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10 febrero 2009

Mi abuelo es un cerezo (Ana Cordón)




Una persona que ha trabajado de cara al público durante tanto tiempo como yo, atesora muchos y variados recuerdos. Siempre me he caracterizado por sacarle el lado positivo a todo, y además me considero una sentimental. Cuando trabajaba en la librería, a menudo me ocurría que unos zapatos mal abrochados o el pestañeo de unos ojos que no conocía me provocaba ternura. Creo que el pestañeo es algo inevitable en el ser humano. Hasta el más cruel lo hace, como una característica intrínseca que le devuelve a lo que es: tan hombre como el de al lado. Ni más ni menos. Y con los zapatos me pasa un poco lo mismo que con el abrir y cerrar de ojos. No se por qué, pero siempre me fijo en el calzado de las personas, porque dice mucho de su personalidad, de su forma de ser.

Aquel hombre llevaba los zapatos más sencillos posibles. Marrones, con cordones, gastados por el uso, un tanto humildes pero limpios. A esa hora de la tarde, creo que eran más o menos las siete, el aburrimiento y las ganas de acabar mi turno solían llevarme a matar el tiempo con los entretenimientos más absurdos. Como no veía posibilidad de escaparme al departamento de informática a charlar con mis compañeros, ni tampoco podía recolocar las guías de viaje más veces, me dispuse a observar aquellos pies que me habían llamado la atención. Muy pronto me encontré inmersa en un análisis comparativo de ese calzado con el de otro cliente que lucía unos horribles zapatos puntiagudos con imitación a piel de serpiente. Tan metida estaba yo en mi particular estudio que me sobresalté cuando el hombre del calzado sencillo me habló:
-Perdone, señorita…
Le miré. Se trataba de un hombre de avanzada edad, con aire de quien ha vivido toda la vida en un pueblo. La camisa blanca, y los pantalones de tela marrones vestían a aquel señor de una digna humildad a juego con su calzado. Pero lo que más me atrapó fue su tímida sonrisa. Como un anciano de cuento, pero sin barba, ni bastón ni perro al lado. Le pregunté qué deseaba.
-Estoy buscando un libro para mi nieto-respondió. Pero no un libro cualquiera. Quiero uno acerca de la relación entre abuelo y nieto. Yo no entiendo nada de estas cosas, y no leo, así que necesito ayuda.

Con esa petición, aquel hombre acababa de conquistarme. Le pregunté qué edad tenía el niño. Se trataba de un chaval de 9 años, así que nos pusimos a buscar. El anciano me observaba en silencio, y de vez en cuando se reía, un tanto confuso, todo hay que decirlo, porque tengo cierta tendencia a hablar muy rápido y a moverlo todo. Me seguía con la mirada mientras yo revolvía entre estanterías y polvo en busca del libro perfecto. Miramos en varias colecciones, y por fin, al cabo del rato, encontré uno del Barco de Vapor llamado “Mi abuelo es un cerezo”.
-¡Creo que este podría ser!-Exclamé. Mis compañeros, entre tanto, me miraban desde lejos con ese gesto de impotencia que esbozaban irónicamente siempre que se daban cuenta de que un cliente me había llegado al alma. Nunca entendieron que perdiera tanto tiempo con ventas que no merecían la pena.

El anciano echó un vistazo al libro, de tapas azules, con una ilustración en la portada referente a un abuelo y un árbol que debería ser un cerezo, y me lo volvió a entregar.
–Yo no entiendo de lectura. Si usted me dice que este libro vale, yo me fío.
-Definitivamente, este libro sí que le va a servir.
-Muchas gracias por su preocupación, señorita. Tratándose de mí, este libro debería llamarse “Mi abuelo es un alcornoque”.
Le volví a observar, entre divertida y extrañada por esa afirmación y mientras me dirigía hacia la caja le respondí que en todo caso podría ser un pino, pero que de alcornoque no tenía nada. El anciano se detuvo y me dijo: -Lo siento, debe pensar que soy un paleto.

-¿Un paleto?-acerté a responder-de paleto nada. Yo no creo que un paleto se entretenga en buscar libros que hablen una relación tan bonita como es la de abuelo y nieto- le dije. Y no pudiéndolo evitar, añadí: Ojala tuviera yo un abuelo como usted.
El hombre se fue de la librería con el regalo bajo el brazo, y yo me quedé con un nuevo recuerdo que atesorar.


Escrito por Ana Cordón

3 comentarios:

Munones dijo...

Curiosa situación... La gran mayoría querríamos un abuelo así.

Bonita y entrañable anécdota.

Unknown dijo...

hayysss los abuelos...
el mío está siempre contando chistes. Se levanta temprano para ir a su campo a ver su viña, olivos y gatos. Antes cuando tenía al caballo estaba con el también, se queda entre su huerto, su higuera, el naranjo, el almedro... así es feliz... Además, como le pilla de camino el campo de la casa de mi otra abuela (la madre de mi padre) ella le espera asomada a la ventana a que pase con la bici o andando y le diga: "Buenos días Mercedes" jajajajaja mi abuelo es un caso. Sobre todo porque, a parte de muchas cosas, es el primero que suelta la lagrimilla.

UN besote!

lys dijo...

Es precioso el relato, es una relación que todos debiéramos experimentar. Los abuelos llenan de ternura la vida.

Te dejo un beso