AUMENTA LA LETRA DEL BLOG PULSANDO LAS TECLAS "Ctrl" y "+" (O Ctrl y rueda del raton)

25 noviembre 2009

Vidas en sueño - 55 (Camino a Villamuelas)





Las gotas de lluvia golpeaban la chapa del coche como si fuesen piedras lanzadas desde lo más alto del cielo. Se estrellaban en el parabrisas y formaban cortinas de agua. El repiqueteo era constante. Parado en mitad del viejo camino que conducía a Villamuelas, mi pueblo, y sin cobertura en el móvil, me entretuve contando el intervalo de tiempo que separaba un relámpago de su hermano trueno. ¿Qué hacía allí, como un bohemio, contando rayitos? Pregúntenselo a la maldita aguja de la gasolina; había vuelto a fallar, y pensando que tenía gasolina de sobra tomé la ruta de todos los días, desde la fábrica al pueblo. A mitad de trayecto el coche empezó a dar tirones, como un asno en celo, hasta quedarse completamente parado. Dios sabe la de veces que giré la llave de contacto, pero el coche no arrancó más; me había quedado seco. La lluvia arreció. Me encendí un cigarrillo y seguí contando rayos, centellas y la madre que los parió a todos ellos.

Escampó, y a través de una rendija abierta en la ventanilla se filtró el olor a tierra mojada. Entre las montañas, hacia el norte, algún relámpago travieso iluminaba sus laderas. En todo el tiempo en el que estuve parado no pasó ni un coche, y el móvil seguía sin cobertura. Probé a colocar el teléfono en todas las posiciones: boca arriba, boca abajo, oblicuo, apuntando a las montañas, apuntando a los campos de trigo, apuntando a mi barriga, y así hasta completar más posturas que las del Kamasutra. No aumentó ni una mísera raya de cobertura. Me abroché la chamarreta, cogí las cuatro cosas que tenía desparramadas en el asiento del copiloto y salí del coche. No me quedaban más narices que andar. Cavilé sobre mi situación geográfica en mitad de aquel yermo; la fábrica estaba más cerca que el pueblo, pero a esas horas, las diez de la noche, no quedaría nadie en la planta. A lo mejor sí, pero preferí no arriesgarme e ir a lo seguro, que no estaba la tesitura como para darse paseitos de trasnochado; tomé rumbo al pueblo. Tardaría una hora, más o menos. ¡La maldita aguja de la gasolina!
La decisión no me gustaba en absoluto; estaba oscuro, y —según los viejos chismosos del pueblo— una supuesta virgen fantasmal se manifestaba ante los que circulaban por ahí de noche, y nadie más volvía a saber de aquellos infelices. No es que creyera en esas tonterías, pero usando el teléfono móvil como linterna, sin ver un pimiento más allá de lo que aquel trasto alumbraba —que era bien poco— y sin escuchar más ruido que el de mis pisadas sobre la gravilla mojada, he de admitir que “alertado” sí que iba.

El aire frío de las montañas hizo acto de presencia y se coló por la ropa. Los pies los tenía helados: las suelas de mis zapatos eran finos y tenían alguna rajilla que otra, por lo que el agua helada empapaba mis calcetines. Llevaba un buen rato andando, más de quince minutos, con ritmo de marcha olímpica. Quería llegar cuanto antes. Intenté animarme silbando el himno del Real Madrid, el de España y un par de coplillas de Manolo Caracol. Incluso me imaginé a esa virgen fantasmal, con el típico vestido de espectro de harapos blanco, descalza y con una trenza muy larga, montada en vespino y trayéndome una lata con un litro de gasolina. Pisé un charco y noté el agua calarme por encima del tobillo. ¡La maldita aguja de la gasolina!

Notaba los dedos de los pies entumecidos; creía andar con muñones o sobre tapas de bote de Cola Cao. Estaban siendo los peores minutos de mi vida. Ni un alma. El haz de luz de mi teléfono convertía las piedrecillas sobre las que trotaba en luciérnagas. A los lados ni una sombra, sólo aire gélido. Deduje que no estaría muy lejos de la cima del cerro, a una media hora del pueblo. Una vez ahí ya tendría el pueblo a la vista, y al menos sabría que andaba en la dirección correcta. Sólo faltaba que me perdiese en mitad de todo aquello, con un espíritu merodeando. ¿Espíritu? ¡Qué espíritu ni qué ocho cuartos! Joder, ya me empezaba a sugestionar demasiado. Me tuve que repetir varias veces que no existían los fantasmas, como un niño frente a la mesa de su pupitre aprendiendo la tabla de multiplicar. Incluso le puse el mismo ritmo. Parecía un subnormal escapado del psiquiátrico. Habría pasado por ese itinerario en coche mil veces de noche y nunca pensé sobre la leyenda. Por lo visto necesitaba un peregrinaje nocturno para vivir la experiencia. Al tiempo que me acercaba a una curva, fantaseé de nuevo con la impúber, con su trenza kilométrica desparramada por el suelo, apareciendo entre los matojos, con los brazos agitados como si fuese mongólica, y acompañándolo con un lamento largo y psicofónico; la vi en esa curva, plantada como un espantapájaros astral, y cómo la arrollaba al instante con mi coche. Me reí y me encendí un cigarrillo. La ruta tomó una inclinación más empinada.

