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30 mayo 2010

Parpadeos - 28 (Cena sin dos)




La cena se enfriaba en la mesa. Así que me zampé tanto mi cena como la de Alfredo.

“¡Si no viene a la hora es su problema! Y me da igual si lleva un año muerto. ¡Excusas! Aquí se cena a las once de la noche, aunque estés en una tumba rodeado de gusanos. No haberte estrellado con el coche”, escupí a los platos ya vacíos. Recogí la mesa y me fui a la cama, recordando cómo Alfredo me regañaba siempre que llegaba tarde del trabajo y se había quedado sin cena porque me la había comido yo.

26 mayo 2010

Gafanhotos - 7 (Sin cortinas sale el sol)





Descorre las cortinas, ha salido el sol. El sol que calienta, que dora, que traer un rubor; una brisa de hierbabuena y vainilla que se infiltra en el deslizante suelo de tu salón y que tú, pegado al espejo, recibes con los brazos en aspa. Descorre las cortinas, limpia el espejo y cuenta las olas de fuego que coquetean con la luna. Muchas lenguas ígneas, un solo lenguaje; el mismo que tu espejo susurra desde un infinito solar, sin manchas ni supernovas. Escucha atentamente la tela de tu cortina desplazarse hasta tu otro extremo, como un iceberg que parte la Antártida en dos y navega entre salitre y buques dejando tras de sí un brillo de silencio y de azúcar.

Abre la ventana y agradece al calor que acaricie cada palmo de tu piel. Siente cómo el fuego inunda tu abdomen y repta entre tus costillas jugando con el ocaso. Sueña con el ocaso, descorre las cortinas. Sí, las cortinas, las que velan la luz que refleja la cal. ¿Estás aquí aún? Sal de tu agujero, piérdete entre nubes de hielo y magma.

¡Fuera cortinas! Imagina que la luna juega con tus dedos, paralizados, ante la foto de la Antártida. La bella y misteriosa Antártida. La única tierra sutil, que regala a los mares un trozo de ella cada poco tiempo. Tira de los visillos y muestra tus labios al sol; ¡abrázalo y destruye el tiempo! Que el sistema de planetas vaya a su ritmo, porque hoy, el naranja y tu pecho bailarán hasta que los grillos quieran dejar de ser inmortales. Mueve tus pies, desplaza el calor entre tus sueños; que alumbre fantasías. El iceberg se derrite y en el espejo alguien ha dejado carmín de labios a la altura de tu cuello. Huele el carmín, porque así es como huele el sol; así es como huele el hielo mezclándose con el océano.

No eches de menos su brillo. Descorre las cortinas y abre los brazos, fuerte, muy fuerte, sin tendones y con el bombeo de sangre zumbando con alas de abeja. Abeja; miel; néctar; tu saliva mezclándose con el carmín del espejo. Sin relojes sincronizados, guiándote por el vaho que desprendes contra el cristal. Imagina que acaricias la superficie del iceberg y se derrite con la lava de tus yemas de los dedos. Dedos con yemas que sudan de una imagen sin sombras, de un brillo de sol que entra por la ventana de tu salón. Sin cortinas, sin madrigueras; solo calor, el de un beso que el espejo te regaló.

25 mayo 2010

Parpadeos - 27 (Cumpleaños, abuela, cumpleaños)




Hoy es tu cumpleaños. Y quiero ser el primero en felicitarte. Tú también fuiste siempre de las primeras personas en hacerlo. Todos los años me deseabas salud, felicidad y todos los éxitos posibles; también me contabas tus paseos por la playa, lo florida que estaba la iglesia y lo bien que te encontrabas, a pesar de haber cruzado ya los noventa. Hoy es tu primer cumpleaños sin nosotros a tu lado para poder celebrarlo.

Es un cumpleaños sin velas en la tarta, porque tú ya no necesitas tachar días en el calendario: vives en la inmensidad de nuestros corazones, de los que te añoramos y queremos. Un espacio infinito, que huele a tomillo, donde zumban las abejas que protegen tu jardín y que nos regalan miel. Dulce y evocadora miel, que baña todos y cada uno de los instantes que vivimos contigo. Un néctar que ríe como lo hacías tú, con ganas y con fuerza, con optimismo, con lucha y con el cariño de una madre, de una abuela, de una vecina, de una amante de la vida.

