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28 abril 2009

Vidas en Sueño - 47 (Campanillas)




Despertó abrazado a una botella de ron vacía, adherida a su piel como una verruga. El colchón olía a sudor y a alcohol. Bostezó, y estiró los brazos al límite del desmembramiento. Sentía sus músculos tensos como piedras, el cuello de cemento. Movió hacia atrás los hombros, y su espalda sonaba como una pandereta. Se encendió un cigarro, y una arcada violenta le sacudió por completo. Escupió al suelo. Intentó recordar qué fue lo que condujo hasta aquella habitación sucia y mugrienta, y sólo cuando de su memoria salieron a empujones los silbidos de las balas, el olor de la sangre y el sabor a vinagre del pasamontañas, pudo entenderlo todo. Sobre la mesilla de noche reposaban un revólver y unos cuantos fajos de billetes de cien euros. Cogió uno, y los acaricio como si fuera de terciopelo. La habitación estaba en penumbra, salvada de la oscuridad por un haz de luz, que se estrellaba sobre el cuadro de una imagen del Cristo crucificado.

Se incorporó de la cama, y sus tripas retumbaron de forma violenta; estaba hambriento, y en aquella habitación llena de polvo no había nada comestible. Y se había acabado el alcohol. Se duchó, se vistió con la ropa esparcida por el suelo, y ajustándose los billetes en su gabardina salió a la calle.

Deambuló por la gran avenida, abriéndose paso entre la multitud con su cabeza gacha. Hacía calor. Había mucha gente. Sólo sabía hacer bien una cosa: el mal. Aquel banco que atracó causó destrozos, heridos, y algún que otro muerto. Tanteó uno de sus bolsillos interiores, para saber de primera mano el motivo: el dinero. ¡El puto dinero! Tenía que cambiar; buscar un trabajo, distracciones, intentar volcarse en sus aficiones, viajar... ser como los demás. Chasqueó la lengua, consciente que no era la primera vez que lo pensaba. Se sentía como un perro sarnoso. Escupió al suelo, y negó, cabizbajo. Minutos más tarde sus pasos fueron a parar frente al escaparate de una panadería. Dentro de él bandejas de pasteles y bollos excitaban su estómago, le hacían relamerse. Podía sentir su aroma de frutas, chocolate y harina recién horneados. Empujó la puerta de entrada, y unas campanillas anunciaron su entrada.

Tras el mostrador, una anciana de rostro cadavérico y pelo cano largo y estropajoso colocaba una bandeja de barras bajo el cristal sucio. Olía a lejía y a humo de puro. A lo lejos, se escuchaban voces de metal gritando a coro; era la radio.

—Hola, quiero un bollo— dijo con tono ausente.
— ¿Qué bollo quieres? ¿O tengo que esperar todo el día?
—Me suda la polla señora, el que más le guste.
—A mí no me hables así, que a ver si lo que te llevas son un par de guantazos.

No habían empezado bien aquella vieja y él. Era consciente de ello. Se acordó de sus propias reflexiones, y de sus ganas de mejorar.

—Está bien, está bien, tengamos la fiesta en paz señora— apretó los dientes, se pasó la mano por el cabello, y suspirando, señaló una napolitana de chocolate- .Quiero éste.
— ¿Ya se ha decidido el señor marqués? Pues mira, ésa no te la voy a dar, así aprenderás a tratar a la gente mayor con más respeto. Lárguese- y señaló con su dedo índice, huesudo y arrugado, la puerta.
—Señora... — suspiró de nuevo.
—Ni señora ni leches. Y como no te vayas ya llamo a la policía.
— ¡Sólo quiero un puto bollo y me voy, coño! — bramó.
—Está bien, llamaré a la policía.

Con decisión soltó el auricular del teléfono y se dispuso a marcar los números. Sólo se dispuso a ello. Se detuvo cuando fue encañonada por el revólver.

—Cuelgue ese teléfono y déme un puto bollo— dijo arrastrando las palabras, acentuándolas con lentitud, sin prisas.
— ¿Me estás amenazando? ¡Qué descaro! ¡Venga valiente, dispara a una vieja indefensa!

No lo pudo evitar. El dedo índice apretó el gatillo, y la bala reventó su cráneo. Frente a él, un cuerpo tambaleante, sin cabeza emanaba sangre hacia el techo como una manguera sin control unos segundos; luego se desplomó. Su gabardina, el mostrador, los bollos y los panes estaban embadurnados de sangre. Sonaron tímidamente las campanillas.

Se limpió con un trapo sucio los restos de carne y sangre, y con la cabeza gacha, hambriento, salió a la calle. Sobre el mostrador, un billete de cincuenta euros y una napolitana de chocolate menos.

2 comentarios:

Munones dijo...

El inicio del relato me ha recordado a algo que hemos hablado este finde ;).

Tendré cuidado cuando vaya a la panadería por si me topo con este personaje.

Unknown dijo...

La abuela esa los tiene cuadraos. Pero en la vida a veces hay que arriesgarse...
De todas maneras, tu protagonista no es el único desquiciado que anda suelto. Por lástima hay más de uno.
Muy bonito, como todos los tuyos... lo he leido hoy en clase. Cuando he visto el mail me he puesto como loca. Menos mal que no me han dicho nada... jajajajajajajajaja
Un beso!!!