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03 marzo 2009

Vidas en Sueño - 45 (El bucle malva)




La última vez que había visto a Claudia fue en una fiesta en su casa, en plena efervescencia adolescente, cuando las hormonas y el temperamento se mezclaban con alcohol barato en vasos de tubo, y el cóctel resultante se bebía de un sólo trago. Después de catorce años seguía conservando el hoyuelo en su mejilla al sonreír, y esa mirada risueña de antorcha azul. Había entrado en una tienda de ropa, en busca de un abrigo que me defendiese de la bajada del mercurio que azotaba Madrid, y allí estaba ella, doblando unos cuantos jerséis a cuadros grises y rosas. Tarareaba una canción que flotaba a través del hilo musical del local. Estaba sola; no había nadie más. Me acerqué por su flanco, apoyé mi mano en su hombro, y la nombré. Giró el cuello, y con la misma rapidez que la hube identificado, ella hizo lo propio. Se enganchó de mi cuello y me dio un beso en cada mejilla.

Hablamos largo y tendido sobre nuestras vidas y experiencias, haciendo atajos atemporales, buscando asociaciones con el pasado. Claudia dejó los estudios al acabar el instituto, y se dedicó a la vida de nómada; su único equipaje era una maleta -que hacía y deshacía cada dos meses-, y a la que iba añadiendo pequeños detalles de las ciudades que había pisado. Pasaron los años, y su compañero de odisea la abandonó por una mujer que le doblaba en años, pero que según él "le hacía dar otro sentido a su vida". Desanimada, regresó a Madrid suplicando asilo político a sus padres. Ahora estudiaba un curso de auxiliar administrativa y se sacaba un dinero extra trabajando en aquella tienda. Mientras me relataba su pasado yo me limitaba a saborear su perfume; el mismo aroma dulzón de siempre, que me transportaba de nuevo a la fiesta en su casa. Sus mejillas coloreadas, el calor de su piel, sus labios húmedos, y el cuarto de baño donde me metió de un sólo empellón... avispas que habían permanecido infiltradas entre mis bolsillos, y que ahora me rodeaban con su zumbido, me hincaban sus mandíbulas a lo largo de mi piel. Por cada mordisco, una foto montada en marco de reminiscencia.

Claudia se rascó el hombro, dejando entrever la cinta elástica malva de su sujetador, y me pregunté si no era ése el mismo sujetador malva de encaje que se quitó frente a mí, rodeado de toallas y besos babosos. Hasta el momento me limité a escucharla, asintiendo con la cabeza o forzando una mueca. Me tocó el turno de escupir mis penas y alegrías. Narré por la superficie tres o cuatro trivialidades, y ella me miraba casi sin pestañear, con su hoyuelo de la mejilla bien definido. A ratos se mordía el labio inferior, el mismo que mi lengua recorrió. El globo del pasado estalló con un alfiler.

-Y dime, ¿qué es lo que buscabas? -me preguntó Claudia con un jersey arrugado que atrapó entre sus manos.
-Quería mirar algo que abrigue más que esta cazadora -respondí tirando de una de las mangas.

Me guió hasta la sección de chaquetas, cazadoras y abrigos. Había bastantes modelos, que ella misma se encargó de descartar o reservar para mi juicio posterior; sentía intrigar por averiguar con qué abrigo me recordaría otros catorce años. Estaba tras ella, y pude apreciar su cadera, su cintura, sus piernas flexionarse y estirarse. Fantaseé con sus glúteos a merced de mis azotes. De vez en cuando giraba el cuello, y perdía la referencia de la luna creciente que llevaba tatuada en la nuca. Repasé mis labios con la lengua. Al cabo de unos minutos, se giró con el abrigo apretado sobre su pecho y una sonrisa abierta estampada en la cara, mostrando sus dientes.

-¡Éste te quedaría fenomenal! Además, te favorece muchísimo -guiñó un ojo y emitió una risilla tan musical que creí haber escuchado una flauta-. Vente al probador, que allí hay espejo y así puedes ver si te gusta o no, y si te queda bien.
-Vayamos pues- respondí con el sudor de mi frente, que se deslizaba por las sienes.

