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14 julio 2010

Parpadeos -31 (Melancolía)




Ya lo dijo Marcel Proust: "No hay melancolía sin memoria ni memoria sin melancolía". Lo dijo sin mirarse al espejo. En su oscura habitación, aislado del bullicio de París entre paredes de corcho y café, Proust saldaba cuentas con su madre, muerta, sobre una pila de folios que olían a nuez moscada. París se movía con frenetismo y Proust había estampado su reloj contra el suelo. Espejos y café: para acercarse al olor a jazmín, a flor de lis, a tormenta de verano, a caracola aventurera. Proust se encerró en una habitación de París evocando recuerdos, melancolías. Hizo puré con un pasado, y le añadió gotas de fragilidad. Tú, añades vasos de agua sin sal junto al ordenador. No tienes encorchadas las paredes: a lo mejor una tarde abres la ventana y hueles a mar.

Espejo sin limpiar por cariño a las huellas que quedaron marcadas sobre el cristal. Una simple estrofa de una canción; quizá, un dibujo, una foto, una intención; un pensamiento que se vuelca sobre los ojos, y de ahí flota en algún punto indefinido del salón. Y todo se revuelve como las algas entre tus pies. Saldas deudas con el pasado. ¿No las saldas? Sea como fuere, la arena sale de tus oídos y tapona la rutina. Desagüe de noches sin brisas contra la sábana, mojada y arrugada. Noches de luna afilada, orillas contorneadas por las azoteas de Madrid. Mientras tanto, Marbella, encerrada en la habitación de Proust; mojada en el mismo café donde se mojan las magdalenas. El pasado disfrazado de garfio. Una canción que sabe a sardina a la brasa; que te hace sentir el fuego de la arena sobre las plantas de tus pies. Te ocultas de un París que no reconoces tuyo. Transición. El espejo sigue sin limpiarse. ¿Para qué coño hay que limpiarlo? ¿Para qué? Sucio quede, almacenando huellas de dedos y rostros sudorosos, o quizá divertidos.

Una playa, una avioneta rallando el azul cobalto de Marbella, un cubo rebosante de pequeños cangrejos; sumergirte en el salitre, temeroso de una boya verde que gobierna mar adentro. Respirar pescado, comer conchas vacías. Sumergirte en el agua. Hundirte hasta tocar el barro, y descubrir que en la superficie hay una atmósfera de chapoteos. Pieles morenas que repasan las hojas de un ordenador, del mismo modo que la madre de Proust anduvo por sus manuscritos, en aquella oscura, encorchada y fría habitación en el número 102 del Boulevard Haussmann. Pompas de erizo brillante, que resuenan como los motores de un pesquero rumbo al ocaso de otra tarde de verano, de primavera, o de otoño; y si me apuras, de invierno. Dátiles que se precipitan al suelo, y que dejan una estela de gambas a la plancha, de batir de ola, de helado a medio derretir. Espejo, parte esto en dos.

Proust escribió con más talento que tú. Se encerró y saco siete volúmenes de "En busca del tiempo perdido". Buen título, apropiado. Evocó, escribió y se reclinó sobre su silla, rodeado de magdalenas, café, corcho y un París que él prefería verlo implosionar. Tú, terminarás esto y seguirás dando ese paseo, que te prometes a ti mismo antes de dormir, por la orilla del mar, entre la luna y Madrid, más allá de la noche, donde reside el pasado, y las sardinas y el orujo recién extraído de la aceituna.

Tienes memoria, ¡claro que sí! Tienes memoria y una playa donde sacudir el sudor y cambiarlo por salitre. Y la añoras; a ella y a todo lo que la acompañaba.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Queda de maravilla con el fondo de la madriguera..

RCP