable y correcto.

Tosió y pidió perdón con tanta elegancia que me dio vergüenza no servirle agua de Vichy para que se aclarara la garganta.

—El muchacho, que se llama Federico Juan Yuste Jiménez, es muy educado y correcto. Nos pidió la mano de nuestra hija de manera muy formal; a la vieja usanza, como marcan los cánones. También, es muy inteligente. Ha estudiado la carrera de Empresariales y ahora está terminando una Ingeniería de Telecomunicaciones. No tiene vicios y cree en Dios. Un chico modelo y ejemplar, digno de contraer matrimonio con mi Lucrecia.
—Todo un partido, duquesa. Pero supongo que usted no se fía de que sea un noble y quiere que investigue sobre su linaje, ¿no es así?

Aquella sonrisa que me dedicó fue lo más desagradable de toda la semana. Su futuro yerno, un pijo de altos vuelos posiblemente cocainómano y adicto a los polos Ralph Lauren, rondaba a su Lucrecia del alma, y ella solo pensaba en la sangre azul. Saqué una libreta del escritorio y tomé nota de todos mis pensamientos al respecto; más que nada para aparentar. Después de hacer un rato el paripé, tamborileé el bolígrafo sobre la libreta y recité con la misma pasión que un rapsoda mis tarifas por los servicios. Firmamos el contrato con gritos del butanero de fondo. Nos despedimos con un apretón de manos y sus zapatones se perdieron por el hueco de la escalera.

Al día siguiente, me di un paseo por el Registro Civil. Había quien me conocía por los pasillos y mesas de aquel edificio, pero el funcionario que me tocó no me sonaba de nada; parecía recién contratado: demasiado amable, estirado, de tecleo rápido y efectivo. Me dijo que se llamaba Ángel Benítez. Memoricé su nombre de cara a posteriores visitas. Me dio un papel con las partidas de nacimiento del tal Federico Juan y de sus padres. Me despedí de Benítez y de sus orejas para envolver bocadillos y me dirigí al Ministerio de Justicia con los nombres y un par de billetes de cincuenta euros por si la consulta había que aligerarla. Me costó dos horas de espera y treinta ocho euros y pico el maldito árbol heráldico del Condado de Alzamehí. Por último, hice una llamada a Vidal: hablamos de las locuras de Chopin y, tras regatear un poco, me dio los números de teléfono móvil de Federico Juan y su concubina Lucrecia. Dejé pasar un día antes de visitar a la duquesa.

La mansión de Lorena Becerril debía tener los mismos años que su marido, un hombre que murió rozando el centenario. El mayordomo no me cogió el abrigo al entrar y ninguna de las criadas que se cruzaron por los pasillos merecía un piropo. La señora Becerril, duquesa de no sé qué mierdas, me esperaba en una sala que más bien tenía pinta de mausoleo: oscura y con tufo a incienso de catedral. Bajo aquella máscara de rectitud se escondía un rostro congestionado por las lágrimas. Le di los informes y ella el cheque firmado a mi nombre por los servicios.

—Mi hija se fue de casa esta misma noche, dejando una nota. Me llamó desde algún sitio hace unas horas, diciéndome que se ha escapado de casa con ese tal Federico del diablo y que se van a casar en secreto. Supongo que estos informes ya no me sirven de nada.
—Es posible que aún pueda presumir de yerno en alguna reunión de té con las amigas —respondí fingiendo seriedad.

Asco. Mi existencia le daba muchísimo asco. Y eso que no sabía de mi implicación en aquella fuga (llamé a los enamorados, les puse al corriente de la actuación de mamá y les dije que se fueran bien lejos, que eran libres, pijos y nobles). Me despedí de la Duquesa Monster y, antes de perder de vista para siempre aquellos ojos de cuervo, le hice mi particular reverencia de vasallo rebelde:

—Cuando reciba la noticia de que su Lucrecia y el yerno se han casado, vaya a saber usted dónde y en qué condiciones, podrá estar tranquila: sus futuros nietos llevarán en sus venas sangre azul. ¡Larga vida al condado de Alzamehí!

11 agosto 2011

Vidas en sueño - 85 (Sin sol ni luna no hay tu tía)




Al principio de los tiempos, cuando los mismos tiempos habían salido de algún útero y no sabían hacer otra cosa que balbucear, no había nada. Tan solo una asociación de elitistas, adictos al formol, al whisky sin dosificador y a los solos de saxo de Miles. Una chusma que no merece más líneas descriptivas. Bueno, tan solo que se hacían llamar “Los muchachos del Café Gijón” y que seguían todas las promociones que regalaban en El País. “Los muchachos del Café Gijón” y la nada en la que estaban inmersos era de lo más aburrido.

Uno de aquellos individuos escribió un ensayo de más de quinientas páginas, cuyo resumen era que de la nada no se saca si no malas acciones y pensamientos. Todos sus compañeros leyeron aquel ensayo y decidieron ponerse manos a la obra con aquella condenada nada (prosiga la lectura como si no hubiera visto la absurda rima interna): es por ello que se crearon a las prostitutas. El problema es que flotaban en el cosmos y no duraban demasiado por el vacío. Y, para qué engañarnos, quién quiere putas si no tiene nada. Si no es nada. Eso pensaban los creadores de aquellas patosas meretrices. Uno de ellos se pasó con la bebida una noche y tuvo una idea etílica: “hagamos un trozo de tierra y agua, con gente igual que nosotros (pero sin el mismo cerebro prodigioso, claro); repleto de arbolitos, animalitos y excavadoras”. El resto prefirió aquello a seguir con la antología poética del grupo.

