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03 mayo 2010

Vidas en Sueño - 64 (Vuelos)




Siempre me han gustado los pájaros, los aviones y todo aquello que sobrevolara las ciudades y las nubes. Esa es la razón por la que empecé desde muy pequeño a arrojar cosas a la calle por la ventana del salón, desde mi cuarto piso. Sin embargo, nunca conseguí que nada de lo que lanzaba planease más allá de unos metros. En una ocasión tuve un pájaro. Era amarillo, tenía una cresta que se subía y bajaba, cantaba mucho y agachaba la cabeza para que le acariciase. Una tarde decidí comprobar si la jaula, con el bichillo dentro dando picotazos al espejo, era capaz de volar. La jaula se reventó contra el suelo, y el pájaro quedó atravesado entre los barrotes. Por aquello mi padre me dio una paliza y me castigó un mes sin salir de casa, tan solo para ir al colegio; tampoco me importó el estar encerrado, porque yo me lo pasaba pipa apoyado en la ventana. También lancé durante una temporada aviones de papel, pero no me gustaba cómo planeaban; parecían flotar en el aire. ¡Y eso no es volar! ¡Flotar no es volar, joder! Me hice adulto, mis padres murieron y me quedé solo en el piso. A pesar de que mi madre predicara a todo el mundo que lo que hacía eran cosas de críos traviesos, mi ilusión no se ha desvanecido; todo lo contrario. Cuando llego del trabajo me quito la chaqueta y desaflojo el nudo italiano de mis corbatas de diseño, y mientras lo hago pienso cuándo conseguiré que algo revolotee de una maldita vez. Algún vecino se quejó a la policía cuando me dio por arrojar latas vacías de cerveza: volaban poco y hacían un gran ruido al aterrizar en el suelo. Desde entonces, cuando quiero beber cerveza en casa, voy al frigorífico y cojo dos latas: una me la bebo, y la otra la lanzo por la ventana. Llegan más lejos y son menos ruidosas que las huecas.

Ayer por la tarde, como todas las tardes al llegar del trabajo a casa, me quité la chaqueta y la coloqué en la silla de la entrada al piso, deshice el nudo de la corbata a rayas rojas y grises, y enfilé el pasillo hacia la cocina. Agarré dos latas de cerveza y tiré de la pestaña metálica de una. Con la otra sin abrir me dirigí a la ventana. La abrí y observé la calle, apenas transitada por un par de coches y un puñado de peatones apresurados. Enfrente, un tipo se suspendía en el aire; parecía estar arreglando el foco de la farola. Estaba subido en una cabina, con un largo brazo metálico que la sujetaba en el aire. ¡Flotaba! ¡Ese tipo flotaba! ¡Era trampa! O se vuela o no se vuela, pero flotar no es sino un truco siniestro para engañarnos y creer que se vuela. Apreté la lata sin abrir con mi mano, observando a aquel tramposo. Unos gritos me distrajeron. Cerca de la camioneta del operario, un par de críos jugaban con un balón de fútbol; chutaban y salían detrás de él, como galgos persiguiendo conejos. Atenacé con más fuerza la lata cuando mis ojos volvieron a fijarse en aquel pelele fullero, subido en una cabina, flotando unos metros por encima del suelo. ¡Tramposo de mierda! Yo llevaba toda mi vida dedicado a conseguir el planeo de las cosas, y aquel tipo se quería burlar de mí con aquella cabina suspendida en el aire. Tenía que darle una lección.

Me acordé del pájaro amarillo, de mis padres y de las latas que arrojé desde mi piso, en una cuarta planta. Eché el brazo derecho hacia atrás, tomé impulso y lo moví hacia delante, soltando la lata. Sobrevoló con un arco abierto la distancia de mi ventana hasta la cabina de aquel individuo. Le dio de lleno en la cabeza. ¡Cojonudo! Eso le serviría de escarmiento, por tramposo. Había calculado la fuerza necesaria para golpearlo con la lata; tantos años en aquella ventana del cuarto piso me habían dado puntería. Lo que no calculé fue la reacción del operario al recibir el porrazo. Su cuerpo, por la inercia de la lata, se desplazó hacia la derecha y, como supuse hubo ocurrido, la mano que sujetaba las palancas de la cabina también. Esto hizo desplazarla. El brazo metálico se estiró, y la camioneta desde donde nacía se tambaleó. Los niños continuaban jugando. Uno de ellos chutó el balón y este se coló entre las ruedas del vehículo; corrió hacia allá. El brazo metálico se estiró del todo. La camioneta, que no pudo soportar el peso desplazado, volcó por el mismo sitio donde se coló el balón. Se oyó un gran estruendo. Volcó y se dejaron de oír los gritos de los niños, pero no el sordo botar del balón sobre la calzada, que había desplazado el brazo metálico. El operario estaba tendido bocabajo sobre el suelo: no se movía. Solo había un niño. Cogió el balón y lo protegió entre sus brazos. Observaba la panza de la camioneta con los ojos y la boca abiertos .

Contemplé al solitario niño, tan quieto, con el balón atrapado. Apuré la lata y me puse la chaqueta, dispuesto a chutar con el chaval. Ya seguiría con mis intentos otro día.

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