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20 enero 2010

Vidas en Sueño - 59 (Mi primer funeral)




Salí de aquel portal aún con la boca reseca y la cabeza de hormigón. Podía sentir las legañas arañar los párpados, las fosas nasales a medio tapar. Lo único que identifiqué en aquel instante fue el sol, picante, que golpeaba en pleno rostro. Me cubrí con el dorso de la mano a modo de visera, y observé a ambos lados: gente paseando, coches, edificios grises, maletines, un perro cagando bajo un árbol; lo normal en Madrid. El problema era que no tenía ni puta idea dónde estaba. Me había despertado en un piso de estudiantes, sobre el suelo del salón, en calzoncillos y con fuerte olor a vómito proveniente del sofá. Por la gente que había repartida en la sala, todos dormidos, o inconscientes, o muertos, debió ser una juerga considerable. Ahora tenía resaca y tenía que sobrevivir a la rutina. Me puse en marcha; tenía que buscar algún sitio donde poder esconderme de las llamas, y de paso llevarme algo a la boca. Deambulé entre calles, plazas y avenidas como un vagabundo, sujetándome con una mano cabeza, sin levantar la mirada del suelo, chocando con la gente que se cruzaba en mi camino. Me dolía todo el cuerpo.

Un olor a humo de puro me hizo alzar la vista: un bar. Entré. “Paco el Leñador”, exhibía el letrero sobre la puerta principal. Y ahí estaba Paco el Leñador tras el mostrador: calvo, enano y con los dientes sobresaliendo de los labios. No había nadie más; los cadáveres de sus clientes los debería tener en el congelador. Pedí una cerveza y un pincho de tortilla, y Paco dio un saltito como si le hubiesen clavado una aguja en el culo. ¡Cojonudo, un subnormal!

-Menudo día tan bueno que hace hoy, ¿verdad amigo?
-Sí, eso parece.
-¿Está usted bien? Si quiere le pongo un café bien cargado.
-No, con la cerveza y el pincho estoy bien, gracias.
-Mire que no me cuesta nada ponérselo. Invita la casa.
-No.
-Permita que insista.
-¡QUÉ NO, JODER! Póngame la cerveza y el pincho de tortilla que le he pedido, Y PUNTO. Gracias.

Paco el Leñador se fue cabizbajo hacia la cocina. Yo saqué del bolsillo del pantalón el paquete de tabaco que le robé a un tipo en el salón, y me encendí un cigarrillo. La brasa anaranjada apuntaba hacia el televisor. Una mujer con el pelo recogido y un traje oscuro estaba dando las noticias. Drogas, guerras, mafiosos, terremotos, inundaciones, incendios, tifones, asesinatos, más droga, inmigrantes ilegales enganchándose en las alambradas fronterizas, partos prematuros, discusiones entre políticos, manifestaciones, cristales rotos, gimoteos, destellos de sirenas... la misma mierda de todos los días. La mujer parecía complacida con lo que relataba. Y Paco el Leñador que llevaba diez minutos sin salir de la cocina; estaría llorando desconsoladamente.

“Y ahora noticias locales”, pregonó la muchacha de las noticias. “Hoy a las cinco y diez de la madrugada un tremendo accidente de vehículo ha conmovido a la ciudad. El vehículo siniestrado impactó frontalmente contra un árbol. El conductor falleció en el acto. Pruebas forenses afirman que su tasa de alcohol era muy elevada. Personas cercanas al muerto identificaron su cadáver...”. En pantalla apareció una foto... ¡APARECIÓ MI FOTO! ¿Qué coño hacía mi foto ahí? Aplasté el cigarrillo en el cenicero y me encendí otro. La presentadora dijo mi nombre con sus dos apellidos. Se me erizó el vello de los brazos. “El funeral se celebrará en la iglesia de la Consolación, junto a la parada de metro de La Elipa, hoy a la una de la tarde. Desde aquí nuestras condolencias a sus familiares. ¡Y ahora deportes!”. Consulté mi reloj; me lo había dejado en aquel antro. Consulté el reloj de pared junto al bar; se había quedado congelado en las seis y veinte de algún día olvidado. De entre las cortinas de la cocina apareció Paco el Leñador con un trozo generoso de tortilla, humeante.

