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25 marzo 2009

Vidas en Sueño - 46 (Ascensor gaucho)





Querida madre,

Tal y como te prometí hace una semana te escribo esta carta para contarte cómo fue la presentación de mi libro. Me hubiera encantado que hubieras podido venir, pero entiendo que tantos miles de kilómetros se hacían imposibles. No esperes que me centre en describirte el ruido de aplausos protocolarios de todos aquellos que se hacían llamar críticos, ni del cocktail de recepción —que por cierto, dejaba bastante que desear—, ni mucho menos los elogios huecos que mi editor escupió por la boca en el acto. No, todo aquello pasó a un segundo plano. Un camarero argentino se encargó de hacer de aquella tarde una de las que no se olvidan jamás. Sé que lo que te voy a contar seguramente no te agrade, incluso que me respondas sobre lo que es correcto o no, pero eres mi madre, y la seguridad de la carta me da valentía para desahogarme; como todas aquellas noches en la cocina, tú y yo, y los guisos como únicos testigos. Con quién mejor que contigo, que me pariste y dedicaste tanta paciencia y cariño.

Sobre la presentación de mi novela, poco que contar. Llevaba cinco copas de vino, y no conseguía sentirme cómoda en aquella reunión de intelectuales, vestidos con trajes oscuros, que fumaban cigarrillos caros. Sus palabras sonaban a trompetas desafinadas, y sus alientos expelían el mismo olor a podrido y azufre que las tuberías atrancadas de mi fregadero. Sonreían como mercaderes al presentarse como críticos, y según Adolfo, eran los mejores. "Nena, ponte tu mejor vestido, sonríe, asiente cuando hablen, y tu libro recibirá buenas notas en sus revistas y periódicos". No sé por qué siempre hago caso a mi marido. Intenté beber vino para desinhibirme, pero se me pegaba en el paladar como pellejo de melocotón, y su sabor parecido al café me recordaba al mismo vino de garrafa que ha bebido toda la vida papá. Lo único que estaba logrando era emborracharme.

Deambulé por la sala, intentando pasar desapercibida. Los zapatos de tacón me estaban rozando, me apretaban con saña los dedos. Yo con tacones, mamá… lo que hay que hacer para vender cuatro libros. Observé a mí alrededor, buscando una señal quizá, un punto de relajación, una vía de escape. Vi la puerta del ascensor, y de pronto me apeteció irme a la calle a respirar aire puro. Pulsé el botón de llamada, y al abrirse las puertas ahí estaba él, moreno de piel, mangas de camisa remangadas, exhibiendo unos antebrazos grandes y duros comos rocas, semblante juvenil, pelo alborotado, hombros ensanchados, aspecto vigoroso, y un acento tan musical, tan dulce, tan provocador que sentí arder mis mejillas de vergüenza. Con gentileza se hizo a un lado y me invitó a pasar, y yo, que entre los vapores del alcohol y sus ojos fundidos en el rojo del vestido, enganché la aguja de tacón del zapato con la ranura de la cabina y trastabillé; él me sujetó con firmeza y soltó una carcajada. Y contemplando sus dientes blancos como cal escuché la sonrisa más preciosa que recuerdo. Me reincorporé, más avergonzada si cabe, y le di las gracias con un hilo de voz.

