
El comandante de la Guardia Suiza nunca llegó a cruzar el umbral de su piso entre las ocho y las nueve de la tarde. Ese era el acuerdo. Martina le había amenazado con abandonarlo si alguna vez incumplía. El comandante quería mucho a su mujer y, quizá por amor, quizá por miedo a la soledad, trató de olvidar las infidelidades de su mujer. Siguió haciendo su vida normal: un jefe exigente y tirano dentro de los muros del Vaticano, un marido callado y mustio dentro de las paredes de su casa.
Sus sentimientos y su forma de comportarse no le sonaron convincentes al comisario cuando le interrogó. Sobre la mesa, las fotos de su mujer y del amante muertos. El comandante se sentía vacío. Observaba el rostro desencajado de su mujer y le surgió una pregunta del mismo sitio donde arrojó su tristeza años atrás: ¿qué haría a partir de ahora, entre las ocho y las nueve de la tarde?
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