-Espero que le ayude a recuperarse -me sonrió con la boca cerrada, con un poso de lástima.
Se giró y fue hacia la máquina de café.
-Gracias -trinché un trozo con el tenedor y le di un bocado. Estaba deliciosa- ¿Por cierto, qué hora es?
Paco se subió la manga de la camisa y consultó su reloj.
-Las doce y media, caballero.
-¡Hostias! He de irme. Tome -y arrojé sobre el mostrador un billete de cinco euros-, quédese con la vuelta.
-¿No va a comerse la tortilla?
-Tengo que irme.
-Si quiere se la pongo en pan y se la lleva usted, para comerla cuando quiera.
-Tengo que irme.
-Me costó mucho hacerla.
-Tengo que irme, COÑO. Métase la tortilla por el culo.

Salí de aquel bar con Paco de fondo diciéndome adiós con la mano; menudo gilipollas. Seguía sin ubicarme. Hubiera sido buena idea haber preguntado al leñador dónde pelotas estaba. Era como si aquel barrio hubiese aterrizado de repente en la ciudad. Anduve más calles y callejuelas, rodeado de sombras y paredes ennegrecidas, con palomas sobrevolando mi pescuezo, hasta que di con una parada de metro: Aluche. Me di cuenta que estaba en la otra punta de Madrid respecto a mi casa; mi casa estaba a tomar por culo de cualquier otra punta de la ciudad, y donde tenía que ir distaba un par de decenas de estaciones. Bajé las escaleras de acceso y salté los tornos de la entrada. Un poco de ejercicio no me vendría mal, y no me apetecía buscar el metrobús.


***


Salí del metro sofocado, sudando alcohol. Cuando entré en la iglesia ya era más de la una y cuarto, según marcaba el reloj digital incrustado en la cruz parpadeante de una farmacia. Estaba toda la fiesta montada. Enfrente, el sacerdote, uniformado de blanco y púrpura, con los brazos en cruz; hablaba de mí como si fuese mi propia madre, con un tono grave, chillando las sílabas acentuadas. Arrastraba las palabras como si fueran cadenas oxidadas. Rodeado de flores y cirios encendidos, una caja de madera rectangular, inclinada de tal modo que se veía el contorno del crucifijo de la tapa. Conté cinco personas en total, todas ellas sentadas en la primera fila de bancos; demasiadas personas si se trataba realmente de mi funeral. La nave era reducida, oscura y emanaba un tufo a formol, incienso y hierba podrida. Observé el ataúd. ¿Quién estaría dentro? Hasta ese momento no me dio por pensarlo. A lo mejor tenía un hermano gemelo y nunca lo supe; a lo mejor el cadáver estaba tan hecho mierda que se parecía a mí; quizá se tratase de un sueño, o de una alucinación; posiblemente me hubiese vuelto loco. El sacerdote bajó de forma drástica el volumen de su voz, y negó con la cabeza. Todo era muy melodramático, como una telenovela venezolana. Aquel predicador sufría realmente: su voz se quebraba y tenía los ojos enrojecidos. Sólo le faltaba sacar un látigo de tres colas y fustigarse por mi muerte. Los cinco tipos que estaban sentados parecían maniquíes; ni un movimiento, ni un ronquido, ni siquiera una tos.
Me aproximé al altar.

-Señor, apiádate del alma de nuestro hermano muerto. ¡APIÁDATE SEÑOR!
Acto seguido, dijo mi nombre, como el que anuncia a una estrella de rock por megafonía. Apretó las manos en un puño.
-Yo no me he muerto, cojones -dije, dando un par de pasos al frente y callando las aspas del ventilador sobre una de las esquinas.
-Ya lo sabemos hijo, pero sí ha muerto una persona; así que siéntate y respeta al dolor de sus familiares -el cura movió en abanico el brazo, señaló a los del banco.
-Es que yo soy el que se supone está ahí dentro –apunté al féretro-. Bueno, no es así exactamente.

Los cinco del banco se giraron al unísono: mi hermana, su novio, una muchacha con el pelo rapado y que no conocía de nada, la portera del piso y mi casero. Mi hermana gritó como si cantase gol. La portera se desmayó y cayó sobre las piernas del casero. Los demás se quedaron tiesos.

