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25 enero 2010

Parpadeos - 11 (Héroe)




Diez y media de la mañana. Perdona, ¿diez y media de la mañana? Joder, sí que se me ha hecho tarde. Tendría que estar a esas horas tomándome el primer café de la mañana, o el segundo, en la oficina, con sus paredes de corcho y olor a puro muerto y cañerías de desayuno. Tendría que estar ahí, con mis colmillos de zorro aletargados y la cola metida en los calzoncillos, escuchando pop de la generación de mis padres, luchando por poner un minuto más la calefacción, con el maldito timbre del teléfono perforando mi paciencia. Debería estar colgado de las pelotas, y sin embargo estoy a pocos metros de las taquillas del metro, a unos cuarenta minutos de todo ello.

El túnel murmura algo, se queja de tres en tres minutos, como la tos de un asmático; monótona y llena de angustia. Aumenta el sonido. Está claro, ya llega. Maniobro rápido: al mismo tiempo que saco del bolsillo interior de mi cazadora el cupón del abono mensual me dirijo a las taquillas a trancos. Blando el billete frente a la máquina, y antes de que reaccione la ensarto con el cartón. Tajo limpio, aspirado, que recorre sus entrañas como un parásito asesino. Agonía de metal. Sale el billete por la joroba; agua expulsada por la giba. Con mi muslo violo el rotor de entrada; músculo contra metal. Cede el acero. El resto del cuerpo pasa, como un recorte a un toro. Nadie dice ¡olé! En tanto, el gusano asoma la cabeza tras el túnel, aullando los frenos.

Un tramo de escaleras mecánicas; es lo que me separa de él. Galopo, y bajo las escaleras como si escapase de un incendio. Esquivo a gente, me aferro a la goma de la barandilla móvil, escucho el crujir de las láminas escalonadas. Hago mucho ruido, choco con algún hombro. El tren está detenido y de sus puertas salen un puñado de personas. Calma tensa. Bajo escaleras. Un pitido. Apuro la bajada. Las puertas comienzan a cerrarse. Tres metros de sprint final. Se cierran un poco más. Zancadas de guepardo. ¡Mierda! Todos me miran en el vagón. ¡Mierda! Poco menos de un metro, puertas a medio cerrar. ¡Hostias!

Un brazo surge del vagón. Recto y valiente. La mano aferra la puerta. Se detienen las puertas. El gusano sigue detenido. De una zancada entro en el compartimiento. El brazo suelta su presa. Suena el silbato de nuevo. Las puertas se cierran. Miro a mi diestra. Lleva unos auriculares puestos, pantalones anchos, y a sus espaldas una mochila. Me observa; ningún gesto en su rostro. Le sonrío y le doy las gracias. Asiente el muchacho. El metal reanuda la marcha.

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