Muchos meses se pasaron en sus casas, encerrados a cal y canto en sus habitaciones de Lavapiés y con el único consuelo de un par de revistas de viajes y tres botellas de whisky por cabeza. Escribieron los cimientos de un mundo ficticio, intentando no dejarse cabos sueltos. Y no les quedó del todo mal. Por criticar algo, diremos algunas de sus erratas más comunes: no dar un sexo fijo a cada caracol, fundar Telecinco, obligar a todos los turistas a comprar impulsivamente imanes para los frigoríficos, no fabricarnos alas, grapar el ABC, montar discotecas en Ibiza y permitir que los calamares gigantes se escondiesen de nosotros en los abismos del océano. Pero el resto no les quedó del todo mal. De hecho, para tratarse de aquella banda de adictos al ordenador portátil en los Starbucks fue una recopilación más que digna.

Por fin las meretrices no se morían de asfixia y la nada se tenía que disfrazar de Kent Follet o de Premio Planeta para pasar desapercibida. Los humanos, nosotros, sus creaciones ficticias, vestíamos igual: ellas, vestido de licra ajustado al culo, maquillaje de a diez euros el bote, rodillas de marfil y boca de pitiminí; ellos, sombrero de bombín, fumadores compulsivos de opio en pipa, mocasines de Ralph Lauren y un Mercedes plateado que solo se podía estacionar en el parking del hotel Palace. A los bohemios de pro, a las verduleras que olían a perfume de imitación, a los niños que te saludan al pasar y a los perros que se orinaban en las pupilas de los gatos se los desterró: actualmente, se cree que sobreviven en algún punto indeterminado de Venezuela, junto a las FARC, a Jesús Gil y a Marilin Monroe. Al principio, hacía gracia ir todos iguales; con el paso del tiempo y la ayuda de las fábricas ilegales de ropa chinas e indias, fuimos pasándonos el decreto por los probadores de las tiendas.

Nos dimos cuenta que había de todo, salvo la cordura. No había día ni noche y, por ende, tampoco sol ni luna. Los días eran infinitos porque así “Los muchachos del Café Gijón” podían hacer tertulia sin miedo a que tocase cambiar copas de coñac por chocolate y churros. Nos quejamos de ello. Sin cordura, claro: sacrificamos corderos en todos los semáforos que nos encontrábamos, nos encendíamos las pipas con billetes de cien euros, mandábamos consultas a la página web de la RAE; hubo quien llegó a grabar la misa de los domingos de La 2 y distribuirlos mediante el top manta. El planeta entero se consumía en un caos que ni las patrullas de catequistas pudieron contener. Los creadores, sin imaginación, decidieron contratar los servicios de una niña de cuatro años para que solventara el problema. Al día siguiente, la niña fue al templo de los creadores y dio la solución: les enseñó un folio donde había dibujado con ceras de colores una piedra deforme que dijo ser la luna y algo amarillo que por lo visto era el sol. Los creadores, maravillados ante tal representación de arte, decidieron plagiarle los dibujos y recopilarlos en una colección inédita de arte del siglo veintiuno. Brindaron los creadores con whisky y la niña con un batido de fresa. Cómo no, inventaron ambos astros y así, poco a poco, volvimos a la cordura.

Ya ha pasado mucho tiempo desde que la nada huyera de los creadores del Café Gijón. Pero acecha. ¡Vaya que si acecha! Miren si no las caídas en picado de los mercados de todo el mundo; observen, observen, cómo nos cobran por las bolsas de los supermercados; contemplen, impávidos, el auge de la Generación ni-ni, la Generación Nocilla y la Generación Chévere. Los creadores, para más inri, han decidido traducir libros de Hermann Hesse y los calamares gigantes se asoman a la superficie para ver si toman un poco de sol.

Por cierto, el séptimo día nunca existió para “Los muchachos del Café Gijón”: bastante tuvieron con sus copas de whisky y las meretrices insinuándoles qué bonito sería viajar a Marte. No había sitio para la nada, para el aburrimiento.

10 agosto 2011

Vidas en sueño - 84 (Desapariciones)




Estaba a punto de irme a casa cuando llamaron a la puerta. Abrí y un doble de Paco Martínez Soria me sonreía bajo el marco: un tipo con traje de marca y una boina a cuadros, todo dientes y encías, nariz chata y manos hinchadas. Le calculé unos setenta años. Tenía un diente de oro y arrugas muy pronunciadas por todo el rostro.

—Espero no haberle interrumpido a usted con nada importante —me dijo con aquellos ojos saltones fijos sobre los míos—. Que si es molestia vuelvo en otro rato.
—No se preocupe, los viernes por la tarde los clientes son muy remolones y yo ya revisé todas las facturas pendientes. —Le extendí la mano—. Alfredo Beretti.
—Salvador Tejada, para servirle.

