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11 agosto 2011

Vidas en sueño - 85 (Sin sol ni luna no hay tu tía)




Al principio de los tiempos, cuando los mismos tiempos habían salido de algún útero y no sabían hacer otra cosa que balbucear, no había nada. Tan solo una asociación de elitistas, adictos al formol, al whisky sin dosificador y a los solos de saxo de Miles. Una chusma que no merece más líneas descriptivas. Bueno, tan solo que se hacían llamar “Los muchachos del Café Gijón” y que seguían todas las promociones que regalaban en El País. “Los muchachos del Café Gijón” y la nada en la que estaban inmersos era de lo más aburrido.

Uno de aquellos individuos escribió un ensayo de más de quinientas páginas, cuyo resumen era que de la nada no se saca si no malas acciones y pensamientos. Todos sus compañeros leyeron aquel ensayo y decidieron ponerse manos a la obra con aquella condenada nada (prosiga la lectura como si no hubiera visto la absurda rima interna): es por ello que se crearon a las prostitutas. El problema es que flotaban en el cosmos y no duraban demasiado por el vacío. Y, para qué engañarnos, quién quiere putas si no tiene nada. Si no es nada. Eso pensaban los creadores de aquellas patosas meretrices. Uno de ellos se pasó con la bebida una noche y tuvo una idea etílica: “hagamos un trozo de tierra y agua, con gente igual que nosotros (pero sin el mismo cerebro prodigioso, claro); repleto de arbolitos, animalitos y excavadoras”. El resto prefirió aquello a seguir con la antología poética del grupo.

Muchos meses se pasaron en sus casas, encerrados a cal y canto en sus habitaciones de Lavapiés y con el único consuelo de un par de revistas de viajes y tres botellas de whisky por cabeza. Escribieron los cimientos de un mundo ficticio, intentando no dejarse cabos sueltos. Y no les quedó del todo mal. Por criticar algo, diremos algunas de sus erratas más comunes: no dar un sexo fijo a cada caracol, fundar Telecinco, obligar a todos los turistas a comprar impulsivamente imanes para los frigoríficos, no fabricarnos alas, grapar el ABC, montar discotecas en Ibiza y permitir que los calamares gigantes se escondiesen de nosotros en los abismos del océano. Pero el resto no les quedó del todo mal. De hecho, para tratarse de aquella banda de adictos al ordenador portátil en los Starbucks fue una recopilación más que digna.

Por fin las meretrices no se morían de asfixia y la nada se tenía que disfrazar de Kent Follet o de Premio Planeta para pasar desapercibida. Los humanos, nosotros, sus creaciones ficticias, vestíamos igual: ellas, vestido de licra ajustado al culo, maquillaje de a diez euros el bote, rodillas de marfil y boca de pitiminí; ellos, sombrero de bombín, fumadores compulsivos de opio en pipa, mocasines de Ralph Lauren y un Mercedes plateado que solo se podía estacionar en el parking del hotel Palace. A los bohemios de pro, a las verduleras que olían a perfume de imitación, a los niños que te saludan al pasar y a los perros que se orinaban en las pupilas de los gatos se los desterró: actualmente, se cree que sobreviven en algún punto indeterminado de Venezuela, junto a las FARC, a Jesús Gil y a Marilin Monroe. Al principio, hacía gracia ir todos iguales; con el paso del tiempo y la ayuda de las fábricas ilegales de ropa chinas e indias, fuimos pasándonos el decreto por los probadores de las tiendas.

Nos dimos cuenta que había de todo, salvo la cordura. No había día ni noche y, por ende, tampoco sol ni luna. Los días eran infinitos porque así “Los muchachos del Café Gijón” podían hacer tertulia sin miedo a que tocase cambiar copas de coñac por chocolate y churros. Nos quejamos de ello. Sin cordura, claro: sacrificamos corderos en todos los semáforos que nos encontrábamos, nos encendíamos las pipas con billetes de cien euros, mandábamos consultas a la página web de la RAE; hubo quien llegó a grabar la misa de los domingos de La 2 y distribuirlos mediante el top manta. El planeta entero se consumía en un caos que ni las patrullas de catequistas pudieron contener. Los creadores, sin imaginación, decidieron contratar los servicios de una niña de cuatro años para que solventara el problema. Al día siguiente, la niña fue al templo de los creadores y dio la solución: les enseñó un folio donde había dibujado con ceras de colores una piedra deforme que dijo ser la luna y algo amarillo que por lo visto era el sol. Los creadores, maravillados ante tal representación de arte, decidieron plagiarle los dibujos y recopilarlos en una colección inédita de arte del siglo veintiuno. Brindaron los creadores con whisky y la niña con un batido de fresa. Cómo no, inventaron ambos astros y así, poco a poco, volvimos a la cordura.

Ya ha pasado mucho tiempo desde que la nada huyera de los creadores del Café Gijón. Pero acecha. ¡Vaya que si acecha! Miren si no las caídas en picado de los mercados de todo el mundo; observen, observen, cómo nos cobran por las bolsas de los supermercados; contemplen, impávidos, el auge de la Generación ni-ni, la Generación Nocilla y la Generación Chévere. Los creadores, para más inri, han decidido traducir libros de Hermann Hesse y los calamares gigantes se asoman a la superficie para ver si toman un poco de sol.

Por cierto, el séptimo día nunca existió para “Los muchachos del Café Gijón”: bastante tuvieron con sus copas de whisky y las meretrices insinuándoles qué bonito sería viajar a Marte. No había sitio para la nada, para el aburrimiento.

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