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04 febrero 2007

Necrología de un vampiro - Capítulo 2




Capítulo 2 - Todo tiene un origen

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Como toda historia aburrida la mía empieza en el seno de una familia pobre y sin embargo feliz. Madrileño de nacimiento, castizo por parte paterna y andaluz por la parte materna mi infancia se desarrollo en la capital, en pleno cambio de dirección política en el país. Pocos recuerdos buenos tengo de aquella etapa, aunque recuerdo con simpatía aquellas tardes con la pelota, aquellas gominolas que me compraba mi madre al salir de misa, aquellas collejas que el Padre Morales me atizaba cada vez que molestaba en clase, y cómo no, todas aquellas peleas en el recreo que siempre protagonizaba.

No tardé mucho tiempo en descubrir que los estudios no eran lo mío; me resultaba aburrido y tétrico pasar las horas muertas delante de un libro, intentanto memorizar los cuatro estúpidos ríos de un país. Sin embargo las clases de educación física las seguía con gran interés y dedicación. Esto último no me libraba de los múltiples bofetones que mi padre regalaba con toda su furia. "Nunca llegarás a ser nada, sólo un puto inútil de mierda"; pasó de ser un ejemplo para mí, a un objeto más de la casa, para terminar odiándolo con toda mi alma. Mi madre nunca me perdonó el que no asistiera a su funeral, ni el que escupiera sobre su tumba, pero se lo merecía, por cabrón.

Sin el apoyo familiar empecé a explorar la calle. En mil líos me metí, con las mil hostias correspondientes en comisaria, pero disfrutaba con ello, con el caos. Llegué a pisar un reformatorio, del que me escapé en pocos años. Me asocié con delincuentes, para más tardes traicionarlos, al darme cuenta que era más poderoso que ellos; tenía astucia, fuerza, inteligencia, y eso añadido a mi chulería innata y mi mal carácter me hizo ganarme la calle con facilidad. Siempre he ido contra todos, me sentía un superviviente en una selva de imbéciles con derecho a joderme los planes.

Fui haciéndome mayor, y me tenía que buscar un empleo; ser un delincuente juvenil no era una profesión de futuro, y tampoco quería acabar rebañando las jeringuillas de heroína en la Rosilla. Tuve que buscar empleo; empecé de mozo de almacén, luego como repartidor de cajas, y fue en mi tercer empleo, como matón de discoteca, cuando descubrí mi verdadera vocación: repartir justicia, mi justicia, a mi manera y como yo quisiera. Estudié para poder ingresar en el cuerpo de la Policía Nacional.

Al cabo de dos meses el Comisario Ronqueras incrustaba mi placa nueva en el uniforme, y con un saludo cortés me daba la bienvenida al Cuerpo. Fue la primera vez que me sentí importante, cuando la gente allí presente nos aplaudía a los novatos que habíamos conseguido llegar hasta ahí. Desde el primer día como policía fui destinado a la comisaria del Distrito de Moncloa, en Madrid; casi nadie quería ese destino, pero yo lo pedí de forma prioritaria. "Joder Alfredo, así me gusta; ¡gente con pelotas como usted y no niñatos malparidos que sólo aspiran a poner el culito!". Fue mi primer mentor; Ronqueras me enseñó todo lo que un policía chapado a la antigua necesitaba saber.