El apretón de manos no dejaba lugar a dudas que lo suyo no era tejer vestidos de fina seda. Le indiqué la silla y pareció no entenderme. Le volví a hacer el gesto y por fin se sentó. Se quitó la boina y la sostuvo entre sus manos. Me recosté en mi sillón de hombre de negocios venido a menos y esperé a que me pidiera que investigara sobre el que robaba tomates y calabacines en su huerto. La cosa no iba de tomates, pero no andaba lejos.

—Verá, soy alcalde de Guarjo, un pueblecito de Guadalajara. Unas vistas estupendas y un vino que quita el hipo. Ni más ni menos que de la Alcarria. ¿Le suena a usted el pueblo?
—No tengo el gusto. Le ruego que sea conciso, que tengo que ir en un rato a recoger a mi hija del colegio.

Y mientras le soltaba aquella trola me imaginaba cómo sería mi hija: con mi misma narizota y mis piernas de portera menopaúsica. El tal Salvador Tejada no dejó de sudar mientras me pedía perdón con tono agudo. El sudor le marcaba más aún sus arrugas y le hacía brillar la nariz. Le hice una seña para que continuase y me encendí un cigarrillo.

—Yendo al grano, señor Beretti. Resulta que Guarjo, el pueblecillo, no llega ni a los trescientos habitantes. Si no me fallan las cávalas, en el año pasado el censo dio un total de doscientos ochenta y dos habitantes. Una birria comparado con Madrid. —Sonreí sin ganas y mal disimulado—. Somos pocos y es por eso que nos conocemos todos muy bien.
—Supongo que compartirán paella los domingos en la plaza del pueblecillo.
—Huy, no lo sabe usted bien. Eso y mucho más. Paellas, barbacoas, fabadas, concursos de tortillas de patatas hechas por nuestras señoras y más cosas. No solo comida, claro: también, sacamos la imagen de Nuestra Señora del Cerro a la pradera, montamos rifas con ropa que no usamos; cómo no, concursos de tiro al plato, de mus, de tute y de parchís.

Se me escapó un suspiro entre el humo de una calada. El alcalde siguió enumerando fiestas y acontecimientos, ensimismado y con la mirada perdida más allá de mi ventana.

—Imagínese la cantidad de horas que compartimos todos juntos. Bueno, casi todos. Que hay de todo en el pueblo.
—Hay de todo, sí—repliqué.
—Yendo al grano, señor Beretti, y perdone que le robe su tiempo. Últimamente somos menos de los que solemos ser. En las reuniones faltan muchos. Cada vez más. Y, claro, como usted entenderá, pues, cuando alguien faltaba íbamos a su casa a interesarnos por su salud. Porque en el pueblo, o se está malo o se está de fiesta.
—O se ponen malos de tanta fiesta. ¿Y qué es lo que le preocupa de esa gente?
—Que no están en el pueblo. Tampoco en el cementerio. Simplemente han desaparecido. Íbamos a sus casa y nada: no respondían al timbre. Algunos tenían la casa abierta: al entrar, todo estaba en su sitio.
—A lo mejor se han ido a Benidorm a descansar de tanta fiesta en Guarjo. No se preocupe, la gente suele desaparecer unos días y regresan algo más tostados de piel.

Negó con la cabeza. Aquella respuesta no le había gustado. Apagué mi cigarrillo y me recosté en mi sillón de tipo importante venido a menos. El alcalde, casi estrujaba su boina. Su nariz chata parecía deshacerse con las gotas de sudor.

—No. Somos humildes y nos gusta el campo. Aparte, no me lo creo de ellos. Con lo bien que nos lo pasábamos juntos.
—¿Son muchos los desaparecidos?

Salvador extrajo de su americana un sobre y sacó un folio del mismo. Durante casi un minuto recitó sus nombres, sus apodos, sus edades, sus mejores cualidades. Un total de cuarenta ancianos. Crucé las manos e intenté hablar con la suavidad de un pañuelo de seda.

—Si quiere que busque a todas esas personas le saldrá muy caro. Muy costoso, aparte de que tardaré no menos de un mes en dar con el paradero de todos ellos.

El alcalde dejó de estrujar la boina y a través de su mirada vi muchas tardes en La Alcarria, con risas de fondo y una ligera brisa sacudiendo los árboles de la zona.

—Por el dinero, no se preocupe. Antes de venir a verle, hicimos un consejo en el ayuntamiento y por mayoría se aprobó un presupuesto para poder pagarle a usted cuando concluya su labor. En cuanto al tiempo —bajó la vista y sonrió dejando al aire su diente de oro—, no tenemos ninguna prisa. En los pueblos no hay prisa.

Me relajé: llegaba mi momento favorito.

—Cien euros por día, sin contar las dietas y gastos adicionales. Cien euros, más otros seiscientos de anticipo y dos mil al terminar el trabajo.

Nos dimos un apretón de manos y firmamos el acuerdo. Le despedí en la puerta de mi oficina y Salvador Tejada me pidió que le comunicase algo cuando tuviese noticias; también, que cuidara de mi niña y que la hiciera muy feliz. Lástima no tener una foto para habérsela mostrado.

