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21 abril 2010

Vidas en Sueño - 62 (Guerra sobre el césped)




Siete menos diez de la tarde. El balón rueda sobre la superficie de césped artificial; artificial y seco. Y eso que ha llovido durante toda la mañana. Van cincuenta minutos de partido y faltan tan solo diez para que el árbitro pite el final del partido. Rueda el balón sin dueño y cruza la línea blanca que delimita el campo. Saque de banda. Unos metros atrás, enmarcado por tres postes de hierro pintados de blanco, estoy yo; un rey retratado en sudor y con los guantes puestos. Cielo desnudo. Hace calor, el suficiente para observar cómo la pintura de los postes se derrite. Esta siendo un partido complicado; de momento se mantiene el marcador de inicio: cero a cero. Cero goles. Los brazos me pesan de tanto estirarlos para que haya un cero debajo del nombre de nuestro equipo: bloco balones, suelto puñetazos al aire, detengo disparos, me restriego por el suelo, araño las rodillas, grito a mis compañeros, huelo el sudor que emana del interior de mis guantes. Todo por nada; por un cero.

Un cero necesario para competir, para reinar. En esta portería solo posa el rey, sin caballos, ni perros ni chavales correteando. Ser portero me acerca a aquellos reyes que conquistaron tierras en nombre de dioses, que gobernaban sobre miles de cabezas fieles, y que sin embargo estaban destinados a memorizar las paredes repletas de lienzos, antorchas y armaduras completas de un castillo. En la soledad se trabaja mejor. Ellos, desde un palacio; yo, entre tres palos, rodeado de gente que grita y aplaude según cómo suene el silbato del árbitro. Se me han metido pequeños trozos de goma entre las canillas y las espinilleras. Trozos de goma negro, que drenaron la lluvia de esta mañana, y que sin embargo, al roce con mi carne, me provocan escozor y quemaduras. No me puedo distraer un solo instante, aunque el balón esté en manos de uno de mi equipo. Ahora está en nuestro poder y en pocos segundos puede ser del rival. El balón es un valle en continua conquista: con el tiempo aprenden sus habitantes a creer tan solo en lo que la tierra les da y en lo que el cielo les quita. No hay banderas en su cuero, ni himnos de trompetas que anuncian que el rey asoma por el balcón a saludar. Es blanco y negro, y que ahora mismo patea hacia mi portería un defensa del equipo rival.

Se acercan los rivales como bárbaros hostiles que quieren invadir mi cuadro y aparecer todos juntos abrazándose entre sí, conmigo en el suelo, derrocado, y el balón enredado entre las mallas de la portería. Tocan el balón rápido, de un pie a otro; sin titubeos. Vuelan hachas. Grito para colocar la defensa y preparar el asedio al que tendremos que resistir de nuevo. Minuto cincuenta y cinco, reza el marcador. Solo escucho mis aullidos. Los espectadores, un grupo de colegas de uno y otro equipo, mascan chicle y pelan pipas con sus dientes. Han regateado a mi compañero de la banda derecha; ha sido un tipo bajito y de rizos castaños. Sus piernas me recuerdan a las patas de mi cacatúa. Silbo a uno de mis centrales; parece distraído. Tengo que comandar el asalto al castillo y me encuentro con soñadores que aún creen en dragones. Le grito y parece que me ha prestado atención. Marca inmediatamente al delantero rival. El delantero busca el desmarque cuando el rizado de la banda derecha llega a línea de fondo y levanta la cabeza. Centra el balón. Otra roca catapultada por los salvajes. Todos permanecen quietos con el cuerpo tieso, con sus arcos preparados. Pero no actúan. Tan solo el delantero enemigo reacciona. Se desmarca del soñador. Un tipo ancho de hombros y con agilidad. Yo también reacciono. Corremos juntos, espada contra espada; él quiere derrocarme y violar a las mujeres de mi reino y yo tengo que impedirlo porque desde el balcón de mi castillo los atardeceres son preciosos. Cinco minutos quedaban; ahora serán cuatro. Si atajo el balón o lo despejo de un puñetazo se acabará el ataque. No quiero perder mi castillo ni el valle. Salta el delantero y en el césped botan pequeños trozos de goma; salto yo y estiro mi brazo, recto y firme como un cetro. El balón pierde altura y nosotros dos la ganamos. El saltó antes, y por tanto la cabeza conecta con el esférico en el instante que la punta de mis dedos arañan el cuero del balón. Caemos y no necesito mirar hacia atrás. El espadazo ha sido certero. Se oye rodar la corona más allá de la línea de gol, las almenas caer desplomadas por la roca catapultada, el resonar de cientos de cuernos en los bosques, el chasquido al doblar la rodilla contra el suelo de los soldados de mi reino. El cuadro ya no es el de un rey, si no el de un prisionero de guerra. Y a falta de cuatro minutos para que concluya este partido el enemigo ha sacudido la mesa de tratados de paz con un gran puñetazo.

Pasan los cuatro minutos y suena el silbato del árbitro. La grada no masca chicle ni pela pipas con los dientes: aplauden y gritan elogios a los rivales, los nuevos reyes. Los enemigos se abrazan entre sí. Todos nos saludamos con todos. El balón, sin embargo, sigue rodando sobre el seco césped artificial.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que partidos tan raros juegas últimamente. Me quedo con la expresión que desde tu reino se ven bonitos atardeceres..

RCP