Lo siento, abuela. No me salen las palabras adecuadas. Se me agolpan todos los pensamientos; se aplastan contra el muro de este folio en blanco. No estoy muy inspirado, un embudo tiene atrapadas las teclas, los dedos y las ideas. Pasaré a los hechos: abuela, permíteme que te abrace un momento, que te dé un par de besos.

Muchas felicidades, y que cumplas muchos más.

Tu nieto que siempre te querrá.

17 mayo 2010

Vidas en Sueño - 66 ()




(Nota del autor: Entrada suprimida porque va a participar en concursos, y es necesario que tenga la exclusividad. Si alguno quiere leerlo, se ponga en contacto conmigo ^^)

16 mayo 2010

Parpadeos - 26 (La rutina del silencio)




No dije que lo sabía. ¿Para qué? Nunca me han gustado las discusiones. Así que seguí comportándome con naturalidad. Ya puestos, me enredé con una compañera de oficina; cenábamos juntos, íbamos al teatro y luego me perdía entre las paredes de su dormitorio.

Varios años después de haberlos observado, agarrados de la mano, a través de la cristalera de una cafetería, en pleno centro de Madrid, mi mujer me lo contó todo. Me pidió el divorcio; yo, anudándome la corbata frente al espejo, intentaba buscar una fecha para celebrarlo con mi amante.

13 mayo 2010

Parpadeos - 25 (Ángel)




Ayer me crucé con un ángel. O eso creo. A simple vista parecía una persona normal; vestía traje, mocasines y tenía el pelo engominado. No sonreía y mantenía la mirada perdida en las baldosas de la calle: blanco, rojo, blanco, rojo, trozo de blanco, rojo... Así debería estar pensando aquel tipo. Lo que me hizo afirmar su divinidad fueron dos folios. Dos folios, en la espalda, pegados por uno de sus extremos a la americana con cinta adhesiva. Eran dos folios a simple vista; pero a mí no me engaña: es un ángel. Podría llevar túnicas blancas, una cinta dorada que le recogiera los rizos de la cabeza, sandalias de esparto y alas de carne, pluma y miel. Pero no, vestía traje y tenía dos folios pegados a su espalda. Los demás se giraban al sobrepasarlo por la acera. Él no nos prestó demasiada atención; seguramente estaría pensando qué puñetas hacia ahí, entre aquella maraña de pies y asfalto. Sus ojos eran dos esmeraldas desgastadas.

El ángel siguió su rumbo, barriendo con la suela de los mocasines el polvo y las colillas de las baldosas rojas y blancas. Yo me detuve y le vi alejarse, con sus dos alas de papel sobre la americana. Me hubiera gustado pedirle algo, quizá una bendición, pero a un ángel con un par de folios como alas mejor es dejarle tranquilo. No debe estar pasándolo demasiado bien con la crisis económica.

09 mayo 2010

Parpadeos - 24 (La fotografía olvidada)




La mujer de la foto sonreía. Mi marido roncaba tumbado en el sofá; yo había decidido espiar su cartera de cuero. La mujer de la foto tenía el pelo cano y voluminoso. No encontré ninguna foto mía, ni tan siquiera la que le regalé cuando éramos novios.

Aquella furcia sonreía y Paco resoplaba como un cerdo en su pocilga. ¡Ya no sonreiría más! Hinqué sobre el abdomen inlfado de mi marido, hasta el mango, la hoja del cuchillo de picar cebolla. Mientras agonizaba, recordé que esa mujer canosa era mi suegra y la madre de mi esposo, el cual rezumaba sangre entre los dientes.

05 mayo 2010

Parpadeos - 23 (La tía Matilde)