El trabajo duró cerca de una semana. En realidad no pasó de los cuatro días, pero quise engordar un poco más la factura. Cuatro días en los que no tuve ni que salir de la oficina. Me valió con hacer las típicas llamadas previas que se hacen para estos casos: primero, a hospitales de la comarca; segundo, a las funerarias y, tercero, a los asilos de la tercera edad. Y allí estaban todos, en sus respectivas habitaciones, con vistas a un sauce seco, acompañados de olor a meados y crujidos de caderas por la artrosis. La mayoría de ellos no recibían visitas de sus familiares y permanecían incomunicados. Se los habían llevado los hijos, salvo un par de casos que fueron los asistentes sociales. Para no alimentar rumores, supuse que llegaron al pueblo de madrugada, con sus coches de nueve plazas y una ristra de nietos que no dejaban de corretear por los pasillos, mientras el caniche cortejaba al toro de juguete colocado sobre el televisor Thompson del 70. La nuera ayudaría al abuelo o abuela a hacer una maleta con lo justo, al tiempo que su propio hijo no dejaba de repetir que en aquel nuevo lugar se lo pasaría de miedo con gente de su misma quinta y que estaría muy bien atendido. Lo mismo, hasta le habría prometido alguna que otra visita los domingos. Un modus operandi aséptico, sencillo y que no dejaba pie a segundas opiniones.

He de confesar que el viaje hasta el Guarjo fue de lo más satisfactorio. Hasta me entraron ganas de leerme “Viaje a la Alcarria”. Carreteras que formaban parte de una maqueta perfecta, llena de paisajes compuestos por praderas, bosques, riscos, campos de trigo. Por aquel entonces, en mitad de mayo, el sol apretaba lo justo para ir refrescado con la ventanilla del Nissan Primera bajada. Fue un viaje que no invitaba a volver al hogar: procediendo de Madrid, es de lo más frecuente.

Una vez en el despacho de Salvador Tejada, que me recibió con el mismo traje caro y arrugas en el rostro, le extendí la factura y contemplé a través de la ventana de su despacho al silencio pasear por cada una de las callejuelas del pueblo.

—Lo siento, señor Tejada.

No se me ocurrió nada mejor que decirle cuando le entregué mi informe con los resultados de la investigación. El alcalde sujetó con sus manos hinchadas y temblorosas los folios. Con un susurro inaudible iba leyendo. Eché otro vistazo a la plaza de Guarjo. Terminó su lectura y dobló los folios. Su rostro carecía de expresión y solo se oía el ruido de las aspas del ventilador. Extrajo la chequera de un cajón y firmó un talón por valor de dos mil cien euros y levantó la vista. Aquella, era la mirada de un hombre que acaba de conocer el futuro más allá de las fiestas, de las tardes reunidos alrededor de una mesa y unas jarras de vino, de los límites de La Alcarria.

09 agosto 2011

Perlas (XXXI)




"No se es escritor por haber elegido decir ciertas cosas, sino por la forma en que se digan."

(Jean Paul Sartre)

08 agosto 2011

Perlas (XXX)




"Nada viaja a mayor velocidad que la luz con la posible excepción de las malas noticias las cuales obedecen a sus propias leyes."

(Douglas Adams)

05 agosto 2011

Parpadeos - 69 (Personajes negros)




—Hostia, Juan.
—¿Se puede saber qué te ocurre ahora, Rober?
—Creo que somos personajes de género negro.
—¿Y eso lo has adivinado tú solito o te ha ayudado el vaso de whisky vacío? Sé que me arrepentiré de la pregunta, pero, dime en qué cojones te basas para afirmar eso.
—Simplemente observa: estamos sentados en un bar del tres al cuarto, es de noche, las putas se pegan por conseguir la mejor esquina, un coche patrulla ha arrollado a un inmigrante ilegal y a nadie parece importarle, te han despedido por haberte tirado a la mujer del jefe y yo vengo de liquidar a un narco. Para más INRI, el whisky que bebemos es de garrafón y todo apunta a que no nos la machacaremos por culpa de la resaca.
—Lo dicho: me arrepiento de haberte hecho la pregunta. Si me disculpas un momento, voy a llamar al pisquiátrico a ver si consigo encerrarte de una puta vez.
—¿Ves, Juan? Hasta en nuestra forma de hablar. Parece que nos hayamos tragado un par de matones. Hablamos muy farragoso, como quinceañeros que se creen los amos del mundo por reventar a petardazos los buzones del vecindario.
—¿Qué tiene de malo mi forma de hablar? No me digas que te has vuelto un academicista.
—Todo esto es muy raro. Nunca me planteo nada de lo que hago, pero esta noche… no sé, solo falta que entre un comisario al bar y nos fría a tiros.
—Si con eso logra que dejes de soltar gilipolleces, que no tarde en llegar. Vamos a ver, Rober: tu vida y la mía son una mierda: valen lo mismo que un cupón de descuento para el Burguer King. Tú matas; yo, meto la pistola donde no debo. Suspendíamos en el instituto, drogamos a la misma chica para perder la virginidad, nuestros padres se cansaron de pagar la fianza. ¿Dónde coño ves lo raro, Rober?
—Nuestras madres se sentirían orgullosas de nosotros, no cabe duda. ¿Otra ronda?

