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15 mayo 2011

Vidas en sueño - 79 (Sus soplidos)




Como toda relación seria que se precie, la nuestra empezó con un morreo baboso y continuado. Incluso diría que desafinado. Me agarró del cuello, tapó casi todos mis agujeros y me sopló por la boca sin reparar en escupitajos. Yo, como es obvio, chillé con todas mis fuerzas: si tapaba agujeros, al menos que lo hiciera bien. Creo que nuestra primera vez fue en una de sus clases de música, con ocho años. La profesora nos emparejó: "aprenderás a tocar la flauta con ella", le dijo muy seria. Asintió muy despacio y yo me estremecí, maldiciendo mi suerte.

Pude haber sido una travesera guapísima, de plata bien reluciente; una travesera que encandilase al público con una buena pieza de Mozart o de Haydn. Pude haber recalado en el corazón de críticos musicales y melómanos que compran discos compactos y hacen el amor con ellos. Pude haber sonado con el aire pulmonar de alguna italiana que llevara años y años esperando su reválida frente a una sinfónica. No obstante, mi destino me ató a los morros de un niño travieso, baboso y con ganas de llevarle la contraria a la profesora. Nací dulce, pero cada vez que aquel chaval me soplaba, me manoseaba y me tiraba con desprecio al fondo de su mochila me volvía un poquito más agria.

Dulce, como la miel. En lugar de miel, saliva. Un asco. Y eso que su profesora le enseñó a limpiarme por dentro: "tienes que quitarle la cabeza, ¿ves, Alfredo? Luego, con la escobilla, subes y bajas con suavidad. Cómo no, desmonta la boquilla y límpiala bien". Aquella vez, en esa explicación práctica que le dio su profesora, experimenté mi primer (y único) orgasmo. Alfredo no entendía de ternura. Si metía la escobilla, lo hacía deprisa y corriendo. Me acabé acostumbrando a sus embestidas fugaces. La boquilla se me llenó de roña y hasta hubo agujeros que se fueron obstruyendo de polvo, saliva seca y bolitas de papel.

Pasaron los años y Alfredo seguía insuflándome de babas y aire apestoso. Porque a duras penas hacía caso a su madre respecto su higiene dental. "Lávate los dientes, niño", escuchaba muy atenta, guardada en algún rincón de su escritorio. Siendo un niño cabezón, irresponsable y sin sentido alguno de la música. ¿Qué esperaba su madre? Tardes aburridas, sin nada que compartir en el cajón con carpetas ni bolígrafos. La profesora ya no le interesaba si me limpiaba bien o mal. Él seguía cebándome con sus babas.

Al pueblo donde vivíamos llegó un prestigioso músico. Tocaba la trompa en la Sinfónica de Málaga y decidió visitar el pueblo cada semana. Su objetivo era el conseguir una banda de música con los niños del pueblo. Lo primero, aprender solfeo. Alfredo, hasta aquel entonces, solo sabía tapar agujeros y soplar hasta enrojecer. Lo mismo que escribir un libro con impulsos de borracho y luego decir que son frases con sentido del subconsciente. Pero, al igual que los escritores aprenden a filtrar esos impulsos, Alfredo comprendió que yo era algo más que un trasto musical. Que tenía sentimientos, según tapase un agujero u otro. Dejó de tratarme de silbato y empezó a darle sentido a sus soplidos. Por mi boca comenzaron a salir melodías con algo de ritmo. Ya no me babeaba la boca ni me estrujaba con vehemencia. Le había enseñado "Noche de paz": sol-la-sol-mi-sol-la-sol-mi. Cómo olvidar sus primeras notas musicales. Aquello me emocionó por completo. Al fin me sentía como lo que era, un instrumento musical. El chaval fue cogiendo confianza conmigo y, en lugar de soplarme sin más, dejaba deslizar sus dedos por todo mi cuerpo de plástico, me besaba, tapaba los agujeros con un roce tan sutil que provocaba cosquilleo. No sé qué pasó con el músico, pero a los cuatro meses, desistió de sus clases y escapó del pueblo. Alfredo pasó muchas noches tocándome hasta caer dormido y luego amanecer abrazado a mí. Lástima que durase tan poco su pena. A las dos semanas ya me había vuelto a abandonar en el cajón del escritorio y se marchaba con sus amigotes de excursión con las bicis o a dar patadas al balón con toda la solana de agosto.

