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13 julio 2011

Vidas en sueño - 82 (El féretro de oro)




Pepe VIII de Quintaescenia del Berberecho, más bien conocido como Pepe “El alicatador de baños”, reunió a su corte en el Parque de los Diamantes en Bruto, en una fría tarde de octubre de un año que a nadie parecía importarle. Los reunió en una zona de bancos y papeleras oxidadas, donde más de una virginidad se había perdido entre setos y botellas vacías. No faltaron trovadores de flauta dulce, cervezas de a litro, drogodependientes con la condicional, quinceañeros con el rostro lleno de acné y una navaja dentro de sus cazadoras, manjares de todos los rincones (cortezas de las tiendas coreanas, hamburguesas, tortillas de patata a medio descongelar, palomitas rancias y un par de botes de pepinillos demasiado agrios) cartones de vino mezclado con coca-cola y jubilados que se sacudían la caspa de sus hombreras de pana.

En aquel marco incomparable, en aquella afrodisíaca estampa, Pepe cogió la mano de su reina y se dirigió a la plebe con un discurso vehemente, pero a su vez cargado de efluvios de nostalgia. Un discurso plagado de “sois la puta hostia”, “en mi puta vida pensé que podría ser el rey mejor tratado de todos”, “putas todas”, “me cago hasta en la puta que me rompo el pecho por Quintaesencia, joder”. Los cortesanos, con trozos de patata frita entre sus labios, celebraban con vítores cada frase de su discurso; no obstante, se quedaron petrificados cuando “El alicatador” dijo sin pausas:

—He pillado el sida y la voy a palmar. La Lucre —señaló a su casta y pura mujer—, ni puta idea. El caso, que la voy a palmar a más no tardar y he pensado en ello. He decidido que cuando yo muera se me entierre en un féretro de oro.

Se escucharon gritos apagados, y algún que otro drogadicto dejó de prestar atención a la jeringuilla a medio meter en la vena.

—De oro macizo —continuó—. Oro amarillo, como el meado, como la bilis de mi señora cuando se pasa con la ginebra. Quiero que se me recuerde por mi humildad. Porque en estos tiempos oscuros que vivimos, con la chusma de Lujaldre dando por culo en nuestras discotecas latinas y la unidad de metamóvil, lo mejor es pensar en vosotros. En mi pueblo. Lo mejor: ahorrar gastos chorras, hostia puta.
—¡Pero nosotros queremos arrojar a Su Majestad de cualquier modo tras los matorrales, como siempre hemos hecho con su Sagrada y mil veces querida Familia! ¡Arrojarlo y que a la mañana siguiente recojan su cadáver los basureros!—gritó alguien, al principio oculto entre la parroquia.

El resto de cortesanos apoyó lo dicho por aquel esnifador de pegamento; incluso los jubilados agitaron sus bastones al aire en señal de afirmación. Pepe VIII de Quintaesencia del Berberecho, con los ojos cada vez más enrojecidos, apretó la mano de su esposa, de la reina, de la maruja más quisquillosa en peluquería jamás vista, y la besó en la frente. Los gritos iban en aumento y Pepe “El alicatador” rompió a llorar. Lágrimas. Gritos de “¡Arriba nuestro rey cojonudo!”. Hasta las acacias lloraban, hojas de otoño, en aquel rincón del Parque de los Diamantes en Bruto. Pepe mandó callar a su séquito y, solo cuando las ramas de las acacias rompían el silencio con el empuje del viento, volvió a hablar:

—Pueblo, no hay palabras para definir toda esta mierda que siento dentro.

Aplausos.

—Joder, la Lucre y yo no esperábamos...

Más aplausos y algún que otro silbido.

—Si es voluntad del pueblo que se me eche a los matorrales, como es tradición —hizo una pausa para tomar aire y colocarse los pantalones—, que así sea.

Ovación de gala bajo las acacias del parque de los Diamantes en Bruto, con Pepe “El alicatador” sin fuerzas para contener las lágrimas y la Lucre animando a su esposo con aquellos ojos bizcos de lagarta en celo. Fue cayendo la noche, pero ni los jubilados hicieron amago de largarse. Las flautas dulces y el romper continuo del vidrio de las litronas no acallaron los gritos de júbilo de un pueblo encantado con su rey.

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