02 agosto 2011

Vidas en sueño - 83 (El eterno incandescente)




El eterno incandescente: así lo terminamos llamando Sara y yo con el paso del tiempo, un día de agosto de hace setenta y pico años. Sara. Nos conocimos gracias a nuestros padres, que siempre veraneaban en aquella pequeña cala. Su pelo rizado, sus brazos delgados y las pecas en sus mejillas. Mis recuerdos más lejanos comienzan con el faro, con Sara, con aquellos meses de vacaciones.

Cómo iluminaba el mar desde lo alto del acantilado. Aquel faro nunca se apagaba, ni de día ni, por supuesto, de noche. Hecho de piedra, cilíndrico y con su cabeza de vidrios; imponente sobre el acantilado. Un faro que iluminaba la bahía, testigo de tantas tardes en las que Sara y yo paseábamos nuestros sueños infantiles: carreras por la orilla del mar, besos a escondidas del haz de luz del faro, cuentos de miedo, su melena mojada con espuma de mar, nuevas promesas de cara al año siguiente de vernos, rostros cubiertos de granos de arena, salitre y humedad.

Buenos tiempos aquellos, donde entendíamos el mundo porque el faro era capaz de explicarlo con su chorro de luz proyectado sobre el mar. La niñez dejó paso al acné y a los descubrimientos que solo el faro, Sara y yo sabemos. Ella cambió las pecas por un rostro de mujer, los brazos delgados por un cuerpo esbelto y espigado. Yo seguía siendo el mismo niño regordete con sonrisa de bobalicón. Éramos seres de bruma que se acariciaban, que dejaban escapar un mismo hilo de sudor sobre la piel erizada. Veranos intensos, cargados de besos y caricias que el faro acompañaba con su brillo; y sobre el horizonte de la noche contemplábamos las sombras que el faro nos robaba para dárselo al mar en calma. El resto del año, atrapado en la gran ciudad, se convertía en una agonía: contaba los meses que me separaban de Sara, del faro, de las vacaciones de agosto. La agonía del amor, del ansia por besar su cuerpo.

Años después, nos casamos en la explanada que había tras el faro. Una boda sencilla frente al mar, con todos los invitados pendientes del chorro de luz que el faro dejaba sobre el mar. Una boda sin mucho dinero, pero con las promesas que de niños nos hacíamos convertidas en cimientos de hormigón armado. Niños. Hijos. Nunca concebimos uno. Todas las noches renovábamos nuestro amor bajo el foco de luz del Eterno Incandescente, cubriéndonos de buenos deseos. Se convirtió en un ritual: primero, acariciábamos la piedra cálida del faro; luego, compartíamos ese calor sobre nuestros cuerpos hasta caer rendidos. Sin embargo, jamás dio resultado y nos tuvimos que resignar.

Sin niños a los que enseñar aquel faro, envejecimos sin separarnos de nuestro amigo: no había una sola tarde que no paseáramos hasta la explanada, acariciásemos las paredes del faro y nos asomásemos al mar, siguiendo el juego oculto que las olas se traían con la luz. Sara tenía el rostro marcado con arrugas, pero la melena rizada seguía siendo igual de preciosa a pesar de las canas. Yo había adelgazado año tras año, pero conservaba la misma sonrisa jovial. Sobre todo cuando apretaba la mano de Sara y contemplaba su melena cana jugando con la brisa de mar. Aquel faro se convirtió en nuestro consuelo: no nos sentíamos solos. Sara, el faro y yo. Como siempre.

Ahora ya no es como siempre. Sara murió en febrero y, hace dos años, el Eterno Incandescente se averió y nadie del ayuntamiento se molestó en repararlo. Ya no es como siempre. Huelo el mar, pero ya no lo siento vivo. El Eterno Incandescente se lo llevó todo. Todo, menos a mí, que vengo todas las tardes en busca de un pasado, de la voz de Sara, de sus besos, de la luz proyectada sobre el mar en calma de una noche de agosto. Menos a mí y a mi sonrisa, que ya no es la misma de hace setenta y pico años.

01 agosto 2011

18 julio 2011

Oda al vicio desmesurado (Mike Peragón)




Qué alegría es el matar,
más que nunca en primavera,
cuando te dedicas a dar
mil disparos en la cabeza.

Unos zombis, por aquí,
probarán mi bayoneta,
y otros, que hay por allá,
darán cuenta de mi escopeta.

Si alguna vez caigo
en combate, mordisqueado,
o si alguna vez sin balas
termino arrinconado,
no lloréis por mí,
pues habré activado
mil minas y granadas.
¡Y a disfrutar del espectáculo!

Perlas (XXVIII)




"Mi vida ha estado llena de terribles desgracias, la mayoría de las cuales nunca sucedieron."

(Michel Eyquem de Montaigne)

Parpadeos - 68 (El arte es timidez)




Tras muchos meses de trabajo, varios lienzos descartados y muchos cientos de euros en pintura, el pintor terminó su autoretrato. Para él era un reto el conseguir plasmar en un autoretrato todo su ser. Dio las últimas pinceladas, se separó un par de metros del lienzo y, con una mueca de amargura, supo que estaba incompleto.