Mis primeros meses fueron aburridos, muy aburridos; dirigiendo el tráfico, poniendo multas de aparcamiento, convenciendo a las temibles abuelas que el semáforo estaba en rojo para ellas,... necesitaba acción, desenfundar mi pistola y coser a balazos a un criminal, perseguir a un atracador calle abajo con un deportivo; lo que la tele mostraba, y que no se ajustaba a la realidad. Aún así trabajé duro, muy duro, me esforcé hasta el límite de mi paciencia, y poco a poco parecía dar resultado. En mis horas libres practicaba tiro, acompañaba al comisario a redadas, a desalojos, a manifestaciones, a sitios de especial violencia; y era ahí donde más cómodo me sentía, en el ojo del huracán, con el riesgo como compañero. La amistad con mi superior fue creciendo por cada noche que patrullaba con él; me limitaba a escuchar, a obedecer, y a a callar. Gracias a la vacante que dejó un pobre jubilado, Peláez, que ni siquiera llegaba a subirse los pantalones por sí mismo, pude aspirar a un puesto de mayor responsabilidad, subinspector. El día que me nombraron sustituo de aquel patán, Ronqueras me llamó a su despacho:

- Alfredo, deja usted el departamento de tráfico; me gusta su estilo, implacable y duro contra la chusma que azota este barrio de mierda, y estar controlando la circulación se le empieza a quedar pequeño. Es hora que coja un trabajo conforme a sus posibilidades.
- Señor comisario, es todo un honor, y no le fallaré; lo juro.
- Sé que no lo hará, he visto sus métodos, y me recuerda a mí cuando era joven.
- Si no muerdo yo primero esos cabrones lo harán antes.
- Lleva usted poco tiempo en el Cuerpo, pero ha conseguido detener a más delicuentes que más de un inspector. Eso sí, no estará solo. Tendrá a un compañero de patrulla, el agente Martínez, Diego Martínez, que procede de la comisaría de Carabanchel. Tiene experiencia en la calle, y presumo os entenderéis rápidamente.

Fue en aquella sucia habitación donde conocí el nombre del que ha sido mi único amigo, Diego Martínez. Delgado, fino, con un rostro marcado, este hombre se presentó con un saludo firme de mano, cosa que me sorprendió. Al cabo de dos noches ambos descubrimos que nuestros métodos policiacos distaban mucho, demasiado para un par de compañeros que pasaban más tiempos juntos que con una revista porno en el baño. El era conmedido, correcto con las personas, muy político y carismático; yo, sin embargo, debido a mi carácter e influencia tomada del Comisario era todo lo contrario. Uno controlaba al otro, y el otro apaciguaba al uno. Formábamos buena pareja.

Pasaron los meses y nuestra reputación siguió subiendo, tanto para bien como para mal; no queríamos ser famosos, simplemente cumplir nuestro deber y volver a casa. Diego conducía, y yo, reventaba las ruedas del vehículo perseguido. Cierto día el Comisario Ronqueras, sabida mi facultad para disparar, me invitó a participar en un concurso de tiro con armas de fuego, en los Estados Unidos. Era un concurso prestigioso, tanto que tuve que pensarme seriamente mi asistencia. El premio, una flamante Colt Anaconda color plateado, cañón de 9mm. Él apostó por mi talento, y fue el premio de parte suya que me llevé, la inscripción en el mismo. Doscientas mil de las antiguas pesetas que el Comisario sacó por la trastienda de un alijo de cocaína que se incautó días anteriores, y que me entregó para que dejara la comisaría de Moncloa en un lugar de privilegio.

Aquel concurso reunió a la flor y nata de muchos países; algunos de ellos, grandes pistoleros, excelentes cazarecompensas, afamados cazadores, y aficionados a los rifles. Éramos cinco mil inscritos, y yo no era de los favoritos. Sin mebargo, una semana después regresé a Madrid con mi nueva pistola, otro nuevo amigo en mi estrecho círculo íntimo. Tras tantos años desperdiciados sentía que por fin mi vida tenía un camino. Por ser cómo era la gente me respetaba, o aún mejor, me temía, y eso en el fondo me excitaba, tanto más que el olor a pólvora de mi colt anaconda.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Vale, esto ya se va pareciendo más a lo que tenía pensado ke era tu personaje. Aunke x tus santos cojones ke tuviste ke escupir sobre la tumba!!!jejejeje
Muy buena historia, xo ahora empieza lo divertido...