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06 octubre 2012

Vidas en Sueño - 94 (El hombre de ceniza)



El viaje en coche por el campo terminó con mi paciencia y con los amortiguadores del Nissan Primera, pero conseguí llegar hasta la cabaña: perdida en la Serranía de Ronda, envuelta en un fuerte olor a romero y un eterno coro de cigarras que competían con el motor de mi coche para ver quién era más ruidoso. Abajo quedaba Jubrique con sus casas encaladas y rodeado de pinos y castaños, y en frente se divisaba el mar, como un intruso colándose en la fiesta de aquellas montañas. Un paraje por el cual el hombre había paseado desde hacía siglos rumbo al mar, y que me hacía sentir como una especie de Indiana Jones versión dominguero. Incluso diría aquello de “marco incomparable”, pero no tenía a mano ningún crítico de arte que me aplaudiera por ello. Todo sea dicho de paso, hacía un calor espantoso.

Aparqué el coche junto a un Land Cruiser rojo de los noventa, cuya matrícula no se veía debido al barro; tampoco me hizo falta comprobar el número. La cabaña en sí tenía menos misterio que la nevera de un soltero y solo me llamó la atención que el cobertizo de la leña estuviera hecho de ladrillo. La puerta estaba entornada. Entré y vi al fondo de la sala una figura que se rebullía en el sofá, pero que para mi asombro mantuvo serena la voz, como si estuviera esperando mi llegada desde hacía un rato.

―¿Le ha mandado mi mujer?
―No, señor Rivera. Su mujer se limitó a organizarle un funeral y, por lo visto, el catering salió más caro que el banquete de la boda del Príncipe ―respondí al tiempo que cerraba la puerta y me acercaba al hombre―. Me manda la compañía de seguros que usted contrató.
―Y que ahora quiere averiguar si realmente he muerto.

Se rio con tranquilidad y dio un trago a su botellín de cerveza. Me invitó a sentarme frente a él y pude contemplar mejor su rostro, de tono aceitunado y con rasgos muy marcados; su mirada me recordó a la de Clint Eastwood en tantas y tantas películas del Oeste. El interior era muy austero: tan solo un par de sofás, una mesa baja, la cama desecha, la tele con la que se vio el Mundial del ochenta y dos, la nevera al fondo y algo parecido a una cocina americana; también había una chimenea entre los sofás, y me imaginé una tarde lluviosa de noviembre con los leños ardiendo, escuchando alguna pieza melancólica de Debussy. Solo de pensarlo me corrió una gota de sudor por la frente.

―El incendio fue provocado y creí hacerlo tan bien que pensé que jamás sospecharían. ―Aquel hombre me caía a simple vista bien: su forma de ser, la nueva forma de vida que intentaba llevar, el mero hecho de vivir en una cabaña apartada del mundo―. ¿Es que no llegó el chalet a arder del todo?
―Ardió todo: por eso puede estar tranquilo. Se quemaron hasta los cosméticos de su mujer.
―Pero algo falló.

Me dejé llevar por el sonido de las cigarras unos segundos: realmente se estaba fresco en aquel chamizo solitario. Contemplé a Rivera y me lo imaginé embadurnando de gasolina el sofá de cuero, la colección de enciclopedias sin hojear, los adornos regalados por la suegra.

―Marcas de rueda en el barro que correspondían a un Toyota Land Cruiser ―dije señalando la puerta― en la entrada al garaje. Así empezó todo. También está el hecho de que el forense no encontrara rastro humano entre tanta ceniza.
―¿Y cómo ha averiguado que me escondía en la cabaña? ¿Siguió las huellas desde Madrid?

En realidad, se divertía con toda aquella escena; yo, también. Cualquiera pensaría que éramos dos viejos amigos que habían quedado para ir a cazar liebres o para darse un magreo. Tomé aire y la Serranía de Ronda me inundó los pulmones.

―No exactamente. Al principio, opté por interrogar a las personas cercanas a su círculo. Esa fase no duró mucho, porque ni su mujer ni los tarados de sus vecinos me dieron información alguna; eso sí, como colaboradores de “Sálvame Deluxe” no tienen precio.
―Mi mujer nunca se interesó por lo que hacía o dejaba de hacer: solo quería agarrar la pasta e irse de compras con sus amigas.
―Si se refiere a sus antiguas compañeras de universidad, así es. Iban dejando un tufo a Chanel por cada tienda que entraban.