El rostro era calcado al suyo. Pero le faltaba algo. “Seguramente sean los ojos”, suspiró el pintor, con la paleta de colores temblando sobre su mano. Los ojos parecían los suyos propios, sí, aunque la expresión, la forma de mirar, era mucho más osada, picarona y traviesa. El pintor era un hombre solitario, que pintaba porque era lo único que le apasionaba. ¿En qué narices estaría pensando cuando dio forma a los ojos? No le costó mucho tiempo sacar la explicación a ese desliz. Porque él era un pintor solitario.

Mientras daba forma a una gafas de sol que ocultaban aquellos ojos tan vivos y extraños, se prometió no volver a hablar con Maira, no recordar su sonrisa, jamás pintar su retrato a cuerpo entero.

13 julio 2011

Vidas en sueño - 82 (El féretro de oro)




Pepe VIII de Quintaescenia del Berberecho, más bien conocido como Pepe “El alicatador de baños”, reunió a su corte en el Parque de los Diamantes en Bruto, en una fría tarde de octubre de un año que a nadie parecía importarle. Los reunió en una zona de bancos y papeleras oxidadas, donde más de una virginidad se había perdido entre setos y botellas vacías. No faltaron trovadores de flauta dulce, cervezas de a litro, drogodependientes con la condicional, quinceañeros con el rostro lleno de acné y una navaja dentro de sus cazadoras, manjares de todos los rincones (cortezas de las tiendas coreanas, hamburguesas, tortillas de patata a medio descongelar, palomitas rancias y un par de botes de pepinillos demasiado agrios) cartones de vino mezclado con coca-cola y jubilados que se sacudían la caspa de sus hombreras de pana.

En aquel marco incomparable, en aquella afrodisíaca estampa, Pepe cogió la mano de su reina y se dirigió a la plebe con un discurso vehemente, pero a su vez cargado de efluvios de nostalgia. Un discurso plagado de “sois la puta hostia”, “en mi puta vida pensé que podría ser el rey mejor tratado de todos”, “putas todas”, “me cago hasta en la puta que me rompo el pecho por Quintaesencia, joder”. Los cortesanos, con trozos de patata frita entre sus labios, celebraban con vítores cada frase de su discurso; no obstante, se quedaron petrificados cuando “El alicatador” dijo sin pausas:

—He pillado el sida y la voy a palmar. La Lucre —señaló a su casta y pura mujer—, ni puta idea. El caso, que la voy a palmar a más no tardar y he pensado en ello. He decidido que cuando yo muera se me entierre en un féretro de oro.

Se escucharon gritos apagados, y algún que otro drogadicto dejó de prestar atención a la jeringuilla a medio meter en la vena.

—De oro macizo —continuó—. Oro amarillo, como el meado, como la bilis de mi señora cuando se pasa con la ginebra. Quiero que se me recuerde por mi humildad. Porque en estos tiempos oscuros que vivimos, con la chusma de Lujaldre dando por culo en nuestras discotecas latinas y la unidad de metamóvil, lo mejor es pensar en vosotros. En mi pueblo. Lo mejor: ahorrar gastos chorras, hostia puta.
—¡Pero nosotros queremos arrojar a Su Majestad de cualquier modo tras los matorrales, como siempre hemos hecho con su Sagrada y mil veces querida Familia! ¡Arrojarlo y que a la mañana siguiente recojan su cadáver los basureros!—gritó alguien, al principio oculto entre la parroquia.

El resto de cortesanos apoyó lo dicho por aquel esnifador de pegamento; incluso los jubilados agitaron sus bastones al aire en señal de afirmación. Pepe VIII de Quintaesencia del Berberecho, con los ojos cada vez más enrojecidos, apretó la mano de su esposa, de la reina, de la maruja más quisquillosa en peluquería jamás vista, y la besó en la frente. Los gritos iban en aumento y Pepe “El alicatador” rompió a llorar. Lágrimas. Gritos de “¡Arriba nuestro rey cojonudo!”. Hasta las acacias lloraban, hojas de otoño, en aquel rincón del Parque de los Diamantes en Bruto. Pepe mandó callar a su séquito y, solo cuando las ramas de las acacias rompían el silencio con el empuje del viento, volvió a hablar:

—Pueblo, no hay palabras para definir toda esta mierda que siento dentro.

Aplausos.

—Joder, la Lucre y yo no esperábamos...

Más aplausos y algún que otro silbido.

—Si es voluntad del pueblo que se me eche a los matorrales, como es tradición —hizo una pausa para tomar aire y colocarse los pantalones—, que así sea.

Ovación de gala bajo las acacias del parque de los Diamantes en Bruto, con Pepe “El alicatador” sin fuerzas para contener las lágrimas y la Lucre animando a su esposo con aquellos ojos bizcos de lagarta en celo. Fue cayendo la noche, pero ni los jubilados hicieron amago de largarse. Las flautas dulces y el romper continuo del vidrio de las litronas no acallaron los gritos de júbilo de un pueblo encantado con su rey.

12 julio 2011

Perlas (XXVII)




"Cuando el hombre no se encuentra a sí mismo, no encuentra nada."