Pasaron los minutos y por fin llegué a lo alto del cerro. El viento tomó el protagonismo; ululaba y agitaba las ramas de un par de olivos solitarios. Villamuelas se veía desde mi posición, con las luces anaranjadas de sus farolas y la torre iluminada con focos de la iglesia. Unos veinte minutos —calculé— me quedaban de paseo. Reanudé la marcha y me dejé arrastrar por la pendiente descendente. No fui dando saltos porque no sentía los pies, pero ganas tuve. Me fumé otro pitillo. ¡Qué ganas tenía de llegar a casa y meterme un buen trago de orujo!

El paisaje se modificó, y ahora estaba la senda franqueada por sombras de olivos y otros árboles, que se estremecían por el viento. No deberían quedar más de diez minutos para llegar al pueblo. Comencé a sentir pinchazos en mis rodillas, y dado que estaba cerca del destino bajé bastante el ritmo, pasando de marcha olímpica a paseo de geriátrico con andador. Escuché algo parecido a un trueno; no parecía un trueno. A lo mejor era un pedo de la virgen fantasmal. Me reí con una carcajada. Tras un árbol escuché el ruido, ahora más nítido; no era un trueno, sonaba como un gruñido. Alumbré con la luz de teléfono móvil el tronco del árbol y un hocico con su hilera de dientes y colmillos asomó, con unos ojos que brillaban con el destello de mi teléfono. ¡Menudo bicho! Era un pastor alemán gigante, o lo más parecido a los dinosaurios; tampoco me paré a reflexionar sobre la raza del animal. Cambié el modo “paseo de geriátrico con andador” por el de “final de los mil quinientos metros lisos... o de los tres mil... o de los cinco mil”. No sé cuántos metros fueron pero galopé como un potro salvaje, con fuego recorriendo mis piernas. Sentía al animal tras mis pasos. Me ladraba. Aceleré al máximo. Lo sentía pegado a mí, apunto de hincarme sus colmillos en el culo. Ahora entendía porque no se me apareció la virgen: este monstruo la habría devorado con trenzas y todo. ¡Maldita aguja de la gasolina!

En el pueblo los cuatro viejos de siempre, atemporales, con sus cuatro garrotes, sus cuatro boinas y sus cuatro mondadientes mordisqueados, que se sentaban en una piedra a la entrada, me vieron llegar desbocado. Parecían jueces de línea de meta. Uno de ellos levantó el brazo y me saludó; los otros tres cabecearon. ¿¡Serán cabrones!? Yo con un perro del infierno detrás y ellos ahí tan panchos. Debí dar unas tres vueltas a Villamuelas hasta que me di cuenta que ningún chucho me perseguía. Cuando me acerqué a los ancianos, éstos me dijeron que no me perseguía ningún animal, y que pensaban que estaba echando unas carreras. Lo extraño es que no me tomaron por un tarado cuando les expliqué el verdadero motivo; aquellos tipos se limitaron a escupir a través de sus boinas y emitir quejidos internos al tiempo que les relataba la historia.

A partir de esa noche hubo ciertos cambios: me compré unos zapatos nuevos y una linterna, las rodillas se me hincharon como globos, cambié el coche por un todo terreno de ésos japoneses, pasé a ser llamado “el Fermín Cacho” en el pueblo, y la virgen espectral del camino fue sustituida por un perro de dos cabezas —también espectral— que devoraba a los viajeros perdidos por la noche. Y todo ello gracias a la maldita aguja de gasolina.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me he reído un montón con la paranoia esta!!!! Quien no se ha quedado alguna vez tirado con el coche?.. es que es toda una aventura..

RCP

Anónimo dijo...

Tu lo mas cerca que has estado de Villamuelas ha debido ser en la provincia de LOGROÑO.