Oigo cantar al tenor a través de los altavoces de la radio, y sus gorgoritos retumban en las paredes del salón, que hace las veces de una olla sobre el fuego. La tía Matilde, que huele a orín, hace punto de cruz frente a mí: una bufanda de lana gruesa en pleno agosto. Son las siete de la tarde y por las rendijas de las persianas bajadas se cuelan gritos de niños y los rayos de sol de la tarde. La tía Matilde tiene las rodillas juntas y se mece con armonía mientras cruza una y otra vez las agujas. El tenor combina notas graves con agudas; muy rápido. Mis padres me han enviado al pueblo el verano completo, como todos los años, para hacer compañía a la tía Matilde. “Te vendrá bien distraerte de Madrid unos días, y así de paso haces compañía a la tía Matilde, que está muy sola”, sentenció mi padre, comandante de la Segunda de Caballería del Regimiento de Tres Cantos. Tengo hambre; cené hace unos minutos y no volveré a comer hasta las cinco de la madrugada, que es cuando hay que levantarse en esta casa para dar de comer a las gallinas. El tenor ha bajado el volumen de voz; eso o que me estoy quedando dormida. Mi tía Matilde sigue concentrada con sus agujas y se mece cada vez más suave. Se oye un balón rebotar contra algún muro. Y es en estos momentos, medio engullida por el sofá pegajoso de mi tía Matilde, cuando prefiero los gritos de mi padre y los bofetones de mi hermano mayor.

04 mayo 2010

Vidas en Sueño - 65 (Entrevista de trabajo)




Son las seis de la tarde, y estoy sentado en un sillón demasiado hondo para mi altura frente al despacho de Claudia Guijarro, la persona con la que he de entrevistarme por una oferta de trabajo. Espero a que su secretaria, que está en una pequeña mesa junto a la puerta del despacho, me dé la orden para entrar. Llevo traje y me molesta la americana; hace calor y siento el sudor descender en frías gotas por mis costados. Hay que aguantar con la americana puesta, a pesar de que no funcione el maldito aire acondicionado. El trabajo es más importante y urgente que el que pase calor. La secretaria sigue tecleando como si no existiera.

Cruje el teléfono de la secretaria: “Lucrecia, haz que pase”. Me levanto con esfuerzo y la regalo una sonrisa. Lucrecia está concentrada en la pantalla del monitor de su ordenador. Llamo a la puerta y una voz aflautada y contundente me invita a pasar. Una vez dentro una mujer de pelo azabache y ojos verdes se incorpora de su silla. Nos damos un apretón de manos como si fuésemos dos viejos colegas. Me ofrece un asiento. Lleva un vestido azul tan apretado que deja entrever sus michelines. Me concentro en sus ojos verdes.

―Gracias por haber acudido a la entrevista de trabajo, Alfredo. Me llamo Claudia y soy la directora de Recursos Humanos.
―Encantado.
―Vimos tu perfil y nos gustó mucho: consideramos que podrías encajar perfectamente en el puesto que ofertamos y en la mentalidad que tenemos en esta empresa.
―Gracias.
―No voy a extenderme un solo segundo contándote a qué nos dedicamos. En nuestra página web viene todo muy bien explicado. Que seamos dos mil o tres mil empleados es algo que seguramente te dé lo mismo. Somos una multinacional, pero me ahorraré el enumerarte los países donde participamos. De nuevo, te remito a nuestra página web.
―Entiendo.
―Vayamos al grano. ―Golpea la mesa con el bolígrafo―. No vas a contarme tu experiencia; es la que viene en el currículum, imagino. Lo que voy a hacer es hacerte unas preguntas y tú las vas a responder con lo que creas que haya que responder; contesta con absoluta naturalidad y de forma espontánea, por muy malo que parezca. No vamos a juzgarte por tus respuestas. Considéralo una especie de test psicotécnico.
―Está bien. Adelante con las preguntas.
―¿Fumas?
―Procuro no hacerlo.
―¿Bebes?
―A veces.
―¿Qué opinas de los pederastas?
―Que deberían encerrarlos de por vida.
―¿Y de los charcuteros?
―Que se afeiten sus bigotes.
―¿Y de los profesores de universidad?
―Que no me gustan sus jerséis a cuadros.
―¿Qué es el sol?
―Algo que calienta las cabezas.
―¿Lentejas o potaje?
―Potaje: trae más cosas.
―¿Te acostarías conmigo?
―No.
―¿Te vendrías de viaje conmigo?
―No.
―¿Por qué?
―No me gusta viajar. Por placer, claro.
―¿Sueles comprar leche?
―No.
―¿Por qué?
―Porque soy alérgico a la lactosa.
―¿Qué es para ti un partido de fútbol?
―Veintidós pares de piernas machacándose entre sí.
―¿Das cigarrillos cuando te lo piden por la calle?
―No.
―¿Pides cigarrillos por la calle cuando no tienes?
―Sí.
―¿Aunque no estés de acuerdo en no darlos?
―Sí.