Años después, viajamos a Barcelona. Me sorprendió que Alfredo me guardase en su maleta, con su ropa limpia y planchada, su neceser cargado de cremas, desodorantes y peines de hotel que su padre le había regalado. Éramos un par de extranjeros en Barcelona, alejados del pueblo y de todos los buenos y malos recuerdos. Porque no solo se recuerda con emoción lo bueno. Su profesor de música resultó ser mucho más exigente que los que tuvo en el pueblo. Gente seria, que tocaba un órgano y exigían a Alfredo melodías sin desafinar si no quería suspender la materia. Yo le ayudé mucho. Me partía el alma escucharle por las noches llorar, aferrado a un papel o a la almohada. El profesor le había exigido que tocase el "Para Elisa" si quería el aprobado. Practicó mucho. Muchas tardes frente a la partitura, sosteniéndome con fuerza y soplando por mi boca con soltura y sin mucha baba. Costó, pero juntos conseguimos la melodía. Recuerdo el temblor de los dedos de Alfredo cuando me tapaba y mi esfuerzo por no desafinar. Entender que ese agujero mal tapado en realidad sí lo estaba me costó la cordura. El caso es que lo logramos. Arrancamos un gesto de admiración a su profesor cuando ejecutó a la perfección la corchea de "mi bemol" y "la". Alfredo se mostraba muy feliz. Tanto, que me compró una funda de plástico nueva, con escobilla y todo.

Su etapa de instituto nos unió mucho. Las clases eran muy duras, pero Alfredo hacía fácil lo difícil. Su solfeo había mejorado tanto que hasta los profesores nos sacaban a la pizarra para que marcásemos el compás al resto de los compañeros. Eso generaba muchas envidias, hasta el punto de vivir en una constante amenaza. Un compañero suyo, frustrado porque su flauta no dejaba de reproducir sonidos estridentes, la tomó conmigo: me sacó de la mochila, me dejó desnuda de la funda y me arrojó con todas sus fuerzas contra la pared. No olvidaré aquellas lágrimas de Alfredo cuando me recogía del suelo. Me había rajado un poco por el agujero del "fa". Aquello parecía el fin; el suyo, como punto de referencia en clase, y el mío como instrumento musical. Sin embargo (eso es porque Alfredo no me conoce del todo), saqué fuerzas de donde no las había y, con mucho tesón por mi parte, conseguí enmascarar el pitido agudo cada vez que tocaba un "fa". Terminó el instituto y nunca bajamos del sobresaliente. En música, claro.

Luego llegó la universidad, sus trabajos, las novias, las borracheras, el tabaco, los viajes, las noches en vela jugando a la videoconsola, las facturas del agua y del teléfono. Una época de olvido. Confinada en una estantería, encerrada en el sótano, pasaron los días. Alfredo y yo manteníamos un vínculo cada vez más diluido con la realidad. Yo ya no era útil para él. La raja del "fa" se abrió un par de milímetros, lo justo para que desafinara siempre que me tapasen esa nota. No pude remediarlo. Tampoco tenía ganas de esforzarme por sonar bien cuando me habían obligado a compartir espacio con unos patines, una caja de fichas de puzzle y una bolsa de basura hasta arriba de jerséis de lana gruesa. No negaré que quise quitarme de en medio. Intenté romperme del todo rodando por la balda de la estantería y aterrizando sobre el frío mármol del sótano. Nada. Caí mil veces, y mil veces me recogía Alfredo cuando bajaba al sótano a por su bici, a por las raquetas, a por cualquier cosa que no fuera yo. Estaba condenada a la soledad y a compartir espacio con trastos.

Ayer, él bajó al sótano. Parecía distraído. Recorrió las baldas de la estantería, hojeando cuadernos, mirando en el fondo de bolsas y cajas de cartón. Qué andaría buscando. Nada. Examinaba objetos y los volvía a dejar en su sitio. Todos. Menos yo. Me sujetó con firmeza cuando me agarró. Hacía tanto que no sentía su tacto caliente que casi estuve apunto de dejar escapar un pitido. Me observó desde todas las perspectivas: de frente, de costado, por la boca, inclinada hacia abajo. Repasó sus dedos sobre mi superficie, pero fue con su bocanada de aire cuando sentí un estremecimiento tan hondo que no pude contener un "mi" dulce y sostenido. Tocó todas las melodías que recordaba de su infancia y del colegio. No debió darse cuenta de la raja del "fa". Eso es porque volví a enmascarar el pitido con una cadencia de sonido, meloso, que envolvía el sótano.

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