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28 octubre 2012

Parpadeos - 88 (Flores de hospital)





“Los martes no puedo venir —me dijo—, tengo psicoterapia”. Tampoco podía los miércoles porque iba a unos cursos de cocina japonesa; los jueves, taller de teatro con las compañeras de oficina; el viernes yoga y el lunes más de lo mismo. Quedaban los sábados y los domingos, pero Tania los fines de semana se enclaustraba en su piso y se hundía en el sofá, ora para tragarse varias películas románticas ora para leerse una de aquellas novelas que tenían más valor como contrapeso en una grúa.

Así, pasaron los días sin que pudiera venir al hospital. Tan solo me acompañaba en la habitación un jarro con flores, que cuidadosamente colocaba cada tres o cuatro días la enfermera del pasillo en mi mesilla. Gracias al aroma de las rosas, de los claveles, de los gladiolos y de las margaritas se enmascaraba el fuerte olor a lejía y a orín. Era la única persona que venía a verme, a contemplar a un hombre de cincuenta años incapaz de mover siquiera un dedo de la mano. Traía flores por lástima, lo tenía claro, pero el simple hecho que pasara unos minutos a mi lado compensaba el resto del día.

Semanas que fueron meses y años. Tania no daba señales de vida, pero no me importaba porque había una mujer que me ponía flores en mi mesilla todos los días. Sus dedos regordetes, aquellas mejillas hinchadas y los ojos pequeños. Nunca supe su nombre, pero quizá el haberlo sabido habría dotado de realidad todo aquello; yo solo quería vivir en un sueño y despertar de un brinco.

Cumplía cinco años en el hospital cuando apareció Tania. Había cambiado mucho, tanto que hasta estaba embarazada; el padre, el psicoterapeuta de los martes. Recuerdo que cuando me dio la noticia entraba mi enfermera y, con gran disimulo, me dejó un jarrón repleto de rosas rojas y margaritas. Tania se pensó que la sonreía a ella.

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