Nos reímos, aunque el mero recuerdo era para echarse a temblar: mujeres de casi cincuenta luciendo vestidos de treintañeras y con el “jo, tía, osea” pegado a sus labios de bótox. Rivera apuró su botellín de cerveza.

―Visto que su familia y conocidos no aportaron nada, lo intenté en su trabajo. No sé muy bien qué buscaba, pero entendí que la secretaria del jefe, esa mujer a la que se tiró esporádicamente, estaba igual de afligida con su pérdida como lo hubiera estado con la del conserje de su piso.
―¿Tampoco aportaron nada?
―Lo suficiente para saber que en su empresa era un perfecto desconocido ―respondí con teatralidad, para no perder la sonrisa―. Así que seguí con la pista del coche. Me habían dicho los de la aseguradora el modelo, por lo que me limité a buscar concesionarios que vendiesen todoterrenos de segunda mano y a tirar de mis encantos, en forma de billetes de cincuenta, para que me facilitaran una relación de clientes que hubieran comprado de un mes hacia delante un todoterreno de esa marca. La lista, gracias a la crisis económica, no era muy amplia, pero me obligó a estar un mes interrogando a los clientes; uno de ellos, al verme entrar en su finca, me debió confundir con un albanés de la mafia y el pastor alemán puso mi atletismo a prueba.

Rivera se acercó a la nevera y sacó un par de botellines; me alargó uno y el trago me sentó mejor que a Heidi los Alpes.

―Empecé a encontrar algo cuando di con la ficha de un tal David Bellido.
―¿No había pagado mis facturas?
―He de reconocer que usted es un artista del escapismo, porque fui incapaz durante semanas de relacionarle con aquel alias. En el fondo, sabía que era usted, porque toda la información recogida no tenía sentido ni relación entre sí. Además, era imposible localizar su domicilio.
―Vamos, que tuvo una corazonada ―respondió con una sonrisa falsa.
―Lo que tuve fue una deuda de doscientos euros con un contacto que me facilitó el número de tarjeta del tal Bellido. ―Di un trago largo al botellín; Rivera ya se había terminado el suyo y lo apiló junto a los otros en la mesa. Su mirada había perdido el sentido del humor inicial, y parecía sumida en recuerdos. Las cigarras nos habían dado tregua―. Hace una semana hizo un cargo con esa tarjeta en una gasolinera. Las cámaras le grabaron y la comprobación me costó otro pico; el resto, preguntar, espiar y sobornar al del bar del pueblo.

Rivera se palmeó los muslos y dejó escapar una mueca. “El cabrón de Manolo, que vendería a su familia por un puñado de euros”, dijo. Él encajaba con filosofía todo aquello y yo, no sé si motivado por la tranquilidad que me daba el fresco de la cabaña o por el efecto narcótico del canto de cigarra, empezaba a olvidar el verdadero motivo de mi visita a aquella granja apartada del “jo, tía, osea” y toda esa mierda. Aquel hombre seguía dándome la misma buena impresión del inicio.

―¿Y ahora? ―preguntó.

Sabía la respuesta que tenía que darle, pero antes le pedí otro botellín para aclararme la garganta. Rivera andaba pesadamente sobre el suelo de la cabaña. Una vez volvió y se sentó en su sofá, le dediqué una sonrisa que, me habría apostado la oficina, no se esperaba.

―Ahora, señor Rivera, voy a terminarme el botellín y luego me va a abonar las dietas, sobornos y costes adicionales que he tenido en toda esta investigación.
―¿Y qué va a decirles a los de la aseguradora?
―Que he perdido el tiempo buscando en vano a un hombre de ceniza.
―¿Y nada más?
―Solo eso ―respondí al tiempo que apuraba el botellín―. Bueno, y quiero que me aclare una duda.
―¿Qué duda? ―preguntó algo aturdido.
―¿Por qué el cobertizo para la leña es de ladrillo y el resto de la casa es de madera?

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