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21 diciembre 2010

Choped Madrid (4)




Salí a la calle y me mezclé entre la amalgama de perros, coches, vendedoras de castañas, filibusteros, vendedores compulsivos, concubinas, herejes repartiendo folletines de otros herejes, compradores de almas y cerillas, agentes de movilidad, colillas aplastadas en el asfalto, silbatos, bocinas, olores a tubo de escape y orina. Madrid crepitaba en mi tímpano. El conferenciante agitó un pañuelo desde la ventana en modo de saludo; yo le devolví el afecto con un corte de mangas, muy técnico y enérgico. “Joe, acuérdate que el sentido es una puta que se viste de marquesa cuando coge el tranvía”, me gritó desde la séptima planta de aquel edificio. El pájaro seguía sin aparecer en las cuatro horas y media que esperé. El rodamiento de goma era constante; las pisadas, punzadas por todo el cuerpo. Desde Callao empezó a levantarse una nube de polvo, óxido nitroso y ántrax. El coro de bocinas aumentó de volumen; el jodido coro de bocinas anticipando a las nubes el extraño crepitar que a fin de cuentas algún día debiese llegar. Y fue el pájaro, montado en otro pájaro, el que apareció entre aceros, humos, calles.

―¿No te dije que vinieras en coche? ―pregunté al pájaro, cabreado.
―Sí.
―¿Y?
―¿Qué?
―¿Que por qué?
―Porque querías que llegase antes, supongo. ―Se encogió de alas.
―No.
―Pues tú dirás.
―Me refiero a por qué no me hiciste caso cuando te dije que cogieras el coche.

El pájaro abrió el pico y se posó en mi hombro, aleteando las plumas del pecho como si fuera un sonajero. Estiró las alas, y de la izquierda surgió mi/nuestro/no vuestro/jamás vendido Opel Rastrillo GTYeRG Lanzarote TurboHiperMegaTangoSuperExtraPlusSuperiorMaestro 5600 CV con triple cilindro de combustión y cafetera retráctil en el asiento del acompañante. Primero, los faros; luego, lo demás. Como un mondongo de mierda en una tarde de estreñimiento; como un parto de sudor y dilataciones eternas. Tuve que apartarme pues el coche estuvo apunto de caer sobre mi pie. El pájaro trinó y algunos transeúntes, testigos de todo aquel prodigio, empezaron a pegarse entre sí para ver quién era el primero en echarme calderilla al suelo. Se mataron entre todos y no cayó ni un triste céntimo. Así que decidí echar al suelo un fajo de billetes de cincuenta euros. Luego me hice el sorprendido y los recogí con el rostro estirado, sonriendo como una estrella de televisión, una famosa, drogadicta y viciosilla.

―Traje el coche, Joe –acotó el pájaro―, pero no me salía de las pelotas conducirlo: ya sabes que los deportivos no son mi estilo.
―Haber forzado la cerradura de una furgoneta.
―No sé dónde he metido el juego de ganzúas, animal.
―Has tardado mucho.
―Tenía que acicalarme, Joe.
―¿Para qué?
―Para que no me devoren los notarios y las pulgas. ―Miró hacia arriba―. ¿Quién coño es el subnormal que nos saluda desde aquella ventana del edificio?
―El conferenciante: un tipo que quiere que investigue quién mató a una tipa que compartía charla y té conmigo y el resto de asistentes.
―Curioso.
―Lo sé. Es por ello que participarás conmigo de la investigación.
―¿Puedo ponerme sombrero y gabardina? ―Se le notaba ilusionado al pobre pajarito.
―Si te deja la cresta, no veo el porqué no.

Estaba respondón el pájaro. Respondón y hasta un punto insoportable. No obstante, su piar lingüístico animaba el día. Un día de humos, de conferenciantes sobre el balcón, de muertos y casos a resolver para demostrar algo que aún no se sabía hasta qué límite habría de llegar; lo mismo que servir vino y pasarte de la cantidad adecuada que fija el protocolo que fija el Rey que fija la historia que fija el cosmos o alguien por detrás, quizá refugiado en Solaris.

―¿Tú la mataste? ―pregunté al pájaro, guiado por una intuición.
―¿A quién?
―A la mujer sobre la que vamos a investigar.
―No. ¿Y tú, Joe?
―Tampoco.

Nos callamos, satisfechos, porque habíamos achicado el cerco. Ya solo quedaban más de seis mil millones de personas en el planeta para interrogar, y de quienes sospechar; eso sin contar a las ardillas y los moribundos, claro. El pájaro asintió; yo negué; el pájaro asintió; yo negué y con dos dedos sujeté la cabecita para que no volviera a asentir.

―Joe, ¿por qué no interrogamos a algún relojero?
―Por fin tienes una buena idea, pequeño bastardo.

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