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18 marzo 2010

Parpadeos - 15 (Cenicero de cristal)




Carlos sigue con su moto al Volkswagen blanco, donde van sus amigos Alberto y X; y en el maletero, el cadáver de su novia Lucía. Van a gran velocidad, aprovechando que no hay nadie por la carretera comarcal a esas horas de la noche, tan solo escoltados por la plata que alumbra desde el cielo . Es una noche gélida, inmóvil, salvo ellos, que dejan tras de sí un rastro de humo. Carlos abre un poco de gas, y el gesto de apretar el manillar la recuerda al cenicero de cristal, con el que de un golpe mató a Lucía. Lo siente en su mano, prisionero y esclavo de su furia. Pero lo que Carlos quiere es terminar con todo eso y olvidar. Olvidar lo que ha ocurrido esa noche; acostarse y borrar de su memoria el cenicero, la sangre brotando por la cabeza de su novia, aquella estúpida excursión al río para arrojar su cadáver y el saber que ha hecho algo terrible por culpa de sus impulsos. El coche blanco gira por un camino a la derecha y Carlos tumba su moto para seguirlos. A escasos metros de su moto está el cuerpo de Lucía, con una brecha enorme en la cabeza y los ojos abiertos por la impresión del golpe. A escasos metros Lucía, y en su manillar, el cenicero de cristal, brillante, frío y puntiagudo. Lucía ya no le sonreirá más, porque aquel condenado cenicero acabó con su vida; él no quiso matarla, tampoco golpearla. ¿O sí? Carlos se siente incapaz de decidirlo en esos momentos; el cenicero tampoco. Quizá Alberto y X vayan escuchando música, en silencio, y pensando que por culpa de su amistad con Carlos están envueltos en algo macabro. ¿Por qué tuvo que iniciar esa discusión? Quería de verdad a Lucía, pero ella no se quiso dar cuenta y lo rechazó. Aún escucha el rechinar de sus dientes instantes antes de tantear con los dedos el cenicero sobre la mesa del salón.

El Volkswagen blanco aprieta el paso por el camino, que ahora ya no es de asfalto, si no de grava y tierra. Va dejando tras de sí una estela de polvo. Carlos decide mantener mayor distancia, aunque eso le separe de Lucía un poco más. Polvo y hielo mudo que cae desde el cielo. No soportaba estar lejos de Lucía. Por eso mismo se arrastró como un perro moribundo hasta su casa para ponerse de rodillas y suplicarla que volviera con él. ¡Era la primera vez que suplicaba a una persona! Lucía lo rechazó, como el que rechaza a un drogadicto tirado en una esquina de la calle. Carlos notó que no podía respirar, no era capaz de pensar; su garganta se había cerrado y por ella no corría el aire. Se enfadó con su novia, y la llamo zorra, puta y muchas otras cosas. Ella le reprochó su actitud, que fuese así de mala persona. Le gritó a la cara que la dejase en paz, que no quería verlo más. Entonces Carlos no lo soportó más: cogió el cenicero de cristal de la mesa del comedor y, sin pensar las consecuencias, golpeó a Lucía en la cabeza. La visera del casco se empaña con su vaho. No debe quedar mucho, calcula, para llegar. Todo fue muy rápido: el trallazo del cenicero, su cuerpo desplomándose sobre el suelo del salón y el río de sangre que poco a poco se fue extendiendo por los baldosines de madera.

Alberto detiene el coche: han llegado a una explanada. Hay unas cuantas encinas alrededor. La luna refleja sus siluetas en la oscuridad de la madrugada, da forma al vaho que sale de sus bocas. No hay estrellas en el cielo, tan solo una luna a medio hacer, amarillenta. Carlos frena y apoya su moto frente el tronco de uno de las encinas. Alberto y X abren las puertas del vehículos y salen a la explanada. Ninguno de los tres hablan, y X aprovecha para ir a mear detrás de otro tronco. Alberto observa a Carlos, y luego dirige su mirada hacia el maletero, como queriendo dar su aprobación para seguir con el plan. Carlos siente un peso en su mano; sabe que todavía sigue aferrado al cenicero de cristal, pero no lo quiere mirar, porque si lo hace sabrá que todo aquello ha sido real, y lo que él quiere es tirar el cuerpo de Lucía al río pensando que tira un saco de olivas y olvidarse de esa noche. Alberto se enciende un cigarrillo y ofrece a X otro, una vez ha vuelto. Carlos no fuma, pero tiene un cenicero de cristal en su mano. Huele a tierra mojada; el río está tras las encinas, que lo esconden. Quizá las encinas no quieran ayudarlos en aquel plan macabro. Quizá Alberto y X estén ayudándolo por lástima, o porque tienen miedo de él. Carlos quería volver con Lucía; no separase de ella para siempre y obligarse a olvidarla. No obstante sabe que tiene que olvidar aquello. La policía preguntará dónde está Lucía, qué hizo él aquella noche, dónde se encontraba. Carlos tendrá que pensar una coartada, ¡y rápido! Si no es esta misma noche, posiblemente sea mañana. Él tendrá que demostrar a los agentes que es inocente, y que Lucía y él no se vieron aquella noche. Alberto y X están implicados, así que no es solo tarea de él, si no de los tres, de los tres amigos, que una noche como esa estaban juntos tomando copas en casa de algún otro colega que quizá pueda ayudarlos. Carlos comprende que es básico olvidarse de todo aquello, pero quiere a Lucía; dentro de él siente sus tripas removerse hacia todas direcciones.

