AUMENTA LA LETRA DEL BLOG PULSANDO LAS TECLAS "Ctrl" y "+" (O Ctrl y rueda del raton)

10 agosto 2011

Vidas en sueño - 84 (Desapariciones)




Estaba a punto de irme a casa cuando llamaron a la puerta. Abrí y un doble de Paco Martínez Soria me sonreía bajo el marco: un tipo con traje de marca y una boina a cuadros, todo dientes y encías, nariz chata y manos hinchadas. Le calculé unos setenta años. Tenía un diente de oro y arrugas muy pronunciadas por todo el rostro.

—Espero no haberle interrumpido a usted con nada importante —me dijo con aquellos ojos saltones fijos sobre los míos—. Que si es molestia vuelvo en otro rato.
—No se preocupe, los viernes por la tarde los clientes son muy remolones y yo ya revisé todas las facturas pendientes. —Le extendí la mano—. Alfredo Beretti.
—Salvador Tejada, para servirle.

El apretón de manos no dejaba lugar a dudas que lo suyo no era tejer vestidos de fina seda. Le indiqué la silla y pareció no entenderme. Le volví a hacer el gesto y por fin se sentó. Se quitó la boina y la sostuvo entre sus manos. Me recosté en mi sillón de hombre de negocios venido a menos y esperé a que me pidiera que investigara sobre el que robaba tomates y calabacines en su huerto. La cosa no iba de tomates, pero no andaba lejos.

—Verá, soy alcalde de Guarjo, un pueblecito de Guadalajara. Unas vistas estupendas y un vino que quita el hipo. Ni más ni menos que de la Alcarria. ¿Le suena a usted el pueblo?
—No tengo el gusto. Le ruego que sea conciso, que tengo que ir en un rato a recoger a mi hija del colegio.

Y mientras le soltaba aquella trola me imaginaba cómo sería mi hija: con mi misma narizota y mis piernas de portera menopaúsica. El tal Salvador Tejada no dejó de sudar mientras me pedía perdón con tono agudo. El sudor le marcaba más aún sus arrugas y le hacía brillar la nariz. Le hice una seña para que continuase y me encendí un cigarrillo.

—Yendo al grano, señor Beretti. Resulta que Guarjo, el pueblecillo, no llega ni a los trescientos habitantes. Si no me fallan las cávalas, en el año pasado el censo dio un total de doscientos ochenta y dos habitantes. Una birria comparado con Madrid. —Sonreí sin ganas y mal disimulado—. Somos pocos y es por eso que nos conocemos todos muy bien.
—Supongo que compartirán paella los domingos en la plaza del pueblecillo.
—Huy, no lo sabe usted bien. Eso y mucho más. Paellas, barbacoas, fabadas, concursos de tortillas de patatas hechas por nuestras señoras y más cosas. No solo comida, claro: también, sacamos la imagen de Nuestra Señora del Cerro a la pradera, montamos rifas con ropa que no usamos; cómo no, concursos de tiro al plato, de mus, de tute y de parchís.

Se me escapó un suspiro entre el humo de una calada. El alcalde siguió enumerando fiestas y acontecimientos, ensimismado y con la mirada perdida más allá de mi ventana.

—Imagínese la cantidad de horas que compartimos todos juntos. Bueno, casi todos. Que hay de todo en el pueblo.
—Hay de todo, sí—repliqué.
—Yendo al grano, señor Beretti, y perdone que le robe su tiempo. Últimamente somos menos de los que solemos ser. En las reuniones faltan muchos. Cada vez más. Y, claro, como usted entenderá, pues, cuando alguien faltaba íbamos a su casa a interesarnos por su salud. Porque en el pueblo, o se está malo o se está de fiesta.
—O se ponen malos de tanta fiesta. ¿Y qué es lo que le preocupa de esa gente?
—Que no están en el pueblo. Tampoco en el cementerio. Simplemente han desaparecido. Íbamos a sus casa y nada: no respondían al timbre. Algunos tenían la casa abierta: al entrar, todo estaba en su sitio.
—A lo mejor se han ido a Benidorm a descansar de tanta fiesta en Guarjo. No se preocupe, la gente suele desaparecer unos días y regresan algo más tostados de piel.

Negó con la cabeza. Aquella respuesta no le había gustado. Apagué mi cigarrillo y me recosté en mi sillón de tipo importante venido a menos. El alcalde, casi estrujaba su boina. Su nariz chata parecía deshacerse con las gotas de sudor.

