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28 febrero 2011

Vidas en sueño - 76 (El abuelo)




A Lori, por su apoyo y amor.
A Margarita, que tan feliz me hizo.



Sara se ducha. Es una ducha de agua fría, de lágrimas, de recuerdos del abuelo. Imágenes que se montan en un carrusel. Desde el salón, una pieza para piano, seguramente, conociendo los gustos de Alfredo, de Chopin. El abuelo se le representa a Sara sobre el alicatado del cuarto de baño: rostro de arrugas, de días de sol, de una playa viguesa barrida por la marea, de intercambio de balas en el frente ruso, de barbacoas todos los domingos, de una arteria rota, de nietos que se dejan frotar el pelo y besar las mejillas.

Sara acaricia con la yema de sus dedos la porcelana de la pared. Se sorbe los mocos y le pide al abuelo que no la olvide, que no piense que esto se ha acabado, porque dentro de un tiempo que tan siquiera ella es capaz de abarcar se volverán a juntar los rostros y los brazos, y las palabras, y las risas. Volverán a escucharse y a sonreír. En otro momento; en otro lugar, quizá. "Tú y yo", susurra Sara, con las gotas de agua salpicando sus labios. El agua chorrea por su cuerpo en un abrigo que no consigue eliminar el tacto rugoso de las flores lanzadas sobre su lápida. Tampoco consigue olvidar el doblado de sus pantalones de pana, guardados en el fondo del armario. El desagüe traga jabón, agua fría, lágrimas.

Abuelo, te echo mucho de menos.
Sus rodillas no se tensan, el cuerpo no responde. En consecuencia, el vapor del abuelo inunda el cuarto de baño. Un vapor que no se pega a la ropa ni al cristal del espejo. Un vapor que reproduce cada día de los que no pudo estar. Es un vapor sin densidad, pero la piel de Sara se eriza. ¿Vapor? ¿O acaso el no haber sujetado su mano en sus últimos minutos?

Cierra el grifo y se cubre con el albornoz: el castañeo de sus dientes mengua. Cuando descorre la cortinilla, Sara cree ver la bicicleta del abuelo cruzando enfrente de la puerta. Es entonces cuando intuye el sonido agudo de su timbre, el mismo que hacía sonar cuando se cruzaba con su nieta en las calles de El Trébol. Pasan los años, calcula Sara secándose la espalda con la toalla, pero todo ha quedado congelado en su momento justo. Es por ello que el vapor imaginario de la ducha pese mucho más que el albornoz, que la bicicleta sin pedaleos, que la realidad de un piso en Madrid: muy lejos de su origen, todavía más de su abuelo.

Se anuda la toalla entorno al pelo y con el pulso, tembloroso, no acierta a ajustarse el sujetador blanco. Las rodillas se agitan por el frío. Un síndrome de infancia ata los tobillos al mármol del suelo. Sara se detiene ante su reflejo, impreciso y tenue. Contempla el presente, huele lo que nunca pudo oler. Su nariz nunca olió; hasta esa misma noche, que de tanto desearlo, percibe el perfume de su abuelo Justo.

Sara sigue atenta a las señales que no existen; imagina que sueña con Argentina, quiere soñar que respira el mismo humo de chimenea que su abuelo. Estática, en el centro del cuarto de baño. Asoma por el marco de la puerta Alfredo, con los hombros caídos y una sonrisa que le evoca al Alfredo que comprende, que escucha y que no resopla con aires de hombre independiente del siglo veintiuno. Sara desliza un esbozo de sonrisa y siente el aire que llega de fuera del cuarto como un intruso. Alfredo abre los brazos y ofrece su pecho. Intenta consolarla, porque la escuchó hablar y no quiere que piense que no le importa su pena. Sara esconde la cabeza en el pecho de su novio. Deja escapar unas poquitas lágrimas. Quizá son muchas. A lo mejor, la mano de Alfredo no es tan áspera. El abuelo Justo no se ha borrado del alicatado y continúa soplando vapor. Calor en el cuarto de baño. Poco a poco, sin contar el tiempo, Sara se calma. El pecho de Alfredo, sus manos. El presente. ¿Y el pasado? ¿Qué va a ser de mañana?

Abuelo, espera. No te difumines de la pared.

Necesita hacerlo. Al cerrar sus ojos, sienta alrededor de una mesa al abuelo Justo y a Alfredo; a ella misma, también; a sus hermanos, a los padres. Comensales en una cena silenciosa, de sonrisas porque cada cuál narra una historia que busca la carcajada. Hay que reírse del tiempo pasado. En su cabeza bailan las conversaciones, las voces encenderse y apagarse ante otra que retoma el hilo. El pecho de Alfredo, ella y la bicicleta, que no deja de pasearse. La boca de Sara se llena de sabores: un buen chorizo de parilla, churrasco al punto, alfanjores rellenos con dulce de leche, una chupada a la pita de mate con el agua hirviendo y el azúcar justo para mecer el sabor.

Nada ha cambiado. El calor sigue siendo el mismo. Los besos de Alfredo arropan al abuelo. Al levantar la cabeza, Sara comprende que él seguirá pedaleando por las mismas calles.

2 comentarios:

Lori dijo...

Quiero decirte tantas cosas que no se como empezar. Solo se que cada día que pasa me haces más feliz… Eres lo más bello que a mi vida a llegado.

No tengo palabras para agradecerte esto que me has escrito, estoy muy emocionada.
Infinitas GRACIAS DE CORAZON,

TE QUIERO

martuki dijo...

Me ha gustado!!!!