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20 octubre 2008

Vidas en Sueño - 30 (Malabares al curry)




Dentro del cuenco, hecho de un material a caballo entre el plástico y la escayola, decorado con flores de mil colores y pájaros extravagantes, flotaban unos trozos de ternera y verdura sobre salsa de curry. Miguel introdujo los palillos, intentando pescar un trozo comestible en aquella laguna de especias y aceite. Unos segundos más tarde un trozo de pimiento verde salía a la superficie, atenazado, arrugado y sudoroso; se lo llevó mecánicamente a la boca, con parsimonia, sin prisas, mientras contemplaba la calle desde el ventanal del restaurante. Masticó el trozo de pimiento con fuerza, aprisionando el alimento entre sus muelas, apretando con fuerza las mandíbulas. Afuera comenzaba a llover, y los paraguas poco a poco florecían en sus múltiples tonalidades de formas y colores. La imagen acompañaba una canción de bossanova electrónica - el último grito musical para bohemios estrellados en busca de paz interior - que sus auriculares emitían a bajo volumen; era una melodía tranquila, pausada, suave, con ritmo comandado por trompeta y voces femeninas sensuales.

En el instante en que Miguel volvía a sumergir sus palillos en la ciénaga de su cuenco, un tipo apareció contiguo al semáforo. Le observó de refilón, en el momento en que éste se despojaba del abrigo. Desvío su foco de atención, escudriñando el bol en busca de un trozo nuevo que llevarse a la boca, y cuando devolvió su mirada, aquel tipo anónimo empezaba a dar piruetas en el paso de cebra, aprovechando que el semáforo detuvo la marcha de los vehículos. Con agilidad dio cuatro mortales hacia atrás, para culminarlo con una voltereta lateral y una reverencia con la cabeza descubierta y su boina parda de cuadros rojos y verdes agarrada en su mano izquierda, inclinando el cuerpo de tal modo que formaba un ángulo perfecto de noventa grados.

Su piel cobriza contrastaba con el blanco de sus ojos y sus dientes, ambos exhibidos en todo momento; sonreía y miraba de forma muy expresiva, con sus labios carnosos estirados y los párpados tensados. Llevaba un pendiente de aro en cada oreja, su nariz era curvada y chata, y se le marcaba perfectamente la quijada. Era de estatura mediana, complexión delgada tirando a famélica; unos sesenta kilos. Vestía un camiseta verde de mangas largas bajo un mono holgado. Sus pies, eran abrigados por unos botines desgastados y negros.

Tras la presentación a sus "auto espectadores", el saltimbanqui urbano sacó de su mochila tres mazas de gimnasia artística, una de cada color: blanco, rojo y azul. Uno a uno, los fue lanzando al aire, trazando un triángulo perfecto entre sus manos y el cielo, con una coordinación que rozaba lo armónico. La lluvia, que se deslizaba por el ventanal, no le impidió ver treinta segundos de malabarismo; primero la maza pasaba por una mano, luego flotaba en el aire, y por último acababa en la otra mano. Un bucle sincronizado de treinta vueltas. Aquel hombre no dejaba de sonreír a las nubes, con sus ojos clavados en el número que estaba representando. De vez en cuando gesticulaba, amagaba la caída de una maza en el capó de un vehículo, guiñaba el ojo a algún transeúnte curioso, y sin perder en ningún momento su sonrisa de dientes blancos.

El aburrimiento del almuerzo se trastocó en un momento ameno y original, y no pudo evitar aplaudir. Algún parroquiano observó a Miguel mientras éste, protegido por el ventanal, reconocía con reservada euforia la exhibición. En la calle, los peatones corrían con sus paraguas y periódicos sobre la cabeza ante la inminente reanudación de la circulación. Mientras tanto, el malabarista, con el agua de lluvia deslizándose por todo su cuerpo y pegando la camiseta a su tórax, pasaba entre los coches con la boina boca abajo, esperando recaudar alguna limosna. De ningún coche mano alguna brotó con algo de dinero que entregar.

El semáforo cambió a verde, y el artista salió con paso vivo de la calzada. Una vez en la acera de nuevo, abrió la mochila y guardó las mazas. Luego, con ambas manos, escurrió la boina y se la colocó de nuevo sobre la cabeza. Cuando Miguel terminó de comer, el malabarista continuaba jugando con sus mazas al aire, ante una nueva horda de coches enfurecidos y humeantes; escurrió bajo el bolsillo del abrigo del artista, el cual estaba depositado con esmero sobre la mochila, un billete de cinco euros. Se alejó con paso lento, y después de andar varios metros, giró sobre sus pasos para ver entre el mar de la ciudad tres peces de colores bailando con el agua.

5 comentarios:

Munones dijo...

Que hambre!!! Deberías advertir que leer los primeros párrafos del post es perjudicial para la salud, sobre todo en horario de comidas.

Me encanta la frase final: "Se alejó con paso lento, y después de andar varios metros, giró sobre sus pasos para ver entre el mar de la ciudad tres peces de colores bailando con el agua."

Unknown dijo...

que bonito!!!
esas cosas no suceden todos los días...
Es duro tener que trabajar en la calle. Mas duro aun tener que hacerlo si encima llueve... y soportar las impertinencias de algunos que otros que ruedan por alli...
En fin...
Un beso!!

David dijo...

Eres altamente sugestionable.

Anónimo dijo...

hay pablo!, pablo!,reinvindicando a los currantes de la calle y tu de espectador junto a miguel ahi le has dao. buscando paz interior, es lo q te hace falta, besos...

Anónimo dijo...

Caralho! nunca imaginei que você tivesse esse lado sentimental, poetico e sensivel tão aflorado, realmente me surpreendeu muito, se fosse aqui no Brasil, eu diria que você é um São Paulino*.

Gostei muito de tudo o que li até agora e por isso decidi deixar um comentário, poderia escrever em espanhil, mas acho que perderia um pouco da graça, por isso vai em Português-Brasileiro mesmo.

Continue com toda essa viadagem, pois realmente gostei muito é bem a sua cara.


Abraços do Gafanhoto Brasileiro.