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Se acabó la Navidad; este entrañable momento llega cuando la primera histérica o histérico de España pisa el suelo del Corte Inglés, arremetiendo contra todo aquel producto que tenga a la vista. Los buitres carroñeros se avalanzan sobre la ropa, como si sólo ese día hubiera rebajas y ya nunca más volvieran a suceder. Otro síntoma de fin de Navidades es que se te hace raro aparecer por la mañana en la oficina. Alguno con el despiste llegaría con la almohada y el tazón de colacao; otros simplemente se golpearían insistentemente contra la pared del ascensor, intentando despertar de aquella pesadilla antes de recibir el primer marrón del año por parte del jefe.
Y tras la dulce Navidad toca bajar los polvorones frente a una cuesta empinada de gastos, más gastos, y seguramente algún que otro gasto inesperado. Los que no han recibido la suficiente penalización deudora se autoflagelan en las antes citadas rebajas, pulverizando las tarjetas de crédito. Que tenemos 6 pares de pantalones, compremos otro más, que está más barato. Que no nos gusta la música celta, a comprar CD's a ver si llega la inspiración. Y si te sobra dinero, tranquilo, que la Guardia Civil sigue rebañando a ver si consiguen una jugosa paga extra.
Todo esto no es más que otra falsa máscara ante una realidad que negamos cuando nos peleamos por una camiseta a 5 euros, o cuando compramos y derrochamos dinero durante las fiestas; la pobreza. Porque a pesar de tener, de poseer, de codiciar, nos seguimos quejando por nuestras deudas, cuando otros matarían por tener gastos, porque eso significaría que podrían comprar alimentos, un techo, o una buena formación que les garantice una vida próspera y tranquila.
Y ése es mi resumen, el teatrillo de la Navidad vuelve a pasar de puntillas ante tantos millones de personas que sobreviven día a día, aspirando a poder disfrutar lo que a nosotros nos sobra.
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