Abrió la puerta y con un gesto de su brazo me invitó a pasar. Olía a ambientador de coche. Frente al espejo, en primer plano yo –tenso-, y tras de mí Claudia, que me acomodaba la chaqueta. Apretaba con sus dientes la lengua por un lado. Con suavidad me giró, y enfrentamos en un espacio sin aire su rostro y el mío. Con sus manos repasaba los pliegues del abrigo, tiraba de una manga, me bajaba la solapa. Una maza golpeaba mis huesos, agarrotaba mis músculos. Su mano rozó mi cuello; sentí erizarse todos los pelos de mi cuerpo. No dejaba de escrutar como un detective la forma redonda sus pechos insinuados a través de su camiseta negra. Cerré mis manos en puño; los nudillos crujieron, se volvieron amarillentos. Terminó con los retoques y alzó la cabeza.

- Bueno, ¿qué te parece? ¿Te gusta?
- Ya lo creo que me gusta.

Y actué por puro impulso. La agarré por la cintura y la besé. No encontré resistencia, sino fuego al roce con su lengua esponjosa. Se retorció y suspiró con fuerza. Nuestras bocas sangraban saliva. Me empujó hacia dentro del cubículo, y cerró la puerta con violencia. Perdimos la noción del tiempo, del espacio, de la cordura. Nos desnudamos con agresividad, como dos gladiadores, sin dejar de besarnos, de mordernos los labios como lobos hambrientos. Bajo la camisa, el sujetador malva que catorce años atrás vi por primera vez. Se lo quité, y una vez liberados, sus pechos bailaron para mí como si fueran de gelatina. Los acaricié, los junté, los manoseé. Los saboreé con el ancho de mi lengua; sabían a jabón. Claudia pasaba su mano por mi cabello. Me condujo a golpe de cadera a un lado, hasta que mis gemelos golpearon una butaca; el último golpe hizo que me sentase. Estábamos totalmente desnudos, batiendo nuestras pieles en un mismo puré. Sus uñas arañaron la piel de mi espalda cuando sobre mis piernas comenzó a cabalgar. Botaba como un cabrito en celo, con ritmo vivo, acelerado, intenso. Yo la asía con mis manos apoyadas en sus glúteos. Movía mi pelvis hasta doler.

Olía a sudor. A mi propio sudor, y al suyo, que nos empapaba. Sus mejillas estaban enrojecidas. Sus ojos parecían salirse de las órbitas. Gemía y reía de forma alterna, con la misma energía. Yo no dejaba de repetir "¡dios!", "¡joder!", con rabia, con furia. Apretaba los dientes, tensaba las mandíbulas. Sólo sentía agua y calor. Eché mi cabeza hacia atrás, en el momento en que sus gemidos retumbaban escupidos desde un altavoz y un placer que arrancaba mis entrañas se abría pasos a puñetazos. Gritamos fuerte casi al mismo tiempo. Durante unos segundos nos paralizamos. Nos convertimos en estatuas de granito. Luego Claudia se desplomó sobre mí, escurriendo su melena por mi rostro. Jadeábamos exhaustos con descoordinación.

Tras pagar con mi tarjeta de crédito, me despedí de Claudia con un beso largo. De aquella tienda me llevé el abrigo que me aconsejó, el cabello alborotado, su número de teléfono móvil y el eco dulzón de una fiesta, catorce años atrás.

6 comentarios:

Unknown dijo...

HAs conseguido ponerme la piel de gallina...
No se como, pero siempre acabas sorprendiéndome...
Es muy Bueno Pablo... chapó!

Munones dijo...

Bueno figura, se van viendo los resultados del cursillo erótico. Eso está bien, ya que el Madrid no gana al Liverpool por lo menos algo ganamos.

Bonito Pan

Anónimo dijo...

uff... lo de los probadores será típico, pero me encantan los clásicos. Ha quedado bastante real.. este relato es de nota.

Besos

lys dijo...

Hacía mucho tiempo que no leía "una de probadores" Hermosa fantasía.

Un beso

Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

No matter what others say, I think it is still interesting and useful maybe necessary to improve some minor things