
―Ese maravilloso viaje que le habían prometido, madre, es una estafa ―dije con suavidad.
Ella se levantó de la silla y miró a través del ventanal, con sus manos huesudas apoyadas en el cristal. Le temblaban los brazos y no pudo contener las lágrimas. No me gustaba que mi madre llorara; una herencia malgastada en viajes y caprichitos, tampoco. Me acerqué e intenté abrazarla como hizo mi padre tantas y tantas veces, al tiempo que, con mi mejor sonrisa fingida, añadí:
―Madre, ¿para qué quiere irse usted sola por ahí? En la residencia la tratan como a una reina y no necesita pasaporte para salir al patio.
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