(Johann Wolfgang Goethe)

11 julio 2011

Parpadeos - 67 (Recaudación)




La sociedad de Tortilleros de Madrid se puso manos a la obra una vez se hubo aprobado la ley 58 ANEXO III, en la que cualquier elaboración de tortilla, con o sin ingredientes extras (tales como patata, chorizo, jamón cocido en dados, tomate, pimiento, espárragos trigueros, gambas y setas), debía tener un permiso por la difusión y copia de los originales. Permiso que costaba unos treinta euros conseguirlo. Las multas por incumplir dicha ley superaban los seis mil euros por tortilla, aunque esta fuera un revuelto.

Obviamente, nadie pagó dicha cuota y, amparados en el supuesto que los piratas gastronómicos no copiaban originales con ánimo de lucro si no como medida de supervivencia para no acabar ingresados en el hospital por desnutrición, siguieron cocinando sus tortillas como si nada. La asociación de Tortilleros de Madrid estableció un canon sobre los huevos de poco más de veinte euros.

Hoy en día, las tortillas solo se ven en las películas y en los escaparates de El Corte Inglés con precios imposibles. Nadie paga el permiso para elaborar tortillas; a su vez, los que consiguen huevos de contrabando en el pueblo, no se atreven a batir huevos por miedo a que algún policía los escuche desde la calle y le confisquen la cocina y todo el contenido de la despensa. Los únicos huevos que se comen son los Kinder Sorpresa.

La Asociación de Tortilleros de Madrid se siente orgullosa porque al fin la tortilla es reconocida por el trabajo de quién la cocinó.

Parpadeos - 66 (Rebanadas de pan)




Nadie me cree. Ni mi familia, ni los amigos ni el psiquiatra que me medica. Todos piensan que es producto de mi imaginación o de algún trauma de la infancia que, a mis cuarenta años, ha florecido en forma de pesadillas. Sin embargo, todas las noches sin falta, un individuo corta pan sobre mi cama. Es alto, cara chupada y manco; me sonríe con una boca podrida mientras con el muñón sujeta la hogaza de pan. Apareció una noche, hace cuatro meses o cinco meses, si mal no recuerdo. Desde entonces, sin falta, acude hasta mi cama a cortar pan. Cuando termina, me sonríe con el cuchillo en alto y luego limpia la hoja de migas con el edredón. Migas que, a la mañana siguiente, han desaparecido. Obviamente, el no hallar rastro alguno de migas resta credibilidad a mi testimonio.

Aunque no me importa que nadie me crea. El sonido hondo que provoca la sierra del cuchillo al cortar el pan me relaja, me ayuda a dormir y a no recordar un par de funerales que me engancharon a las pastillas. El sonido de la sierra, el muñón, la sonrisa porfiada de aquel individuo. Creo que va siendo hora de ofrecerle mi brazo derecho, porque solo así lograré olvidar la sangre de mis hijos deslizándose por la mano de mi mujer, por el cuchillo que empuñó una noche de madrugada.

03 julio 2011

Vidas en sueño - 81 (El que se queda sufre)




Al principio no le di mayor importancia. Desde la ventana de mi piso, un octavo en el 50 de Alberto Alcocer, les vi cruzar la calle en dirección a la boca de metro con las manos apoyadas en el alfeizar de mi ventana. Eran las doce y cuarto pasadas de la noche. Iban agarrados de la mano, los dos, mis amigos. Ella llevaba un vestido que siempre me gustó mucho: de tirantes, holgado y estampado en flores. Con ese vestido, demás de su pelo suelto y las sandalias blancas parecía una ninfa recién huída del Olimpo. El otro llevaba unos vaqueros y el pelo hecho un desastre: como siempre. El calor en mi habitación era insoportable a pesar de tener las ventanas abiertas de par en par. Dijeron que se iban a una fiesta que habían montado los borrachos del Inef por la calle Princesa, en la casa de la novia de uno de ellos, que por lo visto era pija y sus padres se pasaban la mayoría del año de cruceros. Me lo dijeron mientras me calentaba unas salchichas en el microondas y sacaba la carpeta con los apuntes.

Rosa, Gastón y yo éramos por aquel entonces compañeros de piso y amigos desde el instituto, allá en Granada. Nunca fui una persona sociable, pero desde el primer día de clase congeniamos. En realidad, Rosa y yo fuimos los que congeniamos primero; con el paso del tiempo, se nos agregó Gastón al grupo y Rosa parecía disfrutar mucho de su compañía, al igual, supongo, que de la mía. Pero esa es otra historia que tampoco me apetece demasiado recordar.

Si estábamos en Madrid era gracias a una beca que nos había concedido la Complutense de Madrid de Económicas: para jóvenes valores de la Economía nacional. La ganamos gracias a un trabajo acerca de los movimientos bursátiles en la década de los noventa. El título lo eligió Rosa y yo había fingido que me encantaba: “El arranque de la peseta con la nueva democracia”. Un trabajo de más de quinientas páginas, unas cuatrocientas horas invertidas en él y cerca de nueve mil euros de premio. Un trabajo que nos dio la oportunidad de venir a Madrid para estudiar la carrera y un máster de agente de bolsa. Un trabajo que, para ser sinceros, lo hice yo casi entero. Porque Rosa y Gastón estaban más pendientes de cerrar todos los bares de Granada, noche tras noche, que de ayudar en el trabajo. Y si dejé que firmasen en el trabajo, para qué engañarnos, fue por Rosa. No olvidaré su sonrisa y sus palabras cargadas de “cariño mío” y “corazón” que me dedicó cuando les dije que ya había terminado el proyecto. Tampoco olvidaré la palmada en la espalda que me dio Gastón, la cual estuvo a punto de tirarme al suelo.

