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02 agosto 2011

Vidas en sueño - 83 (El eterno incandescente)




El eterno incandescente: así lo terminamos llamando Sara y yo con el paso del tiempo, un día de agosto de hace setenta y pico años. Sara. Nos conocimos gracias a nuestros padres, que siempre veraneaban en aquella pequeña cala. Su pelo rizado, sus brazos delgados y las pecas en sus mejillas. Mis recuerdos más lejanos comienzan con el faro, con Sara, con aquellos meses de vacaciones.

Cómo iluminaba el mar desde lo alto del acantilado. Aquel faro nunca se apagaba, ni de día ni, por supuesto, de noche. Hecho de piedra, cilíndrico y con su cabeza de vidrios; imponente sobre el acantilado. Un faro que iluminaba la bahía, testigo de tantas tardes en las que Sara y yo paseábamos nuestros sueños infantiles: carreras por la orilla del mar, besos a escondidas del haz de luz del faro, cuentos de miedo, su melena mojada con espuma de mar, nuevas promesas de cara al año siguiente de vernos, rostros cubiertos de granos de arena, salitre y humedad.

Buenos tiempos aquellos, donde entendíamos el mundo porque el faro era capaz de explicarlo con su chorro de luz proyectado sobre el mar. La niñez dejó paso al acné y a los descubrimientos que solo el faro, Sara y yo sabemos. Ella cambió las pecas por un rostro de mujer, los brazos delgados por un cuerpo esbelto y espigado. Yo seguía siendo el mismo niño regordete con sonrisa de bobalicón. Éramos seres de bruma que se acariciaban, que dejaban escapar un mismo hilo de sudor sobre la piel erizada. Veranos intensos, cargados de besos y caricias que el faro acompañaba con su brillo; y sobre el horizonte de la noche contemplábamos las sombras que el faro nos robaba para dárselo al mar en calma. El resto del año, atrapado en la gran ciudad, se convertía en una agonía: contaba los meses que me separaban de Sara, del faro, de las vacaciones de agosto. La agonía del amor, del ansia por besar su cuerpo.

Años después, nos casamos en la explanada que había tras el faro. Una boda sencilla frente al mar, con todos los invitados pendientes del chorro de luz que el faro dejaba sobre el mar. Una boda sin mucho dinero, pero con las promesas que de niños nos hacíamos convertidas en cimientos de hormigón armado. Niños. Hijos. Nunca concebimos uno. Todas las noches renovábamos nuestro amor bajo el foco de luz del Eterno Incandescente, cubriéndonos de buenos deseos. Se convirtió en un ritual: primero, acariciábamos la piedra cálida del faro; luego, compartíamos ese calor sobre nuestros cuerpos hasta caer rendidos. Sin embargo, jamás dio resultado y nos tuvimos que resignar.

Sin niños a los que enseñar aquel faro, envejecimos sin separarnos de nuestro amigo: no había una sola tarde que no paseáramos hasta la explanada, acariciásemos las paredes del faro y nos asomásemos al mar, siguiendo el juego oculto que las olas se traían con la luz. Sara tenía el rostro marcado con arrugas, pero la melena rizada seguía siendo igual de preciosa a pesar de las canas. Yo había adelgazado año tras año, pero conservaba la misma sonrisa jovial. Sobre todo cuando apretaba la mano de Sara y contemplaba su melena cana jugando con la brisa de mar. Aquel faro se convirtió en nuestro consuelo: no nos sentíamos solos. Sara, el faro y yo. Como siempre.

Ahora ya no es como siempre. Sara murió en febrero y, hace dos años, el Eterno Incandescente se averió y nadie del ayuntamiento se molestó en repararlo. Ya no es como siempre. Huelo el mar, pero ya no lo siento vivo. El Eterno Incandescente se lo llevó todo. Todo, menos a mí, que vengo todas las tardes en busca de un pasado, de la voz de Sara, de sus besos, de la luz proyectada sobre el mar en calma de una noche de agosto. Menos a mí y a mi sonrisa, que ya no es la misma de hace setenta y pico años.

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