Claudia ha anotado todo lo que respondí en una libreta. Se aparta un mechón de pelo del hombro y levanta la cabeza. Sonríe. Yo también, porque ella lo ha hecho antes, aunque lo que tengo ganas es de que me diga que la entrevista ha finalizado. Me encañona con sus dos ojos; no consigo apartar la mirada de sus focos.

―Bien. Has contestado con rapidez. ―Repiquetea la mesa con el bolígrafo―. Ahora voy a decirte una serie de palabras y tú has de responder con otra, sin pensar mucho: lo primero que te venga a la cabeza. De nuevo te repito que no has de preocuparte en lo que respondas, porque no se trata de juzgarte moralmente, sino laboralmente. ¿Has comprendido?
―Sí, me queda todo muy claro.
―Empecemos: ordenador.
―Rutina.
―Corbata.
―Italiano.
―Despacho.
―Pozo.
―Recepción.
―Sexo.
―Ludopatía.
―Cerveza.
―Ratón.
―Pulga.
―Canapé.
―Violín.
―Viaje.
―Miedo.
―Impresora.
―Tinta.
―Cenicero.
―Ventana.
―Pájaro.
―Despertador.
―Balón.
―Grúa.
―Mapamundi.
―Diana.
―Multiconferencia.
―Jarabe para la tos. Perdón, dije cuatro palabras.
―No pasa nada. Sigamos: tijera.
―Arteria.
―Jefe.
―Ciego.
―Jefa.
―Embarazo.
―Folio.
―Huracán.
―Vecina.
―Cortinas.
―Nómina.
―Consuelo.

Claudia se calla. Da un par de golpes a su bolígrafo sobre la superficie de la mesa. No aparta sus ojos verdes de mí. Yo solo veo dos ojos; estoy concentrado en ellos. Me sudan las manos. Me aprieta el nudo de la corbata.

―Bien, pues con esto hemos terminado la entrevista. ¿Qué opinas?
―¿De qué, perdón?
―De la entrevista que te he hecho, claro. Di lo que piensas abiertamente.
―Que ha sido original.
―Querrás decir raro, o extraño.
―No, diferente. Generalmente las entrevistas que me han hecho anteriormente rodaron entorno a mi experiencia pasada y mis conocimientos.
―Tienes razón. Lo que pasa es que sois tantos candidatos para el puesto de auxiliar administrativo, y con tan buena experiencia laboral, que tenemos que buscar más allá de vuestros perfiles. Bucear dentro de vosotros.

De repente me imagino a una orca persiguiendo a un grupo de focas mientras se decide a cuál va a atacar. Vuelve a dar otro par de golpes con el bolígrafo y cambia el volumen de voz por uno más alto.

―Bueno, Alfredo, gracias por haber venido. Cuando tengamos una decisión en firme sobre vuestras candidaturas te llamaré por teléfono, sea el resultado que sea.
―A usted por atenderme.

Se levanta de la silla. Yo también. Me extiende el brazo y aprieto con suavidad la mano que me ofrece, sin dejar de perder la concentración en sus dos ojos verdes. Antes de girar y encaminarme hacia la puerta del despacho de Claudia, aparto la mirada de sus ojos y observo la mesa: ahí quedan su bolígrafo y mis respuestas, aquellas que podrían darme el trabajo para aquella multinacional, de la que habré de informarme nada más que llegue a casa y encienda el ordenador portátil. Seis y diez de la tarde. Al cerrar la puerta del despacho observo a Lucrecia teclear sin dejar de atender la pantalla del monitor.

03 mayo 2010

Vidas en Sueño - 64 (Vuelos)