Se llamaba Román, nacido en Buenos Aires, y no pude saber nada más de él, ya que, y a falta de tres pisos para llegar a la planta baja, como si mi brazo no respondiera a mis razones, se alargó como si fuera de goma y pulsó el botón de Stop. Román me observó con una ceja enarcada, y vi sus labios despegarse lo justo para escuchar su aliento. Se abalanzó hacia mí, y yo olvidé la presentación del libro, a mi marido y el sentido de la cordura; todo ello lo perdí cuando su lengua rebañó mi boca. Estaba empapada, era carnosa, traviesa y sabía a chicle de clorofila. Ese beso me transportó a mi adolescencia, aquélla que intenté traducirte del mejor modo, y que tú justificabas como etapa transitoria y volátil en la vida. Luego me rodeó con sus brazos, y me giró; no opuse resistencia. Me colocó contra la pared de la cabina, con delicadeza. Mi rostro estaba aplastado sobre la superficie de plástico. Noté el calor de las yemas de sus dedos por mis muslos y mis bragas bajar por mi piel erizada; escuché el bajar lento de una bragueta. Estaba muy excitada, y temblaba como un flan. Él apartó el pelo de mi lado izquierdo, y me susurró casi pegado a mi oreja, con su acento argentino. Me llamó divina, y yo le supliqué que me hiciera el amor.
Le noté profundo de mí, con un empuje de toro bravo que me aplastó del todo contra la pared. La cabina olía a clorofila y a vino del malo. Embestía con fuerza y potencia, con un frenesí que hacía entrar mi cuerpo en combustión. Sus gotas de sudor se precipitaban sobre mis nalgas. Me agarró por la cintura con ambas manos, y de vez en cuando viajaban hasta mis pechos. Los amasaba como si fuesen de arcilla. No paró de penetrarme con la misma fuerza con la que comenzó, y yo me notaba de chicle, elástica, mezclada de saliva y jugos. Varios minutos estuvimos así: mis jadeos estrellados en la pared, y sus palabras argentinas enlazando con un galope de potro desbocado. El placer extremo, salvaje, infernal, constante, me había hecho olvidarlo todo, y el vino se había evaporado. Mamá, volví a saborear el fuego de un orgasmo. Román me susurró al oído "piva adorable, mi turno". Impuso ritmo frenético, y a los pocos segundos se detuvo de golpe, se tensó como las cuerdas de un violín y soltó un gemido que ahogó con un bocado en mi cuello.

Minutos más tarde, acalorada y con la vista un poco nublada, me bajé en la planta baja. Román se despidió con un beso largo y un guiño gamberro. Abandoné el edificio y me fui a tomar un café; necesitaba escribir en la memoria todo aquello.
Al cabo de una hora me llamó al teléfono móvil Adolfo. Me preguntó dónde estaba, y yo le colgué. Luego le mandé un mensaje, donde le pedía unos días de distancia para pensar, y para hablar. Aquel argentino adorable me hizo regresar a lo que siempre he sido, a abandonar la rutina que el matrimonio me había impuesto. No voy a volver con él, pero se lo explicaré. Sé que como mujer y como madre me apoyas en todas mis decisiones —aunque a veces te haya costado—, y con un guiso de por medio, en tu cocina, mirándome a los ojos, también me entenderás.



Tu hija que te quiere,
Claudia

7 comentarios:

Unknown dijo...

¡¡¡Qué confianza tiene con su madre!!!
En fin, una vez más me sorprendes. Éste tipo de relatos me encantan... Y además te echaba de menos. Espero que nos veamos pronto.
Un beso!

Munones dijo...

Eso es una madre, si señor.

Bueno bueno, los resultados del curso erótico se van viendo plasmados en tus obras.

Mejor no pensar que te ha inspirado en el relato xD.

Cuidese

Anónimo dijo...

Una vez te dije que los relatos con cierta carga emocional eran tu especialidad, pero..ufff!!!! estos relatos subidos de tono mejoran por momentos.
Lo de contárselo a la madre.. tal que así... que heavy!!!! jajaja

Besos
RCP

Anónimo dijo...

Jaja... en primer lugar creo que el nombre de Claudia te debe gustar bastante porque si no me equivoco ya lo has usado más de una vez en tus relatos. Y en segundo lugar, aunque lo que describe la carta no es imposible... lo que yo vería imposible es contarle a mi madre eso con tanto detalle... por mucha confianza que yo tenga, es mi madre!!!! jaja...

Muy chulo!

lys dijo...

Hoy he leído (casualidad) dos relatos de encuentros sexuales en el ascensor. Esta historia tuya es la mejor, contada por una mujer pero tiene corazón de hombre.

Un beso

febade dijo...

Hola Zorro

Acabo de releer ascensor gaucho, me sorprende un poco la intimidad descrita en la carta dirigida a la madre, pero quitando ese punto, me ha gustado tanto que comenzaré a leer todos los capítulos de "Vidas en sueño"

Un placer leerte.

Revue dijo...

Hola compañero de batallas!

He leído y disfrutado este relato. Subidito de tono. Y luego te ríes de mis cochinadas del foro, jajaja

Un abrazo

Revue