-¡ESTÁS VIVO! -exclamó mi hermana con los ojos muy abiertos.
-Eso parece.
-Imposible -susurró el sacerdote.
-Pues parece ser que sí.
-¿Pero entonces a quién queremos enterrar?
-No lo sé. Yo empezaría por levantar la tapa –indiqué con la mano rígida la madera barnizada.
-¡Por los clavos de Jesucristo! –se santiguó el sacerdote.
-Si nosotros vimos tu cadáver -aulló mi hermana-. Nos lo enseñó un inspector para confirmar que eras tú.
-¿Y cómo sabía ese individuo que era yo el del coche? ¿Se lo dijeron los astros?
-Sencillo hermano; era tu coche el que se estrelló. También encontraron tu cartera, con el DNI, en la guantera.
-¡Mierda! ¡Encima me han robado el jodido coche y la cartera!
-¡Jesús Bendito! –interrumpió el párroco, con los dedos de sus manos entrelazados.

Me imaginé la escena de la identificación de mi supuesto cadáver. Una habitación de mármol blanco y un tubo fluorescente que no deja de parpadear. El médico forense levanta un par de palmos de la sábana blanca que cubre el cadáver y aparece el rostro medio deforme de un tipo muerto. El inspector pide a mi hermana y a los demás que escruten el rostro, que se tomen un tiempo, y que confirmen si el muerto soy yo. Mi hermana estira el cuello como un avestruz y se petrifica. Pasan un puñado de segundos como golpes de gong, y tras los mismos se arroja a los brazos de su novio. Llora desconsoladamente, le da puñetazos en el pecho; la portera y el casero asienten sin mediar palabra; la rapada le da un sorbo a su lata de refresco; el inspector dibuja unas montañas en su libreta. El tubo fluorescente no deja de titilar. Después de la confirmación, el médico vuelve a tapar el rostro del cadáver y empuja la camilla hacia otra sala.

-No visteis mi cadáver. Ni de coña. ¿No ves que estoy aquí?
-¡Lo vi con mis propios ojos! ¡Eras tú, mi hermano!
-Imposible -de nuevo el sacerdote, apoyado con las manos sobre los hombros de mi hermana.
-Estarías borracha. No se me ocurre otra cosa.
-Bueno –intervino mi cuñado-, cierto es que el muerto tenía la cara un poquito requemada, y con la emoción del momento… joder –tartamudeó-, estas cosas pasan.
Me quedé callado, barajando la posibilidad abofetearle.
-¡Hermano, estás vivo! –berreó mi hermana, al tiempo que me aprisionaba entre sus brazos.
-Sí, pero no me ahogues. Por cierto, ¿ésta quién coño es? -dije señalando a la calva.
-La última persona que por lo visto te había visto con vida; una prostituta que trabaja en un club de carretera, dirección a Toledo.
Me vinieron al recuerdo Paco el Leñador y todos aquellos inútiles del salón donde desperté.
-Oigan, esta mujer no se despierta. Échenme una mano -suplicó el casero, con la cabeza de la portera entre sus manos.

Un par de horas más tarde quedó todo el embrollo resuelto. Tuvimos que llamar a la policía, que se presentó con el inspector al frente. Abrimos la caja del ataúd con una ganzúa, al mismo tiempo que el sacerdote se persignaba, para confirmar que el muerto no era yo, si no otro tipo. Trámites burocráticos. Me hicieron mil preguntas, intentando relacionarme con el muerto y con el club de carretera. Cotejaron mis huellas dactilares, hasta me preguntaron mi signo del horóscopo. Se dieron por vencidos, y el inspector me devolvió la cartera: sólo estaba el DNI y un par de cupones descuento del supermercado. No había rastro de los billetes de euro.

Había salvado mi vida. Estaba agotado de demostrar a todo el mundo que no era un cadáver. Al menos conseguí conservar mi identidad; fue lo único. El casero de mi piso, dándome por muerto, o por apestado, había quemado mi ropa y el colchón de mi piso.

2 comentarios:

white dijo...

De aquí al cine, fijo.
Ya sabes que me gustó cuando la escuché. Besitos

Unknown dijo...

Si es que eres una fan de mis locuras jajajaja.

Me alegro te gustara compañera. Un beso