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15 agosto 2011

Vidas en sueño - 86 (Cuestión de sangre)




—¿Usted cuánto sabe de heráldica, señor Beretti?

Respiró con algo de agitación y se puso cómoda en la silla, mostrándome lo bonito que era su vestido de monja del siglo veintiuno. Eso sí, iba a juego con los zapatos de tacón a lo Hermann Monster y su cara de facciones angulosas, con aquellos ojillos oscuros como el carbón. Supuse que aquella mujer cincuentona ocultaba un cilicio en alguno de sus muslos. Consulté la hora: las once de la mañana de un martes cualquiera y no tenía muchas ganas de que me examinaran. Tanteé unos papeles que andaban sueltos por mi escritorio y me di cuenta que la oficina pedía a gritos una capa de pintura.

—Lo justo, señora. Sé que el Conde Duque de Olivares fue la mano derecha de Felipe IV, que hay que felicitar al estilista de la Duquesa de Alba y que Mario Conde ha escrito sus memorias en el patio de la cárcel.
—No bromee. El trabajo que quiero encargarle está muy relacionado con los títulos nobiliarios, y necesito a un especialista en la materia.
—Si es por eso, no se preocupe. Los detectives privados somos especialistas en muchos ámbitos —mentí descaradamente—, y la heráldica es uno de esos campos en los que nos movemos.

Aquellos ojillos de cuervo me escrutaron inmóviles. Le mostré mi identificación de detective privado, el diploma que me acreditaba como tal. Me tentó la idea de enseñarle de paso la foto de la fiesta de graduación en la academia de detectives, en la que salíamos todos los compañeros con las camisas sudadas y rostros desencajados por tanto cubata, pero no quería parecer tan simpático. Lorena Becerril, Duquesa de Fuentealbilla (o algo así), asintió y cruzó las piernas, sin dejar de mirarme con el mismo asco del principio.

—Mi hija quiere casarse con un muchacho que dice ser hijo del Conde de Alzamahí. Es un chico muy agradable y correcto.

Tosió y pidió perdón con tanta elegancia que me dio vergüenza no servirle agua de Vichy para que se aclarara la garganta.

—El muchacho, que se llama Federico Juan Yuste Jiménez, es muy educado y correcto. Nos pidió la mano de nuestra hija de manera muy formal; a la vieja usanza, como marcan los cánones. También, es muy inteligente. Ha estudiado la carrera de Empresariales y ahora está terminando una Ingeniería de Telecomunicaciones. No tiene vicios y cree en Dios. Un chico modelo y ejemplar, digno de contraer matrimonio con mi Lucrecia.
—Todo un partido, duquesa. Pero supongo que usted no se fía de que sea un noble y quiere que investigue sobre su linaje, ¿no es así?

Aquella sonrisa que me dedicó fue lo más desagradable de toda la semana. Su futuro yerno, un pijo de altos vuelos posiblemente cocainómano y adicto a los polos Ralph Lauren, rondaba a su Lucrecia del alma, y ella solo pensaba en la sangre azul. Saqué una libreta del escritorio y tomé nota de todos mis pensamientos al respecto; más que nada para aparentar. Después de hacer un rato el paripé, tamborileé el bolígrafo sobre la libreta y recité con la misma pasión que un rapsoda mis tarifas por los servicios. Firmamos el contrato con gritos del butanero de fondo. Nos despedimos con un apretón de manos y sus zapatones se perdieron por el hueco de la escalera.

Al día siguiente, me di un paseo por el Registro Civil. Había quien me conocía por los pasillos y mesas de aquel edificio, pero el funcionario que me tocó no me sonaba de nada; parecía recién contratado: demasiado amable, estirado, de tecleo rápido y efectivo. Me dijo que se llamaba Ángel Benítez. Memoricé su nombre de cara a posteriores visitas. Me dio un papel con las partidas de nacimiento del tal Federico Juan y de sus padres. Me despedí de Benítez y de sus orejas para envolver bocadillos y me dirigí al Ministerio de Justicia con los nombres y un par de billetes de cincuenta euros por si la consulta había que aligerarla. Me costó dos horas de espera y treinta ocho euros y pico el maldito árbol heráldico del Condado de Alzamehí. Por último, hice una llamada a Vidal: hablamos de las locuras de Chopin y, tras regatear un poco, me dio los números de teléfono móvil de Federico Juan y su concubina Lucrecia. Dejé pasar un día antes de visitar a la duquesa.

La mansión de Lorena Becerril debía tener los mismos años que su marido, un hombre que murió rozando el centenario. El mayordomo no me cogió el abrigo al entrar y ninguna de las criadas que se cruzaron por los pasillos merecía un piropo. La señora Becerril, duquesa de no sé qué mierdas, me esperaba en una sala que más bien tenía pinta de mausoleo: oscura y con tufo a incienso de catedral. Bajo aquella máscara de rectitud se escondía un rostro congestionado por las lágrimas. Le di los informes y ella el cheque firmado a mi nombre por los servicios.

—Mi hija se fue de casa esta misma noche, dejando una nota. Me llamó desde algún sitio hace unas horas, diciéndome que se ha escapado de casa con ese tal Federico del diablo y que se van a casar en secreto. Supongo que estos informes ya no me sirven de nada.
—Es posible que aún pueda presumir de yerno en alguna reunión de té con las amigas —respondí fingiendo seriedad.

Asco. Mi existencia le daba muchísimo asco. Y eso que no sabía de mi implicación en aquella fuga (llamé a los enamorados, les puse al corriente de la actuación de mamá y les dije que se fueran bien lejos, que eran libres, pijos y nobles). Me despedí de la Duquesa Monster y, antes de perder de vista para siempre aquellos ojos de cuervo, le hice mi particular reverencia de vasallo rebelde:

—Cuando reciba la noticia de que su Lucrecia y el yerno se han casado, vaya a saber usted dónde y en qué condiciones, podrá estar tranquila: sus futuros nietos llevarán en sus venas sangre azul. ¡Larga vida al condado de Alzamehí!

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