X solo ha dado tres caladas rápidas a su cigarro. Lo arroja al suelo y aplasta la brasa con la suela de sus deportivas. Luego, se encamina hacia el coche y abre el maletero. Carlos tiene ganas de abalanzarse sobre X e impedírselo, porque en ese maletero no está Lucía, y él no lleva nada en su mano. ¡Lo jura por Dios! Alberto se aproxima a él. “Acabemos con esto de una puta vez”, es lo único que dirá en toda aquella noche. X acciona la llave del maletero y tira de la compuerta hacia arriba. Ante los tres, tumbado de forma fetal y cubierta con mantas, Lucía, muerta, por culpa de un cenicero; por culpa de su temperamento, de ese fuego que le sale sin control y que hace que cometa gilipolleces.

Es incapaz de reaccionar. Su novia está muerta porque no quiso volver con él, porque no lo quería lo suficiente como para darle otra oportunidad. Su novia está cubierta de mantas por el frío cristal de un cenicero sobre la mesa del comedor. Su novia no se mueve; tampoco las encinas, ni Alberto ni X. Carlos sí. Da un paso tras otro hasta llegar a la altura de X. Coge el bulto por las piernas; X reacciona y ase el cadáver por los hombros. Alberto espera a que sus amigos se hayan desplazado unos metros y cierra el maletero. Después, coge por la cintura a Lucía y se encaminan los tres hacia la orilla del río, franqueado por encinas inmóviles. Carlos quiere acariciar las piernas de Lucía, susurrarla al oído lo mucho que lo quiere, que siente ser como es, que él no quiso golpearla con un cenicero, ¡que la vida es una mierda sin ella! Demasiado tarde. Ella está muerta y tiene que desaparecer. Hasta ese momento Carlos no es consciente de por qué van a arrojar su cadáver al río; algo en él le ha empujado a actuar de ese modo. ¡Él no es un psicópata como esos que salen por la tele! Sin embargo, tras comprobar que Lucía estaba muerta llamó a sus amigos, y les dijo lo que había sucedido y lo que iban a hacer. Sus amigos, aunque con la sorpresa en sus caras, accedieron con un sí silencioso a ayudarlo. Y sabe que aún queda elaborar una coartada que sea creíble. Había cometido un error, y ahora solo pensaba en salvarse, en lugar de haber hecho lo correcto y avisar a la policía. No dejaba de cometer errores; debería pegarse un tiro con la escopeta de su padre. Pero no, él quería vivir; también quería que viviese Lucía, para quererla toda la vida, casarse con ella y tener hijos. Por culpa de un cenicero de cristal ahora nada de eso se cumpliría.

Llegan hasta la orilla del río. El agua circula con tranquilidad y refleja la plata de la luna creciente sobre ella. No se escucha nada salvo el fluir del agua. Como si ya hubiesen arrojado muertos al río en otras ocasiones, de forma coordinada columpian el bulto y al tercer balanceo sueltan sus manos. Lucía, envuelta en mantas, cae al agua, haciendo un ruido sordo. El agua salpica la cara de los tres amigos. Luego, se hunde un poco y es arrastrada por la corriente. Va desapareciendo poco a poco, tiempo suficiente para que Carlos llore. Alberto palmea su espalda. X se enciende otro cigarrillo y se frota las manos para desentumecerse los dedos. “¡Adiós Lucía, lo siento mucho!¡Yo te quería!”, piensa Carlos, pero no lo dice, porque ante todo ha de mantenerse firme con la decisión y no ser débil; bastante que está llorando. Está hecho, y el cenicero de cristal sigue unido a su mano como un demonio. Una ligera ráfaga de viento sacude las encinas, a los tres amigos y a Lucía, que poco a poco desaparece de forma definitiva de la vida de Carlos a través del camino del río.

1 comentario:

white dijo...

Pues eso, un cenicero de cristal que hoy arrojaría a...¿?