Como otra noche más, me disponía a empollarme un par de temas: me había duchado con agua fría, estaba en pantalón corto y chanclas y había organizado las fotocopias, llenas de gráficos imposibles, que me disponía a estudiar. Porque yo sí era responsable; ellos, todo lo contrario. Según Gastón, “ya habrá tiempo de estudiar, carajo, que somos jóvenes y tenemos dinero”. No le quise dar mayor importancia al hecho de que ellos salieran de juerga porque era su costumbre de casi todas las noches. No se la quise dar hasta que los vi pararse y besarse. Me froté los ojos, por si tanto estudiar empezaba a quitarme la vista. Pero no. Cuando recobré la nitidez de las imágenes, y constaté que aquella del vestido estampado de flores era Rosa y el despeinado que la agarraba por la cintura era Gastón. Mentiría si no confesara que se me secó la garganta y las manos comenzaron a sudar, apoyadas sobre el alfeizar de mi ventana. Se separaron y Rosa dirigió la mirada hacia nuestro piso, pero Gastón no la dio tregua y volvió a atraerla hacia sí. Fui incapaz de moverme.

Pasé el resto de la noche tumbado en el sofá, bebiendo una lata de cerveza tras otra, hasta confundir la máquina de abdominales de Chuck Norris con las cartas del tarot de una vidente con pelo de estropajo y voz de gato en celo. Bebí hasta quedarme dormido. No obstante, en mis sueños, continué bebiendo mientras Rosa y Gastón se besaban por el televisor: “Bésame, Gastón. Desgárrame el vestido, Gastón. Fóllame, Gastón”, gemía Rosa, con el carmín corrido. También soñé que Rosa me negaba un simple beso en la mejilla y Gastón se reía por ello. Soñé con las calles de Granada y el ruido que sus sandalias blanca hacían al andar sobre el empedrado.

Aquella noche de mayo, calurosa, se me había ido de las manos. Estuvieron a punto de pillarme, pero una noche más logré que no sospecharan nada. Recogí las latas en una bolsa, las escondí en mi armario y me metí en la cama lo más rápido que puse. Una hora más tarde, Rosa y Gastón entraban en el piso, intercambiando besos con risas apagadas; se mandaban callar y entre susurros escuché un par de veces mi nombre. Pero a mí me daba lo mismo, porque me había refugiado en la cama.

No le di mayor importancia a todo aquello, como tampoco se lo había dado a las noches anteriores ni se lo daría a las que faltaban.

01 julio 2011

Quién se olvidó que aquí se escribía...

Bueno, bueno, bueno. aunque también podría empezar con un "¡hostias!" en toda regla.

Al meollo. Pensé que nunca llegaría este día, en el que abro Blogger y escribo sin más motivo que el de improvisar, cometer faltas de ortografía con total relajación y publicar posts. El día en que la carga de trabajo mengua, el máster (con el consiguiente proyecto literario en ciernes) termina y tengo diez minutos libres qué dedicar a esto.

Sé que ha sido un mes son publicaciones en este blog. Si fuera el de Pérez-Reverte más de uno me habría llenado el buzón del correo electrónico de lamentaciones, amenazas y melancolías por no actualizar. Pero como aquí no tenemos la manía de publicar todos los días, amén que lo que se publica tampoco trasciende demasiado en los corazones, no hay problema. Quizá alguno/a, sí; alguno/a, dándole a la teclita del F5 como un epiléptico en pleno ataque, suspirando por ver una entrada nueva. Dejémoslo ahí.

Llegó julio y quedaron atrás los compromisos literarios y laborales de junio. Esto significa más tiempo libre y (ahora sí es una amenza por mi parte) más entradas nuevas. Quizá la noticia dé la vuelta al mundo y dejemos en segundo plano la crisis, los griegos con el yogur amargo, el asado de neuronas en la isla de los Supermamones, las convulsiones en el Palacio de los Congresos, que la rojita imita a la rojaza,... Quizá lo sepan hasta en Marte, o en Mercurio. Y si no, pues seguiremos los de siempre, con las mismas ganas de merodear por aquí de siempre.

Lo dicho, perdonad este tiempo sin escribir y nos leeremos más a menudo.

Un abrazo,
El administrador/editor/corrector/redactor/jefe de prensa/jefe de su casa (cuando la novia le deja serlo jeje)/amigoymejorpersona/ESCRITOR, Zorro

13 junio 2011

Perlas (XXVI)




"El sueño devora la existencia: es lo que tiene de bueno."

(René de Chateaubriand)

30 mayo 2011

Perlas (XXV)




"Si alguna vez, ve saltar por la ventana a un banquero suizo, salte detrás. Seguro que hay algo que ganar."

(Voltaire)