—No. Somos humildes y nos gusta el campo. Aparte, no me lo creo de ellos. Con lo bien que nos lo pasábamos juntos.
—¿Son muchos los desaparecidos?

Salvador extrajo de su americana un sobre y sacó un folio del mismo. Durante casi un minuto recitó sus nombres, sus apodos, sus edades, sus mejores cualidades. Un total de cuarenta ancianos. Crucé las manos e intenté hablar con la suavidad de un pañuelo de seda.

—Si quiere que busque a todas esas personas le saldrá muy caro. Muy costoso, aparte de que tardaré no menos de un mes en dar con el paradero de todos ellos.

El alcalde dejó de estrujar la boina y a través de su mirada vi muchas tardes en La Alcarria, con risas de fondo y una ligera brisa sacudiendo los árboles de la zona.

—Por el dinero, no se preocupe. Antes de venir a verle, hicimos un consejo en el ayuntamiento y por mayoría se aprobó un presupuesto para poder pagarle a usted cuando concluya su labor. En cuanto al tiempo —bajó la vista y sonrió dejando al aire su diente de oro—, no tenemos ninguna prisa. En los pueblos no hay prisa.

Me relajé: llegaba mi momento favorito.

—Cien euros por día, sin contar las dietas y gastos adicionales. Cien euros, más otros seiscientos de anticipo y dos mil al terminar el trabajo.

Nos dimos un apretón de manos y firmamos el acuerdo. Le despedí en la puerta de mi oficina y Salvador Tejada me pidió que le comunicase algo cuando tuviese noticias; también, que cuidara de mi niña y que la hiciera muy feliz. Lástima no tener una foto para habérsela mostrado.

El trabajo duró cerca de una semana. En realidad no pasó de los cuatro días, pero quise engordar un poco más la factura. Cuatro días en los que no tuve ni que salir de la oficina. Me valió con hacer las típicas llamadas previas que se hacen para estos casos: primero, a hospitales de la comarca; segundo, a las funerarias y, tercero, a los asilos de la tercera edad. Y allí estaban todos, en sus respectivas habitaciones, con vistas a un sauce seco, acompañados de olor a meados y crujidos de caderas por la artrosis. La mayoría de ellos no recibían visitas de sus familiares y permanecían incomunicados. Se los habían llevado los hijos, salvo un par de casos que fueron los asistentes sociales. Para no alimentar rumores, supuse que llegaron al pueblo de madrugada, con sus coches de nueve plazas y una ristra de nietos que no dejaban de corretear por los pasillos, mientras el caniche cortejaba al toro de juguete colocado sobre el televisor Thompson del 70. La nuera ayudaría al abuelo o abuela a hacer una maleta con lo justo, al tiempo que su propio hijo no dejaba de repetir que en aquel nuevo lugar se lo pasaría de miedo con gente de su misma quinta y que estaría muy bien atendido. Lo mismo, hasta le habría prometido alguna que otra visita los domingos. Un modus operandi aséptico, sencillo y que no dejaba pie a segundas opiniones.

He de confesar que el viaje hasta el Guarjo fue de lo más satisfactorio. Hasta me entraron ganas de leerme “Viaje a la Alcarria”. Carreteras que formaban parte de una maqueta perfecta, llena de paisajes compuestos por praderas, bosques, riscos, campos de trigo. Por aquel entonces, en mitad de mayo, el sol apretaba lo justo para ir refrescado con la ventanilla del Nissan Primera bajada. Fue un viaje que no invitaba a volver al hogar: procediendo de Madrid, es de lo más frecuente.

Una vez en el despacho de Salvador Tejada, que me recibió con el mismo traje caro y arrugas en el rostro, le extendí la factura y contemplé a través de la ventana de su despacho al silencio pasear por cada una de las callejuelas del pueblo.

—Lo siento, señor Tejada.

No se me ocurrió nada mejor que decirle cuando le entregué mi informe con los resultados de la investigación. El alcalde sujetó con sus manos hinchadas y temblorosas los folios. Con un susurro inaudible iba leyendo. Eché otro vistazo a la plaza de Guarjo. Terminó su lectura y dobló los folios. Su rostro carecía de expresión y solo se oía el ruido de las aspas del ventilador. Extrajo la chequera de un cajón y firmó un talón por valor de dos mil cien euros y levantó la vista. Aquella, era la mirada de un hombre que acaba de conocer el futuro más allá de las fiestas, de las tardes reunidos alrededor de una mesa y unas jarras de vino, de los límites de La Alcarria.

No hay comentarios: