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02 marzo 2010

Parpadeos - 14 (Álbum de fotos)




Quiero empezar este pequeño escrito citando una frase de la Madre Teresa de Calcuta, una de las personas a las que siempre admiró mi abuela: “No debemos permitir que alguien se aleje de nuestra presencia sin sentirse mejor y más feliz”. No es una frase cogida al azar, porque precisamente así guió su vida Margarita, mi abuela, a la que hoy despedimos.

Generalmente, cuando escribo una carta a una persona se abre en mi memoria un álbum de fotos, con decenas de sucesos compartidos; voy hojeando las páginas, y veo las imágenes cobrar vida. Son tan sensoriales que muchas veces puedo oler, escuchar, saborear y sentir en mi piel sensaciones asociadas, que estaban ocultas en el recuerdo, y que esa foto activó. Cuando termino de observar el álbum me siento en mi escritorio y no necesito pensar, tan solo seguir sintiendo los recuerdos proyectándose más allá de mis dedos y mis ojos. Ayer domingo, abrí el álbum de fotos de mi abuela. En mi cabeza no dejaban de proyectarse fotos, y de todas ellas saqué una conclusión: mi abuela procuró hacerme sentir mejor y más feliz. Creo que todos opinamos así, porque vivió por los demás, entregando su corazón en cada cosa que hacía, hasta en el mínimo detalle, altruistamente. Es así como Jesús, otro de sus héroes, nos enseñó, y ella lo llevó a la práctica, porque amaba al prójimo; su camino nunca se desvió del cariño y de la humanidad. Ha sido mi mejor maestra, porque no solo he aprendido de ella a amar a los demás, si no a tener un espíritu luchador, a creer en mis posibilidades, a plantar cara a las situaciones adversas, a vivir de forma humilde, honesta y responsable, y por supuesto, a crear. Porque mi abuela fue una persona creativa: cuando no tejía con punto de cruz, pintaba con un pequeño pincel cáscaras de huevos. Y qué decir de sus cuadros. Participó en un táller de pintura, y con la misma ilusión con la que acudía a sus clases nos enseñaba, orgullosa, sus lienzos, que aún basándose en fotos reales reflejaban su vitalidad, su punto de vista personal, su opinión, y su sentimiento. Y eso es arte.

Uno de los temas que más se repiten en mi álbum de fotos es su jardín de la casa de Fuente el Saz, siempre verde, florecido, tierno, oliendo a tierra mojada y a lavanda fresca. Aquel maravilloso jardín hizo feliz a mi abuela, y por supuesto, a todos los que lo contemplamos. No había una sola tarde de verano que no regase la pequeña palmera, el nogal, las innumerables macetas con geranios, el lirio y las plantas trepadoras del muro. Desde pequeño la observé coger la manguera, tapar la boca con el dedo pulgar y dejar que una película de agua cayese sobre las plantas. La hierba era segada con esmero, y los árboles y plantas podados. Y ella, mi abuela, en aquellas tardes soleadas de primavera y otoño, dormía a la sombra del nogal su siesta; o simplemente se sentaba en una silla y se relajaba rodeada de aquel verde, natural y bello.

Naturalidad y belleza, la que ella siempre tuvo no solo en el jardín de la casa de Fuente el Saz si no también en la cocina, aunque de pequeño tuviera mis temores con sus guisos. Nunca olvidaré un sábado, muchos años atrás, en Villanueva de Algaidas, cuando me sirvió un plato de estofado con conejo, y al ver flotando en el líquido una criadilla exclamé con cierto tono de pedantería infantil, apuntando con la cuchara aquel trozo: “Abuela, ya sabes que a mí no me gustan los órganos”. De pequeño, cuando la contemplaba freír pescado rebozado le preguntaba qué era lo que cocinaba, y ella me decía, “muñasgatas”; entonces pensaba que era algo relacionado con el gato, y ella reía con mis disertaciones al respecto. Imborrables son los aromas de tomillo y romero los días que asaba cordero; el de la lombarda al hervir; el de los lenguados y la lubina; el del conejo con tomate; el de las tostadas y el café “Eco” que me servía al desayunar en los veranos en Torremolinos. La cocina de mi abuela me fascinó, y en mi paladar aún saboreo todos aquellos platos, que con mimo nos preparó.

Siempre fue una enamorada del mar. Ella fue mi primera instructora de nado, pero la cosa no salió del todo bien: siendo pequeño, una tarde de playa en Marbella me metió en el agua para que aprendiese a nadar y me zambulló; yo, temeroso, huí despavorido por la orilla gritando: “¡Mi abuela me quiere ahogar, mi abuela me quiere ahogar!”. Pasaron los años y Margarita seguía disfrutando de la playa, dándose sus baños. Su playa favorita era la Carihuela, en Torremolinos, pero si no había coche para trasladarse, bajábamos la calle San Miguel y por ascensor descendíamos hasta Playamar. Se la notaba rejuvenecida con el contacto del agua salpicando sus pies en la orilla; brazos en jarra y mirada al frente. Una de sus fiestas favoritas era la de la Virgen del Carmen, patrona de los marineros; le encantaba la procesión de barcos pesqueros, adornados con farolillos de colores, sacando a su virgen de procesión en la noche malagueña. Recuerdo haber vivido muchas noches de julio, agarrado de su mano, escuchando el estallar de petardos y contemplando los destellos luminosos de los fuegos artificiales. Le fascinaba el mar y todo lo que entrañaba; no había un solo verano que no acabara bronceada, y presumía de ello vistiendo de blanco, de amarillo claro, de colores llenos de vida. Nunca recuerdo a mi abuela haber vestido de negro; sus ropas eran de muchos colores, y los combinaba con una gran elegancia. Porque mi abuela siempre fue una señora muy elegante, que allá donde iba la gente admiraba su estilo.

La gente. Ella se dedicó a cuidar a la gente: fue enfermera. Vivió de primera mano la Guerra Civil, implicada en un hospital; limpió heridas e hizo curas a personas, sin distinción de bandos, porque para ella siempre existió un único bando: el ser humano. Y estudió la carrera, a escondidas de sus padres, porque era su vocación, porque en su corazón siempre hubo sitio para ayudar al que lo necesitaba. Siempre rezó por la felicidad y bienestar de los demás, y su satisfacción era ver en nosotros una sonrisa amplía. Durante muchos sábados escuché frente a sus cajas de pastas y dulces, en torno al brasero de la mesa auxiliar, sus vivencias. Lo hacía de modo apasionado, tanto que muchas veces lograba trasladarme a esos escenarios, y verla obrar por y para el bien, asistiendo en los momentos complicados, con voluntad, energía y disciplina; una gasolina que nunca dejó de fluir por sus venas. Sus historias, lejos de dejar un poso melancólico, traían una moraleja, una lección de la vida más para aprender. En la mayoría de ellas el humor hacía acto de presencia. Mi abuela fue una mujer muy divertida e ingeniosa, con un gran talento para provocar carcajadas. Nunca olvidaré la anécdota del Seiscientos. Se sacó el carné de conducir y se compró un Seiscientos. De lo miedosa que era al volante solía ir muy despacio por carretera. Una vez, contó, llegó a formar en un puerto de montaña una procesión interminable de camiones tras su Seiscientos. Coraje, valentía, agallas, ganas de superarse día a día. Nunca se dio por vencida; “genio y figura”, apuntaba mi padre después de que Margarita acabara de contarnos alguna anécdota del pasado.

Fuente el Saz enmarcó su vida, enlazó épocas: los vecinos, su casita con aquel maravilloso jardín, la familia, la iglesia, el crotorar de las cigüeñas, y la virgen a la que siempre rezó y que llevó consigo, hasta el punto de retratarla en un cuadro. Se le llenaba la boca de Fuente el Saz, promocionó siempre que tenía ocasión su pueblo a los que se interesaban. Se involucró en aquello que le solicitaban sus vecinos, porque para ella eran parte de su familia. Era raro el día que no se acercase algún vecino a tocar la puerta de su casa para interesarse por ella o tan solo saludarla; es muy querida en su pueblo, en Fuente el Saz del Jarama: sobran los motivos.


Su fe en Dios fue el mejor apoyo que tuvo en su camino. Siempre tenía un momento para darle gracias; para pedirle aliento, fuerza; para rogar por los que copábamos su pensamiento. Ella sentía a Dios en todas las cosas que nos rodeaban, nunca se sintió sola, y nos transmitió ese calor a los demás; nos enseñó cómo llegar hasta él. Compartí junto a ella muchas misas, y en esas misas, al lado de mi abuela, me sentía arropado, cómodo, relajado. El tiempo dejaba de existir. La última misa que pasé junto a mi abuela fue en Marbella; en todo momento nos agarramos de la mano, como si hubiera retrocedido en el tiempo, hasta la niñez. Canté y escuché junto a ella, y al salir de la ceremonia me sentí relajado y abrigado. Fue la última, y quizá la más intensa que compartí a su lado.

Para ella sus nietos eran su tesoro. Así nos hizo sentir en todo momento. Marta y yo disfrutamos con la abuela, y la abuela con nosotros. Nos acompañó a las cabalgatas de los Reyes Magos, recorrimos de su mano Fuente el Saz, Madrid y Torremolinos, nos llevó a montar en los cacharritos y en las atracciones, nos dio caprichos, y siempre deseó que al menos uno de nosotros dos durmiera en la cama de al lado, compartiendo su habitación. También nos echaba de pequeños una lágrima o dos de vino en la gaseosa: “Es para darle color. Un poco a los muchachos no les va a hacer daño”, se justificaba ante la mirada de mi padre. Sabía cómo distraer a sus nietos traviesos. También nos enseñó a ser personas de provecho y buenos cristianos, porque ella creyó en la combinación de imaginación y responsabilidad, de fantasía y realidad.

Por todo esto, y por muchas cosas más, Margarita, mi abuela, mi heroína, se merece nuestro amor, recuerdo constante y el cariño más absoluto. Me ha llenado de energía, de tardes sobre césped recién cortado, de brisa salada, de bocinas en el tío vivo, de capítulos de su vida alrededor de un brasero, de paseos, de cordero y de muñasgatas, de ganas de mejorar, de carcajadas, de diarios de viaje, de fe en uno mismo, y de un verso que se repite como un eco; lleno de ritmo, de musicalidad, de alegría, que me invitará a hojear cuántas veces sea necesario el álbum de fotos que ella y yo hemos compartido, y que con celo guardaré en mi corazón.

Hasta siempre abuela. Te quiero mucho.

5 comentarios:

Munones dijo...

:-)

Alejandro Marcos Ortega dijo...

Ahora sabemos que si hay algo después de la vida, allí habrá una abuela muy orgullosa de su nieto ;)

white dijo...

cuando escribes con el alma, eres el mejor. Besos.

piero dijo...

En fin...

Begoña dijo...

Me ha gustado mucho el párrafo en que la describes en el jardín de su casa tan bien cuidado. Era como si pudiera verlo.