Siempre me han gustado los pájaros, los aviones y todo aquello que sobrevolara las ciudades y las nubes. Esa es la razón por la que empecé desde muy pequeño a arrojar cosas a la calle por la ventana del salón, desde mi cuarto piso. Sin embargo, nunca conseguí que nada de lo que lanzaba planease más allá de unos metros. En una ocasión tuve un pájaro. Era amarillo, tenía una cresta que se subía y bajaba, cantaba mucho y agachaba la cabeza para que le acariciase. Una tarde decidí comprobar si la jaula, con el bichillo dentro dando picotazos al espejo, era capaz de volar. La jaula se reventó contra el suelo, y el pájaro quedó atravesado entre los barrotes. Por aquello mi padre me dio una paliza y me castigó un mes sin salir de casa, tan solo para ir al colegio; tampoco me importó el estar encerrado, porque yo me lo pasaba pipa apoyado en la ventana. También lancé durante una temporada aviones de papel, pero no me gustaba cómo planeaban; parecían flotar en el aire. ¡Y eso no es volar! ¡Flotar no es volar, joder! Me hice adulto, mis padres murieron y me quedé solo en el piso. A pesar de que mi madre predicara a todo el mundo que lo que hacía eran cosas de críos traviesos, mi ilusión no se ha desvanecido; todo lo contrario. Cuando llego del trabajo me quito la chaqueta y desaflojo el nudo italiano de mis corbatas de diseño, y mientras lo hago pienso cuándo conseguiré que algo revolotee de una maldita vez. Algún vecino se quejó a la policía cuando me dio por arrojar latas vacías de cerveza: volaban poco y hacían un gran ruido al aterrizar en el suelo. Desde entonces, cuando quiero beber cerveza en casa, voy al frigorífico y cojo dos latas: una me la bebo, y la otra la lanzo por la ventana. Llegan más lejos y son menos ruidosas que las huecas.

Ayer por la tarde, como todas las tardes al llegar del trabajo a casa, me quité la chaqueta y la coloqué en la silla de la entrada al piso, deshice el nudo de la corbata a rayas rojas y grises, y enfilé el pasillo hacia la cocina. Agarré dos latas de cerveza y tiré de la pestaña metálica de una. Con la otra sin abrir me dirigí a la ventana. La abrí y observé la calle, apenas transitada por un par de coches y un puñado de peatones apresurados. Enfrente, un tipo se suspendía en el aire; parecía estar arreglando el foco de la farola. Estaba subido en una cabina, con un largo brazo metálico que la sujetaba en el aire. ¡Flotaba! ¡Ese tipo flotaba! ¡Era trampa! O se vuela o no se vuela, pero flotar no es sino un truco siniestro para engañarnos y creer que se vuela. Apreté la lata sin abrir con mi mano, observando a aquel tramposo. Unos gritos me distrajeron. Cerca de la camioneta del operario, un par de críos jugaban con un balón de fútbol; chutaban y salían detrás de él, como galgos persiguiendo conejos. Atenacé con más fuerza la lata cuando mis ojos volvieron a fijarse en aquel pelele fullero, subido en una cabina, flotando unos metros por encima del suelo. ¡Tramposo de mierda! Yo llevaba toda mi vida dedicado a conseguir el planeo de las cosas, y aquel tipo se quería burlar de mí con aquella cabina suspendida en el aire. Tenía que darle una lección.

Me acordé del pájaro amarillo, de mis padres y de las latas que arrojé desde mi piso, en una cuarta planta. Eché el brazo derecho hacia atrás, tomé impulso y lo moví hacia delante, soltando la lata. Sobrevoló con un arco abierto la distancia de mi ventana hasta la cabina de aquel individuo. Le dio de lleno en la cabeza. ¡Cojonudo! Eso le serviría de escarmiento, por tramposo. Había calculado la fuerza necesaria para golpearlo con la lata; tantos años en aquella ventana del cuarto piso me habían dado puntería. Lo que no calculé fue la reacción del operario al recibir el porrazo. Su cuerpo, por la inercia de la lata, se desplazó hacia la derecha y, como supuse hubo ocurrido, la mano que sujetaba las palancas de la cabina también. Esto hizo desplazarla. El brazo metálico se estiró, y la camioneta desde donde nacía se tambaleó. Los niños continuaban jugando. Uno de ellos chutó el balón y este se coló entre las ruedas del vehículo; corrió hacia allá. El brazo metálico se estiró del todo. La camioneta, que no pudo soportar el peso desplazado, volcó por el mismo sitio donde se coló el balón. Se oyó un gran estruendo. Volcó y se dejaron de oír los gritos de los niños, pero no el sordo botar del balón sobre la calzada, que había desplazado el brazo metálico. El operario estaba tendido bocabajo sobre el suelo: no se movía. Solo había un niño. Cogió el balón y lo protegió entre sus brazos. Observaba la panza de la camioneta con los ojos y la boca abiertos .

Contemplé al solitario niño, tan quieto, con el balón atrapado. Apuré la lata y me puse la chaqueta, dispuesto a chutar con el chaval. Ya seguiría con mis intentos otro día.