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17 agosto 2010

Vidas en sueño - 72 (Trocear de medianoche)





Desde la trastienda llegaba el golpe sordo del jifero y se extendía por toda la carnicería: trocear de carne sobre un tronco de nogal que hacía las veces de mesa de carnicero. Eran pasadas las doce de la noche, y Claudia seguía partiendo en trozos una de las piernas de su marido. Sus ojos negros se concentraban en el siguiente tramo de carne que iba a cercenar. No sudaba; nunca lo había hecho. Estaba acostumbrada a tratar con carne muerta. Muchos años. El establecimiento y su oficio le llegó por herencia de su padre, famoso matarife de la región. Llevaba desde su infancia encerrada entre aquellas paredes de mármol blanco, que olían siempre a lejía y a vapor de sangre. En el pueblo la gente apreciaba cómo fileteaba el lomo de cerdo, cómo deshuesaba los cuartos traseros de la ternera, cómo limpiaba de vísceras el pollo de corral.

Ahora se dedicaba a despedazar, picar, limpiar y cuartear a su marido. Sobre una de las bandejas, las vísceras cubiertas de sangre; a sus pies, los dos brazos y la otra pierna aún sin trocear; sobre la mesa de su izquierda, los intestinos perfectamente enrollados; colgado de un gancho, el costillar; en la vitrina de enfrente, la cabeza de su esposo: los ojos completamente abiertos, la mandíbula desencajada por un intento de último alarido, las mejillas violáceas y las aletas de la nariz dilatadas. Un rostro de granito, sesgado del tronco con un tajo recto y limpio. La cabeza presidía la trastienda desde una posición elevada en la vitrina: Claudia quería que aquella cara observara cómo su mujer le descuartizaba.

Llevaba horas empleada con el cadáver de su marido, pensando qué hacer luego con las vísceras y los pedazos de carne y hueso: picarlos o acecinarlos. Frotó la hoja del cuchillo con la chaira y comenzó a recordar todos los momentos vividos junto a su esposo: el día que se conocieron, el primer beso, el anillo de compromiso, los muebles de su casa, las lágrimas de su suegra al saber que se casarían, la boda, el viaje a Lanzarote, las primeras discusiones por la tele, los paseos por la alameda al atardecer, las noches de verano empeñados en buscar un hijo bajo las sábanas, los eructos tras la comida, las ausencias reiteradas, las borracheras que traía del bar, aquel olor a lavanda adherido a la solapa de su cazadora, el arañazo que atravesaba su nuca, el insistir siempre en ir a comprar a la droguería, la lavanda, los mensajes a su móvil de madrugada, la lavanda, la mosquita muerta de la droguería, sus ausencias, el maldito móvil, su desgana cuando ella lo buscaba en la cama, la droguería, el aliento a vino de garrafa, el pestazo a lavanda, los labios demasiado colorados, las ausencias, el puto móvil, la petición de divorcio y que se va a vivir con la zorra de la droguería; los proyectos de una familia con hijos a la mierda, y el cuchillo de desollar hundido en su nuez. El roce de la chaira sobre el cuchillo avisó de que la hoja estaba de nuevo afilada.

Así que levantó de nuevo la hoja, observó la cara de su marido, y hundió el metal a la altura del tobillo. Sonidos huecos entre la medianoche, a través de la trastienda de una carnicería.

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