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16 octubre 2011

Vidas en sueño - 88 (Las conquistas del Príncipe)





En mitad del banquete, con las bailarinas y los asados rondando de una mesa a otra, el Príncipe F ordenó a todo el mundo que se fuesen y que le dejasen solo en la sala. Lo dijo a gritos, con los labios temblorosos y la daga desenvainada. Una vez se quedó solo, se sentó en su sillón de honor y se echó a llorar.

Al Príncipe F se le conocía como "F el Conquistador". Conquistó el corazón de su pueblo y más de una alcoba; pasó por encima de sus hermanos en la sucesión al trono; y, cómo no, amplió los territorios del reino en más de viente guerras con los principados y ducados vecinos. Los amplió, pero él sabía perfectamente que no tuvo nada que ver. Y el Príncipe F no soportaba la idea de ser un héroe in haber hecho nada. Era, por así decirlo, un hombre de honor.

Todas y cada una de las batallas que ganó se debieron a factores ajenos a sus tácticas de guerra y a sus dotes de mariscal. La primera, en las tierras del valle de Orluz, salió victorioso por una enfermedad que diezmó al enemigo y que les obligó a rendirse, entre toses y rostros sudorosos; la segunda, gracias a un rayo que quemó parte del castillo asediado; la tercera, en el paso de un río, por una crecida del cauce, que se llevó por delante a toda la caballería pesada unos cuantos metros antes de que arremetiesen contra sus lanceros.

Así todas. Cada cual más ridícula. No obstante, por encima de las otras, el Príncipe F recordaba su última conquista con profunda amargura. Libraban una disputa en el Condado de Rut que duraba algo más de un mes y el Príncipe F creía que por fin lograría una victoria merecida, que esta vez los laureles que le pusieran en la cabeza sí tendrían verdadero aroma. Al mando de los enemigos, el General T, que desertó del reinado de su padre años atrás y al que el Príncipe F le quería muerto por haberse burlado de él allá donde fuera. El General T era un hombre duro, muy veterano y con un planteamiento muy serio de la contienda: parecía adivinar todos los movimientos de las tropas del Príncipe F. Siempre se anticipaba a sus ofensivas y los contraataques causaban muchas bajas en el ejército real. Un día nublado, el día que se presumía definitivo y en el que ambos ejércitos se habían plantado en la gran llanura con todos sus arsenales, el General T, en un acto de gallardía, se adelantó a las filas junto al abanderado y dos soldados. Quería conversar con el Príncipe F, y este hizo lo propio. El Príncipe F deseaba cruzar acero con el General T. No pudo ser. A menos de treinta pies de distancia, un enorme haz de luz cegó al Príncipe y el estruendo que lo acompañaba le dejó aturdido unos segundos. Cuando recobró la vista, del General T quedaban las piernas, unidas en una broma del cielo al caballo, fulminado en el suelo. El Príncipe F se quedó paralizado; las tropas del General T, también. Se hizo un gran silencio, hasta que uno de los soldados del General T dijo que aquello era una señal divina y que no se debía combatir. A cambio, entregaban sus armas y se rendían. El Príncipe F se llevó como trofeo las piernas del General T, pero no llegó a entrar con ellas bajo las puertas del Reino, porque se sentía como un buscador de setas que ha dado con un par de buenas trufas.

El Príncipe F se enjugó las lágrimas. Todos aquellos recuerdos, todas aquellas peleas ficticias cantadas por trovadores que se habían inventado los finales, todas aquellas falsas conquistas tendrían al fin un punto de inflexión. ¡El conquistaría un territorio con sus propias manos! Se levantó y, con la daga en la mano, se dirigió, por los pasadizos secretos de la familia, hacia los aposentos del rey.

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